III
Lo que más le gusta a mi mujer es quedarse sola.
Isabel estaba sentada en la hierba, junto al coche, a la sombra de unos álamos enclenques, y pensaba que aquel día, un agradable día en familia, había estado plagado de obstáculos que hasta el momento había superado. Al despertarse aquella mañana Laurence quería hacer el amor. Isabel sabía que los niños ya estarían despiertos, preparando en la habitación de Denise la primera sorpresa del día: un cartel con un poema, un poema de cumpleaños para su padre, y un collage. Si interrumpían a Laurence entrando como una exhalación —o si llamaban a la puerta, en el caso de que Isabel se levantara para cerrarla—, se pondría de muy mal humor. Denise se llevaría una decepción; aún más, se moriría de pena. Empezarían el día con mal pie. Pero de nada serviría tratar de detener a Laurence, explicándole la situación con los niños. Lo consideraría un ejemplo de que les concedía más importancia a ellos, de que ponía sus sentimientos por encima de los de Laurence. Le pareció que lo mejor sería meterle prisa, y eso hizo, animándole a continuar incluso cuando se distrajo momentáneamente con el ruido de las pisadas de Sophie, que trajinaba abajo y abrió de golpe un cajón de la cocina.
—¿Qué demonios hace? —le susurró Laurence a Isabel.
Pero ella se limitó a acariciarle, como si deseara una actividad más rápida. Dio resultado y acabó pronto. Laurence estaba tumbado de espaldas, sujetándole la mano, cuando oyeron a los niños que subían haciendo un ruido como de trompetas y fanfarrias. Empujaron la puerta de la habitación de sus padres y entraron, presentándoles el enorme cartel en el que habían escrito el poema de cumpleaños, con complicadas letras de colores.
—¡Ave! —exclamaron a una, e inclinaron la cabeza, bajando el cartel.
Denise iba envuelta en una sábana, con un palo recubierto de papel de aluminio y una estrella de papel de plata en un extremo, y se había puesto la mayoría de los collares, cadenas, pulseras y pendientes de Isabel. Peter iba en pijama.
Empezaron a recitar el poema. La voz de Denise era aguda y profundamente dramática, aunque burlona. Peter declamaba un poco más despacio, en tono lento, concienzudo y ligeramente sardónico.
Felicidades en tu día,
bienestar, amor y fortuna
te desea tu hada madrina.
¡Que no sea oscura tu vida!
Peter, con un poco de retraso, dijo:
—Te desea tu hada madrina.
Y al final del verso, Denise añadió:
—En realidad, soy la reina de las hadas, pero eso tiene demasiadas sílabas.
Peter y ella siguieron haciendo reverencias.
Laurence e Isabel se echaron a reír, aplaudiendo, y les pidieron que acercaran más el cartel. Alrededor del poema habían pegado figuras, escenas y palabras recortadas de revistas letra a letra. Era una ilustración del último año de la vida del Gran L. P. (Laurence Peter el de Larga Duración). Un canguro saltando sobre Ayers Rock y un frasco de repelente de insectos representaban un viaje de negocios a Australia.
«Entre sus interesantes viajes [y su correspondiente encabezamiento], el Gran L. P. encontró tiempo para dedicarlo a sus actividades predilectas [una chica vestida de conejito con el rabo levantado y una botella de champán del mismo tamaño que ella], y para descansar con su cariñosa familia [una chica bizca sacando la lengua, un ama de casa agitando amenazadoramente una fregona y un chiquillo cubierto de barro sobre la cabeza del padre]. Asimismo, pensó en ejercer una nueva profesión [aparecía una hormigonera con un vejete superpuesto]». «Feliz cumpleaños, L. P. el Grande», decían varios animales domésticos con sombreros de fiesta que arrojaban globos. «De tus múltiples y leales admiradores».
—Es estupendo —dijo Laurence—. Se nota que habéis trabajado mucho. Me gusta sobre todo lo de las actividades predilectas.
—Y lo de la cariñosa familia —apuntó Denise—. ¿No la quieres tú también?
—Y la cariñosa familia, desde luego —convino Laurence.
—Y ahora, el hada madrina está dispuesta a concederte tres deseos.
—En realidad, basta con uno —intervino Peter—. El deseo de que se cumplan todos los demás.
—Ese deseo no está permitido —replicó Denise—. Puedes pedir tres, pero para cosas concretas. No puedes pedir algo como ser siempre feliz, ni que se hagan realidad todos tus deseos.
Laurence dijo:
—Eres un hada madrina un poco dictatorial.
Y añadió que quería pedir un día soleado.
—Ya hace sol —objetó Peter contrariado.
—Bueno, pues que siga así —dijo Laurence.
A continuación pidió terminar seis escalones más y que hubiera tomates asados, huevos revueltos y salchichas para desayunar.
—Qué suerte que hayas pedido los tomates asados —comentó Isabel—. El elemento más importante ya ha empezado a funcionar. Supongo que sería demasiado pedirle al hada madrina que le trajera a Sophie una cocina nueva.
El ruido que hicieron entre todos en la cocina mientras preparaban el desayuno debió de impedir que oyeran la voz de Sophie en el lago. Iban a desayunar en la galería. Denise puso un mantel en la mesa. Desfilaron uno tras otro, Denise con la bandeja del café, Isabel con los huevos, las salchichas y los tomates, y Peter con su desayuno, consistente en cereal seco y miel. Supuestamente, Laurence no tenía que llevar nada, pero cogió las tostadas con mantequilla al ver que si no las iban a olvidar.
En el momento en que salían a la galería apareció Sophie en la parte alta de la orilla, desnuda. Se dirigió hacia ellos, atravesando la extensión de césped segado.
—Me ha ocurrido un pequeño desastre —dijo—. ¡Feliz cumpleaños, Laurence!
Era la primera vez que Isabel veía a una anciana desnuda. Le sorprendieron varios detalles. La tersura de la piel en comparación con el estado de sus manos, cara, cuello y brazos, tan arrugados. La pequeñez de los pechos. (Al ver a Sophie vestida, siempre le habían parecido del mismo tamaño que su cuerpo, bastante grande). Colgaban como dos nudos, dos nudos de hamaca, del ancho pecho pecoso. La escasez de vello púbico, y su color, también le desconcertaron; no se había puesto blanco, sino que seguía siendo de un castaño dorado, refulgente, y formaba una capa tan ligera como el de una chica muy joven.
Toda aquella piel blanca y fláccida le recordó a Isabel a las vacas francesas, blancas y manchadas, que a veces se veían por entonces en las granjas. Charolais.
Naturalmente, Sophie no intentó protegerse los pechos con un brazo o colocar con recato una mano sobre sus partes pudendas. No pasó corriendo junto a su familia. Se quedó de pie a la luz del sol, con un pie en el primer escalón de la galería —postura que les permitió una visión aun un poco más íntima de su cuerpo— y dijo tranquilamente:
—Me han quitado la bata ahí abajo. Y también el tabaco y el encendedor. El encendedor ha ido a parar al fondo del lago.
—¡Dios mío, madre! —exclamó Laurence. Dejó la cesta de las tostadas con tal atropello que se cayó. Empujó los platos para coger el mantel—. ¡Toma! —gritó al tiempo que se lo tiraba a Sophie.
Sophie no lo cogió. Cayó a sus pies.
—¡Laurence, que es el mantel!
Sophie se agachó, recogió el mantel y lo miró como si examinara el dibujo. Después se envolvió en él, sin conseguir gran cosa y sin demasiada rapidez.
—Gracias, Laurence —dijo. Se había colocado el mantel de tal forma que ondeaba precisamente en el peor sitio. Mirando hacia abajo añadió—: Supongo que así estarás más contento.
Siguió contando la historia.
No, pensó Isabel, no puede ser tan inconsciente. Debe de hacerlo a propósito; tiene que tratarse de un juego. De astucia e inocencia. ¡La vieja exhibicionista! Exhibiendo su pureza, su nobleza, su sencillez. ¡Vieja farsante!
La idea consistía —Sophie siempre lo había deseado— en dejar en ridículo a su hijo. Dejarle en ridículo delante de su mujer y sus hijos. Y lo consiguió: Laurence se inclinaba sobre Sophie, con la sangre subiéndole hasta la cara, ardiente, las orejas coloradas, bajando la voz artificialmente para que sonara a reproche masculino, pero tembloroso. Eso es lo que Sophie podía hacer y hacía cada vez que se le presentaba la ocasión.
—¡Qué sinvergüenzas! —exclamó Isabel al concluir el relato de Sophie—. ¡Y yo que creía que eran todos encantadores y que buscaban la armonía y la paz!
—Si te hubieras puesto el traje de baño para ir a nadar… —dijo Laurence.
Después, el viaje para recoger la tarta, la preocupación de que llegara a casa intacta, el tener que advertir a Denise que la llevara derecha. Otro viaje, esta vez sola, al supermercado, para comprar los tomates maduros de huerta que Laurence prefería a los de otras tiendas. Isabel tuvo que pensar un menú especial, algo que pudiera prepararse o calentarse rápidamente cuando volvieran del aeropuerto muertos de hambre. Y tenía que ser algo que le gustara mucho a Laurence, que no le resultara demasiado sofisticado a Sophie y que Peter quisiera comer. Se decidió por el coq au vin, si bien con ese plato no podía responder ni de Sophie ni de Peter. Al fin y al cabo, era el día de Laurence. Se pasó toda la tarde pendiente de la hora para que todos estuvieran listos para ir pronto al aeropuerto y a Denise no le entrasen las angustias.
Pero a pesar de sus desvelos, llegaron un poco tarde. Llamó a Laurence desde lo alto de las escaleras, y él contestó que ya iba, pero no apareció. Isabel tuvo que bajar corriendo y decirle que era urgente, que se trataba de una sorpresa de cumpleaños y podía estropearse si no se daba prisa: era cosa de Denise, además, y se estaba poniendo fatal. Aun después de la advertencia, le pareció que Laurence tardaba a propósito más tiempo de lo normal en lavarse y cambiarse. Su marido no aceptaba que se pusiera tanto empeño en evitar los arrebatos de Denise.
Pero ya habían llegado y estaban todos dentro del avión, excepto Isabel. No estaba planeado así. Lo que tenían pensado era ir todos al aeropuerto en el coche, que Laurence se quitara la venda y se llevara una sorpresa, verle subir al avión —su regalo de cumpleaños— y recibirle al aterrizar.
Pero el piloto, al salir de la casita que servía de despacho y verlos allí a todos, dijo:
—¿Y si subiera toda la familia? Cogeremos la avioneta de cinco plazas. El vuelo será más agradable. —Sonrió a Denise—. No te cobraré más. Hoy ya no tengo más trabajo.
—Es usted muy amable —respondió Denise inmediatamente.
—Muy bien —dijo el piloto, mirándolos—. Caben todos menos uno.
—Me quedaré yo —dijo Isabel.
—Supongo que no tendrá miedo —replicó el piloto volviendo los ojos hacia ella—. No hay ningún motivo.
Era un hombre de cuarenta y tantos años, quizá cincuenta, con el pelo ondulado, muy rubio o blanco, probablemente rubio que empezaba a encanecer, peinado hacia atrás. No era alto, no tanto como Laurence, pero tenía los hombros anchos, el pecho y la cintura también anchos y una pequeña curva en el estómago, aunque no blanda, que sobresalía por encima del cinturón. Una frente despejada y curva, brillantes ojos azules con la mirada sesgada de quien pasa mucho tiempo al aire libre, una expresión profesional, tranquila, de buen humor. La misma característica en su voz: esa voz campesina, jovial, pausada, ligeramente estúpida. Sabía lo que comentaría Laurence sobre aquel hombre: que era la sal de la tierra. Sin darse cuenta de otra cosa: una soterrada actitud de recelo, y también de desinterés o incluso desprecio hacia ellos, profundamente serena.
—No estará usted asustada, ¿verdad, señora? —le preguntó el piloto a Sophie.
—Nunca he montado en una avioneta —respondió Sophie—, pero creo que no tendré miedo, no.
—Ninguno de nosotros ha ido nunca en avioneta. Va a ser toda una experiencia —dijo Laurence—. Gracias.
—Entonces yo me quedaré aquí sola —dijo Isabel, y Laurence se echó a reír.
—Lo que más le gusta a mi mujer es quedarse sola.
Si así era, y podía serlo, porque no estaba asustada, o solo de una forma muy vaga, que le encantara la idea de que se marcharan todos los demás no la honraba demasiado. Allí sentada vio transcurrir el día y los obstáculos que se iban superando. El coq au vin detrás del fogón, la tarta sana y salva en casa, el vino y los tomates comprados, el cumpleaños sin errores ni conflictos ni desilusiones hasta el momento. Aún quedaba volver a casa, y la cena. Y al día siguiente Laurence iría a Ottawa y regresaría por la noche. Estaría con ellos el miércoles para presenciar el lanzamiento del cohete.
No la honraba demasiado ir por la vida pensando: «Bueno, ya está, ya ha acabado, ya ha acabado». ¿Qué es lo que esperaba, qué premio creía que obtendría cuando acabara esto, aquello y lo de más allá?
La libertad, o ni siquiera la libertad. El vacío, un lapso de atención. Continuamente parecía que tuviera que ofrecer un poco más —de atención, de entusiasmo, de precaución— de lo que realmente podía ofrecer. Se esforzaba, con la esperanza de que no la descubrieran. Que no descubrieran que en el fondo era tan fría como la vieja noruega, Sophie.
A veces pensaba que la habían llevado a aquella casa fundamentalmente como una especie de complicado reto para Sophie. Laurence se enamoró de ella desde el principio, pero su amor tenía algo de desafío. Intervenían factores contradictorios: su aspecto provocativo y sus malos modales (por aquel entonces Isabel no tenía ni idea de hasta qué punto resultaba provocativa y maleducada); sus calificaciones altas y su ingenuidad al considerarlas prueba de inteligencia; todo lo que demostraba que era la alumna más brillante de un instituto de clase trabajadora, la hija lista de una familia sin ambiciones.
—No es la típica chica de Empresariales, ¿verdad, madre? —le dijo Laurence a Sophie en presencia de Isabel.
Laurence estaba matriculado en la facultad que más detestaba Sophie, la de Empresariales.
Sin replicar, Sophie le sonrió a Isabel. No fue una sonrisa maliciosa, ni de desprecio hacia Laurence —parecía paciente—, sino que expresaba bien a las claras: «¿Estás dispuesta a meterte en esto?». E Isabel, que concentraba todas sus energías en estar enamorada de la apostura de Laurence, de su ingenio e inteligencia y de su envidiable experiencia de la vida, comprendió qué quería decir. Significaba que el Laurence que se había propuesto querer (pues a pesar de su aspecto y su educación, Isabel era una chica seria e inexperta que creía en el amor para toda la vida y no imaginaba una relación en otros términos), a aquel Laurence había que empujarle a costa de constantes desvelos, dirigirle y animarle; dependía de ella para convertirse en un hombre. Le cayó mal Sophie por habérselo hecho comprender y no permitió que sus palabras afectaran a la decisión que había tomado. En eso consistía el amor, o la vida, y quería iniciar la tarea. Estaba sola, y además se consideraba una solitaria. Era la única hija del segundo matrimonio de su madre; su madre había muerto y los hermanastros y la hermanastra eran mucho mayores que ella y estaban casados. En su familia tenía fama de creerse especial. Seguía teniéndola, y desde que se casó con Laurence apenas veía a los suyos.
Leía mucho; seguía dietas y hacía gimnasia; llegó a ser buena cocinera. En las fiestas coqueteaba con hombres que no la perseguían muy en serio. (Se había dado cuenta de que a Laurence le molestaba que no creara cierto revuelo). A veces se imaginaba dominada por aquellos hombres, u otros, en cópulas impulsivas, apasionadas. En otras ocasiones pensaba en su niñez con una nostalgia que se le antojaba igualmente perversa y que tenía que mantener casi en secreto. Se lo podía recordar un toldo deshilachado frente a una tienda, el olor de comidas fuertes a mediodía, la basura y la tierra desnuda alrededor de las raíces de un gran árbol urbano.
Cuando aterrizó la avioneta, Isabel se levantó y se dirigió hacia ellos; le dio un beso a Laurence como si acabara de volver de viaje. Su marido parecía feliz. Isabel pensó que raras veces se preocupaba por la felicidad de Laurence. Quería que estuviera de buen humor, para que todo saliera bien, pero no era lo mismo.
—Ha sido fantástico —exclamó Laurence—. ¡Se ven con tanta claridad los cambios del paisaje!
Le contó lo del lago.
—Me ha encantado —dijo Sophie.
Denise añadió:
—Se veía hasta el fondo del agua, las rocas e incluso la arena.
—Y las diferentes clases de barcos —dijo Peter.
—En serio, madre. Se veían las rocas del fondo, y la arena.
—¿Se veían peces? —preguntó Isabel.
El piloto se echó a reír, aunque debía de haber oído la misma pregunta muchas veces.
—Es una pena que no hayas venido —comentó Laurence.
—Bueno, ya lo hará algún día —replicó el piloto—. Mañana mismo, si quiere.
Todos se echaron a reír. La atrevida mirada del piloto se cruzó con la de Isabel, y a pesar de su atrevimiento a Isabel le parecieron unos ojos inocentes, amables. No expresaban falta de respeto. Sin duda era un hombre incapaz de hacer daño, de hacer tonterías. Por eso no parecía muy probable que la hubiera invitado en serio.
El piloto se despidió de ellos, dirigiéndose a todo el grupo, y le dieron las gracias una vez más. Isabel sabía qué era lo que la había desquiciado: la historia vivida por Sophie. La idea de ser ella, no su suegra, la que salía desnuda del agua enfrente de aquellos chicos traviesos. (Mentalmente, había suprimido a la chica). Aquello le hizo desear, e imaginar, una aventura apasionada, fascinante. Se sentía exaltada.
Cuando iban hacia el coche, Isabel tuvo que hacer un esfuerzo para no darse la vuelta. Imaginó que los dos se volvían al mismo tiempo, se miraban, como en una película romántica, un libreto de ópera o una fantasía de adolescentes. Se volvían al mismo tiempo, se miraban, intercambiaban una promesa que no era menos real por la posibilidad de que no fueran a verse nunca más. Y aquella promesa la hirió como un rayo, como un rayo la partió por la mitad, aunque siguió andando tranquilamente, ilesa.
Sí, sí, todas esas cosas.
Pero no es como un rayo, no es un golpe que llega del exterior. Únicamente fingimos que es así.
—Si a alguien no le importa conducir… —dijo Sophie—. Estoy cansada.
Aquella noche Isabel se prodigó en atenciones con Laurence, con sus hijos, con Sophie, que no las necesitaba lo más mínimo. Todos notaron la felicidad de Isabel. Tenían la sensación de que se había destruido una barrera invisible, la de siempre, como si hubieran descorrido una cortina transparente. ¿O quizá simplemente habían imaginado su existencia? Laurence se olvidó de ser mordaz con Denise, o de tratarla como a una rival. Ni siquiera se tomó la molestia de pelearse con Sophie. Nadie habló de la televisión.
—Vimos la cantera de sílice desde arriba —le dijo Laurence a Isabel en la cena—. Parecía nieve.
—«Mármol blanco» —terció Sophie, como si citara de memoria—. Es demasiado pretencioso. Lo han puesto en todos los senderos de los parques de Aubreyville, y los han estropeado. Te deja ciega.
Isabel replicó:
—¿Sabéis que nosotros teníamos el vertedero blanco? El colegio al que yo iba estaba detrás de una fábrica de galletas, y el patio justo al lado. De vez en cuando tiraban un montón de vainilla glaseada, frutos secos y melcochas duras. Los llevaban en barriles, lo dejaban allí tirado y brillaba. Brillaba como una montaña de blanco puro. Cuando alguien lo veía en el colegio, gritaba: «¡El vertedero blanco!», y al acabar las clases saltábamos la tapia e íbamos allí. Corríamos a gatas por aquel montículo blanco.
—¿Lo cogíais del suelo? —preguntó Peter. Parecía encantado ante la idea—. ¿Y después os lo comíais?
—Pues claro —contestó Denise—. Eran niños pobres y no tenían otra cosa.
—No, qué va —repuso Isabel—. Éramos pobres, pero teníamos dulces. De vez en cuando nos daban algunas monedas. Es que el vertedero blanco tenía algo especial, porque era muy blanco y brillante. Como un sueño infantil: lo más fantástico que podías imaginarte.
—Mi madre y los socialistas lo habrían hecho desaparecer en mitad de la noche —dijo Laurence—, y os habrían regalado naranjas.
—Si hubiera sido mazapán, podría comprenderlo —replicó Sophie—. De todos modos, tendréis que reconocer que no debía de ser muy sano.
—Desde luego —admitió Isabel—. Debía de ser malísimo para los dientes y todo lo demás, pero nunca comíamos lo suficiente para ponernos malos, porque éramos muchos y había que pelearse para conseguir algo. Pero nos parecía muy bonito.
—¡El vertedero blanco! —exclamó Laurence, que en otra época y en la misma situación habría comentado: «¡Ah, los sencillos placeres de los pobres!»—. El vertedero blanco —repitió con una mezcla de satisfacción e ironía, una actitud natural que era precisamente lo que deseaba Isabel.
A Isabel no debería haberle sorprendido. Conocía de sobra la delicadeza y la amabilidad de Laurence, tan bien como conocía su necesidad de intimidar a la gente y de marcarse faroles. Conocía sus cambios de opinión, sus cambios de humor, los pequeños ruidos y alteraciones de su cuerpo. Eran íntimos. Habían descubierto tanto el uno sobre el otro que todo quedaba anulado por otra cosa. Por eso el retraimiento presidía sus relaciones sexuales, que podían parecer simple lujuria, como entre dos hermanos. El amor podía superarlo; lo había superado hasta entonces. Mirad cómo le quería en aquel momento. Isabel sintió que se llenaba de recursos nuevos, ilimitados.
Si el socio del piloto estuviera allí, si estuvieran los dos, Isabel podría decir: «Creo que nos dejamos algo aquí ayer. Mi suegra cree que se le cayó la funda de las gafas. Solo la funda, no las gafas. No importa demasiado, pero he venido a ver si la había encontrado».
Si estaba solo pero se dirigía hacia ella con una expresión desconcertada, agradable, interrogativa, quizá podría utilizar una excusa menos trivial.
«Quería información sobre las lecciones de vuelo. A mi marido le interesan bastante».
Si estaba solo pero mostraba una expresión no tan desconcertada —aun así tendría que decir algo—, podía decir: «Fue usted muy amable al subirlos a todos en la avioneta. Se lo pasaron muy bien. He venido a darle las gracias».
Isabel no daba crédito; no se creía que fuera a ocurrir de verdad. A pesar de sus lecturas, sus fantasías, las confidencias de algunos amigos, no podía creer que la gente enviara y recibiera mensajes así todos los días, ni que actuara en consecuencia, trazando planes peligrosos, avanzando hacia territorio ilícito (que al final resultaba sorprendentemente igual, y distinto, al ya conocido).
En años venideros aprendería a interpretar las señales, tanto al principio como al final de una historia de amor. No le asombraría tanto cómo se rompe la piel del momento, pero sí lo suficiente para decirle a su hija Denise, ya mayor, un día mientras tomaban vino y hablaban de estas cosas:
—Creo que lo mejor es siempre justo al principio. Es la única parte pura. Quizá incluso antes del principio —añadió—. Quizá justo cuando empieza a ocurrírsete qué puede suceder. Posiblemente eso es lo mejor.
—¿Y el primer amor? Quiero decir el primero fuera del matrimonio. —Denise suprime el tono de censura—. ¿Ese también es el mejor?
—Para mí, el más apasionado. Y también el más sórdido.
Se refería al hecho de que el negocio del piloto empezaba a ir mal, que él le pidió dinero y ella se lo dio; también a las lamentables escenas de confesión que pusieron punto final a aquel lío y al matrimonio de Isabel, pero no al del piloto. Se refería a las escenas de placer que los fundían y los separaban de tal modo que acababan hundidos y, en algunos casos, llorando. Y a la primera escena, que Isabel podía reproducir mentalmente siempre que quería, recordando sensaciones de miedo y tranquilidad mezcladas de una forma sorprendente.
El aeropuerto a las nueve de la mañana, el silencio, la luz del sol, los lejanos árboles polvorientos. La casita blanca que evidentemente habían trasladado allí desde otro sitio para que cumpliera las funciones de despacho. Ni cortinas ni postigos en las ventanas. Pero eso sí, una valla de estacas, una verja. El piloto salió y la abrió. Llevaba la misma ropa que el día anterior, los mismos pantalones de faena de color claro y la misma camisa con las mangas subidas. También Isabel llevaba la misma ropa. Ninguno de los dos oyó lo que dijo el otro, ni pudo responder nada que tuviera un poco de sentido.
Si el piloto hubiera hecho alarde de demasiada seguridad, o hubiera mostrado una actitud demasiado calculada, Isabel se habría marchado de inmediato. Pero él no cometió ese error; probablemente ni siquiera sintió la tentación. Los hombres que tienen éxito con las mujeres —y él lo tenía; Isabel se enteraría más adelante de que lo había tenido antes, en circunstancias muy parecidas—, los hombres que poseen ese don no son tan frívolos como se cree, ni groseros. Parecía muy decidido pero también reflexivo, o incluso pesaroso, cuando empezó a acariciarla. Una caricia tranquilizadora, de reconocimiento, una declaración lenta, creciente, sobre el cuello y los hombros desnudos de Isabel, sobre sus brazos y su espalda desnudos, sobre las caderas y los pechos ligeramente cubiertos. Le habló —algo íntimo, serio y absurdo— mientras Isabel se mecía, respondiendo a sus caricias.
Isabel se sentía rescatada, elevada, importante y segura.
Después de cenar jugaron a los acertijos. Peter era Orion. Representó la segunda sílaba bebiendo de un vaso imaginario y después dando traspiés y cayendo al suelo. No le eliminaron, aunque todos coincidieron en que Orion era un nombre propio.
—Al fin y al cabo, el espacio es el mundo de Peter —dijo Denise.
Laurence e Isabel se echaron a reír. A partir de entonces, este comentario se citaría con frecuencia en la casa.
Sophie, que no entendía las reglas de este juego —o que no se atenía jamás a ellas— se retiró enseguida y se puso a leer. El libro se titulaba The Poetic Edda, y lo leía todos los veranos, pero últimamente lo tenía abandonado a causa de la televisión. Cuando fue a acostarse, lo dejó sobre el brazo del sillón.
Isabel lo cogió antes de apagar la luz y leyó el siguiente verso:
Seinat er at segia;
svá er nu rádit.
(Es demasiado tarde para hablar de esto: ya está decidido).