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Vivi Sundberg se imaginó que estaba contemplando el epitafio de los fallecidos en una gran catástrofe. Si se hubiese estrellado un avión o se hubiese hundido un barco, habrían descubierto una placa conmemorativa con los nombres de los fallecidos grabados encima. Sin embargo, ¿quién iba a descubrir una placa en memoria de los asesinados en Hesjövallen una noche de enero de 2006?

Dejó el papel con la lista de nombres y se miró las manos. No conseguía que se quedasen quietas. Le temblaban sin parar. Si hubiese habido alguna persona a la que pasarle el caso, lo habría hecho sin dudar. Deseaba hacer un buen trabajo y quizás, incluso, que la felicitasen por ello, pero no aspiraba en modo alguno a que la ascendiesen a jefe de policía. Siempre se había considerado una mujer ambiciosa, pero en absoluto hambrienta de poder. Como quiera que fuese, en aquellos momentos no había ninguna otra persona que pudiese asumir la responsabilidad de la investigación mejor que ella. Le resultaba fácil trabajar con el fiscal Robertsson. Quien no podía asumir la responsabilidad de una investigación de asesinato era Tobias Ludwig, que pronto se dejaría caer del cielo, probablemente de un helicóptero. Era un burócrata que contaba dinero, negaba horas extraordinarias a sus subordinados y los enviaba a seminarios absurdos sobre cómo podía uno evitar sentirse molesto cuando la gente se burlaba de ellos por la calle.

Se estremeció y volvió a la lista.

Dieciocho nombres, tres familias. Se levantó y entró en la habitación donde los Hansson aguardaban en el sofá hablando entre susurros. Al verla entrar, callaron enseguida.

—Dijisteis que no había niños en el pueblo. ¿Es eso cierto?

Ambos asintieron.

—¿Y tampoco habéis visto a ningún niño por aquí estos días?

—A veces, los hijos que vienen a visitar a sus padres traen a los nietos, pero no es frecuente.

Vivi Sundberg vaciló un instante antes de continuar.

—Por desgracia, hay un niño entre los asesinados —reveló por fin.

Señaló una de las casas del pueblo mientras la mujer la contemplaba con los ojos muy abiertos.

—¿Y también está muerto?

—Sí, está muerto. Si no me equivoco, por la lista que me habéis dado, deduzco que estaba en la casa de Hans-Evert y Elsa Andersson. ¿Estáis seguros de que no sabéis quién es?

De nuevo se miraron atónitos, antes de negar con la cabeza. Vivi Sundberg se levantó y volvió a la cocina. La décima novena persona no tenía nombre. «Él es distinto», se dijo. «Él, las dos personas que viven en esta casa y Julia, la demente, que es la única que se libra de enfrentarse a esta catástrofe. Las otras dieciocho personas que anoche se fueron a dormir están ahora muertas. Y el niño también. Sin embargo, en cierto sentido, a él no le tocaba».

Dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo y salió. Escasos copos de nieve caían sobre la tierra. A su alrededor, todo era silencio. Tan sólo una voz aquí o allá, una puerta que se cerraba, el resonar de una herramienta. Erik Huddén se le acercó, muy pálido, como todos.

—¿Dónde está el médico? —le preguntó Vivi.

—Donde la pierna.

—¿Qué tal lo lleva?

—Está conmocionada. Primero echó a correr en busca de un baño y luego rompió a llorar. Pero ya hay más médicos en camino. ¿Qué hacemos con los periodistas?

—Hablaré con ellos.

Sacó la lista del bolsillo.

—El niño no tiene nombre. Debemos averiguar quién es. Haz copias de la lista, pero no las distribuyas.

—Esto no hay quien lo entienda —se lamentó Erik Huddén—. Dieciocho personas.

—Diecinueve. El niño no está en la lista.

Sacó un bolígrafo del bolsillo y, al final de la relación de víctimas, añadió «niño desconocido».

Después reunió a los periodistas, helados y expectantes, en un semicírculo en la carretera.

—Os haré un breve resumen —comenzó—. Podéis hacer preguntas, pero por el momento no obtendréis ninguna respuesta. Sin embargo, se celebrará una conferencia de prensa esta misma tarde, en la ciudad. En principio, será a las seis. Lo único que puedo deciros es que en esta localidad se han cometido unos crímenes horribles. Y, por ahora, ésa es toda la información de que podéis disponer.

Una joven pecosa alzó la mano.

—Algo más podrás decirnos, ¿no? Eso ya lo hemos comprendido cuando habéis acordonado todo el pueblo.

Vivi Sundberg no la reconocía, pero llevaba en la cazadora el nombre de un importante periódico nacional.

—Por más que insistáis, debido a la investigación técnica no puedo decir nada más por ahora.

Uno de los periodistas de una cadena de televisión le plantó un micrófono en la cara. A él sí lo había visto antes en infinidad de ocasiones.

—¿Podrías repetir lo que acabas de decir?

Ella hizo lo que le pedía pero, cuando el periodista se disponía a formular la siguiente pregunta, Vivi se dio media vuelta y se marchó. No se detuvo hasta que llegó a la última tienda que habían montado. Sintió unas náuseas terribles. Se retiró unos metros, respiró hondo varias veces y, cuando se le pasaron, volvió.

En una ocasión, durante uno de los primeros años como policía, se desmayó cuando ella y un colega llegaron a una casa en la que encontraron a un hombre que se había ahorcado. Preferiría que no volviese a ocurrir.

La mujer que estaba acuclillada junto a los restos de la pierna alzó la vista cuando ella entró en la tienda. Allí dentro hacía mucho calor a causa del gran foco con que se iluminaban. Vivi Sundberg asintió a modo de saludo y se presentó. Valentina Miir hablaba sueco con un fuerte acento y tendría unos cuarenta años.

—¿Qué puedes adelantar?

—Que no he visto nunca algo parecido —repuso Valentina—. Uno puede encontrarse con miembros seccionados o incluso arrancados, pero esto…

—Dime, ¿ha roído alguien ese hueso?

—Lo más verosímil es, por supuesto, que haya sido un animal. Sin embargo, aquí hay unas marcas que me inquietan un poco.

—¿Por qué?

—Porque los animales roen los huesos de un modo muy especial. Casi puedes ver de qué animal se trata. Yo sospecho que en este caso ha sido un lobo. Además, hay otro detalle que deberías ver.

Estiró el brazo para alcanzar una bolsa de plástico transparente que contenía una bota de piel.

—Podemos suponer que la llevaba en el pie —explicó la forense—. Claro que un animal pudo habérsela arrancado para acceder al pie, pero lo que me preocupa es que los cordones no estaban anudados.

Vivi Sundberg recordó que en la otra bota que llevaba el hombre los cordones sí estaban atados.

Y repasó mentalmente la lista de nombres y dónde vivía cada uno. Si era correcta, aquélla podía ser la pierna arrancada o seccionada de Lars Andrén.

—¿Puedes adelantarme algo más?

—Es demasiado pronto.

—Quiero que vengas conmigo. Ni que decir tiene que no pienso inmiscuirme en cómo organizas tu trabajo, pero necesito tu ayuda.

Salieron de la tienda y se encaminaron a la casa donde yacía el cadáver del niño desconocido, junto con las otras dos personas que, probablemente, eran Hans-Evert y Elsa Andersson. Un penetrante silencio reinaba allí dentro.

El niño estaba tendido boca abajo en su cama. Era una habitación pequeña con el techo abuhardillado. Vivi Sundberg se mordió los labios para no echarse a llorar. La vida de aquel niño, que apenas había comenzado, terminó entre dos suspiros.

Ambas guardaban silencio.

—No me explico cómo alguien puede cometer una agresión tan atroz contra un niño —aseguró al fin Valentina.

—Precisamente porque no lo comprendemos tenemos que esforzarnos por aclarar todo este asunto, para entender qué ocurrió de verdad.

La forense no dijo nada. Al mismo tiempo, una idea aún imprecisa comenzó a forjarse en la conciencia de Vivi Sundberg. En un primer momento, ella misma no supo decir en qué consistía. «Una pauta», se dijo. «Algo roto». De pronto, cayó en la cuenta de lo que había captado su atención.

—¿Puedes contar cuántas cuchilladas le dieron?

La forense se inclinó e iluminó el cadáver con la lámpara de la mesita. Le llevó varios minutos examinarlo, hasta que respondió.

—Parece que sólo le dieron una, pero fue mortal.

—¿Algo más?

—No creo que fuese consciente de nada. El corte le seccionó la columna.

—¿Has visto ya los demás cadáveres?

—Sí, bueno, lo que he hecho ha sido constatar que están muertos. No quisiera empezar en serio hasta que lleguen mis colegas.

—¿Podrías decirme si alguna de las otras víctimas murió también de una sola cuchillada?

Al principio Valentina Miir reaccionó como si no hubiese comprendido la pregunta. De todos modos, revisó mentalmente lo que había visto, antes de contestar:

—Pues, a decir verdad, no —dijo al fin—. Si no me equivoco, todos los demás cadáveres presentaban numerosas cuchilladas.

—¿Que no fueron necesariamente mortales?

—Es muy pronto para asegurarlo, pero probablemente tengas razón.

—Bien, gracias.

La forense se marchó. Cuando Vivi Sundberg se quedó sola, revisó el dormitorio y la ropa del niño para ver si encontraba algo que pudiese revelarle su nombre. No encontró nada, ni siquiera un bonobús. Bajó las escaleras y salió al jardín. Puesto que quería estar a solas, se dirigió a la parte posterior de la casa, que daba a la superficie congelada del lago. Intentaba aclararse a sí misma qué era lo que había descubierto en realidad. El niño había muerto de una sola cuchillada, los demás habían sufrido una violencia más sistemática. ¿Qué podía significar aquello? Sólo se le ocurría una explicación plausible, que, al mismo tiempo, era aterradora. Quien mató al niño no quería que el pequeño sufriera, mientras que los demás se vieron sometidos a un ensañamiento que más bien se asemejaba a una prolongada tortura.

Se quedó mirando las brumosas cimas de las montañas que se alzaban al otro lado del lago. «Quería torturarlos», constató para sí. «El que sostenía la espada o el cuchillo quería que fuesen conscientes de que iban a morir.

»¿Por qué?».

Vivi Sundberg no hallaba respuesta. El atronador sonido de un motor que se acercaba la hizo volver a la parte delantera de la casa. El helicóptero descendía despacio sobre las lomas del bosque y fue a aterrizar en un cercado, entre una nube de nieve. Tobias Ludwig bajó del helicóptero, que volvió a despegar enseguida y a retomar el vuelo rumbo sur.

Vivi Sundberg salió a su encuentro. Tobias Ludwig llevaba zapatos de vestir y se le acercó caminando con dificultad, los pies hundidos en la nieve. Así, de lejos, pensó que parecía un insecto aturdido y atascado en la nieve, aleteando para liberarse.

Se encontraron en la carretera. Ludwig se sacudió la nieve de la ropa.

—Llevo un rato intentando comprender lo que me contabas —confesó.

—En esas casas hay un montón de muertos. Quería que los vieras con tus propios ojos. Sten Robertsson está aquí. He solicitado todos los recursos que he podido, pero ahora te toca a ti asumir la responsabilidad de que nos proporcionen la ayuda que necesitamos.

—Sigo sin entender nada. ¿Dices que hay muchos muertos? ¿Y sólo viejos?

—Bueno, también hay un niño que se sale de la pauta. Es joven. Pero también está muerto.

Vivi recorrió las casas una a una por cuarta vez aquella misma mañana. Tobias Ludwig iba a su lado, lanzando gemidos de horror. Terminaron el periplo en la tienda donde estaban los restos de la pierna. La forense había desaparecido. Tobias Ludwig meneaba la cabeza, se sentía impotente.

—Pero ¿qué se supone que es esto? Debe de ser obra de un loco.

—Aún no sabemos si es sólo uno. Puede tratarse de varios.

—¿Varios desquiciados?

—Quién sabe.

Ludwig la miró inquisitivo.

—¿Hay algo en este asunto que sepamos de verdad?

—En realidad, no.

—Esto tiene unas dimensiones demasiado grandes para nosotros. Necesitamos ayuda.

—En eso consiste tu misión. Además, les he comunicado a los periodistas que celebraremos una conferencia de prensa a las seis.

—¿Y qué vamos a decir?

—Eso depende de a cuántos familiares hayamos logrado localizar para entonces. Eso también es responsabilidad tuya.

—¿Localizar a los familiares?

—Erik tiene la lista. Deberás empezar por organizar el trabajo. Llamar al personal que esté librando y todo eso. Tú eres el jefe.

Robertsson se acercaba caminando hacia ellos por la carretera.

—Esto es horrendo, una atrocidad —opinó Tobias Ludwig—. Me pregunto si habrá algún precedente similar en toda Suecia.

Robertsson negó con un gesto. Vivi Sundberg observaba a los dos hombres. Sentía crecer la sensación de que debían darse prisa, de que, si no se apresuraban, sucedería algo mucho peor.

—Empieza con los nombres —le dijo a Tobias Ludwig—. Créeme, necesito contar con tu ayuda.

Después tomó a Robertsson del brazo y echó a andar con él por la carretera.

—¿Qué piensas?

—Que tengo miedo. ¿Tú no?

—A mí no me queda tiempo para eso.

Sten Robertsson la observó con los ojos entrecerrados.

—Pero tienes alguna idea, ¿verdad? Siempre la tienes.

—No, esta vez no. Pueden haber sido diez personas, pero por ahora no puedo decir ni que sí ni que no. Trabajamos sin ninguna hipótesis concreta. Además, tú has de estar en la conferencia de prensa.

—Detesto hablar con los periodistas.

—Lo siento, es lo que hay.

Robertsson se marchó y Vivi estaba a punto de meterse en el coche cuando vio que Erik Huddén le hacía señas. Caminaba hacia donde ella se encontraba y llevaba algo en la mano. «Ha encontrado el arma homicida», se dijo Vivi. «Eso sería lo mejor, nos vendría de maravilla. A menos que atrapáramos pronto al asesino».

No obstante, lo que Erik Huddén llevaba en la mano no era un arma sino una bolsa de plástico, que le entregó a Vivi. Una bolsa que contenía una cinta de seda roja.

—La encontró el perro. En el bosque, a unos treinta metros de la pierna.

—¿Alguna huella?

—Están investigándolo ahora mismo. Pero el perro localizó la cinta y no dio muestras de querer seguir buscando hacia el interior del bosque.

Vivi sostuvo en alto la bolsa y entrecerró un ojo para distinguir bien el contenido.

—Es muy fina —observó—. Parece de seda. ¿Algún otro objeto?

—Sólo eso, porque se destacaba entre la nieve.

Vivi le devolvió la bolsa.

—Bien, pues algo es algo —se consoló Vivi—. En la conferencia de prensa podremos comunicarle al mundo que tenemos diecinueve víctimas de asesinato y una pista, una cinta de seda roja.

—Tal vez encontremos algo más.

—Sí, encontrad algo más. Y además atrapad al autor del crimen, haced el favor. O, más bien, al monstruo.

Cuando Erik Huddén se marchó, Vivi se sentó en el coche para poder pensar a solas. A través del parabrisas vio cómo unas asistentes sociales se llevaban a Julia. «Ella, felizmente, lo ignora todo», pensó. «Julia jamás comprenderá lo que sucedió en las casas vecinas a la suya esta noche de enero».

Cerró los ojos e hizo desfilar los nombres de la lista por su cabeza. Aún le resultaba imposible emparejar los nombres con los rostros que había visto ya en cuatro ocasiones. ¿Dónde empezó todo?, se preguntó. Una de las casas sería la primera y otra tuvo que ser la última. El autor del crimen, actuase o no en solitario, debía saber lo que hacía. No fue de casa en casa al azar, no intentó entrar en la de los accionistas ni en la de la anciana senil. Sus casas se libraron de él.

Volvió a abrir los ojos y se quedó mirando por la ventanilla. «Fue premeditado», concluyó. «Tuvo que serlo, pero ¿acaso puede un ser perturbado prepararse para semejante matanza? ¿Encaja en su perfil?».

Ella opinaba que una persona mentalmente desquiciada bien podía actuar de forma por completo racional. De hecho, tenía cierta experiencia de ello. Recordaba a un tipo obsesionado por tener razón que, hacía ya muchos años, había sacado un arma en el juzgado de Söderhamn y matado a tiros al juez, entre otros. Cuando la policía llegó a su casa, que se hallaba en el bosque, descubrió que el hombre había colocado cargas explosivas por todas partes. Se trataba de un loco con un apasionado plan.

Se sirvió el último café que quedaba en el termo. «El móvil…», pensó. «Hasta un perturbado mental ha de tener un móvil. Tal vez una voz interior lo conmine a matar a la gente que se interpone en su camino, pero ¿cómo iban a conducirlo las voces precisamente a Hesjövallen? Y, en tal caso, ¿por qué? ¿Qué papel ha desempeñado la casualidad en este drama?». La idea la devolvió al punto de partida. No todos los habitantes del pueblo estaban muertos. El asesino había perdonado la vida a tres personas, pese a que habría podido matarlas a ellas también, de haber querido. En cambio, había acabado con la vida de un niño que, al parecer, se encontraba casualmente de visita en aquel pueblo maldito.

«El niño puede ser la clave», consideró. «El pueblo no es su sitio y, aun así, ha muerto, mientras que otras dos personas que llevan aquí veinte años siguen con vida».

Comprendió que estaba formulándose una pregunta para la que necesitaba una respuesta inmediata. Era algo que le había dicho Erik Huddén. ¿Lo recordaba bien? ¿Cómo se llamaba Julia de apellido?

La puerta de la casa de Julia no tenía echada la llave. Entró y leyó el papel que Erik Huddén había encontrado en la mesa de la cocina. La respuesta a su pregunta le aceleró el corazón. Se sentó para intentar ordenar sus ideas.

Llegó a una conclusión inverosímil que, no obstante, bien podía ser cierta. Marcó el número de Erik Huddén, que contestó de inmediato.

—Estoy en casa de Julia, en la cocina, la mujer que vimos en albornoz en la carretera. Ven aquí cuanto antes.

—Voy ahora mismo.

Erik Huddén se sentó a la mesa frente a ella pero se levantó enseguida y olisqueó el asiento. Luego cambió de silla. Vivi lo miró inquisitiva.

—Huele a orina. La anciana debe de haberse hecho pis encima. Bueno, ¿qué querías decirme?

—Quiero que oigas una idea que se me ha ocurrido. Parece ilógica y, al mismo tiempo, razonable. Vamos a apagar los teléfonos para que no nos molesten.

Ambos dejaron los móviles sobre la mesa. «Como si dejáramos las armas reglamentarias», se dijo Vivi Sundberg.

—Intentaré hacer una síntesis de algo que, en realidad, no puede sintetizarse. Pese a todo, intuyo una especie de extraña lógica en lo que sucedió anoche en este pueblo. Quiero que me escuches y me digas si estoy totalmente equivocada o dónde me equivoco.

En ese momento oyeron la puerta de la casa y un técnico criminalista que acababa de llegar entró en la cocina.

—¿Dónde están los muertos?

—En esta casa no hay ninguno.

Así que el técnico se marchó.

—Se trata de los nombres —comenzó Vivi—. Aún ignoramos cómo se llama el niño, pero, si mi idea es correcta, será pariente de la familia Andersson que vivía y murió en la casa en la que lo encontramos. Una de las claves de lo ocurrido se halla precisamente en los apellidos, en las familias. En este pueblo, todo el mundo parecía llamarse Andersson, Andrén o Magnusson, mientras que Julia, que vive en esta casa, se llama Holmgren, según los documentos de los servicios sociales. Julia Holmgren. Y ella está viva. Además, tenemos a Tom y Ninni Hansson, que también están vivos y tienen otro apellido. De todo lo cual podríamos extraer una conclusión.

—Que quien haya hecho esto, de algún modo y por alguna razón, iba en busca de gente que se llamaba igual —dedujo Huddén.

—¡Ve un paso más allá! Este pueblo es muy pequeño. Y la movilidad ha sido mínima. Entre estas familias han debido de casarse unos con otros. Y no quiero decir que se trate de consanguinidad, pero hay razones para creer que no son tres, sino dos familias o incluso sólo una. Lo que nos llevaría a comprender por qué Julia y los Hansson siguen vivos.

Vivi Sundberg guardó silencio, mientras esperaba la reacción de Erik Huddén. Nunca lo había tenido por un hombre particularmente inteligente, pero respetaba su capacidad para encontrar buenas soluciones a base de una buena dosis de intuición.

—Si es así, significaría que el autor del crimen conocía bastante bien a estas personas. ¿Quién puede saber todo eso?

—¿Un pariente, tal vez? Aunque también un loco.

—¿Un pariente loco? ¿Por qué haría algo así?

—Eso no lo sabemos. Ahora estamos intentando comprender por qué no han muerto todos los habitantes del pueblo.

—¿Y cómo explicas la pierna cortada y destrozada a mordiscos?

—No puedo explicarlo, pero necesito una piedra sobre la que construir, por pequeña que sea. Mi difusa idea y una cinta de seda roja es cuanto tenemos.

—Supongo que sabrás qué va a suceder.

—Que la prensa se nos echará encima.

Erik Huddén asintió.

—De eso tendrá que hacerse cargo Tobias.

—Pues te pondrá a ti de parapeto.

—Entonces, yo te pondré a ti.

—¡Ni se te ocurra!

Ambos se pusieron de pie.

—Quiero que vayas a la ciudad —le dijo Vivi—. Tobias iba a designar agentes para localizar a los familiares. Quiero que tú te encargues de que se haga de verdad. Y también que busques la conexión entre estas tres familias, pero, por el momento, que quede entre nosotros.

Erik Huddén se marchó y Vivi Sundberg se acercó al fregadero y se sirvió un vaso de agua. «Me pregunto si mi idea valdrá para algo», se dijo. «Aunque, claro, tal y como está la situación, vale tanto como cualquier otra».

Aquella misma tarde, poco antes de las seis, varios policías se reunieron en el despacho de Tobias Ludwig para decidir lo que dirían en la conferencia de prensa. No darían los nombres, pero sí el número de víctimas, y admitirían que por el momento carecían de pistas. Y que las observaciones y aportaciones de la gente eran extremadamente valiosas y más necesarias que nunca.

Tobias Ludwig se preparó para iniciar la conferencia y después sería el turno de Vivi Sundberg.

Antes de entrar en la sala, que estaba llena de periodistas, Vivi se encerró un momento en los servicios. Observó su rostro en el espejo. «Quisiera despertarme y que todo esto dejase de existir», se dijo.

Después salió, golpeó varias veces la pared del pasillo con el puño cerrado y entró en la sala, ya repleta de gente y demasiado caldeada. Subió a la tarima y se sentó junto a Tobias Ludwig.

Su jefe la miró y ella asintió, dándole a entender que ya podían empezar.