Una mariposa emergió de las tinieblas y aleteó nerviosa alrededor del flexo. Birgitta Roslin dejó el bolígrafo y se acomodó en la silla mientras observaba los vanos intentos de la mariposa por atravesar la tulipa de porcelana. El sonido de las alas le recordó otro sonido, de su infancia, aunque no supo decir cuál.
Su memoria solía estar más receptiva cuando se sentía cansada, como en aquel momento. Del mismo modo en que durante el sueño un sinfín de recuerdos emergían a la superficie como venidos de ninguna parte.
Como la mariposa nocturna.
Cerró los ojos y se masajeó las sienes con la yema de los dedos. Pasaban unos minutos de la medianoche. En dos ocasiones había oído el eco de los pasos de los vigilantes al hacer su ronda por los locales vacíos de los juzgados. Se imaginó que la sala de juicios era un gran escenario. Quedaban indicios en las paredes, voces susurrantes que subsistían después de todo el drama que se había desarrollado en sesiones pasadas. Allí habían condenado a asesinos, violadores, ladrones. Y a muchos hombres que habían jurado ser inocentes en interminables y tristes procesos de reconocimiento de paternidad. Otros fueron absueltos y recuperaron su dignidad, que se había puesto en duda.
Cuando Birgitta Roslin solicitó el puesto en el juzgado de primera instancia y le ofrecieron el de secretaria de juzgado en Värnamo, tenía la intención de convertirse en fiscal. Sin embargo, mientras ejercía de secretaria empezó a decantarse por lo que finalmente sería su carrera. Aquel cambio dependió en gran medida del viejo juez Anker, que había dejado en ella una huella indeleble. Aquel hombre escuchaba con la misma paciencia a un joven que, con evidentes mentiras, pretendía liberarse de la responsabilidad de su paternidad, como a violentos delincuentes que no lamentaban ninguno de sus terribles delitos. Con esa actitud, el viejo juez supo infundirle un respeto por la justicia que hasta entonces había dado por supuesto. Sin embargo, con él lo había vivido de cerca no sólo en la teoría, sino también en la práctica. La justicia era acción. Cuando dejó la ciudad, lo hizo con el firme propósito de dedicarse a la judicatura.
Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. En la calle, un hombre orinaba en la fachada de una casa. Durante el día había estado nevando en Helsingborg y una fina capa de nieve en polvo se arremolinaba transportada por la brisa a lo largo de la calle. Mientras observaba al hombre distraída, su cerebro trabajaba sin cesar en el texto que estaba redactando. Se había dado de plazo hasta el día siguiente, pero para entonces tenía que estar listo.
El hombre de la calle desapareció. Birgitta Roslin volvió a su escritorio y tomó el bolígrafo. En repetidas ocasiones había intentado redactar las sentencias en el ordenador, pero jamás lo consiguió. Era como si las teclas ahuyentasen sus ideas. Siempre volvía al bolígrafo. Una vez redactada y corregida, la plasmaba en la pantalla, que, con un sordo zumbido, aguardaba surcada de peces de colores.
Se inclinó sobre los folios llenos de tachones y añadidos. Era un caso sencillo, con pruebas irrefutables, y, pese a todo, la sentencia le había supuesto un problema.
Quería dictar una sentencia que incluyese sanción, pero no podía.
Un hombre y una mujer se habían conocido en uno de los restaurantes de Helsingborg. La mujer era joven, poco más de veinte años, y había bebido mucho. El hombre, que tenía unos cuarenta, le había prometido llevarla a su apartamento, y, una vez allí, ella le permitió que entrara a tomarse un vaso de agua. La joven se quedó dormida en el sofá y, allí mismo, el hombre la violó sin que ella se despertase. Luego se marchó. Por la mañana, la mujer recordaba sólo vagamente lo sucedido en el sofá durante la noche. Se puso en contacto con el hospital, la examinaron y le confirmaron que había sido violada. El hombre fue acusado tras una investigación policial ni más ni menos exhaustiva que tantas otras de casos similares. Un año después de la violación se celebró el juicio. Birgitta Roslin observaba a la joven desde su sillón. En la documentación de la investigación del caso había leído que la mujer se ganaba la vida como cajera suplente en diversos supermercados. Según su juicio personal, era evidente que bebía demasiado. Además, se la había acusado de hurto y había sido despedida por negligencia de uno de esos trabajos.
El acusado era, en muchos aspectos, su opuesto. Trabajaba como agente inmobiliario especializado en locales comerciales y su reputación era buena. Estaba soltero, tenía un buen salario y no aparecía en ningún registro policial. No obstante, Birgitta Roslin tenía la sensación de estar viéndolo tal como era, pese a su costoso e impecable traje. En efecto, a ella no le cabía la menor duda de que había violado a la joven mientras ésta dormía en el sofá. De hecho, mediante el análisis de ADN había comprobado que había mantenido relaciones sexuales con ella. Sin embargo, él negaba que hubiese recurrido a ningún tipo de violencia o agresión. Ella había consentido en todo momento, sostenían tanto él como su abogado de Malmö, del que Birgitta Roslin sabía de sobra que era capaz de defender a un cliente con todo tipo de cinismos imaginables. Aquello era como un callejón sin salida. La palabra de uno contra la del otro, un agente inmobiliario intachable contra una cajera ebria que, de hecho, le había permitido entrar en su apartamento a medianoche.
La indignaba no poder condenarlo. Por más que ella defendiese el principio básico de que, en caso de duda, era preferible declarar inocente que condenar, no podía por menos de pensar que, en ese caso en concreto, el culpable quedaría absuelto de una de las peores agresiones que un individuo podía cometer contra otra persona. Como no existía ningún espacio legal al que pudiese recurrir, ningún modo de interpretar la acusación y aportación de pruebas del fiscal, el hombre debía ser declarado inocente.
¿Qué habría podido hacer el razonable juez Anker? ¿Qué consejos habría podido ofrecerle? «Él habría estado de acuerdo conmigo», se dijo Birgitta Roslin. «Un culpable sale libre. El viejo Anker estaría tan indignado como yo. Y habría guardado silencio, igual que yo. Es la maldición de los jueces, hemos de obedecer la ley, aunque sepamos que un criminal queda libre sin castigo». La mujer, que tal vez no fuese la más inocente criatura de Dios, tendría que vivir el resto de sus días con aquella humillante injusticia.
Se levantó de la silla y fue a sentarse en el sofá que tenía en su despacho. Lo había pagado de su bolsillo y lo había sustituido por el incómodo sillón que ofrecía la Dirección Nacional de Administración de Justicia. Del viejo juez había aprendido a reflexionar con un llavero en la mano y descabezar un sueñecito. Cuando se le caía el llavero, era hora de despertarse. Necesitaba descansar un rato, por poco que fuese. Después terminaría la sentencia, se iría a casa a dormir y la pasaría a limpio al día siguiente. Había revisado cuanto podía revisar y no cabía otra resolución que la declaración de inocencia.
Se durmió y soñó con su padre, del que no tenía prácticamente ningún recuerdo. Había sido maquinista de barcos. El vapor Runskär se hundió durante una terrible tormenta a mediados de enero de 1949, con toda la tripulación, en el golfo de Gävle. Jamás encontraron su cadáver. Birgitta Roslin no había nacido cuando sucedió la tragedia y la imagen que tenía de su padre procedía de las fotografías que había en su casa. Ante todo, de la instantánea en que se lo veía junto a la falca de un buque, con el cabello revuelto y la camisa arremangada. Está sonriéndole a alguien que se encuentra en el muelle, un segundo de a bordo que hace de fotógrafo, según le había contado su madre. Sin embargo, Birgitta Roslin siempre se había imaginado que era a ella a quien miraba, pese a que la fotografía había sido tomada antes de que ella hubiera nacido siquiera. En sus sueños solía evocar aquella imagen. Así, su padre le sonreía ahora exactamente igual que en la foto, pero desapareció enseguida, como si una nube de bruma se lo hubiese llevado envolviéndolo de tal manera que no se viera.
Se despertó sobresaltada y supo enseguida que había estado durmiendo demasiado tiempo. El truco del llavero no había funcionado. Se le había escapado de las manos, pero no se había percatado de ello. Birgitta Roslin se incorporó y miró el reloj. Ya eran más de las seis de la mañana. Llevaba durmiendo más de cinco horas. «Estoy agotada», constató. «No duermo lo suficiente, como la mayoría de la gente. Hay demasiadas cosas que me preocupan. Aunque en estos momentos se trata ante todo de esta sentencia injusta, que me tiene insatisfecha y abatida».
Birgitta Roslin llamó a su marido, que estaría preguntándose qué había sido de ella. Cierto que no pocas veces, si habían discutido, se quedaba a dormir en el sofá del despacho, pero no había sido el caso.
Su marido respondió enseguida.
—¿Dónde estás?
—Me dormí en el sofá del despacho.
—¿Por qué has de quedarte trabajando hasta tan tarde?
—El juicio que ahora tengo entre manos es bastante complicado.
—¿No dijiste que debías declarar inocente al acusado?
—Precisamente por eso es tan complicado.
—Anda, vuelve a casa y acuéstate. Yo me voy ahora mismo, tengo prisa.
—¿Cuándo regresas?
—Si no hay retrasos, hacia las nueve. Han dicho que iba a nevar en Halland.
Birgitta colgó el teléfono y, de pronto, sintió un profundo cariño hacia su marido. Se habían conocido cuando ambos eran muy jóvenes y estudiaban derecho en Lund. Staffan Roslin era un año mayor que ella. La primera vez que se vieron fue en una fiesta, como invitados de amigos comunes. A partir de ahí, Birgitta no podía imaginarse la vida con otro hombre. La subyugaron sus ojos, su estatura, sus grandes manos y su modo de sonrojarse, tan indefenso…
Staffan estudió derecho para ejercer como abogado, pero un día llegó a casa y le dijo a Birgitta que no lo soportaba, que quería llevar otro tipo de vida. Ella no se lo esperaba y se quedó perpleja, pues su marido ni siquiera había insinuado que le costase cada día más acudir a su bufete de Malmö, ciudad en la que residían entonces. Al día siguiente y para sorpresa de Birgitta, Staffan empezó a estudiar para ser maquinista de tren, y una mañana se presentó en la sala de estar enfundado en un uniforme de color azul y rojo para comunicarle que aquel mismo día, a las 12:29, asumiría la responsabilidad del tren 212 que cubría el trayecto de Malmö a Alvesta, desde donde continuaba hacia Växjö y Kalmar.
Birgitta no tardó en comprobar que su marido se había convertido en una persona mucho más alegre. Para cuando Staffan decidió abandonar su existencia como letrado ya tenían cuatro hijos, el primero fue un niño, después una niña y, finalmente, un par de gemelas. Los niños se llevaban poco tiempo y Birgitta se admiraba al recordar la época en que los cuatro eran pequeños. ¿Cómo tuvieron fuerzas? Cuatro hijos en un plazo de seis años… Dejaron Malmö y se mudaron a Helsingborg cuando a ella la nombraron juez.
Ahora sus hijos eran adultos. El año anterior las gemelas se habían emancipado del hogar familiar y trasladado a Lund, donde compartían apartamento, aunque a Birgitta la tranquilizaba el hecho de que ninguna de las dos estudiase lo mismo que ella ni hubiese mostrado el menor interés por dedicarse a la abogacía. Siv, que era diecinueve minutos mayor que Louise, había decidido, después de mucho dudar, estudiar veterinaria. Louise, que era mucho más impetuosa que su hermana, había ido dando bandazos por la vida, y trabajó como dependienta de una tienda de ropa de caballero antes de empezar a estudiar ciencias políticas e historia de las religiones en la universidad. Birgitta Roslin había intentado en numerosas ocasiones orientar a su hija hacia lo que realmente quería dedicarse en la vida, pero Louise era la más introvertida de sus cuatro hijos y nunca hablaba demasiado de sí misma. Birgitta Roslin sospechaba que Louise era la que más se parecía a ella, precisamente. Su hijo David, que trabajaba en una gran empresa farmacéutica, era igual que su padre en casi todo. La tercera de sus hijos, Anna, había emprendido largos viajes por Asia sin que sus padres, presa de la mayor angustia, supiesen nunca a qué se dedicaba exactamente.
«Mi familia», pensó Birgitta Roslin. «Mi gran preocupación y mi gran alegría. Sin ella, la mayor parte de mi vida no habría tenido sentido».
En el pasillo al que daba su despacho había un gran espejo. Observó en él su rostro y su cuerpo. Su corto y oscuro cabello había empezado a encanecer a la altura de las sienes y esa manía suya de apretar los labios le otorgaba a su rostro una expresión reticente. Lo que más le preocupaba, sin embargo, eran los kilos de más que había acumulado en los últimos años. Tres, cuatro kilos, poco más. Lo suficiente, no obstante, para que se le notase.
No le gustaba lo que veía. Sabía que, en realidad, era una mujer atractiva, pero ya empezaba a perder su buen aspecto y no oponía resistencia.
Dejó una nota sobre la mesa de su secretaria en la que le avisaba de que aquel día llegaría más tarde. El tiempo era algo más apacible y la nieve ya empezaba a derretirse. Se encaminó a su coche, que tenía estacionado en una calleja perpendicular.
De repente cambió de idea. En realidad, lo que más necesitaba no era dormir; era más importante que se despejase y pensara en otra cosa. Birgitta Roslin dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia el puerto. La mar estaba en calma y la capa de nubes del día anterior empezaba a dispersarse. Bajó hasta el muelle desde el que partían los transbordadores hacia Helsingör. El trayecto no duraba más de veinte minutos, pero a ella le gustaba tomarse un café o una copa de vino sentada a bordo y observar cómo los demás pasajeros revisaban las bolsas con bebidas alcohólicas adquiridas en Dinamarca. Se sentó a una mesa pegajosa que había en un rincón. En un arrebato de irritación, llamó a una joven que recogía los restos de las mesas.
—Lo siento, pero tengo que protestar. Habéis quitado la mesa, pero no la habéis limpiado y está tremendamente sucia.
La muchacha se encogió de hombros y la limpió. Birgitta Roslin contempló con repugnancia la pringosa bayeta, pero no añadió nada más. La chica le recordaba en cierto modo a la joven violada, aunque no supo decir por qué. Tal vez a causa de su desinterés por hacer bien su trabajo, que era retirar los platos de las mesas. O quizá por ese aire suyo de indefensión que Birgitta Roslin no era capaz de describir.
El transbordador empezó a vibrar. El vaivén le produjo una sensación agradable, casi placentera. Recordó la primera vez que viajó al extranjero, cuando sólo tenía diecinueve años. Se fue a Inglaterra a hacer un curso de inglés con una amiga. Aquel viaje también empezó en un transbordador, el que cubría el trayecto entre Gotemburgo y Londres. Birgitta Roslin jamás olvidaría la sensación que experimentó cuando, desde la cubierta, tuvo la certeza de estar acercándose a algo desconocido y liberador.
Esa misma sensación de libertad la invadió en ese momento, mientras recorría el angosto estrecho que separaba Suecia de Dinamarca. El recuerdo de la desagradable sentencia se borró de su conciencia.
«Ya ni siquiera estoy en la mitad de mi vida», consideró para sí. «Ya he dejado atrás el punto en el que uno no es consciente de que ya ha pasado… Sobre todo, no me quedan muchas decisiones importantes que tomar en la vida. Seré jueza hasta que me jubile y lo más probable es que pueda disfrutar de mis nietos antes de que todo se haya acabado».
Sin embargo, era consciente de que la sensación de malestar que más ocupada tenía por entonces su mente era el hecho de que su matrimonio con Staffan iba camino de agostarse y morir. Eran buenos amigos y capaces aún de darse seguridad, pero el amor y el placer sensual de estar cerca el uno del otro habían desaparecido por completo.
Dentro de cuatro días haría un año desde la última vez que se tocaron y que hicieron el amor antes de dormirse. Cuanto más se acercaba tan curioso aniversario, más impotente se sentía. Ya faltaba poco. Había hecho repetidos intentos por explicarle a Staffan hasta qué punto sentía esa soledad, pero él no estaba dispuesto a hablar, se escabullía, prefería posponer una conversación que, claro está, también a él le parecía importante. Staffan le juraba que no se sentía atraído por ninguna otra persona, sólo que le faltaban unas ganas que, sin duda, volvería a sentir. Era cuestión de tener paciencia.
Ella lamentaba haber perdido la antigua y estrecha relación con su marido, el apuesto conductor de tren con sus grandes manos y aquel rostro que con tanta facilidad se sonrojaba; pero no pensaba rendirse, aún no había llegado al punto de desear que sus antiguos lazos quedasen en pura amistad y nada más.
Birgitta Roslin fue a buscar otro café y se cambió a otra mesa menos sucia. Unos jóvenes bastante ebrios ya pese a que era muy temprano discutían sobre si fue Hamlet o Macbeth quien estuvo prisionero en el castillo de Kronborg, que se erguía majestuoso sobre el acantilado, cerca de Helsingör. Ella escuchaba divertida la conversación e incluso se sintió tentada de intervenir.
En la mesa del rincón había unos chicos, apenas mayores de catorce o quince años. Seguramente habrían faltado al colegio. ¿Por qué no iban a hacerlo cuando en realidad a nadie parecía importarle? Si algo no echaba de menos en su vida, era el autoritarismo de la escuela que a ella le tocó vivir. Al mismo tiempo, recordó un suceso del año anterior, algo que la desesperó ante la realidad del Estado de derecho sueco y que le recordó más que nunca a su consejero Anker, que ya llevaba treinta años muerto.
En una zona residencial, justo a las afueras de Helsingborg, una mujer de cerca de ochenta años sufrió un infarto masivo y cayó de espaldas en medio de una calle peatonal. Unos niños de trece y catorce años pasaron por allí, pero en lugar de ayudarle no se lo pensaron dos veces, le robaron el monedero que llevaba en el bolso y luego intentaron violarla. De no ser por un hombre que llegó en ese momento habrían consumado la violación. La policía pudo atrapar a los dos chicos, pero, puesto que eran menores de edad, los dejaron libres.
Birgitta Roslin supo del suceso por un fiscal que, a su vez, se lo había oído contar a un policía. Le pareció indignante e intentó averiguar por qué no se había denunciado el hecho a los servicios sociales. Birgitta no tardó en enterarse de que, cada año, unos cien niños cometían delitos sin ningún tipo de consecuencia para ellos. Nadie hablaba con los padres ni se informaba a los servicios sociales. Y no se trataba sólo de simples hurtos, sino también de robos y agresiones que sólo por azar no resultaban en muerte.
Aquello la hizo dudar del sistema judicial sueco. ¿A quién servía ella, en realidad? ¿A la justicia o a la indiferencia? ¿Y cuáles serían las consecuencias si seguían permitiendo que los niños cometiesen delitos ante los que nadie reaccionaba? ¿Cómo habían podido llegar al punto de que el fundamento de la democracia se viese amenazado por un sistema de justicia deficitario?
Apuró el café mientras pensaba que aún le quedaban otros diez años en activo. ¿Lo aguantaría? ¿Podría ser una buena jueza pese a haber empezado a dudar del buen funcionamiento del sistema?
Lo ignoraba. A fin de abandonar tan lúgubres pensamientos, de los que, además, tampoco sacaba nada en claro, cruzó el estrecho una vez más. Cuando bajó a tierra en Suecia, ya habían dado las nueve. Cruzó la ancha calle principal que atravesaba todo Helsingborg y, cuando giró por una perpendicular, vio por casualidad las primeras páginas con los titulares de los grandes diarios vespertinos, que un hombre estaba colocando en ese momento. Los escandalosos titulares la hicieron detenerse a leer: ASESINATO MÚLTIPLE EN HÄLSINGLAND; UN CRIMEN ESPELUZNANT. LA POLICÍA NO TIENE NINGUNA PISTA; SE IGNORA EL NÚMERO DE VÍCTIMAS. ASESINATO MÚLTIPLE.
Continuó en dirección al coche. Ella no solía comprar los diarios de la tarde. Encontraba ofensivos y hasta insultantes los ataques que, con absoluta falta de rigor, dirigían de vez en cuando al sistema judicial sueco. Por más que ella estuviese de acuerdo con gran parte de lo que decían, no le gustaban los diarios vespertinos. Solían entorpecer la crítica verdadera, aunque la intención fuese buena.
Birgitta Roslin vivía en la zona residencial de Kjellstorp, cerca de la entrada norte de la ciudad. De camino a casa paró en una tienda propiedad de un emigrante paquistaní que siempre la recibía con una amplia sonrisa. Sabía que era jueza y la trataba con mucho respeto. Birgitta ignoraba si en Pakistán habría juezas, pero nunca se lo preguntó.
Cuando llegó a casa, se dio un baño y se fue a dormir. Se despertó a la una y, por fin, se sintió descansada. Después de tomarse un café y un par de bocadillos volvió al trabajo. Varias horas más tarde imprimió la sentencia que había escrito en el ordenador, la sentencia que absolvía al culpable, y la dejó sobre la mesa de su secretaria. Al parecer, impartían en los juzgados unos cursos de perfeccionamiento de los que ella o bien no había sido informada o, lo que era más probable, se había olvidado. Cuando llegó a casa, se calentó para cenar un guiso de pollo del día anterior y le dejó el resto a Staffan en el frigorífico.
Se sentó en el sofá con una taza de café y encendió el televisor para consultar el teletexto. Entonces recordó los titulares de los diarios que había visto hacía unas horas. La policía no tenía la menor pista y tampoco quería hacer público el número de víctimas ni sus nombres, puesto que aún no habían logrado ponerse en contacto con todos los familiares.
«Un perturbado», se dijo Birgitta Roslin. «Un loco que padecerá manía persecutoria o que quizá se considera maltratado por el mundo».
Los años que llevaba en su profesión de jueza le habían enseñado que existían muchas y muy variadas formas de locura capaz de llevar a los seres humanos a cometer los crímenes más atroces. Sin embargo, también había aprendido que los psiquiatras judiciales no siempre conseguían descubrir a aquellos cuya intención era lograr que les impusiesen una pena menor por estar enfermos.
Apagó el televisor y bajó al sótano, donde había ido creando una pequeña bodega de vino tinto de distintas procedencias. Allí tenía, además, una serie de catálogos de distintos importadores. Hacía tan sólo unos años que comprendió que, al mudarse sus hijos, su economía y la de Staffan había cambiado. Ahora pensaba que podía permitirse el lujo de algún extra y decidió que compraría un par de botellas al mes. Se entretenía examinando las ofertas de las distintas compañías importadoras y le divertía ir probando. Pagar quinientas coronas por una botella suponía un placer casi prohibido para ella. En dos ocasiones había convencido a Staffan para que la acompañase a Italia y allí habían visitado distintos viñedos. Sin embargo, él apenas se mostraba interesado. A cambio, ella acudía con él a conciertos de jazz en Copenhague, pese a que se trataba de un estilo musical que no apreciaba especialmente.
En el sótano hacía frío. Comprobó que la temperatura se mantenía a catorce grados y se sentó en un taburete que había junto a los anaqueles. Allí, entre las botellas, sentía una paz inmensa. Si hubiese tenido la opción de sumergirse en una piscina de agua caliente, habría preferido bajar a su sótano, donde, aquel día, tenía exactamente ciento catorce botellas.
Pero ¿era real esa paz que sentía en la bodega? Si, cuando era joven, alguien le hubiese dicho que un día coleccionaría botellas de vino, se habría negado a creerlo. No sólo habría negado la posibilidad de que fuese cierto sino que además se habría indignado. Durante sus años de estudiante en Lund frecuentó círculos de la izquierda radical que, hacia finales de los años sesenta, cuestionaban tanto la enseñanza universitaria como la sociedad a cuyo servicio había de ponerse llegado el momento. Y lo de coleccionar vino se habría considerado por aquel entonces una pérdida de tiempo y de esfuerzo, un entretenimiento directamente burgués y, por tanto, execrable.
Seguía inmersa en sus reflexiones cuando oyó a Staffan en el piso de arriba. Apartó el catálogo y subió las escaleras. Su marido acababa de sacar del frigorífico los restos del guiso de pollo y, sobre la mesa, había varios diarios vespertinos que se había traído del tren.
—¿Lo has visto?
—Sí, ha ocurrido en Hälsingland, ¿no?
—Han muerto diecinueve personas.
—En el teletexto decían que no se conocía el número de víctimas.
—Ésta es la última edición. Han matado a casi todos los habitantes del pueblo. Es increíble. ¿Qué tal la sentencia que estabas escribiendo?
—Ya está lista. Lo declaro inocente. No hay otra alternativa.
—Pues los periódicos harán un escándalo de ello.
—Si lo hacen, mejor.
—Te criticarán.
—Seguro. Pero en ese caso les pediré a los periodistas que lean personalmente el código y luego les preguntaré si quieren que en este país pasemos al método del linchamiento.
—De todos modos, ese crimen colectivo le quitará protagonismo a tu caso.
—Por supuesto, se trata de una simple violación, comparada con un asesinato múltiple…
Aquella noche se acostaron pronto. Él tenía servicio por la mañana y ella no encontró en la tele nada de interés. Además, ya había decidido el vino que quería comprar, una caja de Barolo Arione 2002, que costaba doscientas cincuenta y dos coronas la botella.
A medianoche se despertó sobresaltada. Staffan dormía plácidamente a su lado. Le ocurría a veces: se despertaba con una repentina sensación de hambre, se ponía la bata, bajaba a la cocina y se preparaba un té y un bocadillo.
Los periódicos de la tarde seguían en la mesa y hojeó distraída uno de ellos. No resultaba fácil hacerse una idea clara de lo que había sucedido en el pueblo de Hälsingland, salvo que una gran cantidad de personas había sido asesinada, de eso no cabía ninguna duda.
Estaba a punto de dejar el diario cuando, de pronto, dio un respingo. Entre las víctimas había varias personas que se apellidaban Andrén. Leyó el texto con atención y empezó a hojear los demás periódicos. La misma información.
Birgitta Roslin se quedó mirando fijamente el artículo. ¿Sería verdad o la traicionaba la memoria? Fue a su despacho y, de uno de los cajones del escritorio, sacó una carpeta de documentos atada con una cinta roja. Puesto que no encontró las gafas, se puso las de Staffan. Veía peor con ellas pero le servían.
En aquella carpeta tenía todos los documentos de sus padres. También su madre había muerto, hacía más de quince años. Le detectaron un cáncer de páncreas y murió en menos de tres meses.
Por fin, en un sobre marrón, encontró la fotografía que estaba buscando. Sacó la lupa y observó la instantánea, un retrato de varias personas que, ataviadas con ropas de hacía mucho tiempo, posaban ante una casa.
Se la llevó a la cocina. En uno de los periódicos había una fotografía panorámica del pueblo donde había tenido lugar la tragedia. Volvió a observar la foto del periódico con la lupa. Se detuvo en la tercera casa y la comparó con la de la otra foto.
Al cabo de un rato hubo de admitir que no se había equivocado. No era un pueblo cualquiera el que había sufrido aquel repentino ataque de maldad, sino el pueblo en el que había crecido su madre. Todo concordaba. Cierto que su madre se llamaba Lööf de soltera, pero puesto que sus padres estaban enfermos y eran alcohólicos, las autoridades le buscaron una familia de acogida llamada Andrén. Su madre apenas le habló de aquella época. Siempre la trataron bien, pero, pese a todo, nunca dejó de sentir añoranza de sus verdaderos padres, que murieron antes de que ella cumpliese quince años, de modo que tuvo que quedarse en el pueblo hasta que se la consideró lo suficientemente mayor para buscar trabajo y cuidarse sola. Cuando conoció al padre de Birgitta, los nombres Lööf y Andrén habían desaparecido de la historia. Y ahora uno de ellos volvía con renovada fuerza.
La fotografía que tenía guardada entre los documentos de su madre había sido tomada ante una de las casas de aquel pueblo, escenario del asesinato múltiple. La fachada anterior, la decoración en carpintería de las ventanas, todo coincidía con la casa de la instantánea del periódico.
No cabía la menor duda. Hacía pocas noches que varias personas habían sido asesinadas en la casa donde vivió su madre de pequeña. ¿Serían las víctimas sus padres adoptivos? Según los diarios, la mayoría de los asesinados eran personas de edad avanzada.
Intentó calcular si cuadraba y llegó a la conclusión de que los padres adoptivos, si eran ellos los asesinados en aquella casa, deberían de tener más de noventa años. Es decir, que podría ser, aunque también podía tratarse de una generación más joven.
La sola idea la hizo estremecer. Ella no pensaba nunca en sus padres o, en todo caso, rara vez. Incluso le costaba evocar el rostro de su madre. Ahora, en cambio, el pasado se abalanzaba sobre ella de forma inesperada.
Staffan apareció en la cocina sin hacer el menor ruido, como de costumbre.
—Me has asustado —se quejó ella—. Nunca te oigo llegar.
—¿Qué haces levantada?
—Me entró hambre.
El hombre vio los documentos que había sobre la mesa. Birgitta le contó lo que había sospechado, cada vez más convencida de que tenía razón.
—Aun así, queda tan lejos —le dijo él cuando ella guardó silencio—. Es un hilo muy delgado el que te une con ese pueblo.
—Delgado pero extraño, ¿no me lo negarás?
—Necesitas dormir. Piensa que mañana has de estar descansada para poder enviar criminales a la cárcel.
Permaneció despierta en la cama largo rato, antes de poder conciliar el sueño. El delgado hilo fue estirándose hasta casi romperse. Entonces se despertó sobresaltada de su semivigilia y volvió a pensar en su madre. Llevaba muerta quince años. Aún le costaba verse en ella, reflejar su vida en el recuerdo de la mujer que había sido su madre.
Por fin logró dormirse y no se despertó hasta que sintió junto a la cama la presencia de Staffan, que, con el cabello mojado, empezaba a ponerse el uniforme. «Yo soy tu general», solía decirle. «Pero un general sin armas. Sólo llevo un bolígrafo con el que marcar los billetes».
Birgitta fingió dormir y aguardó hasta que oyó cómo se cerraba la puerta de la calle. Después se levantó y se sentó al ordenador de su despacho. Buscó en Internet para recabar tanta información como fuese posible. La incertidumbre parecía seguir envolviendo los sucesos acontecidos en el pueblo de Hälsingland. Nada estaba claro, salvo que el arma había sido, probablemente, un gran cuchillo u otra arma blanca.
«Necesito saber más sobre este asunto», se dijo. «Como mínimo, quiero averiguar si los padres adoptivos de mi madre se hallaban entre los asesinados la otra noche».
A las ocho de la mañana dejó de pensar en la tragedia del asesinato. Tenía que presidir un juicio sobre dos ciudadanos iraquíes culpables de tráfico de personas.
Eran las nueve cuando, con todos los documentos del caso y tras haber hojeado la investigación previa, ocupó su sitio en el estrado. «Ayúdame, viejo Anker, dame fuerzas para aguantar hoy también», rogó para sus adentros.
Acto seguido golpeó la mesa con el mazo y le pidió al fiscal que presentase la acusación.
Las ventanas que tenía a su espalda eran muy altas.
Justo antes de sentarse se dio cuenta de que el sol irrumpía por entre las pesadas nubes que se habían ido cerniendo sobre Suecia durante la noche.