6

Después de dos días de juicio, Birgitta Roslin sabía cuáles serían las sentencias. Al hombre de más edad, Abdul Ibn-Yamed, que era el cabecilla del grupo de traficantes, lo sentenciaría a tres años y dos meses. Al más joven, que era su compinche y ayudante, Yassir al-Habi, le caería un año. Ambos serían expulsados del país una vez cumplida la sentencia.

Comparó las sentencias con otras anteriores de juicios similares y no pudo por menos de considerar que se trataba de delitos graves, de modo que estaba justificada la aplicación de una pena dura. Muchas de las personas introducidas en el país de forma ilegal habían sufrido amenazas y malos tratos cuando resultó que no podían pagar las elevadas cantidades de dinero que les exigían por los largos viajes y por la documentación falsa que les permitía entrar en el país. A Birgitta le desagradó particularmente el hombre de más edad, que les suplicó tanto a ella como al fiscal aduciendo argumentos de carácter sentimental, asegurando que jamás se había quedado con el dinero de los refugiados, sino que siempre lo había destinado a fines benéficos en su país natal. En una de las pausas de la negociación, el fiscal entró en su despacho a tomarse una taza de café. Y, como de pasada, le contó que Abdul Ibn-Yamed conducía un Mercedes que costaba cerca de un millón de coronas.

El juicio fue bastante pesado, duró dos largos días en los que a Birgitta Roslin apenas le quedó tiempo para comer, dormir y estudiar sus notas antes de tener que volver al estrado. Las gemelas la llamaron para invitarla a Lund, pero les dijo que no tenía tiempo. Después de los traficantes de personas, la esperaba un complejo caso de una banda de estafadores rumanos que utilizaban tarjetas de crédito falsas.

Desde luego, fueron días en los que no pudo dedicar un solo minuto a lo sucedido en Hälsingland. Por la mañana hojeaba el periódico, pero generalmente por la noche no tenía fuerzas ni para ver las noticias.

La mañana que Birgitta Roslin iba a preparar el juicio contra los estafadores rumanos se dio cuenta de que tenía anotada en la agenda una cita con su médico para un chequeo rutinario. Sopesó la posibilidad de posponer la cita unas semanas. Aparte del cansancio que sentía, de la impresión de que su condición física había empeorado y de la ansiedad que experimentaba en ocasiones, no creía estar mal de salud. Era una persona sana que llevaba una vida normal y casi nunca sufría ni un resfriado. No obstante, optó por no cambiar la cita.

El médico tenía la consulta cerca del Stadsteatern. No utilizó el coche, sino que fue caminando desde los juzgados. Hacía frío pero estaba despejado y no soplaba el viento. La nieve que había caído días antes se había derretido ya por completo. Se detuvo ante un escaparate a mirar un traje, cuyo precio la alarmó. Con lo que valía aquel traje de color azul oscuro podría comprarse muchas botellas de excelente vino tinto.

En la sala de espera había un periódico cuya primera plana cubría la noticia del asesinato múltiple de Hälsingland. Apenas acababa de hacerse con el diario cuando la llamaron a consulta. El médico era un hombre mayor que le recordaba mucho al juez Anker. Birgitta Roslin llevaba diez años visitándolo. Se lo había recomendado un colega suyo. El hombre le preguntó si se encontraba bien, si tenía alguna molestia. Ella le respondió y el médico la mandó entonces con una enfermera, que le hizo una punción en la yema del dedo para extraerle sangre. La enfermera le dijo que aguardase en la sala de espera. Otro paciente que había llegado entretanto leía el periódico que ella había tenido que dejar. Birgitta Roslin cerró los ojos dispuesta a esperar. Pensó en su familia, en qué estaría haciendo cada uno o, al menos, dónde estarían en aquel momento. Staffan iba en un tren camino de Hallsberg. Y no llegaría a casa hasta bien tarde. David trabajaba en los laboratorios de AstraZeneca, a las afueras de Gotemburgo. Sobre el paradero de Anna no estaba segura, la última vez que supo de ella, hacía cosa de un mes, se encontraba en Nepal. Las gemelas estaban en Lund y querían que ella las visitara.

Mientras aguardaba, se quedó dormida y despertó al notar que la enfermera le rozaba suavemente el brazo.

—Ya puedes entrar.

«No puedo estar tan cansada como para dormirme en la sala de espera del médico», se recriminó mientras volvía a la consulta.

—Tus valores sanguíneos están un tanto bajos —comenzó el doctor—. Deberían andar por ciento cuarenta, pero aún te falta bastante para alcanzar esa cifra. Lo podemos corregir con un refuerzo de hierro.

—O sea, que no tengo nada, ¿no?

—Llevo bastantes años viéndote. Eres el vivo reflejo del cansancio del que hablas, si me permites decirlo claro.

—¿A qué te refieres?

—Tienes la tensión por las nubes y toda tú irradias cansancio. ¿Duermes bien?

—Supongo, pero me despierto a menudo.

—¿Mareos?

—No.

—¿Desasosiego?

—Sí.

—¿A menudo?

—A veces. Incluso algún que otro ataque de ansiedad. Entonces tengo que apoyarme en la pared, porque me da la sensación de que voy a caerme o de que el mundo se viene abajo.

—Pues voy a darte la baja. Debes descansar. Quiero que mejores tus valores sanguíneos y, sobre todo, quiero que te baje la tensión. Esto hay que seguir tratándolo.

—No puedes darme la baja. Tengo muchísimo trabajo.

—Precisamente.

Birgitta lo miró inquisitiva.

—¿Es grave?

—No tanto como para que no podamos arreglarte.

—¿Tengo que preocuparme?

—Si no haces lo que te digo, sí. De lo contrario, no.

Minutos después, ya en la calle, Birgitta Roslin pensaba con asombro que no iba a trabajar durante las dos próximas semanas. De forma repentina e inesperada, el médico había alterado su vida normal.

Volvió al juzgado para hablar con Hans Mattsson, que era letrado y superior suyo. Con su ayuda encontró una solución para los dos juicios que ella tenía pendientes. Después conversó con su secretaria, envió unas cartas, fue a la farmacia para comprar las medicinas que le había recetado el médico y se marchó a casa. La inactividad la superaba.

Preparó el almuerzo y se sentó en el sofá. Se levantó a buscar el periódico para leer un rato. Aún no habían publicado todos los nombres de las víctimas. Un policía del grupo de homicidios llamado Sundberg hacía unas declaraciones en las que pedía a los lectores que llamasen si podían aportar algo. Seguían sin tener pistas y, por mucho que costase creerlo, no había ningún indicio de que hubiese más de un solo autor.

En otra entrevista, un fiscal llamado Robertsson aseguraba que estaban llevando a cabo la investigación con amplitud de miras y sin hipótesis previas. La policía de Hudiksvall había recibido la ayuda que habían solicitado a las autoridades centrales.

Robertsson parecía seguro de la victoria: «Atraparemos al autor de esta masacre. No nos rendiremos».

En las siguientes páginas hablaban del temor que se había extendido en los bosques de Hälsinge, donde había muchos pueblos con pocos habitantes. La gente, decía el diario, se proveía de armas, perros y alarmas y atrancaba sus puertas como podía.

Birgitta Roslin dejó el periódico. La casa estaba vacía, en silencio. Aquellas vacaciones involuntarias se las habían impuesto de repente, surgidas de la nada. Bajó al sótano a buscar uno de los catálogos de vinos y, ya frente al ordenador, hizo el pedido de la caja de Barolo Arione por la que se había decidido. En realidad, era un vino demasiado caro, pero quería permitirse algún lujo. Después pensó en ponerse a limpiar, una tarea que siempre andaba posponiendo, pero, cuando se disponía a sacar la aspiradora, cambió de idea. Se sentó a la mesa de la cocina e intentó hacerse una idea clara de su situación. Estaba de baja sin estar enferma. Le habían recetado tres medicamentos distintos que le ayudarían a reducir la tensión y a mejorar sus valores sanguíneos. Al mismo tiempo, no podía por menos de admitir que el médico había visto claramente lo que ella no osaba admitir. Estaba agotando sus fuerzas. La falta de sueño, los ataques de ansiedad que estallaban en cualquier momento, y que tal vez un día se presentasen en la sala de vistas, le causaban mayores problemas de lo que había querido admitir hasta ahora.

Birgitta Roslin observó el periódico que había sobre la mesa y volvió a pensar en su madre y su infancia. De pronto, se le ocurrió una idea. Alcanzó el teléfono y llamó a la comisaría, donde pidió que la pusieran con el comisario Hugo Malmberg. Se conocían desde hacía muchos años y, en una ocasión, intentó enseñarles a ella y a Staffan a jugar al bridge, aunque no consiguió contagiarles su entusiasmo.

Birgitta Roslin oyó el dulce timbre de su voz en el auricular. «Uno se imagina que la voz de un policía debe sonar áspera, pero Hugo no cumple esas expectativas», se dijo. «Suena más bien como un amable jubilado que se dedica a dar de comer a las palomas en el banco de un parque».

Birgitta le preguntó por su salud antes de indagar si tendría tiempo de recibirla.

—¿De qué caso se trata?

—De ninguno. Al menos, de ninguno que tengamos nosotros. Dime, ¿dispones de tiempo?

—El policía que se tome en serio su trabajo y diga que tiene tiempo miente; pero ¿cuándo habías pensado pasarte por aquí?

—Iré andando desde casa…, ¿te va bien dentro de una hora?

—De acuerdo, aquí estaré.

Cuando Birgitta Roslin entró en el despacho de Hugo Malmberg, cuya mesa de escritorio se veía perfectamente ordenada, su amigo estaba hablando por teléfono. Le hizo una seña de que tomase asiento. Hugo Malmberg hablaba de un caso de agresión que les había entrado el día anterior. «Un caso que algún día llegará a mi mesa, quizá», pensó Birgitta. «Cuando haya recuperado algo de hierro y mi presión sanguínea se haya normalizado y me permitan volver al trabajo».

Hugo Malmberg concluyó la conversación y le dedicó una amable sonrisa.

—¿Quieres un café?

—Mejor no, gracias.

—¿Qué clase de respuesta es ésa?

—Dicen que el café de la comisaría es tan malo como el nuestro. Hugo Malmberg se levantó.

—Bueno, vamos a la sala de reuniones —propuso—. Aquí no para de sonar el teléfono. Es una sensación que comparto con todos y cada uno de los policías suecos: me da la impresión de que soy el único que trabaja.

Se sentaron a una mesa ovalada llena de tazas de café y botellas de agua vacías. Malmberg movió la cabeza con aire displicente.

—La gente no recoge nada. Celebran una reunión y, cuando termina, lo dejan todo por medio. Bueno, ¿qué querías? ¿Has cambiado de idea sobre el bridge?

Birgitta Roslin le habló de su descubrimiento y le explicó que tal vez existiese un vínculo, por nimio que fuese, entre ella y la masacre.

—Siento curiosidad —admitió para terminar—. De lo que dicen los periódicos o en las noticias no se deduce mucho, salvo que las víctimas son numerosas y que la policía no tiene pistas.

—Te confieso que me alegra no estar de servicio en esa zona justo ahora. Debe de ser horrible para ellos. Jamás había oído hablar de algo parecido. En cierto modo, es una noticia tan sensacional como el asesinato de Palme.

—¿Tú sabes algo que no hayan dicho los periódicos?

—No hay un solo policía en todo el país que no pregunte y hable del asunto. Lo comentamos en los pasillos y cada uno tiene su teoría. Eso de que los policías sean gente racional y básicamente faltos de imaginación es un mito. Enseguida nos ponemos a especular sobre qué puede haber ocurrido.

—¿Y tú qué crees?

Hugo Malmberg se encogió de hombros y reflexionó un instante antes de responder.

—Yo no sé más que tú. Sólo que son muchas víctimas y que ha sido un crimen brutal. Sin embargo, no han robado nada, si no me equivoco. Lo más probable es que sea obra de un enfermo. Y con respecto a lo que haya detrás de esa locura, únicamente podemos especular. Supongo que la policía estará buscando entre conocidos agresores con trastornos psíquicos. Seguro que ya se han puesto en contacto con la Interpol y la Europol, por si encuentran alguna pista por esa vía. De todos modos, les llevará tiempo obtener resultados de esas fuentes. Por lo demás no sé nada.

—Pero tú conoces a policías de todo el país. ¿Tienes algún contacto allá arriba en Hälsingland? Quiero decir, alguien a quien yo pudiera llamar por teléfono para preguntarle…

—Conozco al jefe —confesó Malmberg—. Un tipo llamado Ludwig. Si he de serte sincero, no me causó muy buena impresión. Ya sabes que no confío en los policías que nunca han estado en contacto con la realidad. Pero podría llamarlo y preguntarle.

—Te prometo que no lo molestaré con tonterías. Sólo quiero saber si entre las víctimas se encuentran los padres adoptivos de mi madre o si eran sus hijos… O si estoy totalmente equivocada.

—Bueno, es un motivo más que justificado para llamarlo. Veré lo que puedo hacer. Ahora tendrás que disculparme. Me espera un interrogatorio de lo más desagradable con un agresor bastante antipático.

Aquella noche, Birgitta le contó a Staffan lo sucedido. Él le dijo, como de pasada, que el médico había hecho bien en darle la baja y le propuso que emprendiese un viaje al sur. Su falta de interés la irritó sobremanera, pero no hizo ningún comentario.

Al día siguiente, poco antes del almuerzo, cuando Birgitta Roslin estaba al ordenador navegando por distintas páginas de ofertas de viajes, sonó su móvil.

—Tengo un nombre —anunció Hugo Malmberg—. Hay una policía llamada Sundberg.

—Sí, es el apellido que he visto en los periódicos, pero ignoraba que fuese una mujer.

—Se llama Vivian, pero la llaman Vivi. Ludwig le habló de ti, así que cuando la llames sabrá por qué. Me han facilitado su teléfono.

—Apunto.

—Le pregunté cómo les iba. Siguen sin tener pistas. Aunque no les cabe ninguna duda de que se trata de un loco. Al menos eso me dijo. Birgitta no pudo por menos de detectar cierta vacilación en su voz.

—Pero tú no lo crees, ¿verdad?

—Yo no creo nada. Es sólo que entré en Internet anoche y leí lo que encontré. Hay algo extraño en lo que ha ocurrido allí.

—¿Qué?

—Demasiado bien planeado.

—Pero un enfermo también puede planificar un crimen, ¿no?

—Ya, no me refiero a eso. Se trata más bien de una sensación: de que, en cierto modo, hay algo demasiado raro para que sea verdad. Si yo estuviese en el lugar de mis colegas, empezaría a plantearme si el autor del crimen no ha intentado camuflar lo sucedido para que parezcan los actos de un enfermo.

—¿Cómo lo habrían camuflado?

—Y yo qué sé. ¿Tú no ibas a llamar para presentarte como familiar?

—Sí, gracias por todo. Por cierto, tal vez haga un viaje al sur. ¿Tú has estado en Tenerife?

—Jamás. Suerte.

Birgitta Roslin marcó enseguida el número que acababa de anotar. Una voz grabada en un contestador la invitó a dejar un mensaje. Empezaba a sentirse inquieta. Volvió a echar mano de la aspiradora pero no fue capaz de ponerse a limpiar, sino que se plantó de nuevo ante el ordenador y, media hora después, ya se había decidido por un viaje a Tenerife desde Copenhague. Partiría dentro de dos días. Buscó la isla en el atlas y empezó a soñar con aguas cálidas y con vinos españoles.

«Puede que me venga bien», se dijo Birgitta Roslin. «Una semana sin Staffan, sin juicios, sin lo cotidiano. No es que esté muy ducha en el arte de procesar lo que siento o pienso acerca de mí misma y sobre mi vida pero, a mi edad, debería ser capaz de verme con la suficiente claridad como para detectar los achaques y cambiar el rumbo donde sea necesario. Hubo un tiempo, cuando era joven, en que soñé que sería la primera mujer en dar la vuelta al mundo en un barco de vela. Jamás lo hice, pero recuerdo parte de la terminología relacionada con la navegación y sé cómo avanzar por la angostura de ciertas vías marítimas. Puede que durante unos días necesite transitar sin fin por el estrecho, o preguntarme, tumbada en una playa de Tenerife, si lo que se avecina es ya la vejez o si se trata de una mala racha de la que podré salir. Pasé bien la crisis de la menopausia; pero ahora no sé qué me pasa exactamente. Y tengo que averiguarlo. Ante todo, debo averiguar si mi presión sanguínea y mi ansiedad guardan relación con Staffan. Si nunca seremos capaces de sentirnos bien a menos que logremos salir de este estado de apatía en que ahora nos encontramos».

Comenzó a planear el viaje enseguida. Algo se bloqueó y no pudo completar la reserva por Internet, de modo que envió un mensaje con su nombre y su teléfono, así como con los datos del viaje que le interesaba. Enseguida recibió una respuesta: se pondrían en contacto con ella en el transcurso de una hora.

Casi habían pasado los sesenta minutos cuando sonó el teléfono, pero no era la agencia de viajes.

—Hola, soy Vivi Sundberg. Quería hablar con Birgitta Roslin.

—Soy yo.

—Me han informado de quién eres, pero no sé qué quieres exactamente. Comprenderás que en estos momentos estamos bajo una presión enorme. Si entendí bien lo que me dijeron, eres jueza, ¿verdad?

—Así es. No quisiera alargar mucho mi historia, pero mi madre, que falleció hace muchos años, fue adoptada por una familia llamada Andrén. Y he visto algunas fotografías de las que deduzco que vivió en una de las casas de ese pueblo.

—Yo no soy la encargada de informar a los familiares. Te sugiero que hables con Erik Huddén.

—Pero, entonces, hay entre las víctimas varias personas con el apellido Andrén, ¿no?

—Pues, ya que lo preguntas, al parecer la familia Andrén era la más numerosa del pueblo.

—¿Y están todos muertos?

—Preferiría no contestar a esa pregunta. ¿Tienes el nombre de pila de los padres adoptivos de tu madre?

La carpeta estaba a su lado, sobre la mesa. Birgitta desató la cinta y buscó entre los documentos.

—No puedo esperar —le advirtió Vivi Sundberg—. Llámame cuando los hayas encontrado.

—Ya los tengo. Brita y August Andrén. Deben de tener más de noventa años, puede que incluso noventa y cinco.

Vivi Sundberg tardó en contestar. Birgitta Roslin oía el crujir de las hojas que iba pasando, hasta que la voz de Sundberg volvió a sonar en el auricular.

—Sí, están entre las víctimas. Por desgracia, están muertos. El mayor de los dos tenía noventa y seis años. Te ruego que no difundas esta información entre la prensa.

—¿Y por qué habría de hacer algo así?

—Eres jueza. Seguro que sabes cuáles pueden ser las consecuencias y por qué te pido que no lo hagas.

Birgitta Roslin lo sabía perfectamente. De vez en cuando comentaba con sus colegas lo raro que resultaba que los periodistas los acosasen, pues ya contaban con que ningún juez estaría dispuesto a revelar información que hubiese de mantenerse en secreto.

—Comprenderás que me interesa saber cómo evoluciona la investigación.

—Pues ni yo ni ninguno de mis colegas disponemos de tiempo para ir dando información a particulares. Estamos sitiados por los medios de comunicación. Muchos de ellos ni siquiera respetan los cordones policiales. Ayer encontramos a uno con la cámara en el interior de una de las casas. Llama a Hudiksvall y habla con Huddén.

Vivi Sundberg parecía impaciente e irritada. Birgitta Roslin la comprendía muy bien y recordó las palabras de Hugo Malmberg y el alivio que sentía por no encontrarse en el centro de aquella investigación.

—Gracias por llamar. No te molestaré más.

Una vez terminada la conversación, Birgitta Roslin reflexionó sobre lo que Sundberg acababa de decirle. Ahora, al menos, tenía la certeza de que los padres adoptivos de su madre se encontraban entre las víctimas. Ella y todos los demás familiares tendrían que armarse de paciencia mientras se desarrollaba la investigación policial.

Sopesó la posibilidad de llamar a la comisaría de Hudiksvall para hablar con el agente llamado Huddén, pero, en realidad, ¿qué podría añadir él? Al final decidió dejarlo. En cambio, sí que se sentó a leer con más detenimiento los documentos que había en la carpeta de sus padres. Hacía muchos años que no la abría siquiera. Algunos de los papeles no los había leído nunca.

Clasificó todo lo que contenía la carpeta en tres montones. El primero constituía la historia de su padre, cuyos restos descansaban en el fondo del golfo de Gävle. En las semidulces aguas del Báltico, los esqueletos no se descomponían rápidamente. Así que en algún lugar del fondo estarían sus huesos y su cráneo. El segundo puñado de documentos correspondía a la vida que llevó junto con su madre, antes y después de nacer su hija. Finalmente, la tercera pila era la que trataba de Gerda Lööf, antes de convertirse en Andrén. Leyó despacio todos aquellos documentos y, cuando llegó a los procedentes de la época en que su madre fue hija adoptiva de la familia Andrén, empezó a leer con más atención. Muchos de los documentos estaban desgastados y resultaban difíciles de leer, pese a que había recurrido a la lupa.

Tomó un bloc en el que fue anotando nombres y edades. Ella había nacido en la primavera de 1949. Entonces su madre, que nació en 1931, tenía dieciocho años. Asimismo, halló las fechas de nacimiento de August y de Brita. Ella, en agosto de 1909; él, en diciembre de 1910. Es decir, que tenían veintidós y veintiún años cuando nació Gerda y menos de treinta cuando llegaron a Hesjövallen.

No descubrió nada que le confirmase que hubiesen vivido en Hesjövallen. Sin embargo, la fotografía que comparó, una vez más, con la del periódico terminó por convencerla. No podía tratarse de un error.

Se puso a escrutar los rostros de las personas que, alineadas y rígidas, aparecían retratadas en la antigua instantánea.

Había dos personas más jóvenes, un hombre y una mujer que estaban algo apartados, junto a una pareja de edad que posaba en el centro de la foto. ¿Serían Brita y August? No se veía ninguna fecha ni ningún dato escrito en el reverso. Intentó determinar cuándo la habrían tomado. ¿Qué se podía deducir de la ropa? Todos los retratados se habían vestido para la ocasión, pero vivían en el campo, donde un traje podía durar toda una vida.

Apartó las fotos y continuó revisando cartas y documentos. En 1942, Brita enfermó del estómago y estuvo ingresada en el hospital de Hudiksvall. Gerda le escribió una carta en la que le deseaba una pronta recuperación. Gerda tenía entonces once años y escribía con una letra picuda, a veces con faltas de ortografía, y una flor de hojas desiguales adornaba una de las esquinas del papel.

Birgitta Roslin se conmovió cuando encontró la carta y le sorprendió no haberla visto antes. Claro que estaba dentro de otra carta, pero ¿por qué no la había abierto nunca? ¿Sería el dolor por la muerte de Gerda lo que le impidió tocar siquiera cualquier cosa que se la recordase?

Se retrepó en la silla y cerró los ojos. A su madre se lo debía todo. Gerda, que ni siquiera había cursado los estudios primarios, siempre la había animado a seguir estudiando. «Ahora nos toca a nosotras», le decía. «Ahora son las hijas de la clase trabajadora las que tendrán estudios». Y eso fue lo que hizo Birgitta Roslin. En los años sesenta, cuando ya no sólo los hijos de la burguesía iban a la universidad. En aquella época era una obviedad lo de adherirse a grupos radicales de izquierda. La vida no era sólo cuestión de entender cosas, sino también de cambiarlas.

Volvió a abrir los ojos. «Sin embargo, no resultó como yo pensaba», constató para sí. «Estudié y me convertí en abogada. Pero en realidad abandoné mis ideas radicales sin saber por qué. Ni siquiera ahora, cuando me falta poco para cumplir los sesenta, me atrevo a aproximarme siquiera a esa gran cuestión, ¿qué fue de mi vida?».

Siguió revisando los documentos a conciencia y encontró otra carta. El sobre era de un tono azulado y tenía el matasellos de América. El delgado papel de carta estaba plagado de letras minúsculas. Enfocó el flexo hacia el texto e intentó descifrarlo, siempre sirviéndose de la lupa. Era una carta escrita en sueco, con muchas palabras inglesas. Alguien llamado Gustaf habla de su trabajo como porquerizo. Una niña llamada Emily acaba de morir, y en la casa reina una gran sorrow. Gustaf pregunta cómo les va en Hälsingland, cómo va todo con la familia, la cosecha y los animales. Estaba fechada el 19 de junio de 1896. En el sobre se leía la dirección del destinatario: «August Andrén, Hesjövallen, Sweden». «Pero, si mi abuelo no había nacido aún», se dijo. Lo más probable es que la carta fuese dirigida a su padre, puesto que la respondió la familia de Gerda. Pero ¿cómo había llegado a sus manos?

Al final, debajo de la firma, había una dirección: «Mr. Gustaf Andrén, Minneapolis Post Office, Minnesota, United States of America».

Volvió a abrir el atlas. Minnesota es una zona de agricultores. Y allí había ido a parar un miembro de la familia Andrén, emigrada de Hesjövallen, hacía más de cien años.

Pero también encontró una carta que testimoniaba que otro miembro de la familia Andrén había acabado en una parte diferente de Estados Unidos. Se llamaba Jan August y trabajó, al parecer, en la construcción del ferrocarril que une las costas este y oeste de ese gran país. En la carta preguntaba por los parientes, vivos y muertos. Sin embargo, grandes porciones del texto eran ilegibles, pues estaba borroso.

La dirección de Jan August era: «Reno Post Office, Nevada, United States of America».

Siguió leyendo, pero no encontró en el montón ningún otro documento relacionado con el nexo de su madre y la familia Andrén.

Apartó los montones de papeles, entró en Internet y, sin esperanza, empezó a buscar la dirección postal de Minneapolis que indicaba Gustaf Andrén en su carta. Tal y como esperaba, fue a parar a un callejón sin salida. Buscó entonces la dirección postal de Nevada y la remitieron a una publicación llamada Reno Gazette Journal. En ese momento sonó el teléfono; era la agencia de viajes. Un hombre joven bastante amable que hablaba con acento danés la orientó acerca de las condiciones para contratar el viaje y le describió el hotel. No se lo pensó dos veces. Dijo que sí, formalizó una prerreserva y prometió confirmarla al día siguiente, como muy tarde.

Una vez más, intentó buscar la publicación Reno Gazette Journal. A la derecha de la pantalla podía elegir entre una serie de materias y artículos. Estaba a punto de cerrar el menú cuando recordó que en su búsqueda había introducido el apellido Andrén, no sólo la dirección. En otras palabras, la referencia al nombre debió llevarla a esa publicación en concreto. Empezó a leer, página tras página, haciendo clic en todas las materias.

De repente apareció una página que le hizo dar un respingo en la silla. Al principio leyó sin entender del todo, después volvió a leer, más despacio; y pensó que, sencillamente, aquello no podía ser verdad. Se levantó de la silla y se colocó a unos metros del ordenador. Pero el texto y las fotografías seguían allí.

Las imprimió y se las llevó a la cocina. Muy despacio, volvió a leerlas.

El 4 de enero, se cometió un brutal asesinato en la pequeña ciudad de Ankersville, al nordeste de Reno. Una mañana, un vecino halló muerto, junto con toda su familia, al propietario de un taller de mecánica. El vecino se extrañó al no ver el taller abierto como de costumbre. La policía aún no tenía ninguna pista, pero estaba claro que toda la familia Andrén, Jack, su esposa Connie y sus dos hijos, Steven y Laura, habían sido asesinados con algún tipo de arma cortante. No había indicios de allanamiento ni de robo. No había móvil. Los Andrén eran gente apreciada por todos y no tenían enemigos. La policía buscaba a un enfermo mental, tal vez a un drogadicto desesperado, capaz de cometer un crimen tan horrendo.

Se quedó petrificada. Por la ventana se filtraba la luz del camión de la basura que pasaba por la calle.

«No se trata de un loco», concluyó para sí. «La policía de Hälsingland está tan equivocada como lo estaba la policía de Nevada. Se trata de uno o varios criminales que saben muy bien lo que hacen».

Por primera vez, experimentó una creciente sensación de temor, como si la estuviesen observando sin que ella lo supiera.

Fue al vestíbulo y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave. Después volvió a sentarse frente al ordenador y buscó antiguos artículos en la Reno Gazette Journal.

El camión de la basura ya había desaparecido. Empezaba a caer la noche.