II
Las pisadas de Sophie hicieron temblar el entarimado del suelo. Iba descalza, desnuda bajo el albornoz de rayas, a primeras horas de la mañana. Nadaba desnuda en el lago desde niña, cuando toda aquella orilla pertenecía a su padre, hasta la granja de los Bryce. Ahora, si quería nadar así, tenía que levantarse muy temprano. No le importaba. Se despertaba muy temprano, como todos los viejos.
Después de nadar un poco, le gustaba sentarse en las rocas a fumar el primer cigarrillo. Eso era lo que buscaba: no el tabaco, sino el encendedor. Miró en el vasar que había encima de la pila, en el cajón de los cubiertos —no quería armar tanto alboroto— y en el aparador del comedor. De repente se acordó de que la noche anterior había estado en el cuarto de estar, viendo David Copperfield en la televisión. Y allí encontró el encendedor, sobre el mugriento brazo del sillón tapizado de chintz.
Laurence había alquilado un televisor para ver el lanzamiento del cohete a la Luna. Sophie tuvo que reconocer que era una ocasión que los niños no debían perderse —ninguno de ellos debía perdérsela, apostilló Laurence en tono severo—, pero Sophie supuso que el alquiler sería para veinticuatro horas, que la presencia del televisor en la casa duraría una sola noche. Laurence la sacó de su error. El lanzamiento del cohete tendría lugar el miércoles, dos días después, y el aterrizaje, si todo iba bien, el domingo. ¿En serio pensaba que el viaje sería cuestión de horas? Y Laurence añadió que no habría ninguna posibilidad de alquilar un aparato decente si esperaban al último momento, porque los habrían acaparado los labradores. Por eso lo habían alquilado con diez días de antelación, y desde que el aparato entró en la casa, Laurence puso todo su empeño en que Sophie viera la televisión. Tuvo suerte, porque descubrió que reponían la serie de National Geographic del invierno anterior: un programa sobre las islas Galápagos, que Sophie vio sin rechistar, y otro sobre los parques nacionales de Norteamérica, que en su opinión era bueno aunque lo echaba a perder el típico orgullo estadounidense. Después pusieron David Copperfield, una serie de producción británica que daban todos los domingos por la noche en capítulos de una hora.
—¿Ves lo que te has perdido? —le dijo Laurence a Sophie.
Durante todos aquellos años Sophie se había negado a tener televisión, no solo en la casa Log; también en el piso de Toronto.
—Vamos, Laurence, no te pongas pesado —intervino Isabel.
Lo dijo en tono cariñoso, pero cansino. Sophie, que permaneció callada, se sentía más molesta con Isabel que con Laurence. Qué poco conocía aquella chica a su marido si pensaba que era capaz de vencer en algo y mostrarse discreto. Y qué poco conocía a Sophie si pensaba que la insistencia de Laurence iba a fastidiarla. Era su forma de ser, la forma de ser de cada uno de ellos. Laurence insistía e insistía y, por mucho que obtuviera, nunca le parecía suficiente. La capitulación de Sophie con el asunto del televisor no le había bastado; en realidad a ella le daba igual, y Laurence lo sabía.
Pasaba lo mismo con los escalones. (Sophie bajaba en aquel momento a la orilla, descendiendo trabajosamente junto a las siluetas de los árboles). Sophie no quería poner peldaños de cemento, porque prefería los leños, pero al final cedió, porque Laurence se quejaba de que los leños se pudrían y le daba mucho trabajo tener que cambiarlos cada poco tiempo. La llamaba todos los días para recordarle el avance que eso suponía.
—Yo, cuando hago algo, es para que perdure —proclamaba con gesto pomposo.
En cada peldaño había dejado su impronta: la marca de una mano, sus iniciales, la fecha, julio de 1969.
Sophie se deslizó desde las rocas hasta el agua y nadó hacia el centro del lago, a la luz del sol. Después se puso de espaldas. Aunque había casas en toda la orilla, la mayoría de la gente había tenido el detalle de no cortar los árboles. Desde el agua podía contemplar la alta ribera cubierta de pinos y cedros, arces, álamos y abedules. No hacía viento, y no había ni una sola onda en el lago, salvo las que provocaba Sophie; sin embargo, las hojas de los arces y los abedules se agitaban a su antojo, destellaban como monedas al sol.
Había movimiento, no solamente el de las hojas. Sophie vio unas figuras. Bajaban hacia la orilla por entre los árboles cercanos a las rocas donde había dejado la bata. Sumergió el cuerpo y, en lugar de flotar, movió los pies. Se puso a observarlas.
Dos chicos y una chica. Los tres tenían el pelo largo, casi hasta la cintura, pero uno de los chicos se lo había recogido en una cola de caballo. Llevaba barba, gafas oscuras y una chaqueta sin nada debajo. El otro iba vestido solo con vaqueros. Sobre su pecho delgado y moreno colgaban unas cadenas o unos collares, tal vez plumas. La chica era gorda y agitanada, con una larga falda roja y una cinta alrededor de la cabeza. Se había anudado la falda por delante, para poder bajar con más comodidad a la orilla.
Naturalmente, los jóvenes con aquel aspecto no suponían nada nuevo para Sophie. Se veían muchos por los alrededores del lago los fines de semana: hijos de labradores que iban a ver a la familia con sus amigos. A veces se adueñaban de las casas, en ausencia de los padres, y celebraban largas fiestas que duraban todo el fin de semana. En el boletín informativo que redactaban los propietarios se había propuesto prohibir el pelo largo y las «formas raras de vestir», y dejar la aplicación de esta norma a criterio de cada propietario. Les pedían que escribieran cartas para defender o rechazar la propuesta, y Sophie la rechazó. En su carta declaraba que antaño aquella zona del lago había pertenecido a Vogelsang, y que Augustus Vogelsang había renunciado al relativo bienestar de la Alemania de Bismarck para ir en busca de la libertad del Nuevo Mundo, donde todos los individuos podían elegir su forma de vestir y de hablar, su religión, etcétera.
Pero no creía que ninguno de aquellos tres chicos fuera de alguna casa de por allí. Sin duda se trataba de intrusos, de nómadas. ¿Por qué lo pensaba? Por cierto aire furtivo y al mismo tiempo descarado, desdeñoso. De todos modos, no creía que fueran a hacer ningún daño. Eran actores de una comedia, que estaban absortos en sí mismos, no auténticos vagabundos.
Vieron su bata. Miraron a Sophie desde la orilla.
Sophie los saludó con la mano y gritó: «¡Buenos días!», en tono alegre, pero dando a entender que eso era todo, que el saludo era lo único que le iban a sacar.
Ellos no le contestaron ni con gestos ni con palabras.
El chico del torso desnudo cogió la bata de Sophie y se la puso. Encontró los cigarrillos y el mechero en el bolsillo y se los tiró a la chica, que sacó uno y lo encendió. El otro chico se sentó, se quitó las botas y empezó a chapotear con los pies.
El chico que se había puesto la bata se contoneó. Tenía el pelo negro, con un brillo precioso, ondulado sobre los hombros. Imitaba a una mujer, aunque sin duda no a Sophie. (De repente se le ocurrió a Sophie que quizá la hubieran estado observando, que podían haber visto que se quitaba la bata y se metía en el agua).
—¿Quiere hacer el favor de quitarse eso? —gritó Sophie—. Me parece muy bien que se fume un cigarrillo, pero vuelva a guardarlos en el bolsillo.
El chico volvió a contonearse, en esta ocasión de espaldas a Sophie.
El otro se echó a reír. La chica fumaba, sin prestar atención.
—¡Quítese la bata y guarde los cigarrillos!
Sophie comenzó a nadar hacia la orilla, manteniendo la cabeza fuera del agua. El chico se quitó la bata y la rasgó en dos trozos. Como la tela estaba muy gastada, se rompió fácilmente. Enrolló un trozo y lo arrojó al agua.
—¡Cerdo! —gritó Sophie.
El chico tiró el otro trozo.
El chico de la cola de caballo estaba calzándose las botas.
El del pelo negro le tendió una mano a la chica. Ella movió la cabeza. El chico rebuscó entre los pliegues de su falda y ella gritó, protestando. A continuación, el chico arrojó algo más al agua, tras los trozos de bata.
El encendedor de Sophie.
Sophie oyó que la chica decía algo como «hijo de puta», y los tres empezaron a trepar por la ribera sin mirar hacia atrás. El chico del pelo negro saltaba con agilidad; el otro le seguía rápidamente pero con más torpeza, mientras que la chica subía con mucha dificultad, impedida por la falda. Cuando Sophie salió del agua y se encaramó a las rocas se habían perdido de vista.
El cigarrillo de la chica —es decir, de Sophie— no estaba aplastado, sino tirado en un charquito lleno de piedras y suciedad.
Sophie se sentó en las rocas, aspirando bocanadas de aire profundas, irregulares. No temblaba: estaba sofocada por una furia sombría, inútil. Tenía que recuperarse.
Guardaba el recuerdo del bote de remos que solía estar atado allí cuando era pequeña. Un bote viejo, seguro como una bañera, balanceándose en el agua junto al muelle. Todas las noches, después de cenar, iba sola o con uno de sus hermanos a buscar la leche a la granja de los Bryce, cruzando el lago. Llevaba un recipiente con tapa, bien fregado con agua hirviendo por la cocinera de los Vogelsang; los cacharros de los Bryce no eran de fiar. Esta familia no disponía de muelle. La casa y el establo estaban de espaldas al lago, frente a la carretera. Sophie tenía que gobernar el bote entre los juncos y tirarles la cuerda a los niños, que corrían a buscarla. Chapoteaban en el cieno, se colgaban de la cuerda y subían a gatas a la barca, mientras Sophie les daba las órdenes de costumbre.
—¡No quitéis el remo! ¡No lo metáis en el agua! ¡No os subáis todos por el mismo lado!
Descalzos como iban, saltaban y subían corriendo a la vaquería de piedra. (Aún seguía allí y, según tenía entendido Sophie, un labrador la empleaba como cámara oscura). El señor o la señora Bryce echaban en el recipiente la leche caliente y espumosa.
Algunos niños de la familia Bryce eran de la misma edad que Sophie, y algunos mayores, pero todos más bajos que ella. ¿Cuántos eran? ¿Cómo se llamaban? Sophie recordaba a Rita, a Sheldon o Selwyn, a George, a Annie. Siempre estaban pálidos, a pesar del sol del verano, y cubiertos de arañazos, costras, picaduras de mosquito y de pulgas, sanguinolentas y supurantes. Eso se debía a que eran niños pobres. A causa de su pobreza, Rita —o Annie— era bizca y uno de los chicos tenía los hombros muy raros, desnivelados, y hablaban de una forma extraña: decían cosas como «’Amos p’allá», o «Endeluego», que Sophie apenas entendía. Ninguno sabía nadar. Trataban el bote como un mueble raro, algo a lo que podían subirse o en lo que podían meterse. No tenían la menor idea de remar.
A Sophie le gustaba ir a buscar la leche ella sola, sin sus hermanos, para entretenerse un rato y hablar con aquellos niños, preguntarles y contarles cosas, algo que a sus hermanos jamás se les hubiera ocurrido. ¿A qué colegio iban? ¿Qué les habían regalado en Navidad? ¿Sabían alguna canción? En cuanto se acostumbraron a la presencia de Sophie empezaron a explayarse. Le hablaron del día que se había escapado el toro y había llegado a la puerta de la casa, y de cuando vieron una bola de relámpagos bailando en el suelo del dormitorio, y del enorme forúnculo que tuvo Selwyn en el cuello y lo que salía de él.
Sophie quería invitarlos a su casa. Soñaba con bañarlos, darles ropa limpia y ponerles pomada en las picaduras, enseñarles a hablar correctamente. A veces se entretenía en un largo y complicado ensueño, preparando la Navidad para la familia Bryce. Consistía en pintar y decorar su casa y limpiar de arriba abajo el jardín. Aparecían gafas mágicas que corregían la bizquera. Imaginaba libros llenos de ilustraciones, trenes eléctricos, muñecas con vestidos de tafetán, ejércitos de soldados de juguete y montones de figuritas de mazapán. (El mazapán era la golosina preferida de Sophie. En una conversación sobre los dulces con los niños de los Bryce descubrió que no sabían lo que era).
Con el tiempo, obtuvo permiso de su madre para invitar a uno de ellos. Se lo pidió a Rita o a Annie, pero la niña, que era muy tímida, se echó atrás en el último momento y fue su hermana en su lugar. Annie, o Rita, llevaba un traje de baño de Sophie, que le colgaba por todas partes de una forma ridícula. Y resultaba difícil divertirla. No expresaba ninguna preferencia por nada. No decía qué clase de galletas o bocadillos o bebidas quería, no acababa de decidirse entre el columpio o el tobogán, ni entre jugar a la orilla del lago o a las muñecas. Semejante indecisión parecía encerrar cierto aire de superioridad, como si la niña pusiera en práctica un código de comportamiento desconocido para Sophie. Aceptó las golosinas que le ofrecieron y consintió en que Sophie la empujara en el columpio, todo ello con una persistente falta de entusiasmo. Por último Sophie la llevó al lago e inició un plan para cazar ranas. Sophie quería trasladar una colonia entera desde la pequeña cala cubierta de juncos que había junto al muelle hasta una cuevecita muy agradable entre las rocas del otro lado. Las ranas realizaron el viaje por agua. Sophie y la niña de los Bryce las cogieron, las metieron en un trozo de tubería y así les hicieron rodear el muelle —como no cubría, la niña de los Bryce pudo meterse en el agua— hasta su nuevo hogar. A última hora del día la colonia se había mudado.
La hija de los Bryce murió años más tarde, cuando se incendió la casa, junto a varios niños pequeños. O quizá fuera la otra, la que no había querido aceptar la invitación. El hermano que heredó la granja se la vendió a un fotógrafo que, según se contaba, le engañó, pero se compró un coche grande —¿un Cadillac?— y Sophie solía verle por Aubreyville todos los veranos. La miraba de reojo, dando a entender que no pensaba dirigirle la palabra si ella no tomaba la iniciativa.
Sophie recordaba haberle contado la historia del traslado de las ranas al padre de Laurence, un profesor de alemán que se fijó en ella porque Sophie exigía que en clase se hablara con acento de Westfalia. Cuando se licenció estaba desesperadamente enamorada de él. Se quedó embarazada, pero su orgullo le impidió pedirle que lo abandonara todo, que dejara a su mujer y la siguiera a la casa Log, donde permaneció hasta que nació Laurence, aunque pensaba que él debería haberlo hecho. Fue a verla, pero solo un par de veces. Se sentaron en el muelle y Sophie le contó lo de las ranas y la hija de los Bryce.
—Naturalmente, al día siguiente volvieron a instalarse entre los juncos —dijo Sophie.
Él se echó a reír y le dio unos golpecitos amistosos en la rodilla.
—Ah, Sophie. ¿Lo ves?
Y aquel día Laurence cumplía cuarenta años. Su hijo nació el mismo día de la toma de la Bastilla. Envió una postal al padre: «Prisionero liberado el 14 de julio. Sexo masculino, cuatro kilos». ¿Qué pensaría su mujer? No lo sabría. La familia Vogelsang llevó el asunto con dignidad, y Sophie se fue a estudiar a otra universidad. Nunca dijo que estuviera casada. Pero en el colegio, Laurence se inventó un padre, un primo carnal de su madre (que por lo tanto se apellidaba igual) que se había ahogado cuando iba en una canoa. Sophie dijo que lo entendía, pero la actitud de Laurence la decepcionó.
Aquella misma tarde Sophie se vio a bordo de un avión. Había volado otras dos veces, siempre en aviones grandes. No creía que fuera a tener miedo. Se puso en el asiento de atrás, entre sus dos nietos, Denise y Peter, que estaban muy emocionados —Laurence iba delante, con el piloto—, y en realidad no sabía si lo que experimentaba era temor.
Parecía que la avioneta no se movía, a pesar de que el motor estaba en marcha y hacía un estruendo terrible. Estaban suspendidos en el aire, a unos trescientos metros del suelo. Abajo se veían enebros clavados como en un acerico, cedros encantadoramente desplegados como árboles de Navidad de juguete. Unas olitas destellaban como venas sobre el agua oscura. Aquella pequeñez tan perfecta ejerció un efecto perturbador sobre Sophie. Experimentó la sensación de ser ella, y no las cosas de la tierra, la que había encogido y seguía encogiendo, o que lo hacían todos al tiempo. La sensación era tan fuerte que le dio hormigueo en manos y pies, diminutos, como de cangrejo, un hormigueo de exquisita pequeñez, la conciencia de una exquisita pequeñez. Se le hizo un nudo en el estómago: los pulmones le resultaban tan útiles como sacos de semillas vacíos; su corazón era igual que el de un insecto.
—Pronto sobrevolaremos el lago —les dijo Laurence a los niños—. ¿Veis que los sembrados están a un lado y los árboles a otro? Una parte es tierra caliza y la otra se formó en el Precámbrico. Una parte es de roca y la otra de juncos.
(Laurence había estudiado geología y le gustaba mucho, y en una época Sophie pensó que quizá sería geólogo en lugar de dedicarse a los negocios).
De modo que sí se movían; bueno, apenas. Se movían sobre el lago. A la derecha Sophie vio el pueblo de Aubreyville y la cuchillada blanca de la cantera de sílice. No disminuyó la sensación de haber cometido un error, de que había un problema muy extraño, incomunicable. Lo que presentía no era la proximidad de la catástrofe, sino sus consecuencias, en aquel aire dorado, como si estuvieran todos espantados, anulados, reducidos a átomos, pero sin saberlo.
—A ver si podemos ver el tejado de casa —dijo Laurence—. Mi abuelo era alemán, y la construyó entre los árboles, como un pabellón de caza —le explicó al piloto.
—¿Ah, sí? —replicó el piloto, que probablemente conocía a los Vogelsang lo suficiente para conocer ese detalle.
Sophie empezó a darse cuenta de que aquella sensación no era nueva. La había experimentado de niña. Una auténtica sensación de estar encogiendo, una más del repertorio de sensaciones o estados maravillosos de miedo que se te ofrecen en la vida cuando eres muy joven. Igual que la sensación de estar colgando cabeza abajo, caminando por el techo, traspasando el umbral de una puerta enorme. Entonces era un placer tremendo; ¿por qué ya no?
Porque en aquel momento no respondía a una decisión propia. Tenía una clara perspectiva de cambio, pero ella no la había elegido.
Laurence le señaló el tejado, el tejado de la casa Log. Sophie soltó una exclamación, para complacerle.
Aun encogiendo, enrollada en aquel punto mareante, pero sin desvanecerse, se sujetó allá arriba, en las alturas. Se sujetó allá arriba, haciendo acopio de todas sus fuerzas, y les dijo a sus nietos:
—Mirad, mirad, ¿veis las formas de la tierra, las sombras y la luz bajando hasta el agua?