I
—No sé de qué color —dice Denise en respuesta a una pregunta de Magda—. La verdad es que no recuerdo ningún color en esta casa.
—No me extraña —replica Magda comprensiva—. No había luz y, por lo tanto, no podía haber color. Es que ni lo intentaron. Era increíblemente triste.
En la casa Log, además de derribar la vieja galería, profunda y enemiga de la luz, Magda —con la que ahora está casado Laurence, el padre de Denise— ha abierto claraboyas y ha pintado unas paredes de blanco y otras de amarillo. Ha colocado tapices de México y Marruecos y alfombras de Quebec. Mesas y aparadores de madera de pino ocupan el lugar de los antiguos armatostes desastrosamente pintados. Hay una bañera rodeada de ventanas y plantas y una cocina fabulosa. Todo aquello debe de haber costado mucho dinero, pero no cabe duda de que Laurence es lo bastante rico para permitírselo. Tiene una pequeña fábrica de plásticos cerca de Ottawa, especializada en paneles para ventanas y pantallas para lámparas que imitan el cristal de vidriera. Los diseños son bonitos, y los colores no demasiado chillones, por lo que Magda ha puesto algunos en la casa Log, en lugares poco visibles.
Magda es inglesa, no húngara como podría sugerir su nombre. Primero fue bailarina y después profesora de baile. Es una mujer baja, de cintura ancha, todavía grácil, con el cuello terso y pálido y una preciosa mata de pelo rubio platino, ondeante. Lleva un sencillo vestido gris y un chal floreado de tonos apagados que a veces deja colgado sobre el sofá de su dormitorio.
—Magda es puro estilo, de pies a cabeza —le dijo un día Denise a Peter, su hermano.
—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntó Peter.
Peter trabaja de técnico de ordenadores en California y va a casa una vez al año, más o menos. No entiende por qué Denise sigue tan unida a aquella gente.
—Nada —respondió Denise—. Pero entras en la casa Log y ni siquiera ves un montón de pañuelos encima de una cómoda. Hay un desorden calculado. Hasta el tazón más insignificante de la cocina es el más elegante que se puede comprar.
Peter la miró y no replicó. Denise dijo:
—Vale, vale.
Denise ha venido en coche desde Toronto, como hace un par de veces en verano, para ver a su padre y a su madrastra. Laurence y Magda pasan aquí toda la temporada, y están pensando en vender la casa de Ottawa, en vivir aquí todo el año. Están sentados los tres en el patio de ladrillos que ha sustituido a una parte de la galería, una tarde de domingo de finales de agosto. Las macetas de Magda desbordan de flores tardías; Denise solo conoce el nombre de los geranios. Beben vino con soda; las copas fuertes se servirán cuando lleguen los invitados, a la hora de la cena. Hasta el momento no han tenido discusiones absurdas. Mientras iba hacia allí, Denise resolvió que no las tendrían. En el coche puso cintas de Mozart para tranquilizarse y darse ánimos. Tomó decisiones. De momento todo iba bien.
Denise dirige un centro de mujeres en Toronto. Acoge a mujeres maltratadas, les busca médicos y abogados, recauda fondos del gobierno y de particulares, da discursos, celebra reuniones, resuelve enredos de la vida tan diversos como peligrosos en ocasiones. Gana menos dinero que un maestro de escuela.
Laurence dice que es el proceder típico de una chica que se ha criado entre algodones.
También dice que el centro de mujeres es una buena idea para quienes realmente lo necesitan, pero que a veces tiene sus dudas.
¿Que tiene dudas sobre qué?
Pues, francamente, a veces piensa si algunas de esas mujeres —algunas— no se estarán aprovechando de todo lo que les dan, asegurando que las han maltratado y violado, etcétera.
Por costumbre, Laurence tiende el anzuelo y Denise lo muerde. (Magda flota en la superficie de estas conversaciones, sonriendo a sus flores).
Dinero de los contribuyentes. Prestar ayuda a quienes no quieren hacer nada por sí mismos. Hay que evitar la lluvia ácida, perdemos puestos de trabajo; tus sindicatos pondrían el grito en el cielo.
—No son mis sindicatos.
—Si votas a los neodemócratas, claro que son tus sindicatos. ¿Quién domina ese partido?
Denise no sabe si su padre está convencido de lo que dice, o medio convencido, o si sencillamente se siente obligado a decírselo a ella. Más de una vez ha salido de allí llorando, ha subido al coche y ha vuelto a Toronto. Su amante, un avispado marxista de una isla del Caribe, al que Denise no lleva a casa, dice que los hombres viejos, los hombres viejos que han triunfado en una sociedad capitalista e industrial, son prácticamente la personificación del mal; no les quedan más que defensas violentas y avaricia. Denise también discute con él. En primer lugar, su padre no es viejo, y, en el fondo, es buena persona.
—Me tienes harta con tus definiciones masculinas y tus herméticos argumentos masculinos —dice. Después añade pensativa—: Además, estoy harta de decir «masculino» así.
Tiene suficiente sentido común para no sacar a colación el hecho de que si continúa la discusión su padre le dará un cheque para el centro.
Hoy ha mantenido su decisión. Ha visto el destello del anzuelo, pero ha logrado escabullirse, como un pez de aspecto inocente: ha hablado sobre todo con Magda, alabando diversos detalles de la renovación de la casa. Laurence, un hombre de expresión irónica, apuesto, con poblado bigote gris y pelo entre gris y castaño, sedoso, que ya empieza a clarear, un hombre de estómago y hombros ligeramente caídos, se ha levantado varias veces, ha ido al lago y ha regresado, ha ido a la carretera y ha vuelto y ha soltado profundos suspiros, para demostrar cuánto le molesta el cotorreo de las mujeres. Por último se dirige bruscamente a Denise, interrumpiendo a Magda:
—¿Cómo está tu madre?
—Bien —responde Denise—. Vamos, que yo sepa.
Isabel vive lejos, en el valle de Comox, en la Columbia Británica.
—Y… ¿qué tal las cabras?
El hombre con el que vive Isabel, antiguo cámara de televisión, se dedica a la pesca comercial. Viven en una pequeña granja y tienen arrendada la tierra, o una parte de ella, a un hombre que cría cabras. En su momento Denise reveló esta circunstancia a Laurence (se ha cuidado muy mucho de no revelarle también que el hombre en cuestión es varios años más joven que Isabel y que su relación es periódicamente «inestable»), y desde entonces Laurence asegura que Isabel y su «galán» (expresión del padre de Denise) están consagrados a la cría de cabras. Sus preguntas hacen pensar en un mundo de penurias rurales: el trajín cotidiano con animales tercos, el barro, la pobreza, un idealismo terriblemente anticuado.
—Bien —contesta Denise, sonriente.
Normalmente se pone a discutir, advierte a su padre del error que comete, le acusa de deformar las cosas, de querer sembrar la discordia.
—¿Por allí queda suficiente contracultura para comprar leche de cabra?
—Yo diría que sí.
Los labios de Laurence se contraen nerviosamente bajo el bigote. Denise sigue mirándole con una expresión de optimismo inocente, insolente. De repente Laurence suelta una carcajada.
—¡Leche de cabra! —exclama.
—¿Es un chiste nuevo? —pregunta Magda—. Yo no lo entiendo. ¿Leche de cabra?
Laurence dice:
—Magda, ¿sabes que el día que cumplí cuarenta años Denise me llevó en avión?
—Bueno, no lo pilotaba yo —aclara Denise.
—En mi cuarenta cumpleaños, en mil novecientos sesenta y nueve. El año que lanzaron el cohete a la Luna. El lanzamiento fue dos días después. Denise me había oído decir muchas veces que me gustaría echar un vistazo a este país a trescientos metros de altitud. Ya lo había hecho, en un vuelo de Ottawa a Toronto, pero sin ver nada.
—Yo solo pagué para que fuera él, pero acabamos volando todos, en una avioneta de cinco plazas —explica Denise—. Y por el mismo precio.
—Fuimos todos menos Isabel —dice Laurence—. Alguien tenía que quedarse en tierra, y fue ella.
—Le hice conducir hasta el aeropuerto con los ojos vendados, a papá —le dice Denise a Magda—. Bueno, no conducir —todos se echaron a reír—, sino ir en el coche con los ojos vendados, para que no supiera adonde íbamos y se llevara una sorpresa.
—Condujo mi madre —aclara Laurence—. Supongo que, vendado y todo, yo habría conducido mejor. ¿Por qué lo hizo ella y no Isabel?
—Tuvimos que ir en el coche de la abuela. En el Peugeot no cabíamos, y yo quería que te vieran todos porque había sido idea mía. Mi regalo. Me gustaba manejar el cotarro.
—Sobrevolamos toda la zona del lago Rideau —explica Laurence—. A mi madre le encantó. ¿Te acuerdas de que lo había pasado fatal aquella mañana, con los hippies? Así que le vino muy bien el viaje. El piloto fue muy generoso. Claro, que tenía a su mujer trabajando. Hacía pasteles, ¿no?
Denise dice:
—Cocinaba por encargo.
—Ella me hizo la tarta de cumpleaños —añade Laurence—. De ese cumpleaños. Lo descubrí más adelante.
—¿No la hizo Isabel? —pregunta Magda.
—El horno estaba estropeado —explica Denise con cierto recelo y pesar.
—Ah —dice Magda—. ¿Y por qué lo pasó fatal?
Todos los veranos, cuando Denise, Peter y sus padres se marchaban de Ottawa e iban a la casa Log, la abuela, que vivía en Toronto, se les había adelantado para tener la casa a punto, aireada y limpia. Denise correteaba por todas las habitaciones, oscuras como cuevas, y se abrazaba a los cojines llenos de bultos, montando todo un espectáculo por la alegría de haber vuelto. Pero era auténtica alegría. La casa olía a trocitos de cedro pisoteados, a una humedad indómita y a ratones de invierno. Todo estaba siempre igual. Aquí, el aburrido juego de cartas con el que se aprendían los nombres de las flores silvestres de Canadá; allí el scrabble al que le faltaban la i griega y dos úes; más allá, los libros de la infancia de Sophie, tan horrorosos como irresistibles, el libro de dibujos sobre la Primera Guerra Mundial, los platos desparejados, los platillos rajados que Sophie utilizaba como ceniceros, los cuchillos y tenedores con un sabor y un olor leves pero extraños, como a metal o agua de fregar.
Únicamente Sophie usaba el horno. Hacía patatas asadas, que siempre le quedaban duras, como las tartas, medio crudas, y el pollo con los huesos sanguinolentos. Nunca se le pasó por la cabeza comprar otra cocina. Hija de hombre rico venida a menos —era profesora adjunta de lenguas escandinavas, y los profesores de universidad ganaban muy poco en la época en que ella ejercía su profesión—, tenía costumbres raras a la hora de gastar dinero. Siempre preparaba bocadillos para los viajes en tren, y no fue en su vida a una peluquería, pero no se le hubiera ocurrido llevar a Laurence a un colegio normal y corriente. Cuando tenía que gastar dinero en la casa Log, lo hacía de mala gana, no porque no le gustase (adoraba aquella casa), sino porque instintivamente prefería poner cacerolas debajo de las goteras, tapar con cinta aislante los marcos combados de las ventanas, acostumbrarse a aquella inclinación del suelo, señal de que algo estaba fallando en los cimientos. Y por mucho que necesitara el dinero, jamás habría vendido ni un metro cuadrado de la finca que rodeaba la casa, como habían hecho sus hermanos tiempo atrás con la parte que les correspondía, y a muy buen precio.
La madre y el padre de Denise llamaban a Sophie con un nombre que era un chiste entre ellos, y un secreto. La vieja noruega. Al parecer, poco después de conocerse, un día en que Laurence le estaba hablando a Isabel de Sophie, dijo:
—Mi madre no pertenece precisamente al tipo medio. Sabe noruego antiguo. Yo diría que es, en cierto modo, una noruega antigua.
Mientras iban a la casa Log, en el coche, percibiendo la cercana presencia de Sophie, se entretuvieron en el siguiente juego:
—¿Qué hace una noruega antigua si se le rompe la ventanilla del coche? ¿Arreglarla con cinta aislante negra?
—No. Si se le rompe, rota se queda.
—¿Cuál es el programa de radio preferido de una noruega antigua?
—Vamos a ver, vamos a ver. ¿La Opera Metropolitana? ¿Kirsten Flagstad interpretando a Wagner?
—No. Sería demasiado elitista.
—¿Canciones folclóricas de diversos países?
—¿Qué le gusta desayunar a una noruega antigua? —preguntó Denise desde el asiento de atrás—. ¡Gachas de avena!
Las gachas de avena era lo que Denise más detestaba en el mundo.
—Gachas de avena con bacalao —dijo Laurence—. No le cuentes este juego a la abuela, Denise. ¿Dónde pasa las vacaciones de verano una noruega antigua?
—Una noruega antigua jamás se va de vacaciones en verano —respondió Isabel muy seria—. Coge las vacaciones en invierno. Y se va al norte.
—Spitzbergen —añadió Laurence—. La bahía de James.
—O un crucero —dijo Isabel—. Desde Tromsø hasta Archangel.
—¿No hay mucho hielo?
—Sí, pero va en un rompehielos. Y está todo muy oscuro, porque esos cruceros solamente funcionan en diciembre y enero.
—¿Crees que a la abuela no le parecería divertido? —preguntó Denise.
Se imaginó a su abuela saliendo de la casa y cruzando la galería para ir a su encuentro, aquella anciana ancha, fuerte, llena de pecas, con trenzas de color blanco amarillento, con sus viejos jerseys y chaquetas levemente impregnados del olor de la casa, que los recibía con cariño pero con cierto asombro. ¿De qué se sorprendía? ¿De que hubieran llegado tan pronto, de que los niños hubieran crecido, de que Laurence se animase tanto de repente, de que Isabel estuviera tan delgada y tan joven? ¿Sabía que habían venido bromeando a su costa en el coche?
—Tal vez —contestó Laurence sombrío.
—Esos poemas antiguos que lee —dijo Isabel—, esos poemas islandeses están llenos de sangre y barbaridades, sobre todo con las mujeres. Hay una que les corta el cuello a sus hijos y mezcla la sangre con el vino que va a tomar su marido. Yo lo he leído. Y sin embargo, Sophie es pacifista y socialista y todo eso. ¿No os parece un poco raro?
Isabel fue a Aubreyville por la mañana a recoger la tarta de cumpleaños. Denise la acompañó en el coche. El vuelo estaba previsto para las cinco de la tarde. Solamente lo sabía Isabel, porque había llevado al aeropuerto a Denise la semana anterior. Todo era idea de Denise. Empezó a preocuparse por las nubes.
—Esas veteadas no importan —explicó Isabel—. Pero las otras, las blancas y abultadas, podrían ser indicio de tormenta.
—Cúmulos —dijo Denise—. Ya lo sé. Oye, ¿crees que papá es un típico Cáncer, amante del hogar y de la comida? ¿De esos que se aferran a las cosas?
—Supongo que sí —contestó Isabel.
—¿Qué te pareció cuando le conociste? Quiero decir, ¿qué te atrajo de él? ¿Comprendiste enseguida que era la persona con la que acabarías casándote? Todo eso me parece tan raro…
Laurence e Isabel se conocieron en la cafetería de la universidad, donde Isabel trabajaba de cajera. Era estudiante de primero, una chica pobre e inteligente de la zona industrial de la ciudad, que llevaba un ceñido jersey rosa que Laurence siempre recordaría.
(«De Woolworth —le explicó Isabel—. Yo creía que iba bien así. Las chicas del club de estudiantes me parecían un poco desastradas»).
La primera frase que le dirigió a Laurence fue: «No te lleves eso. Está malísimo», mientras señalaba un pastel de carne y patatas.
Laurence era demasiado tímido o demasiado cabezota para devolverlo.
—Lo he comido otras veces y estaba bueno —dijo. Se quedó allí unos momentos después de que Isabel le diera las vueltas—. Me recuerda a los que hace mi madre.
—Pues tu madre debe de cocinar fatal.
—Desde luego.
Laurence la telefoneó aquella misma noche, tras haber averiguado su nombre.
—Soy el pastel de carne —dijo nerviosamente—. ¿Quieres venir al cine conmigo?
—Me sorprende que sigas vivo —replicó Isabel, aquella chica descarada de jersey ceñido que sin duda dejaría atónita a Sophie—. Claro.
Denise se sabía la anécdota de memoria, pero quería descubrir otra cosa.
—¿Por qué saliste con él? ¿Por qué le contestaste «Claro»?
—Era guapo —respondió Isabel—. Me pareció interesante.
—¿Nada más?
—Bueno… No actuaba como si fuera un donjuán. Cuando le hablé se sonrojó.
—Le pasa muchas veces —dijo Denise—. Igual que a mí. Es tremendo.
Denise pensaba que aquellas dos personas, Laurence e Isabel, su padre y su madre, ocultaban algo. Algo que solo ellos sabían. Denise lo notaba, brotando fresco y burlón, o soterrado, con amargura, pero no llegaba a entender de qué se trataba, ni cómo funcionaba. Ellos no la dejaban.
Aubreyville era un pueblo de piedra caliza a orillas del río. Allí seguía la vieja fábrica de estufas y cocinas con la que había hecho fortuna el padre de Sophie. Habían transformado una parte en centro de artesanía, donde había instalaciones para fabricar vidrio soplado, pajareras y otros objetos, y para tejer chales. Los artesanos vendían sus obras en el mismo local. Aún se distinguía, grabado en la piedra sobre la puerta, el apellido alemán Vogelsang, que también aparecía en las estufas y que contribuyó a la bancarrota de la empresa durante la Primera Guerra Mundial. La bonita casa en la que había nacido Sophie era una clínica.
La mujer que preparaba las tartas vivía en una de las calles nuevas del pueblo, las calles que Sophie detestaba. Estaba recién asfaltada, negra y amplia, con los bordillos lisos. Sin aceras. Tampoco había árboles, ni setos, ni vallas, solo unos minúsculos arbustos ornamentales protegidos con alambre. Las casas de dos plantas se alternaban con las de estilo rancho. Algunos senderos de entrada estaban pavimentados con una reluciente piedra blanca triturada, que en Aubreyville llamaban «mármol blanco». En el césped de un jardín había tres ciervos de plástico con manchas; junto a una puerta, un niño negro que sujetaba un farol de carruaje. Una hilera de cantos con motas rosas y grises impedía a la gente atravesar el solar que había en una esquina.
—Piedras de plástico —dijo Isabel—. ¿Les habrán puesto algún peso o estarán pegadas al suelo?
La mujer llevó la tarta hasta el coche. Era corpulenta, de pelo oscuro y bastante guapa, de cuarenta y tantos años, con una espesa sombra de ojos verde y un peinado perfecto, ahuecado, deslumbrante.
—Estaba pendiente de que vinieran —explicó—. Tengo que llevar unas tartas al local de la Legión. ¿Quieren abrir la suya para ver si les gusta?
—Seguro que está muy bien —contestó Isabel sacando el monedero.
Denise se puso la caja de la tarta en el regazo.
—Ojalá tuviera una niña de esta edad para que me echara una mano —dijo la mujer.
Isabel miró a los dos pequeños —debían de tener entre tres y cuatro años— que estaban dando brincos en una piscina hinchable que había en el césped.
—¿Son suyos? —preguntó con amabilidad.
—¡No, por Dios! Son de mi hija, que me los ha dejado aquí. Tengo dos hijos casados, un chico y una chica, y otro chico más. A ese solo lo veo con el casco de la moto puesto. Es que yo empecé muy pronto.
Isabel estaba dando marcha atrás para salir del sendero cuando Denise soltó un grito, sorprendida.
—¡Mamá! ¡Es el piloto!
Por la puerta lateral de la casa salió un hombre que se puso a hablar con la mujer.
—¡Por lo que más quieras, Denise, no me des esos sustos! —exclamó Isabel—. Creía que iba a atropellar a uno de los niños.
—¡Es el piloto con el que hablé en el aeropuerto!
—Debe de ser su marido. No inclines la caja.
—¿No te parece curioso? Y en el cumpleaños de papá. La señora que ha hecho la tarta está casada con el hombre que va a llevarle en avión. Bueno, a lo mejor no es él, porque tiene un socio. Los dos dan clases de vuelo y llevan cazadores al norte en otoño y pescadores a los lagos adonde solo se puede llegar en avión. Me lo contó. ¿No es muy curioso?
—No demasiado en un pueblo del tamaño de Aubreyville. Denise, haz el favor de sujetar bien la tarta.
Denise se apaciguó, un poco ofendida. Si un adulto hubiera gritado de sorpresa, Isabel no se habría enfadado tanto. Si un adulto hubiera hecho un comentario sobre la curiosa coincidencia, Isabel lo habría corroborado. A Denise le molestaba que Isabel la tratara como a una cría. En su abuela, o en Laurence, no le extrañaba cierta torpeza, cierta inflexibilidad. Ellos eran siempre así, pero Isabel podía ser confiada, cariñosa, infinitamente comprensiva, y ponerse de repente irritable, adoptar una actitud distante. Y a veces, cuanto más te daba, menos satisfecha te sentías. Denise sospechaba que su padre tenía la misma sensación con Isabel.
Aquel día Isabel llevaba una falda india de algodón negro enrollada en la cintura —Laurence la llamaba su falda hippie— y una blusa azul oscuro. Estaba delgada y morena —cogía bastante color para ser pelirroja— y hasta que te acercabas a ella parecía tener veinticinco años. Incluso desde muy cerca no se le echaban más de veintinueve. Eso decía Laurence. No le dejaba que se cortara el pelo, de un rojizo oscuro, y la vigilaba mientras tomaba el sol. Gritaba: «¿Adónde vas?», en tono amenazador y triste cuando intentaba ponerse a la sombra o subir a casa un rato.
—Si la dejara, Isabel se escaparía en cuanto yo me diera la vuelta —les dijo Laurence a los invitados, y Denise oyó reír a Isabel.
—Es verdad. Tengo que agradecérselo a Laurence. Si por mí fuera, nunca me quedaría al sol el tiempo suficiente para ponerme morena. Enseguida empiezo a sentirme como si se me estuviera achicharrando el cerebro.
—¿Y qué importa un cerebro achicharrado con este cuerpo moreno tan maravilloso? —dijo Laurence, en un tono arrogante, ridículo, mientras daba unos golpecitos en el estómago de Isabel, que el bikini dejaba al descubierto.
Con aquellas palmaditas rítmicas, a Denise se le revolvió el estómago. La única forma de contenerse para no ponerse a vociferar: «¡Ya está bien!», fue lanzarse al agua de un salto, con los brazos extendidos y soltando grititos como una tonta.
Cuando Denise volvió a ver a la señora de las tartas había pasado más de un año. Era casi a finales de agosto, un día sofocante y nublado, a punto de concluir la estancia veraniega en la casa Log. Isabel había ido al pueblo, al dentista. Le estaban arreglando la boca, algo bastante complicado, e iba con frecuencia aquel verano, porque prefería el dentista de Aubreyville al de Ottawa. Sophie había dejado la casa Log a principios de temporada. Estaba en Toronto, en el hospital Wellesley, sometiéndose a unas pruebas.
Denise, Peter y Laurence preparaban emparedados de panceta y tomate para el almuerzo en la cocina. Laurence estaba convencido de que cocinaba ciertas cosas mejor que nadie, entre ellas la panceta. Denise cortaba los tomates y, en teoría, Peter tenía que encargarse de untar las tostadas con mantequilla, pero estaba leyendo un libro. Tenían la radio puesta, con las noticias del mediodía. A Laurence le gustaba oír las noticias varias veces al día.
Denise fue a ver quién llamaba a la puerta. No reconoció inmediatamente a la señora de las tartas, que en aquella ocasión llevaba un atuendo más juvenil —un vestido amplio con estampado de remolinos rojos, azules y morados, colores «psicodélicos»— y no estaba tan guapa. Le caía el pelo sobre los hombros.
—¿Está tu madre en casa? —preguntó.
—Lo siento, pero ha salido —respondió Denise en un tono ampulosamente cortés, a sabiendas de que resultaba un poco ofensivo. Pensaba que vendía algo.
—Ha salido —repitió la mujer—. Ya. Ha salido.
Tenía la cara hinchada, muy seria, la boca con una gruesa capa de carmín, como un payaso, la sombra de ojos corrida y la voz grave, con una insinuación que Denise no llegaba a captar. No le habría hablado así si tratara de vender algo. ¿Le deberían dinero? ¿Se habría metido Peter en su finca o habría molestado a su perro?
—Mi padre sí está en casa —dijo Denise con pesar—. ¿Quiere hablar con él?
—Con tu padre, sí, sí. Hablaré con él —contestó la mujer, y se colocó bien el bolso, rojo brillante, que llevaba bajo el brazo—. Bueno, ¿por qué no vas a buscarle?
Denise cayó en la cuenta de que era la misma voz de la persona que en una ocasión había dicho: «Ojalá tuviera yo una niña de esta edad para que me echara una mano».
—La señora de las tartas está en la puerta —le dijo a su padre.
—¿La señora de las tartas? —repitió Laurence, incrédulo, molesto, como si Denise se hubiera inventado a la señora en cuestión para fastidiarle.
Pero se limpió las manos y se dirigió al vestíbulo. Denise le oyó decir:
—Claro que sí. ¿Quiere usted pasar?
Y en lugar de regresar al cabo de unos minutos, llevó a la mujer al comedor y cerró la puerta. ¿Por qué al comedor? Las visitas iban al salón. La panceta, abandonada sobre una servilleta de papel, se estaba quedando fría.
Había una ventanita en lo alto de la puerta que separaba la cocina del comedor. Cuando Sophie era pequeña tenían una cocinera que los observaba por esa ventanita mientras comían para saber cuándo había que cambiar los platos.
Denise se puso de puntillas.
—Cotilla —le dijo Peter, sin levantar los ojos del libro.
Era de ciencia ficción y se titulaba El mundo de Satanás.
—Solo quiero saber cuándo tengo que hacer los emparedados.
Vio entonces que había una razón para que fueran al comedor. Su padre estaba sentado en el sitio de costumbre, en un extremo de la mesa, y la mujer en el sitio que normalmente ocupaba Peter, junto a la puerta del vestíbulo. Tenía las manos entrelazadas sobre el bolso, encima de la mesa. Fuera cual fuese la conversación que mantenían, requería una mesa, sillas de respaldo recto y una postura erguida, seria. Parecía una entrevista. Se facilita información, se plantean preguntas, se examina un problema.
Pues muy bien, pensó Denise. Estaban hablando sobre un problema. Terminarían de hablar, lo solucionarían y ya está. Su padre se lo contaría a la familia, o no. Y ya está.
Apagó la radio. Hizo los emparedados. Peter se comió los suyos. Denise esperó un poco, y después siguió su ejemplo. Tomaron Coca-Cola, porque su padre se lo permitía a la hora del almuerzo. Denise comió y bebió demasiado deprisa. Se quedó sentada a la mesa, eructando en silencio porque le repetía la panceta, y oyendo el terrible sonido del llanto de una persona extraña en su casa.
El día del cumpleaños de su padre vieron desde el avión unas nubes sutiles, casi transparentes, al oeste, y Denise dijo:
—Son nubes de tormenta.
—Sí —corroboró el piloto—. Pero están muy lejos.
—Debe de resultar impresionante volar en medio de una tormenta —comentó Laurence.
—Un día miré hacia fuera y vi unos anillos azules de fuego alrededor de las hélices —dijo el piloto—. Alrededor de las hélices y de las puntas de las alas. Después me di cuenta de que pasaba lo mismo en el morro del aparato. Saqué la mano para tocar el cristal, el plexiglás este, y justo antes de tocarlo se me desprendieron llamas de los dedos. No sé si llegué a tocar el plexiglás. No noté nada. Eran unas llamitas azules. Me ocurrió solo una vez, durante una tormenta. Lo llaman fuego de San Telmo.
—¡Es por las descargas eléctricas de la atmósfera! —gritó Peter desde el asiento de atrás.
—¡Exacto! —gritó el piloto.
—Qué raro —comentó Laurence.
—Me llevé un buen susto.
Denise se imaginó al piloto con las puntas de los dedos despidiendo fuego de un azul frío y lo asoció con el dolor, a pesar de que él aseguraba no haber sentido nada. Pensó en la vez en que ella tocó una cerca eléctrica. Se lo recordaron los vehementes ruidos que salían de vez en cuando del comedor. Peter siguió leyendo, y ninguno de los dos dijo nada, aunque Denise sabía que también su hermano lo oía.
Magda está en la cocina, preparando la ensalada. Tararea una melodía de una ópera, Volver a nuestras montañas. Denise está en el comedor, poniendo la mesa. Oye a su padre riendo en el patio. Han llegado los invitados, dos parejas simpáticas, ricas, no campesinos. Una de las parejas es de Boston, otra de Montreal. Tienen casas de verano en Westfield.
Denise oye a su padre decir «Weltschmerz». Pronuncia la palabra como entre comillas. Debe de estar citando algún tema conocido, que aparece en una revista que todos ellos leen.
Debería hacer lo mismo que Peter, piensa. Debería dejar de venir aquí.
Pero quizá no esté tan mal, quizá consista en esto la felicidad, una felicidad que, debido a que ella es demasiado tozuda, demasiado infantil, y está demasiado inmersa en su sombría politización —demasiado anclada en un pasado que todos los demás han abandonado—, se siente incapaz de aceptar.
Han ampliado el comedor: ocupa una parte de la antigua galería, y es todo de cristal, hasta las paredes y el techo inclinado. Ve su oscuro reflejo: una mujer alta, pulcra, con larga coleta, vestida con mucha sencillez, depositando en la alargada mesa de pino platitos de vidrio azul con sal, entre los bonitos jarrones desbordantes de capuchinas. Servilletas de hilo naranjas y amarillas, velas amarillas como trocitos de mantequilla, pesados platos blancos de loza con un dibujo de uvas en los bordes. Estratos de comida y vino a punto de llegar, y la conversación que corta el aire de forma palpable: estratos de armonía y satisfacción.
Magda entra con la ensalada y deja de tararear.
—Tu madre…, ¿es feliz en la Columbia Británica?
Es culpa suya, piensa Denise. De Isabel.
Allí pueden asaltarle ideas injustas, ideas indeseables, que reverberan con dureza, sin ningún motivo.
—Sí —contesta Denise—. Eso creo.
Con esas palabras quiere dar a entender que, al menos, Isabel no se arrepiente.