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Cuando Karsten Höglin se despertó, recordaba que había soñado con una imagen. Yacía inmóvil en la cama y notó cómo regresaba a su mente, como si el negativo del sueño le enviase una copia a su conciencia. Y reconoció la imagen. Era en blanco y negro y representaba a un hombre sentado en una vieja cama de hierro, con una escopeta de caza colgada en la pared y un orinal a sus pies. La primera vez que la vio, captó su atención la melancólica sonrisa de aquel hombre ya mayor. Había en él cierto retraimiento, cierta reserva. Mucho después, Karsten tuvo ocasión de conocer la historia de esa instantánea. Unos años antes de que se tomase la fotografía, el hombre le había disparado accidentalmente a su hijo durante una cacería de aves marinas, el hijo había muerto y, desde aquel día, la escopeta siempre estuvo allí colgada y el hombre se fue volviendo cada vez más huraño.

Karsten Höglin pensó que, de los miles de fotos y negativos que había visto en su vida, aquélla no la olvidaría jamás. De hecho, le habría gustado ser el fotógrafo que la hizo.

El reloj de la mesilla de noche indicaba las siete y media. En condiciones normales, Karsten Höglin se levantaba muy temprano; pero aquella noche había dormido mal, la cama y el colchón eran bastante incómodos. Había decidido protestar antes de marcharse, cuando llegase el momento de pagar la cuenta del hotel.

Era el noveno y último día de su viaje. Financiado por una beca que le ofreció la oportunidad de documentar pueblos desiertos y pequeñas aldeas en trance de quedar deshabitadas. Ahora se encontraba en Hudiksvall y sólo le faltaba un pueblo por fotografiar. Había elegido precisamente ese pueblo porque un anciano que vivía en él y que había leído algo acerca de su trabajo le escribió una carta en la que le hablaba de aquel lugar. Karsten Höglin quedó impresionado por la misiva y decidió concluir allí su viaje fotográfico.

Se levantó y descorrió las cortinas. Había nevado durante la noche. El cielo todavía estaba gris, aún no se divisaba el sol en el horizonte.

Una mujer embutida en ropa de abrigo pasó calle abajo en bicicleta. Karsten la siguió con la mirada mientras se preguntaba a qué temperatura estarían. A cinco grados bajo cero, quizá siete. No mucho menos.

Se vistió y bajó a la recepción en el lento ascensor. Había estacionado el coche en el patio del hotel. Allí estaba seguro. Sin embargo, se había llevado las cámaras junto con las fundas a la habitación, como hacía siempre. Su peor pesadilla consistía en meterse en el coche y comprobar que las cámaras habían desaparecido.

La recepcionista era una mujer joven, casi una adolescente. Se percató de que iba mal maquillada y desestimó presentar una reclamación por la cama. Después de todo, jamás volvería a ese hotel.

En el comedor había unos cuantos huéspedes que leían el periódico. Por un instante se sintió tentado de sacar la cámara y tomar una foto de aquel salón silencioso. En cierto modo, le hacía experimentar una Suecia que siempre había sido así exactamente. Personas calladas, inclinadas sobre diarios y tazas de café, cada uno con sus pensamientos y sus destinos.

Desechó la idea, se sirvió un café y un huevo cocido, y se preparó un par de bocadillos. Puesto que no había ningún periódico disponible, desayunó rápido. Detestaba estar solo sentado a una mesa sin tener nada que leer.

Fuera hacía más frío de lo que había imaginado. Se puso de puntillas para ver el termómetro que había en la ventana de la recepción. Once grados bajo cero. Además, se dijo, la temperatura iba en descenso. Hemos tenido un invierno demasiado cálido. Y ahora llega el frío que tanto esperábamos. Colocó las cámaras en el asiento trasero, puso el motor en marcha y empezó a raspar la nieve del parabrisas. En el asiento había un mapa. El día anterior, cuando terminó de fotografiar una aldea cercana al lago de Hasselasjön, hizo una pausa con objeto de localizar en él la carretera que le conduciría al último pueblo. Primero, tenía que tomar la carretera principal en dirección sur y girar en Iggesund rumbo a Sörforsa. A partir de ahí tenía dos posibilidades, podía tomar por el este o por el oeste del lago, el cual, según la orilla, se llamaba Storsjön o Långsjön. En la gasolinera que había a la entrada de Hudiksvall le habían dicho que la carretera del oeste era bastante mala. Pese a todo, se decidió por ella. Llegaría antes. Y la luz de aquella mañana de invierno era tan hermosa… Ya veía ante sí el humo de las chimeneas apuntando hacia el cielo.

Le llevó cuarenta y cinco minutos llegar a su destino. Y eso que se equivocó de camino una vez al desviarse por una carretera que discurría hacia el sur, en dirección a Näcksjö.

Hesjövallen se extendía por una pequeña cuenca paralela a un lago cuyo nombre no recordaba. ¿Hesjön, quizá? Los espesos bosques se extendían hasta el pueblo, que surgía a lo largo de la pendiente que desembocaba en el lago, a ambos lados de la estrecha carretera de ascenso hasta Härjedalen.

Karsten se detuvo a la entrada del pueblo y salió del coche. La capa de nubes había empezado a abrirse, puede que entonces la luz le resultara más molesta y tal vez fuera menos expresiva. Miró a su alrededor. Se veían casas aquí y allá, todo estaba en calma. Oyó en la distancia el sonido de los coches que transitaban por la carretera principal.

Una incierta sensación de inquietud lo invadió de pronto. Contuvo la respiración, como solía hacer cuando no comprendía lo que tenía ante sí.

Después cayó en la cuenta. Eran las chimeneas. Estaban frías. No veía el humo que se convertiría en ese detalle espectacular de las fotografías que esperaba poder hacer. Muy despacio, paseó la mirada por las casas. Alguien había estado retirando la nieve fuera, se dijo. Sin embargo, nadie se ha levantado aún para encender los fogones y las chimeneas. Recordó la carta que le había escrito el hombre por el que supo de aquel pueblo. Él le había hablado de las chimeneas; de que las casas, como niños, parecían enviarse señales de humo.

Lanzó un suspiro. Recibes una carta, se dijo. La gente no te escribe la verdad, sino lo que creen que quieres leer. Y ahora tendré que fotografiar esas chimeneas frías. O tal vez renunciar a ello. Nadie lo obligaba a sacar fotos de Hesjövallen y sus habitantes. Ya tenía suficientes instantáneas de la Suecia que se desvanecía, de las granjas desiertas, de los pueblos aislados y, en ocasiones, salvados por los alemanes y los daneses, que convertían las viviendas en casas de veraneo; o de los que simplemente se derrumbaban hasta volver a la tierra de la que venían. Decidió marcharse de allí y se sentó de nuevo al volante; pero se quedó con la mano en la llave. Ya que había recorrido tantos kilómetros, bien podía intentar sacar algunos retratos de las personas que vivían en el pueblo. Después de todo, lo que él buscaba eran rostros. A lo largo de todos los años que llevaba ejerciendo como fotógrafo, Karsten Höglin había ido sucumbiendo a los rostros de las personas mayores. Una misión secreta que se había encomendado a sí mismo, antes de dejar la cámara para siempre, era la de reunir un libro de retratos de mujeres. Sus instantáneas hablarían de la belleza que sólo podía encontrarse en los rostros de las mujeres verdaderamente ancianas, cuyas vidas y esfuerzos quedaban tallados en la piel, como los sedimentos de una pared rocosa.

Karsten Höglin siempre iba en busca de rostros, en especial de gente mayor.

Volvió a salir del coche, se encajó bien el gorro de piel, sacó su Leica M6, que desde hacía diez años llevaba siempre consigo, y empezó a caminar hacia la casa más próxima. Había diez casas en total, la mayoría de color rojo, alguna con un porche añadido. Tan sólo una casa de reciente construcción, por llamarlo de alguna manera, pues se trataba de una propiedad de los años cincuenta. Cuando llegó a la verja, se detuvo y sacó la cámara. Un cartel anunciaba que allí vivía la familia Andrén. Sacó algunas fotos, cambió el diafragma y el tiempo de exposición, buscó distintos ángulos. El cielo aún está demasiado gris, se dijo. Sólo saldrá una imagen borrosa, pero nunca se sabe. Ser fotógrafo supone descubrir, en ocasiones, secretos inesperados.

Karsten Höglin trabajaba a menudo por pura intuición. No porque renunciase a medir y controlar la luz cuando era necesario. Pero a veces había alcanzado resultados sorprendentes precisamente por no calcular demasiado los tiempos de exposición. La improvisación formaba parte del trabajo. En cierta ocasión, en Oskarshamn, vio un barco de vela varado en el fondeadero con las velas desplegadas. Era un día claro y de sol radiante. En el momento en que iba a tomar la fotografía tuvo la idea de empañar el objetivo. Cuando la reveló, vio que representaba un buque fantasma que hendía la bruma al navegar. Por aquella foto ganó un buen premio.

Jamás olvidaba la bruma.

La puerta de la verja se resistía y tuvo que empujar con fuerza para abrirla. En la nieve recién caída no había huellas de pisadas. Seguía sin oírse nada, ni siquiera un perro, pensó. Es como si todos se hubiesen marchado de repente. Esto no es un pueblo, es un holandés errante.

Subió la escalinata y llamó a la puerta, esperó y volvió a llamar. Ni perro, ni los maullidos de un gato, nada. Empezó a dudar. Allí pasaba algo raro, no cabía duda. Volvió a llamar, con más fuerza y más veces, antes de tantear la manija. Estaba cerrada con llave. La gente mayor es asustadiza, constató. Echan la llave, temen que lo que leen en los periódicos les suceda a ellos.

Aporreó la puerta, pero nadie contestó. Entonces concluyó que la casa debía de estar vacía.

Volvió a salir por la puerta de la verja y continuó hasta la casa vecina. Había empezado a clarear. Era una casa amarilla. La masilla de las ventanas estaba en mal estado y en su interior debía de colarse la corriente. Antes de llamar comprobó la manija, también en este caso estaba la casa cerrada. Golpeó la puerta con fuerza y empezó a aporrearla antes de esperar siquiera una respuesta. Sin embargo, tampoco allí parecía haber nadie.

Una vez más, decidió que lo mejor sería dejarlo. Si emprendía el regreso ahora, estaría en Piteå, donde vivía, a primera hora de la tarde. Magda, su mujer, se alegraría. Ella lo consideraba demasiado mayor para tanto viaje, pese a que aún no había cumplido los sesenta y tres. Sin embargo, había manifestado vagos indicios de una angina de pecho. El médico le había recomendado que cuidara lo que comía y que intentase moverse lo más posible.

Pese a ello, no volvió a Piteå, sino que se encaminó a la parte posterior de la casa y tanteó una puerta que parecía conducir al lavadero situado a espaldas de la cocina. También estaba cerrado con llave. Se acercó a la ventana más próxima, se puso de puntillas y miró adentro. A través de una abertura de las cortinas vio el interior de una habitación donde había un televisor. Siguió hasta la ventana contigua, que pertenecía a la misma habitación y seguía viendo el televisor. JESÚS ES TU MEJOR AMIGO, se leía en un tapiz que adornaba la pared, y ya estaba a punto de continuar hasta la siguiente ventana, cuando algo captó su atención. Había un objeto en el suelo. En un primer momento creyó que se trataba de un ovillo de lana, pero después se dio cuenta de que era un calcetín, que estaba puesto en un pie. Se apartó de la ventana con el corazón acelerado. ¿Habría visto bien? ¿Sería aquello de verdad un pie? Volvió a la primera ventana, pero desde allí no podía ver esa parte de la habitación. Así que regresó a la otra ventana. Estaba seguro. Aquello era un pie. Un pie inmóvil. Ignoraba si pertenecía a un hombre o a una mujer. Podría ser que el dueño del pie estuviese sentado en una silla, pero también que estuviese tumbado.

Golpeó con tanta fuerza como pudo el cristal de la ventana. Ninguna reacción. Sacó el móvil y empezó a marcar el número de emergencias. Había tan poca cobertura que no pudo comunicarse con ellos. Corrió hacia la tercera casa y golpeó la puerta, pero tampoco allí le abrió nadie. Empezaba a preguntarse si aquel paraje no estaría transformándose en una pesadilla. Junto a la puerta había un limpiabarros. Lo introdujo entre la cerradura y la puerta y forzó la puerta hasta abrirla. Su única idea era encontrar un teléfono. Entró precipitadamente cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que también allí hallaría el mismo espectáculo: una persona, una anciana, yacía muerta en el suelo de la cocina. Tenía la cabeza casi desprendida del cuerpo y, a su lado, se veía el cadáver de un perro partido en dos.

Karsten Höglin lanzó un grito y se dio la vuelta, dispuesto a salir cuanto antes de aquella casa. Desde el vestíbulo vio a un hombre tumbado en el suelo de la sala de estar, entre la mesa y un sofá rojo cubierto de una funda blanca. El anciano estaba desnudo y tenía toda la espalda llena de sangre.

Karsten Höglin salió de la casa a toda velocidad. Sólo deseaba alejarse de allí. Mientras corría se le cayó la cámara, pero no se molestó en detenerse a recuperarla. Empezó a sentir el temor creciente de que un ser al que no podía ver le daría un hachazo en la espalda en cualquier momento. Ya en el coche, se marchó de allí.

No se detuvo hasta que llegó a la carretera principal, donde, con las manos temblorosas, volvió a marcar el número de emergencias. En el preciso momento en que se llevó el auricular a la oreja sintió un intenso dolor en el pecho. Era como si alguien le hubiese dado alcance, pese a todo, y le estuviese clavando un cuchillo.

Una voz le contestó al teléfono, pero él no pudo articular palabra. El dolor era tan terrible que no logró emitir más que un silbido.

—No le oigo —le advirtió una voz de mujer.

Höglin volvió a intentarlo, pero apenas consiguió decir algo más que la primera vez. Estaba muriéndose.

—¿Podría hablar más alto? —insistió la mujer—. No entiendo lo que me dice.

Con un esfuerzo sobrehumano, logró pronunciar unas palabras.

—Me muero —declaró con voz bronca—. Dios mío, me muero. Ayúdenme.

—¿Dónde se encuentra?

Pero la mujer no obtuvo ya más respuestas. Karsten Höglin iba camino de las tinieblas. En un convulso intento por liberarse de aquel terrible dolor, como si estuviera ahogándose e intentase inútilmente alcanzar la superficie, pisó el acelerador. El coche salió disparado e invadió el carril contrario. El pequeño camión cargado de muebles de oficina que iba camino de Hudiksvall no consiguió frenar a tiempo y se produjo el choque. El conductor salió del camión para ver cómo estaba el hombre del turismo con el que había colisionado. Lo halló inclinado sobre el volante.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el hombre.

—El pueblo —susurró Karsten Höglin—. Hesjövallen.

Y eso fue cuanto dijo. Cuando la policía y la ambulancia acudieron al lugar, Karsten Höglin ya había fallecido por un infarto masivo.

Al principio no se sabía con exactitud lo que había sucedido y, desde luego, nadie podía imaginarse lo que constituyó la verdadera causa del repentino ataque sufrido por el hombre que conducía aquel Volvo de color azul oscuro. Después, cuando ya se habían llevado el cadáver de Karsten Höglin y la grúa transportaba el camión con los muebles de oficina, que era el vehículo más dañado, uno de los policías se tomó la molestia de escuchar lo que el conductor bosnio intentaba comunicarles. El policía se llamaba Erik Huddén y no le gustaba lo más mínimo entablar conversación sin necesidad con personas que no hablaban bien el sueco. Parecía que sus testimonios perdiesen importancia, puesto que su capacidad de expresión era insuficiente. Claro que empezó por hacerle la prueba del alcohol, por si acaso, pero el conductor estaba sobrio, el indicador dio verde y su permiso de conducir parecía en orden.

—Intentaba decirme algo —aseguraba el conductor.

—¿Cómo? —preguntó Erik Huddén reacio.

—Sí, decía algo sobre Herö. ¿Un lugar, quizá?

Erik Huddén, que era de la zona, negó impaciente con la cabeza.

—Por aquí no hay nada que se llame Herö.

—Tal vez no lo oí bien… Creo que era algo con ese, como Hersjö, tal vez.

—¿Hesjövallen?

El conductor asintió.

—Sí, eso mismo.

—¿Y qué quería decir?

—No lo sé. Murió.

Erik Huddén se guardó el bloc de notas. No había anotado lo que le dijo el conductor. Media hora después, cuando se marcharon las grúas con los vehículos accidentados y otro coche de policía recogió al conductor bosnio para seguir interrogándolo en la comisaría, Erik Huddén se sentó en el coche con la intención de volver a Hudiksvall. Lo acompañaba su colega Leif Ytterström, que era quien conducía.

—Vamos a pasar por Hesjövallen —le dijo de pronto Erik.

—¿Por qué? ¿Algún aviso?

—No, sólo quiero comprobar una cosa.

Erik Huddén era el mayor de los dos. Tenía fama de retraído y tozudo. Leif Ytterström giró para tomar la carretera hacia Sörforsa. Cuando llegaron a Hesjövallen, Erik Huddén le pidió que cruzara el pueblo despacio. Aún no le había explicado al colega por qué habían dado aquel rodeo.

—Parece desierto —comentó Leif Ytterström mientras dejaban atrás casa tras casa.

—Vuelve en la otra dirección, igual de despacio.

Al cabo de un momento, le dijo a Leif Ytterström que se detuviese. Algo había llamado su atención. En efecto, divisó algo entre la nieve junto a una de las casas. Salió del coche y se acercó. De repente, se detuvo sobresaltado y sacó el arma. Leif Ytterström bajó al instante del coche y lo imitó.

—¿Qué pasa?

Erik Huddén no respondió. Empezó a acercarse con sumo cuidado, hasta que se detuvo y se inclinó, como si le hubiese dado una punzada de dolor en el pecho. Cuando volvió al coche, estaba pálido.

—Allí hay un hombre muerto —explicó—. Está destrozado. Le falta algo.

—¿Qué quieres decir?

—Le falta una pierna.

Ambos guardaron silencio mirándose fijamente. Después, Erik Huddén se sentó en el coche y pidió por radio que lo pusieran con Vivi Sundberg, pues sabía que hoy estaba de servicio.

—Soy Erik, estoy en Hesjövallen.

Casi podía oírla pensar, pues había infinidad de lugares en la zona cuyos topónimos se parecían muchísimo.

—¿Al sur de Sörforsa?

—Más bien al oeste. Pero quizá soy yo el que se equivoca.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé, pero he encontrado en la nieve el cadáver de un hombre al que le falta una pierna.

—Repítelo.

—Un hombre muerto. En la nieve. Parece que lo hayan matado a hachazos. Y le falta una pierna.

Vivi Sundberg y Erik Huddén se conocían bien. Ella sabía que, por increíble que sonase lo que estaba contando, él nunca exageraba.

—Vamos para allá —aseguró Vivi.

—Llama a los técnicos de Gävle.

—¿Quién está contigo?

—Ytterström.

Vivi reflexionó un instante.

—¿Se te ocurre alguna explicación lógica de lo que haya podido suceder?

—Jamás en mi vida he visto algo parecido.

Erik sabía que ella lo comprendería. Llevaba tantos años en la policía que ya había visto todo tipo de desgracias y actos violentos.

Treinta y cinco minutos más tarde, oyó las sirenas en la distancia.

Erik Huddén intentó convencer a Leif Ytterström de que lo acompañase a hablar con los vecinos más cercanos, pero éste se negó, no pensaba salir hasta que no viniesen refuerzos. Puesto que Erik Huddén no quería ir a la casa solo, se quedó junto al coche. Ambos aguardaron en silencio.

Vivi Sundberg salió del primer vehículo que llegó al pueblo. Era una mujer de unos cincuenta años, de constitución robusta. Quienes la conocían sabían que, pese a su corpulencia, era capaz de aguantar y resistir bastante. Tan sólo unos meses antes había dado alcance a dos ladrones de unos veinte años. Los dos jóvenes se burlaron de ella cuando la vieron correr, pero doscientos metros después, cuando los detuvo a ambos, ya no se reían tanto.

Vivi Sundberg era pelirroja. Cuatro veces al año acudía a la peluquería de su hija para teñirse.

Había nacido en una granja a las afueras de Harmånger y estuvo cuidando de sus padres hasta que fallecieron. Entonces empezó a estudiar, unos años después solicitó la admisión en la academia de policía y, para su asombro, la admitieron. En realidad, nadie se explicaba cómo la habían aceptado con aquel cuerpo tan inmenso, pero nadie se atrevió a preguntar y ella tampoco dio nunca explicaciones. Cuando alguno de sus colegas, por lo general hombres, hablaba de ponerse a dieta, ella gruñía irritada. Vivi Sundberg era cauta con el azúcar, pero, al mismo tiempo, le gustaba comer. Había estado casada dos veces. La primera, con un obrero industrial de Iggesund con el que había tenido a su hija, Elin. El hombre había fallecido en un accidente laboral. Pocos años después volvió a casarse con un fontanero de Hudiksvall. No llevaban dos meses de matrimonio, cuando el marido se mató en un accidente de coche mientras conducía por la carretera helada entre Delsbo y Bjuråker. Después, nunca volvió a casarse. Sin embargo, entre sus colegas circulaba el rumor de que tenía un amigo en alguna de las numerosas islas griegas, adonde viajaba dos veces al año para pasar las vacaciones. En cualquier caso, nadie lo sabía con certeza.

Vivi Sundberg era una buena policía. Era persistente y tenía gran capacidad de análisis, incluso de las pistas más insignificantes, que en ocasiones eran las únicas de que disponían en una investigación de asesinato.

Se pasó la mano por el cabello mientras observaba a Erik.

—¿Dónde es?

Los dos colegas se pusieron en marcha en dirección al lugar donde se encontraba el cadáver. Vivi Sundberg hizo un mohín al tiempo que se acuclillaba.

—¿Ha llegado el médico?

—La chica está en camino.

—¿La chica?

—Sí, Hugo tiene una sustituta. Lo van a operar de un tumor.

Vivi Sundberg perdió momentáneamente el interés por el cuerpo ensangrentado que yacía en la nieve.

—¿Está enfermo?

—Tiene cáncer. ¿No lo sabías?

—No. ¿Cáncer de qué?

—De estómago, pero parece que no se ha extendido. La sustituta es de Uppsala. Se llama Valentina Miir, no sé si lo pronuncio bien.

—¿Y está en camino?

Erik Huddén le gritó la pregunta a Ytterström, que estaba tomando café junto a uno de los coches. El colega le confirmó que el forense no tardaría en llegar.

Vivi Sundberg empezó a examinar el cuerpo a conciencia. Cada vez que se enfrentaba al cadáver de una persona que había muerto asesinada la asaltaba la misma sensación de absurdo. Ella no podía resucitar a los muertos, tan sólo, y en el mejor de los casos, aclarar los motivos del crimen y enviar al criminal a la cárcel o tras las puertas cerradas a cal y canto de un centro para enfermos mentales.

—Alguien ha estado arrasando aquí con un cuchillo —constató—. Y con un cuchillo bastante grande. O con una bayoneta. Quizás una espada. He contado hasta diez cortes distintos, casi todos mortales, probablemente. Lo que no comprendo es lo de la pierna. ¿Sabemos quién es?

—Aún no. Todas las casas parecen desiertas.

Vivi Sundberg se puso de pie y observó el pueblo con atención. Era como si las casas, recelosas, correspondiesen a sus miradas.

—¿Has llamado a alguna?

—He preferido esperar. Quien haya hecho esto puede seguir aquí.

—Sí, has hecho bien.

Le hizo un gesto a Ytterström para que se acercase. El colega arrojó la taza de papel a la nieve.

—Vamos a entrar —dijo Sundberg—. Aquí tiene que haber alguien. Esto no es un pueblo desierto.

—Pues no ha aparecido un alma.

Vivi Sundberg volvió a observar las casas, los jardines cubiertos de nieve, la carretera. Sacó la pistola y empezó a caminar en dirección a la casa más cercana. Los demás la seguían de cerca. Eran las once y unos minutos.

Lo que sucedió después llegaría a formar parte de los anales judiciales suecos, pues el espectáculo que se presentó ante los tres policías no tenía precedentes en la historia criminal del país. Fueron de casa en casa, empuñando las armas. Y no hallaron más que personas muertas. Gatos y perros acuchillados, incluso un papagayo al que le habían cortado la cabeza. En total diecinueve personas muertas, todas mayores, salvo un niño de unos doce años. Algunos habían sido asesinados en sus lechos mientras dormían, otros yacían en el suelo o estaban sentados en una silla, ante la mesa de la cocina. Una anciana había muerto mientras se peinaba, un hombre aparecía tendido en el suelo, junto al café derramado de la cafetera. En una de las casas encontraron a dos personas atadas la una a la otra. Todos habían sufrido la misma violencia desmedida. Era como si un huracán sangriento hubiese arrasado los hogares de aquellos ancianos, poco antes de que se levantaran. Puesto que la gente mayor que vivía en el campo solía madrugar mucho, Vivi supuso que los asesinatos se habían cometido después del anochecer o de madrugada, muy temprano.

Vivi Sundberg tuvo la sensación de que la cabeza se le inundaba de sangre. Pese a que temblaba de indignación, supo mantener una fría calma. Era como si estuviese observando aquellos cuerpos muertos y mutilados a través de unos prismáticos, lo que le ayudaba a no sentirlos demasiado cerca.

Además, estaba el olor; aunque los cadáveres apenas si se habían enfriado, emitían ya un olor dulzón y amargo al mismo tiempo. Mientras permanecía en el interior de las casas, procuraba respirar por la boca. Cuando salió, comenzó a respirar profundamente. Entrar en la siguiente casa era como prepararse para algo casi impracticable.

Cuanto se le presentaba a la vista, un cuerpo tras otro, llevaba el mismo sello de iracundia y el mismo tipo de heridas infligidas con la misma arma afilada. La lista que elaboró más tarde, ese mismo día, se componía de breves notas que describían con exactitud lo que había visto:

Casa número uno: Hombre mayor, muerto, medio desnudo, pijama roto, zapatillas, tendido en la escalera como bajando del primer piso. La cabeza casi seccionada del cuerpo, el pulgar de la mano izquierda, a un metro del cuerpo. Mujer mayor, muerta, en camisón, el estómago rajado de arriba abajo, una parte de la membrana del intestino está suelta y cuelga por fuera, la dentadura postiza destrozada.

Casa número dos: Hombre muerto y mujer muerta, ambos ancianos, ochenta años como mínimo. Se hallaron sus cuerpos en la cama, en el piso de abajo. La mujer pudo morir mientras dormía, de una cuchillada que va desde el hombro izquierdo, a través del pecho, hasta la cadera derecha. El hombre intentó defenderse con un martillo, pero le cortaron el brazo, la garganta abierta de lado a lado. Lo extraño es que los cuerpos están atados. Da la impresión de que el hombre aún vivía cuando lo amarraron, mientras que la mujer ya había muerto. Como es lógico, no tengo ninguna prueba de ello, es tan sólo una intuición. Niño muerto en un pequeño dormitorio. Es posible que estuviese dormido cuando lo mataron.

Casa número tres: Mujer sola. Muerta en el suelo de la cocina. Un perro de raza indefinida acuchillado junto a ella. La columna de la mujer parece rota por varios sitios.

Casa número cuatro: Hombre muerto en el vestíbulo. Viste pantalón, camisa, está descalzo. Probablemente opuso resistencia. El cuerpo está prácticamente partido en dos a la altura del estómago. Mujer muerta, sentada en la cocina. Dos, quizá tres cuchilladas en la coronilla.

Casa número siete: Dos mujeres mayores y un hombre, también anciano, muertos en sus camas del piso superior. Impresión: estaban despiertos, conscientes, pero no pudieron reaccionar. Gato muerto a cuchilladas en la cocina.

Casa número ocho: Hombre de edad muerto fuera de la casa, le falta una pierna. Dos perros decapitados. Mujer muerta en la escalera, indescriptible lo destrozado que está su cuerpo.

Casa número nueve: Cuatro personas muertas en la sala de estar de la planta baja. Medio desnudas, con tazas de café, la radio puesta, programa Pl. Tres mujeres de edad, un hombre también mayor. Todos con la cabeza entre las rodillas.

Casa número diez: Dos personas de edad muy avanzada, un hombre y una mujer, muertos en sus camas. Imposible saber si fueron o no conscientes de lo que les sucedió.

Ya al final de la lista no tuvo fuerzas para pedirle a su memoria que registrase los detalles. Lo que acababa de ver era, de todos modos, inolvidable, como echar un vistazo al mismísimo infierno.

Numeró las casas en que habían ido hallando los cadáveres, pero en el pueblo no estaban en ese orden. Cuando, a lo largo de su macabro reconocimiento, llegaron a la casa número cinco, encontraron señales de vida. Desde el jardín se oía una música que atravesaba tanto ventanas como paredes. Ytterström dijo que le parecía Jimmy Hendrix. Vivi Sundberg sabía quién era; en cambio Erik Huddén no tenía la más remota idea de quién hablaban. Su favorito era Björn Skifs.

Antes de entrar llamaron a otros dos policías que estaban acordonando la zona. El perímetro era tan grande que tuvieron que llamar a Hudiksvall para pedir más rollos de cinta. Fueron acercándose a la puerta con las armas preparadas. Erik Huddén la aporreó y un hombre medio desnudo de largos cabellos apareció en el umbral. Al ver tantas pistolas apuntándole retrocedió aterrado. Vivi Sundberg bajó la suya al ver que estaba desarmado.

—¿Estás solo en casa?[1]

—Está mi mujer —respondió el hombre con voz trémula.

—¿Nadie más?

—No. ¿Ha ocurrido algo?

Vivi Sundberg se guardó el arma y les hizo una seña a los demás para que la imitaran.

—Vamos a entrar —le dijo al hombre medio desnudo, que no dejaba de tiritar del frío que le llegaba de la calle—. ¿Cómo te llamas?

—Tom.

—¿Qué más?

—Hansson.

—Bien, pues vamos a entrar, Tom Hansson, así dejarás de pasar frío.

En el interior de la casa la música estaba muy alta. A Vivi Sundberg le dio la impresión de que había altavoces ocultos en todas las habitaciones. Siguió al hombre a través de una sala de estar en total desorden, donde vio a una mujer en camisón, acurrucada en el sofá. El hombre bajó la música y se puso un par de pantalones que había en una silla. Tom Hansson y la mujer del sofá parecían algo mayores que Vivi Sundberg, rondarían los sesenta.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la mujer asustada.

Vivi Sundberg se percató enseguida de su acento tan típico de Estocolmo. Probablemente se habrían mudado hasta allí en aquella época en que los jóvenes de la capital se trasladaban a vivir en el campo con el propósito de llevar una vida sencilla. Vivi decidió ir al grano. El tremendo descubrimiento que acababan de hacer ella y sus colegas la inducía a pensar que aquello era muy urgente. No había razón alguna para no suponer que la persona o personas que habían llevado a cabo aquella macabra matanza bien podían estar a punto de cometer otra similar.

—Parte de vuestros vecinos están muertos —reveló Vivi Sundberg—. Esta noche han sucedido en el pueblo cosas terribles. Es importante que respondáis a nuestras preguntas. ¿Cómo te llamas tú?

—Ninni —contestó la mujer del sofá—. ¿Herman y Hilda están muertos?

—¿Dónde viven?

—En la casa de la izquierda.

Vivi Sundberg asintió.

—Sí, por desgracia, están muertos. Han sido asesinados, pero no sólo ellos. Parece que muchos de los habitantes de este pueblo han muerto asesinados.

—Si se trata de una broma, no tiene ninguna gracia —observó Tom Hansson.

Vivi Sundberg perdió el control por un instante.

—No puedo perder tiempo, necesito que respondáis a algunas preguntas. Comprendo que os parezca incomprensible lo que digo, pero, aun así, es cierto. Es horrible y cierto. ¿Cómo habéis pasado la noche? ¿Habéis oído algo?

El hombre se había sentado en el sofá, junto a la mujer.

—No, estábamos durmiendo.

—¿Y no oísteis nada?

Ambos negaron con un gesto.

—¿Ni siquiera os habéis dado cuenta de que el pueblo estaba lleno de policías?

—Cuando ponemos la música muy alta, no oímos nada.

—¿Cuándo fue la última vez que visteis a vuestros vecinos?

—Si te refieres a Herman y Hilda, los vimos ayer —intervino Ninni—. Solemos vernos cuando salimos a pasear a los perros.

—¿Vosotros tenéis perro?

Tom Hansson asintió y señaló la puerta de la cocina.

—Es bastante viejo y muy perezoso. Ni siquiera se levanta cuando viene visita.

—¿No ladró anoche?

—Nunca lo hace.

—¿A qué hora visteis a los vecinos?

—Ayer, sobre las tres de la tarde, pero sólo a Hilda.

—¿Todo estaba como de costumbre?

—Le dolía la espalda. Herman estaría en la cocina, haciendo crucigramas. A él no lo vi.

—¿Y qué me dices de los demás habitantes del pueblo?

—Todo era normal. En este pueblo no hay más que ancianos y suelen quedarse en casa cuando hace frío. En primavera y en verano nos vemos más.

—¿No hay niños en el pueblo?

—Ninguno.

Vivi Sundberg guardó silencio, pensaba en el niño asesinado.

—¿Es verdad lo que dices? —preguntó la mujer.

Vivi percibió miedo en su voz.

—Sí —respondió—. Lo que os he contado es verdad. Es posible que todos los habitantes del pueblo estén muertos, a excepción de vosotros.

Erik Huddén se hallaba junto a la ventana.

—No, quizá no —dijo muy despacio.

—¿Qué quieres decir?

—Que no todos están muertos. Ahí fuera hay alguien.

Vivi Sundberg se apresuró a acercarse a la ventana. Y entonces vio lo que había captado la atención de Erik Huddén.

Había una mujer en la carretera. Era vieja, vestía un albornoz y llevaba unas botas negras de goma. Tenía las manos entrelazadas, como si estuviese rezando.

Vivi Sundberg contuvo la respiración. La mujer no se movía.