Tom Hansson se acercó a la ventana y se colocó al lado de Vivi Sundberg.
—Ah, es Julia —explicó—. A veces nos la encontramos fuera sin abrigo. Hilda y Herman suelen echarle un ojo cuando no está aquí la asistente.
—¿Dónde vive? —quiso saber Vivi.
Tom señaló la penúltima casa del pueblo.
—Llevamos aquí casi veinte años —prosiguió—. La idea era que viniesen más. Al final, nosotros fuimos los únicos. Cuando llegamos, Julia estaba casada. Su marido se llamaba Rune y era conductor de vehículos y maquinaria para el trabajo en el bosque. Un día se le reventó una arteria. Murió en la cabina del vehículo. A partir de entonces, Julia empezó a comportarse de forma extraña. Una persona indignada con la injusticia pero que no lo demostraba, llevaba los puños cerrados, pero metidos en los bolsillos, no sé si me explico. Y luego se volvió senil. Somos de la opinión de que debe poder morir aquí. Tiene dos hijos que vienen a verla una vez al año. Sólo piensan en heredar y no se preocupan mucho de ella, la verdad.
Vivi Sundberg salió con Erik Huddén. La mujer seguía inmóvil en la carretera. Cuando Vivi se detuvo ante ella alzó la vista, pero no dijo nada. Y tampoco protestó cuando Erik Huddén ayudó a Vivi a conducirla de vuelta a su casa. Estaba limpia y ordenada y, en las paredes, había fotografías del marido muerto y de los dos hijos que no se preocupaban de ella.
Por primera vez desde que llegó a Hesjövallen, Vivi Sundberg sacó un bloc de notas. Entretanto, Erik Huddén leía un documento oficial que había sobre la mesa de la cocina.
—Julia Holmgren —leyó en voz alta—. Tiene ochenta y siete años.
—Que alguien llame a los servicios sociales. No me importa el horario que le hayan asignado. Tienen que venir a atenderla ahora.
La anciana estaba sentada a la mesa de la cocina, mirando por la ventana. Una pesada y compacta capa de nubes se extendía sobre el paisaje.
—¿Quieres que intentemos preguntarle algo?
Vivi Sundberg negó con un gesto.
—No servirá de nada. ¿Qué nos va a contar?
Dicho esto, le hizo una seña a Erik Huddén de que saliese y las dejase solas. Su colega salió al jardín. Vivi entró en la sala de estar, se colocó en el centro y cerró los ojos. No tardaría en verse obligada a enfrentarse cara a cara con todo el horror del suceso. Debía intentar hallar algún punto de partida.
Había algo en la anciana que emitía una vaga señal de presagio cuyo destinatario era su conciencia, pero Vivi no conseguía concretar la idea en su mente. Permaneció inmóvil, abrió los ojos y se esforzó por pensar con lógica. ¿Qué había sucedido allí aquella mañana de enero? En un pueblo apartado y aislado habían muerto asesinadas varias personas. Como también un puñado de animales domésticos. Todo indicaba que los asesinatos se habían ejecutado con una rabia llena de cólera. ¿Era realmente posible que un solo hombre hubiese llevado a cabo aquella matanza? ¿Habrían sido varios los que, al amparo de la noche, se presentaron en el pueblo para desaparecer una vez ejecutada su brutal masacre? Aún era demasiado pronto; Vivi Sundberg carecía de respuestas, por el momento, tan sólo contaba con una limitada serie de circunstancias concretas y, claro está, con todos aquellos cadáveres. Un matrimonio que pasaba allí el invierno desde el día en que huyeron de Estocolmo y una mujer senil que salía a la carretera en camisón.
No obstante, se dijo, ahí se le ofrecía un punto de partida. No todos los habitantes del pueblo estaban muertos. Tres personas se habían librado. ¿Por qué? ¿Se trataba de un hecho fortuito o tendría algún significado?
Vivi Sundberg aguardó así, sin moverse, unos minutos más. A través de una ventana vio que los técnicos criminalistas de Gävle ya habían llegado, acompañados por una mujer, que supuso sería la forense. Respiró hondo. Era ella la que tenía el mando y, por más que aquel caso suscitaría un enorme interés no sólo en el país, sino fuera de sus fronteras, debía asumir su responsabilidad. Pese a todo, tenía decidido solicitar apoyo de Estocolmo aquel mismo día. Hubo un tiempo, cuando era joven, en que soñaba con trabajar en el grupo de homicidios de la capital, que tenía fama de llevar a cabo brillantes investigaciones de asesinato perfectamente organizadas. Ahora, en cambio, deseaba más bien que dicho grupo acudiese a relevarla.
Vivi Sundberg empezó por hacer una llamada desde su móvil. Tardaron en responder.
—Sten Robertsson.
—Soy Vivi. ¿Estás ocupado?
—Puesto que soy fiscal, siempre lo estoy. Dime, ¿qué quieres?
—Estoy en un pueblo llamado Hesjövallen. ¿Sabes dónde se encuentra? Junto a Sörforsa.
—A ver, tengo un mapa en la pared… ¿Qué ha pasado?
—Mira a ver si lo encuentras primero.
—Pues tendrás que esperar —advirtió dejando el auricular sobre la mesa.
Vivi Sundberg se preguntó cómo reaccionaría. «Ninguno de nosotros ha vivido antes una situación similar», se dijo. «Ni un solo policía de este país y seguro que muy pocos de otros países. Siempre pensamos que los casos a los que nos enfrentamos no pueden ser peores, pero los límites se desplazan día tras día. Hoy estamos aquí. ¿Dónde estaremos mañana, o dentro de un año?».
Robertsson volvió al teléfono.
—Bien, ya he localizado el lugar. ¿No es un pueblo deshabitado?
—No exactamente, pero lo será pronto, aunque no a causa del éxodo.
—¿Qué quieres decir?
Vivi Sundberg le contó, con tanto detalle como le fue posible, lo que había acontecido. Robertsson la escuchó sin interrumpirla. Vivi lo oía respirar.
—¿Y quieres que me lo crea? —preguntó Robertsson una vez que Vivi hubo terminado.
—Pues sí.
—Parece incomprensible.
—Es incomprensible. Se trata de un caso de tales proporciones que tú, como fiscal, no sólo tendrás que tomar cartas en el asunto como jefe de la investigación previa. Además, quiero que vengas, debes ver con tus propios ojos lo que tengo ante mí.
—Me pongo en marcha enseguida. Dime, ¿hay algún sospechoso?
—Ninguno.
A Sten Robertsson le dio un ataque de tos. En una ocasión le había confiado a Vivi Sundberg que padecía EPOC, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, tras haber sido fumador habitual hasta que lo dejó el día de su quincuagésimo cumpleaños. Robertsson y ella no sólo tenían la misma edad, sino que además cumplían años el mismo día, el 12 de marzo.
Dieron por concluida la conversación, pero Vivi Sundberg se quedó de pie, dudando, y no salió de la casa. Tenía que hacer otra llamada ahora, pues, de lo contrario, no sabía cuándo se le presentaría otra ocasión.
Marcó el número.
—Peluquería Elin, ¿dígame?
—Soy yo. ¿Dispones de tiempo?
—No mucho, tengo a dos señoras en los secadores. ¿Qué pasa?
—Estoy en un pueblo a bastantes kilómetros de la ciudad. Ha ocurrido algo horrible. Y será un escándalo. No tendré mucho tiempo.
—¿Qué ha pasado?
—Han matado a un montón de ancianos. Espero que haya sido obra de un loco.
—¿Por qué?
—Porque sería del todo inexplicable que el responsable fuese una persona normal.
—¿No puedes decirme nada más? ¿Dónde estás?
—Ahora no tengo tiempo. Quería pedirte un favor. Necesito que llames a la agencia de viajes. La semana pasada hice la reserva para la isla de Leros. Si la anulo ahora, no perderé dinero.
—Claro, lo hago hoy mismo. ¿Corres tú algún peligro en el pueblo ese?
—Estoy rodeada de gente, no hay peligro. Tú ve y ocúpate de las señoras que tienes en los secadores, antes de que se les chamusque el cerebro.
—¿Has olvidado que tenías cita conmigo mañana?
—Anúlalo también. Existe el riesgo inminente de que me salgan canas con este caso.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y salió de la casa. Ya no podía postergarlo más. Los técnicos criminalistas y la forense la aguardaban.
—No pienso contaros nada. Tenéis que verlo con vuestros propios ojos. Empezaremos por el hombre que está fuera, en la nieve. Después revisaremos casa por casa. Ya me diréis si necesitáis más colaboradores. El escenario del crimen es enorme. Probablemente, el más grande de cuantos hayáis presenciado o vayáis a presenciar. Pese a que es tan atroz que apenas somos capaces de entender qué tenemos delante, hemos de intentar contemplarlo como una investigación de asesinato más.
Todos tenían alguna pregunta que hacer, pero Vivi Sundberg se mantuvo firme. Lo más importante era que lo viesen con sus propios ojos. Condujo a su séquito de casa en casa. Cuando llegaron a la tercera, Lönngren, que era el técnico criminalista de más edad, dijo que quería llamar enseguida para pedir refuerzos. En la cuarta casa, la forense anunció que también ella tenía que pedir refuerzos. Mientras ambos hacían sus llamadas se detuvo la procesión. Continuaron después, recorriendo el resto de las casas, y volvieron a reunirse en la carretera. Para entonces ya había llegado el primer periodista. Vivi Sundberg le dijo a Ytterström que procurase que nadie hablara con él. Ya lo haría ella cuando tuviese tiempo.
Todos los que se encontraban con ella en la carretera llena de nieve estaban pálidos y taciturnos. Ninguno era capaz de comprender el alcance de lo que acababan de ver.
—Veamos, la situación es la siguiente —comenzó Vivi Sundberg—. Toda nuestra experiencia y nuestra capacidad se verán sometidas a una serie de pruebas que jamás habríamos podido imaginar. Esta investigación dominará los medios, y no sólo en Suecia. Se nos exigirá que obtengamos resultados en un plazo de tiempo bastante breve. Lo único que podemos hacer es confiar en que el autor o los autores de esto hayan dejado alguna huella que nos lleve a detenerlos lo antes posible. Hemos de reunirnos y llamar a todo aquel cuya ayuda consideremos necesaria. El fiscal Robertsson está en camino. Quiero que lo vea todo personalmente y que entre a formar parte del equipo como jefe de la investigación previa. ¿Alguna pregunta? De lo contrario, empecemos a trabajar.
—Yo creo que sí tengo una pregunta —intervino Lönngren, un hombre menudo y de baja estatura.
Vivi Sundberg lo consideraba un técnico altamente cualificado. Sin embargo, tenía la desventaja de que, con bastante frecuencia, trabajaba con una lentitud exasperante para quienes aguardaban sus resultados.
—¡Hazla!
—¿Existe el riesgo de que el loco este, si es que se trata de un loco, vuelva a atacar?
—Existe ese riesgo, sí —confirmó Vivi Sundberg—. Puesto que no sabemos nada, hemos de partir de la base de que puede volver a ocurrir.
—Cundirá el pánico entre los pueblos vecinos —prosiguió Lönngren—. Por una vez en la vida me alegro de vivir en la ciudad.
El grupo se dispersó y, en ese mismo momento, llegó Sten Robertsson. El periodista que aguardaba al otro lado del cordón policial se le acercó en cuanto lo vio salir del coche.
—Ahora no —le gritó Vivi Sundberg—. Tendrás que esperar.
—¿No hay nada que puedas adelantarme, Vivi? Tú no sueles ser implacable…
—Pues esta vez sí.
A Vivi no le gustaba aquel periodista, que trabajaba para Hudiksvalls Tidning. Tenía la costumbre de escribir artículos tendenciosos sobre el trabajo de la policía. Y lo que más le molestaba de él era, probablemente, que solía tener razón en sus críticas.
Robertsson tenía frío, pues llevaba una cazadora demasiado ligera. «Es un poco vanidoso», concluyó Vivi. «Ni siquiera lleva gorro, por miedo a que sea verdad eso que dicen de que se pierde antes el pelo».
—Veamos, cuéntame —la animó Robertsson.
—No. Mejor ven conmigo.
Por tercera vez aquella mañana, Vivi Sundberg recorrió casa por casa. En dos ocasiones, Robertsson se vio obligado a salir a la calle rápidamente, pues estuvo a punto de vomitar. Ella lo aguardó paciente. Era importante que Robertsson comprendiera con exactitud qué clase de investigación iba a dirigir. Vivi no estaba segura de que pudiese con ella. Sin embargo, era consciente de que, de los fiscales disponibles, él era el más adecuado. A no ser que una instancia superior decidiera nombrar a otro con más experiencia.
Cuando terminaron y volvieron a la carretera, Vivi propuso que se sentaran en su coche. Le había dado tiempo de prepararse un termo de café antes de salir de la comisaría.
Robertsson estaba impresionado y le temblaba la mano con la que sostenía la taza de café.
—¿Habías visto tú antes algo similar? —le preguntó a Vivi.
—Ninguno de nosotros.
—¿Quién puede haber hecho algo así, aparte de un loco?
—No lo sabemos. Ahora lo que tenemos que hacer es localizar huellas y trabajar sin ideas preconcebidas. Les he pedido a los técnicos que soliciten más recursos si lo consideran justificado. Y lo mismo le he dicho a la forense.
—¿Quién es?
—Una sustituta. Creo que éste es su primer escenario del crimen. Ya ha llamado pidiendo ayuda.
—¿Y tú?
—¿Qué quieres decir?
—¿Tú qué necesitas?
—En primer lugar, que me digas si hay algo en concreto en lo que debamos concentrarnos. Después, tendrá que actuar el departamento de homicidios de la jefatura nacional.
—¿En qué crees que deberíamos concentrarnos?
—Tú eres el jefe de la investigación preliminar, no yo.
—Lo único que importa es encontrar a quien ha hecho esto.
—O a quienes lo han hecho. No podemos descartar la idea de que hayan sido varios.
—Los locos rara vez trabajan en equipo.
—Pero no podemos excluir esa posibilidad.
—¿Hay alguna posibilidad que podamos excluir?
—Ninguna. Ni siquiera que no pueda ocurrir de nuevo.
Robertsson asintió. Ambos guardaron silencio. La gente iba y venía por las casas y por la carretera. De vez en cuando se vislumbraba el flash de una cámara. Estaban levantando una tienda alrededor del cuerpo que habían hallado fuera, en la nieve. Entretanto, habían acudido al lugar más fotógrafos y periodistas. Además del primer equipo de televisión.
—Quiero que estés en la conferencia de prensa —le dijo Vivi—. No puedo enfrentarme sola a ellos. Y ha de celebrarse hoy mismo. Por la tarde, como mucho.
—¿Has hablado con Ludde?
Tobias Ludwig era el jefe de la policía local de Hudiksvall. Era un hombre joven y jamás había sido policía en activo. Había estudiado derecho y después continuó directamente con los estudios para jefe de policía. Ni Sten Robertsson ni Vivi Sundberg lo apreciaban demasiado. Apenas tenía una idea remota de en qué consistía el trabajo policial de campo y dedicaba la mayor parte de su tiempo a cavilar sobre la administración interna de la policía.
—No, no he hablado con él —confesó Vivi—. Lo único que aportará será su recomendación de que cumplimentemos correctamente todos los impresos.
—A ver, tan malo no es, no exageres —objetó Robertsson.
—Es peor —afirmó Vivi Sundberg—. Pero lo llamaré.
—Pues hazlo ahora.
Vivi Sundberg llamó a la comisaría de Hudiksvall, donde le comunicaron que Tobias Ludwig estaba de viaje de trabajo en Estocolmo. Entonces le pidió a la joven de la centralita que lo localizase en el móvil.
El jefe de policía les devolvió la llamada al cabo de veinte minutos. Robertsson estaba hablando en ese momento con algunos de los técnicos criminalistas recién llegados de Gävle. Vivi Sundberg se encontraba en el jardín con Tom Hansson y su esposa Ninni, que se habían cubierto con sendos abrigos viejos de piel, de los que usaban los militares. Ambos observaban lo que sucedía a su alrededor.
«He de empezar por los vivos», se dijo. «Con Julia no se puede hablar, se ha retirado a un mundo interior que está muerto. Al menos a mí me resulta inaccesible. Tom y Ninni Hansson, en cambio, han podido ser testigos de algo sin tener conciencia de ello».
Aquélla era una de las pocas conclusiones a las que había podido llegar hasta el momento. Un asesino que decide atacar a todo un pueblo, por loco que esté, debe de tener necesariamente un plan de acción.
Salió a la carretera y miró a su alrededor. El lago congelado, el bosque, las montañas que se elevaban y descendían a lo lejos. «¿De dónde venía ese hombre?», se preguntó. «Creo que puedo dar por supuesto que no ha sido una mujer, pero de algún lugar ha tenido que venir y a algún lugar tuvo que escapar».
Justo cuando se disponía a volver a cruzar la puerta de la verja llegó un coche que se detuvo ante ella. Era una de las patrullas de perros policía que habían solicitado.
—¿Sólo una patrulla? —preguntó sin ocultar su contrariedad.
—Karpen está enfermo —explicó el policía que llevaba el perro.
—¿Acaso pueden ponerse enfermos los perros policías?
—Eso parece. ¿Por dónde quieres que empiece? ¿Y qué ha pasado, en realidad? Hablan de muchos muertos.
—Que te ponga al corriente Huddén. Y luego intenta que el perro olfatee algún rastro.
El policía quería hacer otra pregunta, pero ella le dio la espalda. «No debería actuar así», se recriminó. «En estos momentos debería tener tiempo para todo el mundo. He de ocultar que estoy nerviosa e irritada. Nadie que presencie un espectáculo como éste podrá olvidarlo jamás. Y muchos sufrirán ataques de ansiedad, seguro».
Entró en la casa con Tom y Ninni. Acababan de sentarse cuando sonó su móvil.
—Me han dicho que querías hablar conmigo —le dijo Tobias Ludwig—. Ya sabes que no me gusta que me molesten cuando tengo reunión con la dirección de la policía nacional.
—En esta ocasión no había otro remedio.
—¿Qué ha pasado?
—Tenemos un buen número de personas asesinadas en el pueblo de Hesjövallen.
Le hizo una breve exposición de lo ocurrido. Tobias Ludwig no decía nada y Vivi Sundberg aguardaba su reacción.
—Suena tan repugnante que me cuesta creerlo.
—Sí, a mí también me cuesta, pero es la pura verdad. Tienes que venir.
—Lo comprendo. Saldré en cuanto pueda.
Vivi Sundberg miró el reloj.
—Hemos de convocar una conferencia de prensa —le advirtió—. La fijaremos para las seis. Hasta entonces sólo diré que se ha cometido un asesinato. No revelaré el alcance del crimen. Ven tan pronto como puedas, pero no te mates conduciendo.
—Intentaré que me lleven en un coche de emergencias.
—Mejor ven en helicóptero. Estamos hablando de diecinueve personas asesinadas, Tobias.
Concluyó la conversación. Tom y Ninni lo habían oído todo y Vivi vio la incredulidad reflejada en sus rostros, la misma incredulidad que ella sentía.
Era como si la pesadilla creciese sin cesar. Aquello a lo que se acercaban no era la realidad.
Apartó al gato que dormía en una silla y se sentó.
—Todos los habitantes del pueblo están muertos. Incluso los animales de compañía. Entiendo que estéis estupefactos. Todos lo estamos. Sin embargo, he de haceros unas preguntas. Os ruego que intentéis responder con tanto detalle como sea posible. Además, quiero que penséis en circunstancias y datos sobre los que yo no os pregunte, cualquier cosa que os parezca que puede ser importante.
Ambos asintieron aterrados y en silencio. Vivi Sundberg decidió proceder con cautela, y empezó hablando de aquella mañana. ¿Cuándo se despertaron? ¿Oyeron algún ruido? Y durante la noche, ¿ocurrió algo? Era preciso que se esforzasen en recordar. Todo podía ser importante.
Tom y Ninni se turnaban a la hora de contestar, el uno completando las respuestas del otro cuando éste se detenía. Vivi Sundberg se percató de que hacían verdaderos esfuerzos por ayudarla.
Retrocedió en el tiempo, en una especie de peregrinaje invernal por un paisaje desconocido. Y la tarde anterior, ¿sucedió algo especial? Nada. «Todo fue normal, como siempre», eran las palabras que repetían casi en cada respuesta.
Erik Huddén se acercó e interrumpió la conversación. ¿Qué debía hacer con los periodistas? Habían llegado muchos más y pronto se convertirían en una manada nerviosa e impaciente.
—Espera —le dijo—. Ya salgo. Diles que habrá una conferencia de prensa a las seis en Hudiksvall.
—¿Nos dará tiempo?
—Nos tiene que dar.
Erik Huddén se marchó. Vivi Sundberg prosiguió la conversación. Otro paso atrás, al día de ayer. En esta ocasión, fue Ninni quien contestó.
—Todo fue normal ayer también. Yo estaba un poco resfriada y Tom estuvo cortando leña todo el día.
—¿Hablasteis con alguno de los vecinos?
—Bueno, Tom charló un rato con Hilda, pero eso ya te lo hemos contado.
—¿Visteis a alguien más?
—Sí, yo sí, seguramente. Estaba nevando y cuando nieva la gente sale a retirar la nieve. Sí, seguro que vi a varios vecinos, aunque no pensé en ello.
—¿Viste a alguien que no fuese un vecino, alguien nuevo?
—¿Cómo que alguien nuevo?
—Alguien que no fuese del pueblo, algún coche desconocido.
—A nadie en absoluto.
—¿Y el día anterior?
—Pues más o menos lo mismo. Aquí no pasan grandes cosas.
—¿Nada anormal?
—No.
Vivi sacó el bloc de notas y el bolígrafo.
—Bien, ahora tendré que haceros una pregunta difícil. Debo pediros los nombres de todos vuestros vecinos.
Arrancó una hoja y la puso sobre la mesa.
—Dibuja el pueblo —le propuso—. Vuestra casa y las demás. Luego les asignamos un número a cada una. La vuestra es la número uno. Quiero saber los nombres de las personas que vivían en cada una de las casas.
La mujer se levantó, fue a buscar un folio más grande y dibujó el pueblo. Vivi Sundberg adivinó que estaba acostumbrada a dibujar.
—¿De qué vivís, a qué os dedicáis? —preguntó—. ¿De la agricultura?
La respuesta la dejó perpleja.
—Tenemos una cartera de acciones. No es muy grande, pero la cuidamos bien. Cuando la Bolsa sube, vendemos, y cuando baja, compramos. Somos daytraders.
Vivi Sundberg pensó fugazmente que, a aquellas alturas, nada debería sorprenderla. ¿Por qué no iban a dedicarse a comerciar con acciones un par de hippies que pasaban el invierno en la región de Hälsingland?
—Además, hablamos mucho —prosiguió Ninni—. Nos contamos cuentos unos a otros. Eso ya no lo hace nadie hoy en día.
Vivi Sundberg tuvo la sensación de que aquella charla se le escapaba de las manos.
—Los nombres —le recordó—. Y también la edad, si puede ser. Tomaos el tiempo necesario, el caso es que los datos sean correctos; pero que no os lleve más tiempo del necesario.
Vio cómo se inclinaban sobre el papel y, murmurándose los nombres, empezaron a anotarlos. De pronto se le ocurrió una idea. Entre todas las explicaciones probables de la masacre, existía también la posibilidad de que el autor del crimen fuese alguien que vivía en el pueblo.
Quince minutos más tarde ya tenía la lista. La cantidad de personas no cuadraba. A ella le salía un muerto más. Debía de tratarse del niño. Se colocó junto a la ventana y la leyó con atención. A juzgar por lo que allí veía, no había en el pueblo más de tres familias distintas. Un grupo de apellido Andersson, otro con el apellido Andrén y dos personas llamadas Magnusson. De repente, con la lista en la mano, cayó en la cuenta de todos los hijos y nietos que tendrían por ahí desperdigados y que, dentro de unas horas, cuando se enterasen de lo ocurrido, sufrirían el shock de su vida. «Necesitaremos ayuda de todo tipo para poder informarles», constató para sí. «Se trata de una catástrofe que afectará a muchas más personas de las que yo imaginaba».
Al comprender que esa tarea recaería principalmente sobre ella se sintió impotente y asustada. Lo que había ocurrido era demasiado horrendo para que una persona normal y corriente pudiese entenderlo primero y soportarlo después.
A medida que los nombres desfilaban ante sus ojos intentaba recrear en su mente sus rostros, pero las imágenes aparecían borrosas.
De pronto cruzó su mente una idea que había obviado por completo. Salió al jardín y llamo a Erik Huddén, que estaba hablando con uno de los técnicos.
—Erik, ¿quién descubrió todo esto?
—Un hombre que llamó por teléfono. Después murió, chocó contra un camión que transportaba muebles. El conductor es bosnio.
—¿Murió en el accidente?
—No, murió. Probablemente le dio un infarto. Y luego chocó con el camión.
—¿Pudo ser él quien cometió esta atrocidad?
—Esa idea no se me había ocurrido… Llevaba el coche lleno de cámaras. Parece que era fotógrafo.
—Averigua lo que puedas sobre él. Después estableceremos una especie de cuartel general en esta casa. Tenemos que repasar los nombres y buscar a los familiares. ¿Qué ha sido del conductor del camión?
—Tuvo que soplar, pero estaba sobrio. Hablaba tan mal el sueco que se lo llevaron a Hudiksvall en lugar de retenerlo para interrogarlo aquí. Pero él parecía no saber nada.
—Ya lo veremos. ¿No ha sido en Bosnia donde se han hecho pedazos unos a otros no hace mucho?
Erik Huddén se marchó y Vivi estaba a punto de volver a entrar en la casa cuando vio a un policía que venía corriendo por la carretera, de modo que fue a su encuentro. Enseguida se dio cuenta de que su colega estaba asustado.
—Hemos encontrado la pierna —anunció—. El perro la olfateó a unos cincuenta metros, entre los árboles —explicó señalando el lindero del bosque.
Vivi Sundberg tuvo la sensación de que el hombre quería decirle algo más.
—¿Eso es todo?
—Pues…, creo que será mejor que lo veas tú misma.
Dicho esto, el policía se volvió para vomitar. Vivi no se detuvo a ayudarle, sino que se apresuró en dirección al bosque. Resbaló y cayó dos veces.
Cuando llegó al lugar en cuestión entendió perfectamente lo que había puesto tan nervioso al policía. La pierna había sido roída por ciertas zonas hasta quedar convertida en un hueso de esqueleto. El pie estaba completamente descarnado.
Miró a Ytterström y al policía del perro, que estaban junto al hallazgo.
—Un caníbal —declaró Ytterström—. ¿Es eso lo que estamos buscando? ¿Habremos venido a molestarlo en mitad del almuerzo?
A Vivi Sundberg le cayó en la mano algo que la sobresaltó, pero no era más que un copo de nieve que no tardó en derretirse.
—Una tienda —dijo—. Han de montar otra tienda aquí. No quiero que se destruyan las huellas.
Cerró los ojos y pensó en un mar azul y una casa blanca encaramada sobre la cálida loma de una montaña. Después volvió a la casa de los accionistas y se sentó en la cocina con la lista de nombres.
«En algún lugar debe de haber algo que aún no he descubierto», pensó.
Muy despacio, empezó a buscar nombre a nombre. Se sentía como si estuviese avanzando por un campo de minas.