MONSIEUR LES DEUX CHAPEAUX

—¿Ese de ahí fuera es tu hermano? —preguntó Davidson—. ¿A qué juega?

Colin se acercó a la ventana para ver qué hacía Ross. No gran cosa. Ross llevaba la podadora y estaba cortando la hierba que llegaba hasta la puerta del colegio, junto a la acera. Trabajaba a un ritmo normal y parecía prestar atención a su tarea.

—¿A qué juega? —repitió Davidson.

Ross llevaba dos sombreros. Uno era la gorra con visera verde y blanca que se había comprado el verano anterior en la tienda de los piensos, y el otro, que se había puesto encima, el de paja rosada, viejo y blando, que se ponía su madre en el jardín.

—A mí que me registren —contestó Colin. Davidson iba a pensar que estaba haciéndose el loco—. ¿Quieres decir que por qué lleva dos sombreros? No lo sé. En serio. Quizá no se haya dado cuenta.

Esto ocurría en el despacho del director, durante las horas de clase, el viernes por la tarde; las secretarias inclinadas sobre las mesas, pero prestando oídos. En aquel momento Colin tenía una clase de gimnasia —acababa de entrar en el despacho para averiguar qué pasaba con un chico que se había marchado media hora antes alegando que se sentía mal—, y no esperaba encontrar a Davidson rondando por allí. No estaba preparado para dar explicaciones en nombre de Ross.

—¿Es muy despistado? —preguntó el director.

—No más de lo normal.

—A lo mejor es para hacerse el gracioso. —Colin guardó silencio—. Yo también tengo sentido del humor, pero no puedes hacerte el gracioso con los niños. Ya sabes cómo son. Ya tienen suficiente de qué burlarse como para ofrecerles más. Cualquier cosa les sirve de excusa para distraerse, y ya sabes lo que pasa entonces.

—¿Quieres que vaya a hablar con él? —preguntó Colin.

—Déjalo de momento. Seguramente ya estarán pendientes de él dos o tres aulas, y así solo conseguiríamos llamar más la atención. Si alguien tiene que hablar con él, que sea el señor Box. Por cierto, el señor Box me ha hecho ciertos comentarios sobre él.

Coonie Box era el portero del colegio, que había contratado a Ross para que se ocupara de la limpieza de los patios que se hacía todas las primaveras.

—¿Qué? —replicó Colin.

—Dice que tu hermano va un poco a su aire.

—¿Cumple bien con su trabajo?

—No me ha dicho lo contrario. —Davidson le dirigió a Colin una de sus sonrisas sesgadas de perdonavidas, tan imitadas—. Solo que le gusta ser independiente.

Colin y Ross se parecían bastante; eran altos, como su padre, y de pelo rubio y piel blanca, como su madre. Colin tenía una constitución atlética y una actitud tímida y severa. Ross, aunque más joven, tenía la cintura blanda, y aspecto de fracasado. Y una expresión que parecía impúdica e inocente a la vez.

Ross no era retrasado. En el colegio se había mantenido al mismo nivel que los de su edad. Su madre decía que era un genio de la mecánica, pero a nadie más se le ocurría exagerar tanto.

—¿De modo que Ross está acostumbrándose a levantarse por las mañanas? ¿Hay despertador? —preguntó Colin a su madre.

—Tienen suerte de que trabaje para ellos —replicó Sylvia.

Colin no sabía si la encontraría en casa. Sylvia era auxiliar de enfermera y hacía guardias en el hospital, y cuando no estaba trabajando, solía salir. Tenía muchos amigos y compromisos.

—Y tú tienes suerte de que esté en casa —añadió Sylvia—. Esta semana y la siguiente trabajo en el turno de madrugada, pero normalmente voy después a casa de Eddy para hacerle un poco de limpieza.

Eddy era el novio de Sylvia, un hombre atildado de setenta años, dos veces viudo, sin hijos y con mucho dinero, propietario de un garaje y vendedor de coches jubilado, que sin duda podía permitirse el lujo de contratar a alguien para que le limpiara la casa. Además, ¿qué sabía Sylvia de cuidar casas? Había dejado puesto todo el verano el plástico que colocaba en invierno sobre las ventanas de la fachada principal para evitarse la molestia de volver a instalarlo. La mujer de Colin, Glenna, decía que le producía la misma sensación que unas gafas sucias: no lo soportaba. Y la casa —la misma casa baja de ladrillos en la que habían vivido siempre Sylvia, Ross y Colin— estaba tan llena de muebles y trastos que algunas habitaciones eran más bien pasillos. La mayoría de las superficies estaban atestadas de revistas, periódicos, bolsas de plástico y de papel, catálogos, octavillas y prospectos de ofertas ya pasadas, en algunos casos de tiendas que habían cerrado o de productos que habían desaparecido del mercado. En cualquier cenicero o plato de adorno encontrabas un par de botones, llaves, cupones recortados que prometían descuentos de diez centavos, un pendiente, una cápsula para el resfriado en su envoltorio de plástico, una pastilla de vitaminas casi reducida a polvo, un cepillo de rímel, una pinza para la ropa, rota. Y los armarios estaban llenos de líquidos y abrillantadores de todas clases, no de los normales que se compran en las tiendas, sino de productos supuestamente de eficacia única y asombrosa que se encargan en reuniones especiales. Sylvia siempre estaba arruinada por tener que pagar todas las cosas que encargaba en estas reuniones: cosméticos, sartenes y cacerolas, utensilios para el horno, cuencos de plástico. Le encantaba celebrar estas reuniones en su casa e ir a las de otras personas, y también ofrecer fiestas de bodas, de bautizos y de despedida para las compañeras que dejaban el hospital. Allí, en aquellas habitaciones abarrotadas, había ofrecido una hospitalidad improvisada, pero con ilusión.

Echó agua sobre el café soluble que había en las tazas, tras enjuagarlas un poco en el fregadero.

—¿Ha hervido? —preguntó Colin.

—Casi.

Sacó unas galletas de melcocha rosas y blancas de un paquete de plástico.

—Le he dicho a Eddy que necesitaba la tarde libre. Está empezando a pensar que manda sobre mí o algo parecido.

—Pues no debe hacerlo —replicó Colin.

Con respecto a los novios de su madre, Colin normalmente adoptaba cierto tono crítico.

Sylvia era una mujer baja, de cabeza grande —el pelo canoso y suelto contribuía a que pareciera aún más grande— y caderas y hombros anchos. Uno de sus novios le decía que parecía un elefantito, y ella se lo tomaba —al principio— como algo afectuoso. Colin pensaba que su tipo y su expresiva cara de piel sonrosada y tersa, sus ojos azul claro bajo unas cejas casi inexistentes y su sonrisa vehemente, siempre dispuesta, tenían un no sé qué de torpe y conmovedor. También algo de enloquecedor.

Ross era uno de los pocos temas que podían endurecerle la expresión. Eso y las exigencias y rarezas de sus novios, cuando la relación empezaba a declinar.

¿Estaría declinando la de Eddy?

Sylvia dijo:

—No paro de decirle que es demasiado posesivo.

Después le contó a Colin un chiste que circulaba por el hospital, sobre un negro y un blanco en los urinarios.

—Si trabajas en el primer turno, ¿cómo sabes a qué hora se levanta Ross? —preguntó Colin.

—Alguien se ha quejado de él, ¿no?

—Bueno, simplemente dicen que va un poco a su aire.

—Ya se darán cuenta. Si se les estropea algo mecánico o eléctrico, se alegrarán de que Ross trabaje con ellos. Ross es tan listo como tú, pero su inteligencia va por otro lado.

—No voy a discutir sobre eso —replicó Colin—. Pero su trabajo está en los patios.

Glenna decía que la razón por la que Sylvia aseguraba que Ross era un genio —aparte del hecho de que tuviera buena cabeza para los motores— era que poseía la otra característica de los genios. Era distraído y no demasiado limpio. Llamaba la atención. Era raro, como se supone que son los genios. Pero por sí sola, esa no era prueba suficiente, insistía Glenna.

Después siempre añadía: «Me cae bien Ross. No puedes evitar que te caiga bien. Y tu madre también. Sí, ella también». Colin estaba convencido de que Ross sí le caía bien. En cuanto a su madre, no estaba tan seguro.

—Solamente voy a vuestra casa cuando me invitáis, Colin —decía su madre—. Es tu casa, pero también la de Glenna. De todos modos, me alegro de que Ross se sienta tan bien allí.

—Al entrar hoy en el despacho he visto a Davidson mirando por la ventana —dijo Colin.

Hasta entonces no sabía si le iba a contar a su madre lo de los sombreros. Como de costumbre, quería que se disgustara un poco por culpa de Ross, pero no demasiado. La visión de Ross trabajando con la podadora eléctrica, solo en el patio del colegio, con un sombrero blando y rosa encasquetado sobre la gorra, le había parecido a Colin algo nuevo, inquietantemente novedoso. Ya había visto a Ross con extraños atuendos otras veces: en una ocasión con la peluca rubia de Sylvia, en el supermercado. El atavío de entonces le pareció más calculado, más jocoso, una broma destinada a cierto público. También aquel día Ross podía estar pensando en los chicos que se asomaban a las ventanas, y en los profesores, las mecanógrafas, Davidson y en cualquiera que entrase en el colegio, pero no en alguien en especial. La actitud de Ross daba a entender que el público se había multiplicado hasta desaparecer: era todo el pueblo, el mundo entero, y Ross mostraba una indiferencia casi absoluta. Una señal, pensó Colin. No sabía de qué; simplemente una señal de que Ross avanzaba por el camino que había emprendido.

A Sylvia no parecía preocuparle este detalle. Estaba disgustada, aunque por otro motivo.

—Mi sombrero. Seguro que me lo pierde. Voy a ponerle verde. Voy a matarle. No es gran cosa, pero le tengo mucho cariño a ese sombrero.

Las primeras palabras que Ross le dirigió a Glenna fueron las siguientes:

—¿Sabes lo único malo que tienes?

—¿Qué? —preguntó Glenna intranquila.

Era una chica alta y frágil, de pelo oscuro y rizado, piel blanca, ojos de un azul muy claro y con la costumbre de morderse el labio superior, lo que le daba una expresión inquieta, ansiosa. Era de esas chicas que con frecuencia se ponen ropa azul pálido (aquel día llevaba un jersey de lana de ese color) y una delicada cadena al cuello, con una cruz o un corazón colgando, o un nombre. (Glenna llevaba su nombre, porque nadie sabía escribirlo bien).

—Lo único malo que tienes —repitió Ross, masticando y moviendo la cabeza— ¡es que no te hubiera conocido antes!

¡Qué alivio! Todos se echaron a reír. Esto ocurrió el primer día que Glenna cenó en casa de Sylvia. Sylvia, Colin y Glenna comían lo que habían encargado en un restaurante chino —Sylvia había colocado un montón de platos, tenedores e incluso servilletas de papel junto a los envases de cartón—, y Ross comía pizza, que Sylvia le había traído especialmente para él porque no le gustaba la comida china.

Glenna le propuso a Ross que fuera con ellos al cine aquella noche, y Ross aceptó. Los tres se sentaron en el techo del coche de Colin, Glenna en el medio, bebiendo cerveza.

Bromeaban continuamente sobre eso: ¿qué habría pasado si Glenna hubiera conocido antes a Ross?

Colin no habría tenido la menor posibilidad.

Colin acabó por preguntarle a Glenna:

—¿Y si le hubieras conocido a él antes? ¿Habrías salido con él?

—Ross es un cielo —contestó Glenna.

—Pero ¿habrías salido con él?

Glenna adoptó una expresión de desconcierto, que era en realidad la reacción que necesitaba Colin.

—Ross no es el tipo de chico con el que salen las chicas.

Sylvia estaba diciendo:

—Cualquier día encontrarás una chica estupenda, Ross.

Pero Ross parecía haber abandonado la búsqueda. Había dejado de llamar a las chicas y de cacarear como un gallo por teléfono; ya no conducía lentamente por la calle, siguiéndolas, tocando el claxon como en código morse. Un sábado por la noche, en casa de Colin y Glenna, dijo que había renunciado a las mujeres, que era demasiado difícil encontrar una como Dios manda y que, además, no se había recuperado aún de lo de Wilma Barry.

—Wilma Barry. ¿Quién era? —preguntó Glenna—. ¿Has estado enamorado, Ross? ¿Cuándo?

—En el noveno curso.

—¡Wilma Barry! ¿Era guapa? ¿Sabía lo que sentías por ella?

—Sí, sí. Supongo que sí.

Colin exclamó:

—¡Madre mía! ¡Si lo sabía todo el colegio!

—¿Dónde está ahora, Ross? —preguntó Glenna.

—Se marchó. Se casó.

—¿Y tú también le gustabas?

—No podía ni verme —contestó Ross con aire satisfecho.

Colin se puso a recordar la persecución de Wilma Barry: Ross entraba en las aulas vacías y escribía el nombre de la chica en la pizarra con tizas de colores, con puntitos o corazoncitos; iba a ver los partidos de baloncesto de las chicas en los que jugaba ella, y se ponía como loco cada vez que Wilma se acercaba al balón o a la canasta. Wilma dejó el equipo. Le dio por esconderse en el lavabo de chicas, desde donde enviaba avanzadillas que le decían cuándo no había peligro. Ross lo sabía y se ocultaba en los armarios de la limpieza; de repente se asomaba y le silbaba, con tristeza. Wilma abandonó el colegio y se casó a los diecisiete años. No podía con Ross.

—¡Qué lástima! —exclamó Glenna.

—Yo la quería de verdad, a Wilma —dijo Ross moviendo la cabeza—. ¡Colin, cuéntale a Glenna lo que me pasó con el pastel!

Colin contó la anécdota, muy celebrada entre los que iban al instituto en aquella época. Colin y Ross siempre se llevaban la comida de casa porque su madre trabajaba y la cafetería era demasiado cara. Siempre llevaban bocadillos de carne picada con salsa de tomate y pasteles. Un día se quedaron todos en clase por alguna razón, los cursos noveno y décimo juntos, de modo que Ross y Colin estaban en la misma aula. Ross tenía la comida en el pupitre y justo en medio de la clase que les estaban dando sacó un buen trozo de pastel de manzana y se puso a comerlo. «¿Qué demonios hace?», vociferó el profesor, y Ross, sin dudarlo un momento, se metió el pastel debajo del trasero y se sentó encima, juntando con una palmada las pringosas manos, con expresión inocente.

—¡No lo hice de broma! —le explicó Ross a Glenna—. ¡Sencillamente no se me ocurrió nada mejor que sentarme encima del pastel!

—¡Es como si te estuviera viendo! —dijo Glenna, riendo—. ¡Es como si te estuviera viendo, Ross! ¡Igual que un personaje de la televisión!

—¿No te lo habíamos contado? —preguntó Ross—. ¿Cómo es posible?

—Yo creo que sí —replicó Colin.

Glenna contestó:

—Sí me lo habíais contado, pero es tan gracioso que no me importa oírlo otra vez.

—¡Oye, Colin, cuéntale lo de aquella vez que me mataste de un tiro!

—También me habéis contado eso, y prefiero no volver a oírlo —dijo Glenna.

—¿Por qué? —terció Ross, decepcionado.

—Porque es espantoso.

Colin sabía que cuando volviera a su casa Ross ya se le habría adelantado y estaría trabajando en el coche. Y así fue. Era casi a finales de mayo, y Ross empezó a arreglar el coche y a montar el motor en el jardín de la casa de Colin en cuanto se derritió la nieve. En casa de Sylvia no tenía suficiente espacio.

Allí había sitio de sobra. Colin y Glenna habían comprado un edificio en ruinas retirado de la calle, en un antiguo huerto. Lo estaban restaurando. Antes vivían encima de la lavandería, y cuando Glenna tuvo que dejar de trabajar —también era maestra, de enseñanza primaria—, al quedarse embarazada de Lynnette, pasó a ocupar la gerencia del establecimiento para que pudieran vivir sin pagar alquiler y ahorrar dinero. Después empezaron a hablar de la posibilidad de trasladarse, inmediatamente, a algún sitio lejano, con un halo de aventura, como Labrador o Moosonee o Yellowknife. Pensaron en irse a Europa, a dar clase a los hijos de militares canadienses. Entretanto se puso a la venta aquella casa, y dio la casualidad de que era una casa que Glenna siempre había mirado con curiosidad cuando sacaba a pasear a Lynnette en el cochecito. Glenna se había criado en bases de las Fuerzas Aéreas por todo el país, y le encantaba ver casas antiguas.

Ahora, decía Glenna, con todo el trabajo que quedaba por hacer en aquella casa, le daba la impresión de saber dónde iban a estar y qué iban a hacer siempre.

Ross tenía dos coches para desguazar y uno para reconstruir. El Chevrolet era un modelo de 1958 que había sufrido un accidente. El parabrisas estaba destrozado y el radiador y el ventilador, empotrados en el motor. Los cables se habían quemado. Ross no supo cómo funcionaba el motor hasta que quitó el ventilador y el radiador. Después lo soldó todo y llenó de agua el radiador. Funcionó. Ross dijo que siempre había sabido que funcionaría. Por eso había comprado el coche, a pesar de que la carrocería estaba tan estropeada que no le sirvió para nada. La carrocería que estaba utilizando era de un Camaro de 1971. La capa superior de pintura se desprendió en láminas con el disolvente, pero tuvo que quitar la de abajo con la manguera y unos estropajos. Tendría que reparar las abolladuras del techo con un martillo especial y recortar las partes oxidadas del suelo para colocar una plancha de aluminio. Eso y muchas cosas más. Parecía que la tarea iba a llevarle todo el verano.

En aquel momento Ross trabajaba en las ruedas, y Glenna le ayudaba. Glenna sacaba brillo a las tuercas y a los tapacubos, que estaban sueltos, mientras Ross limpiaba los neumáticos y los frotaba con un cepillo metálico. Lynnette estaba en el corralito, junto a la puerta de la casa.

Colin olfateó el aire, buscando el olor del disolvente. Ross no utilizaba mascarilla; aseguraba que no hacía falta al aire libre. Colin sabía que podía confiar en Glenna, que ni ella ni Lynnette se expondrían a semejante riesgo. Pero siguió olisqueando, y no percibió nada raro; Ross no había empleado disolvente. Para disimular, dijo:

—Huele a primavera.

—Dímelo a mí —replicó Glenna, que padecía de alergia—. Noto las nubes de polen colándose ya por todas partes.

—¿Te has puesto la inyección? —preguntó Colin.

—Hoy no.

—Pues mal hecho.

—Ya lo sé —replicó Glenna restregando con furia—. Pensaba ir andando al hospital, pero me he puesto a enredar con esto y me he quedado como hipnotizada.

Lynnette andaba con precaución, agarrándose al corralito. De repente levantó los brazos y dijo:

—Aúpa, papá.

A Colin le encantaba aquella forma tan enérgica y seria de decir «papá»; no «papi» o «papa», como hacían otros niños.

—¿Sabéis lo que he pensado? —dijo Ross—. Pues darle un producto para quitar el óxido, después una capa acondicionador y al final la pintura. Pero tengo que quitar hasta el último resto de la antigua, porque podría haberse filtrado el disolvente y con la pintura nueva quedaría hecho un asco. Voy a ponerle laca acrílica. ¿Qué os parece?

—¿De qué color? —preguntó Colin.

Dirigió la pregunta a un par de extremidades inferiores, enfundadas en pantalones vaqueros. Los de Glenna estaban cortados y dejaban desnudas sus largas piernas, de un blanco lechoso. Ross se había despojado de los dos sombreros. Se tranquilizaba extraordinariamente en cuanto se acercaba a su coche.

—Había pensado que amarillo. Después se me ha ocurrido que el rojo siempre le va bien a un Camaro.

—Podemos traer el catálogo de colores y enseñárselo a Lynnette, y que elija ella —propuso Glenna—. ¿Te parece bien, Ross? Nos decidiremos por el que ella señale. ¿Quieres?

—Vale —respondió Ross.

—Señalará el rojo. Le encanta.

—Tranquila, tranquila —le dijo Colin a Lynnette al pasar a su lado camino de la casa.

La niña se puso a gimotear, sin demasiada fuerza. Colin sacó tres cervezas de la nevera. Durante el invierno habían trabajado en el interior de la casa: desprendieron el papel de las paredes, arrancaron el linóleo y la destriparon por completo. Había trozos de material aislante rosa sujetos por trozos de plástico. Aquí y allá había tablas secándose, que servirían para levantar los tabiques. En la cocina tenías que pisar sobre anchos tablones que se combaban. Ross se presentaba allí con frecuencia para echar una mano, pero no había vuelto a ofrecer su ayuda desde que empezó con lo del coche.

Glenna había dicho:

—Creo que empezó a pensar en el coche cuando comprendió que no iba a vivir con nosotros aquí.

Y Colin replicó:

—Ross siempre ha enredado con los coches.

Pero Ross nunca se había preocupado tanto por el aspecto de un coche. Le preocupaban la velocidad de arranque y la máxima velocidad y el ruido del motor, por mínimo que fuese. Había tenido dos accidentes. En el primero, el coche rodó hasta una zanja y él salió sin un rasguño. En el segundo, tomó un atajo, como él decía, por un solar del pueblo y se precipitó sobre un montón de chatarra entre la que había una bañera vieja. Cuando Colin volvió de la universidad para pasar en casa el fin de semana, Ross tenía un lado de la cara lleno de moratones, un corte en una oreja y las costillas cubiertas de esparadrapo.

—He colisionado con una bañera.

—¿Estabas borracho, o colocado?

—Creo que no —contestó Ross.

En aquella ocasión parecía tener en mente algo más que trucar el motor y correr como un rayo por la calle, dejando un reguero de manchas en la calzada. Quería un coche de verdad, lo que llamaban un «coche de ciudad» en la revista que él leía. ¿Sería para encontrar chicas? ¿O simplemente para presumir, conduciendo de una forma respetable con un acelerón de vez en cuando, al arrancar en los semáforos? Quizá en aquella ocasión incluso se aviniera a no instalar un claxon demasiado escandaloso.

—Este coche no es para ir calle arriba y calle abajo como un poseso obligando a la gente a pegar brincos —dijo.

—Así me gusta, Ross —replicó Glenna—. Ya era hora de que sentaras la cabeza.

—Cerveza —ofreció Colin, y la dejó al alcance de Ross.

—Oye, Ross —dijo Glenna—. Gracias —apuntó dirigiéndose a Colin—. Ross, vas a tener que arrancar la tapicería de las puertas. Sí, porque está bien, pero apesta. Se huele desde aquí.

Colin se sentó en el escalón con Lynnette sobre una rodilla, seguro de que no sacaría a colación el tema de la puntualidad de Ross, y mucho menos el de los sombreros. No iba a recordarle a Ross que era el primer trabajo que tenía desde hacía un año. Estaba demasiado cansado y en aquel momento se sentía demasiado tranquilo. En parte, su tranquilidad era obra de Glenna. Glenna no se trataba con nadie que fuera completamente raro, ni emprendía ninguna tarea inútil. Y allí estaba, contemplando su cara en los tapacubos, olfateando la tapicería, tomándose en serio a Ross y su coche, tan en serio que cuando Colin salió del suyo y la vio en cuclillas, sacando brillo, deseó preguntarle si las cosas iban a continuar así todo el verano, pues si ella se ocupaba tanto del coche de Ross no le quedaría tiempo para dedicarse a las obras de la casa. En aquel momento se estaría tirando de los pelos si se lo hubiera dicho. ¿Qué haría él si a Glenna no le cayera bien Ross, si no le hubiera caído bien desde el principio y no le gustara que pasara allí tanto tiempo? Cuando Ross explicó lo único malo que tenía Glenna, el día que se conocieron, y ella sonrió, no por cortesía ni con condescendencia, sino sorprendida y complacida de verdad, Colin sintió algo más que alivio. Supo que a partir de entonces Ross dejaría de ser un peso secreto para él; tendría a alguien con quien compartir a su hermano. Nunca había contado con Sylvia.

La otra idea que se le pasó por la cabeza a Colin era asquerosa en todos los sentidos de la palabra. Ross jamás haría nada. Ross era un mojigato. Se sonrojaba, adelantaba el labio superior y ponía expresión de estar a punto de echarse a llorar cada vez que veía una escena un poco verde en una película.

El sábado por la mañana había un paquete grande de trozos de pollo descongelándose sobre la mesa, lo que le recordó a Colin que Glenna había invitado a Sylvia, a Eddie y a Nancy, su amiga —amiga de Glenna y de Colin— a cenar.

Glenna había ido al hospital, dando un paseo, con Lynnette en el cochecito, a ponerse la inyección para la alergia. Ross ya estaba trabajando. Después de entrar en la casa puso una cinta y dejó la puerta abierta para oírla. Carros de fuego. Era de Glenna. Ross normalmente oía música country.

Colin acababa de volver del almacén de construcción, donde aún no le tenían preparadas las planchas del techo, a pesar de todas sus promesas. Salió a mirar la hierba que había plantado el sábado anterior, una superficie de césped a un lado de la casa protegida con cuerdas. La regó y después se puso a observar a Ross, que estaba lijando las ruedas. Al cabo de poco rato, y casi sin querer, él hacía lo mismo. Era hipnotizante, como decía Glenna; no podías parar. Una vez bien lijadas, habría que pintar las ruedas (para proteger las llantas, se cubrían con papel y cinta aislante) y, una vez seca esta capa, frotarlas con un estropajo de cobre y volver a limpiarlas con un producto a base de cera y grasa. Ross ya lo tenía todo previsto.

Trabajaron toda la mañana y toda la tarde. Glenna hizo hamburguesas para la comida. Cuando Colin le dijo que no podía arreglar el techo de la cocina porque no habían llegado las planchas, ella replicó que de todos modos no habría podido trabajar allí porque tenía que preparar el postre.

Ross fue a la parte alta del pueblo a comprar una pistola para pintar, pintura metálica y blindaje para los neumáticos. Era una buena idea, porque con la pistola se accedía mucho más fácilmente a los recovecos de las ruedas.

Nancy llegó a media tarde, en su minúsculo Chevrolet, con el extraño atuendo que acababa de comprarse: pantalones cortos bastante largos y anchos y una blusa que parecía un saco con agujeros para sacar la cabeza y los brazos, todo ello de color barro y sujeto a la cintura con una larga faja morada hecha de jirones. A Nancy la habían trasladado ese año del parvulario al octavo curso para dar clase de francés, pues tales eran las necesidades del colegio. Era una chica pálida, sin pecho, con pelo crespo del color del maíz y una cara inteligente y tristona. A Colin le resultaba agradable e inquietante. La trataban como a una vieja amiga, y traía su cerveza y su música. Entretenía con su charla a Lynnette y había inventado un nombre especial para ella: Pequeñita-Pequeñaja. Pero ¿de quién era vieja amiga? Hasta el septiembre pasado ninguno de los dos la había visto en su vida. Tenía treinta y pocos años, había vivido con tres hombres y no pensaba casarse. El día que conoció a Sylvia y a Eddie les contó lo de los tres hombres y les habló de las drogas que había tomado. Sylvia la animó a hacerlo. Eddie no la entendió, y cuando mencionó la palabra ácido pensó que se refería al ácido de las baterías. Cada vez que te veía te contaba cómo se sentía. No si tenía dolor de cabeza, un resfriado, la garganta irritada o dolor de pies, sino si estaba deprimida o contenta o lo que fuera. Y hablaba sobre el pueblo de una forma rara. Hablaba de él como si se tratara de una sustancia, un bulto, como si sus habitantes estuvieran pegados los unos a los otros, y como si el bulto —para ella— tuviera unas características especiales y por lo general desagradables.

—Te vi ayer, Ross —dijo Nancy. Se había sentado en el escalón, tras abrir una cerveza y poner Show Some Emotion, de Joan Armatrading. Se levantó y sacó a Lynnette del corralito—. Te vi en el colegio. Estabas muy guapo.

Colin advirtió:

—Esto está lleno de cosas que podría llevarse a la boca. Tornillos y demás. Ten cuidado con ella.

—No te preocupes —replicó Nancy—. Pequeñita-Pequeñaja.

Le hacía cosquillas a Lynnette con el fleco de la faja.

—Monsieur les Deus Chapeaux —añadió—. Mis alumnos de tercero te miraban admirados, y decidimos llamarte así, Monsieur les Deux Chapeaux. El señor de los dos sombreros.

—Sabemos un poco de francés, aunque no te lo creas —intervino Colin.

—Yo no —dijo Ross—. No sé a qué se refiere.

—Vamos, Ross —exclamó Nancy, haciéndole cosquillas a Lynnette—. ¿Quién es mi monito, mi Pequeñaja? Ross, estabas fantástico. Animaste una aburrida tarde de viernes.

Nancy tenía la habilidad de poner a Ross de mal humor. Muchas veces Ross le decía a la cara, y también lo decía a sus espaldas, que estaba loca.

—Estás loca, Nancy. No me viste. Son imaginaciones tuyas, o es que ves doble.

—Sí, claro —replicó Nancy—. Decididamente, Monsieur les Deux Chapeaux. Y cuéntame, ¿qué estás haciendo? ¿Arreglando coches otra vez?

—De momento estamos pintando las ruedas —le contestó Colin.

Ross no dijo nada.

—Yo hice un curso —continuó Nancy—. Un curso de mecánica elemental para saber qué le pasaba a mi coche y no tener que ir al garaje chillando como una mujercita. —Chilló como una mujercita—: «Ay, hace un ruido muy raro. Dígame qué hay debajo del capó. ¡Dios mío, un motor!» bueno, pues para que no me pasara eso hice un curso, y llegó a interesarme tanto que hice otro y pensé en trabajar de mecánico. Estuve a punto de meterme en serio, pero la verdad es que soy muy convencional y me pareció demasiado engorro. Prefiero dar clases de francés.

Apoyó a Lynnette en una cadera y se acercó a ver el motor.

—Oye, Ross, ¿vas a limpiar esto con vapor?

—Sí —respondió Ross—. Tendré que alquilar una máquina.

—Yo viví con un chico que arreglaba coches y, ¿sabes lo que hacía? Cuando tenía que alquilar una máquina de vapor, preguntaba a la gente si alguien quería lo mismo y les cobraba diez dólares. Así amortizaba el alquiler.

—Pues qué bien —replicó Ross.

—Solo era una idea. Vas a necesitar otra abrazadera para el radiador, ¿no? Los V-8 llevan el radiador detrás de la abrazadera.

Después de aquello a Ross se le pasó el mal humor —comprendió que no valía la pena— y se puso a enseñarle cosas a Nancy.

—Vamos, Colin —dijo Nancy—. Según Glenna, nos hace falta más nata montada. Podemos ir en mi coche. Coge tú a Lynnette.

—No llevo camisa.

—A Lynnette no le importa. Yo entraré en la tienda. Vamos, Glenna la necesita ahora mismo.

En el coche, Nancy dijo:

—Quería hablar contigo.

—Me lo imaginaba.

—Es sobre Ross. Sobre lo que está haciendo.

—¿Te refieres a lo de los sombreros? ¿Qué dijo Davidson?

—No me refiero a eso, sino al coche.

Colin se sintió aliviado.

—¿Qué pasa con el coche?

—El motor, Colin. Es demasiado grande. No puede adaptar semejante motor a esa carrocería.

Su voz tenía un tono dramáticamente profundo y pausado.

—Ross sabe bastante de coches —replicó Colin.

—Y yo te creo. No he dicho que Ross sea tonto. Claro que sabe. Pero si pone ese motor, me temo que se romperá el eje, no inmediatamente, pero sí tarde o temprano, y suele ser temprano. Los chavales lo hacen mucho. Colocan un motor grande y potente para conseguir la aceleración y la velocidad que quieren, y un día el coche se destroza. Se lo cargan, literalmente. El eje se rompe. Con los chavales jóvenes lo que ocurre es que muchas veces antes se les estropea otra cosa o dejan el coche para el desguace. Quizá él haya hecho lo mismo sin que le pasara nada, y ahora piensa que no pasará nada. No estoy presumiendo de experta, Colin. Te lo juro por Dios que no.

—Bien, bien —replicó Colin.

—Sabes que no, Colin.

—Sí, lo sé.

—No he tenido valor para decírselo a Ross. Está tan emperrado en este asunto… Eso decís aquí, ¿no? Emperrado. No podía soltarle una cosa así. Además, a lo mejor no me creería.

—No sé si me creerá a mí tampoco —replicó Colin—. Oye, ¿estás completamente segura?

—¿Cómo que «completamente»? —protestó Nancy, con aquel tono de falsedad que Colin tenía que creer sincero—. Claro que estoy completamente segura, si no, no habría abierto la boca.

—Ross sabe que va a instalar un motor más grande. Lo sabe perfectamente. Debe de suponer que le va bien.

—Pues supone mal, Colin. Quiero a Ross, y no me gustaría estropearle los planes.

—Más valdría que Sylvia no se enterase de lo que has dicho.

—¿De qué? Ella tampoco quiere que se mate.

—Que quieres a Ross.

—Os quiero a todos, Colin —repuso Nancy entrando en el aparcamiento de Mac’s Milk—. De verdad.

—Voy a contaros lo que hice —dijo Sylvia dirigiéndose sobre todo a Nancy, tras el cuarto vaso de rosado—. Me di una fiesta para celebrar mi vigésimoquinto aniversario de boda. ¿Qué os parece?

—¡Estupendo! —exclamó Nancy.

Sylvia acababa de contarle el chiste del negro y el blanco en los urinarios, y Colin observó que Nancy apenas lo entendía.

—Quiero decir, sin marido. O sea, ya no vivía conmigo, ni yo con él. Eso sí, él seguía vivo, en Peterborough. Ahora ya no. Pero me dije: «Llevo casada veinticinco años, y todavía sigo casada. Así que, ¿no me merezco una fiesta?».

Nancy contestó:

—Desde luego que sí.

Estaban sentados a la mesa, en el jardín de atrás, a escasos metros de la puerta de la cocina, bajo el cerezo en flor. Glenna había puesto un mantel blanco y la vajilla de porcelana de la boda.

—El año que viene esto será un patio —afirmó.

—Mira —dijo Sylvia—. Si hubieras puesto cosas de plástico, ahora podrías quitarlas y tirarlo todo a la basura.

Eddie le encendió el cigarrillo a Sylvia. Él no había parado de fumar durante toda la comida.

Nancy sacó una fresa empapada de la corona de merengue, que se había deshecho.

—Se está muy bien aquí —comentó.

—Al menos todavía no hay bichos —intervino Glenna.

Sylvia dijo:

—Es verdad. Las fresas estarán mucho más baratas el próximo fin de semana, pero no se podrán comer aquí fuera, por los bichos.

A Nancy le hicieron gracia las palabras de Sylvia. Se echó a reír, y Eddie siguió su ejemplo. Por alguna razón, nada clara —con él tenía que ser así—, admiraba a Nancy y todo lo que ella hacía. Sylvia, desconcertada pero jovial, con la cara radiante como una rosa de papel que empieza a arrugarse por los bordes, dijo:

—Yo no le veo la gracia. ¿Qué he dicho?

—Continúa —la animó Ross.

—¿Con qué?

—Con lo de la fiesta de aniversario.

—¡Ay, Ross! —exclamó Glenna. Se levantó y encendió los farolillos de plástico de colores que colgaban de un cordel junto a la pared de la casa—. Debería haberle dicho a Colin que pusiera alguno en el cerezo.

—Bueno, por entonces Colin tenía trece años y Ross doce —dijo Sylvia—. Todo el mundo se sabe esto de memoria menos tú, Nancy. Veinticinco años de casada y mi hijo mayor solo tenía trece años. Seguramente ese fue el problema. Después de tanto tiempo sin hijos, ya nos habíamos convencido de que no los tendríamos nunca. Al principio estábamos seguros de que sí tendríamos; después nos desilusionamos y nos acostumbramos a ello, durante mucho tiempo, más de diez años de matrimonio. ¡Y de repente me quedo embarazada! De Colin. ¡Y al cabo de ni siquiera doce meses, once meses y tres días después, otro! ¡Ese era Ross!

—¡Viva! —exclamó Ross.

—Supongo que entonces al pobre hombre le dio miedo que empezara a tener niños cada vez que él se despistara y se marchó.

—Lo trasladaron —corrigió Colin—. Trabajaba en el ferrocarril y cuando quitaron el tren de pasajeros que pasaba por aquí lo trasladaron a Peterborough.

Colin no conservaba muchos recuerdos de su padre. Una vez, bajando por la calle, su padre le regaló una barra de caramelo. Aquel gesto tuvo un aire más cortés y oficial —el padre llevaba el uniforme— que íntimo y paternal. A Colin le daba la impresión de que Sylvia no sabía cómo tratar a los hijos y al marido, de que había llevado su matrimonio por mal camino sin querer.

—No es que simplemente trabajara en el ferrocarril —dijo Sylvia—. Era revisor. Al principio del traslado a veces volvía en autobús, pero detestaba los autobuses y no sabía conducir. Poco a poco dejó de venir a vernos y murió justo antes de jubilarse. A lo mejor entonces habría vuelto, ¿quién sabe?

(Glenna pensaba, y así se lo hizo saber a Colin, que si Sylvia hablaba con tanto desenfado sobre la fiesta de aniversario en solitario era por pura fanfarronería, que había invitado a su marido y él no había asistido).

—Bueno, con él o sin él, habría dado una fiesta —continuó Sylvia—. Invité a un montón de gente. Había invitado a Eddie, pero todavía no le conocía tan bien como ahora. Me parecía demasiado fino. —Le dio un codazo a Eddie en el brazo. Todo el mundo sabía que la fina había sido su segunda mujer—. Era agosto, hacía buen tiempo y pudimos estar fuera, como aquí. Coloqué varias mesas con caballetes, y preparé un barreño entero de ensalada de patatas, además de costillas y pollo frito, varios postres, pasteles y una tarta helada que me hicieron en la panadería. Y dos ponches de fruta, uno con y otro sin alcohol. ¡Al que llevaba alcohol le echaron mucho más a lo largo de la noche porque los que iban viniendo le ponían vodka y coñac o lo que trajeran sin que yo lo supiera!

Ross intervino:

—¡Todos pensaban que Colin se había caído dentro!

—Bueno, pues no se cayó —replicó Sylvia—. Era mentira.

Un rato antes, Colin y Nancy habían recogido juntos la mesa, y cuando se quedaron a solas en la cocina, Nancy preguntó:

—¿Le has dicho algo a Ross?

—Todavía no.

—Pero lo harás, ¿no, Colin? Es muy grave.

Glenna la oyó al entrar con una fuente llena de huesos de pollo, aunque no hizo ningún comentario.

Colin explicó:

—Nancy piensa que Ross está cometiendo un error con su coche.

—Un error fatal —añadió Nancy.

Colin volvió a salir, mientras Nancy hablaba con Glenna bajando la voz, en tono apremiante.

—Y hubo música —dijo Sylvia—. Bailamos en la acera, delante de la puerta, y también había gente en la parte de atrás. Poníamos discos en el salón, con las ventanas abiertas. ¡Hasta vino un policía y se puso a bailar con nosotros! Fue justo después de que instalaran farolas rosas en esa calle, así que dije: «¿Veis las luces que han puesto para mi fiesta?». ¿Adónde vas? —le preguntó a Colin, que se había levantado.

—Quiero enseñarle una cosa a Eddie.

Eddie se levantó, con expresión satisfecha, y dio la vuelta a la mesa con pasos silenciosos. Llevaba unos pantalones de cuadros marrones y amarillos, unos cuadros no demasiado escandalosos, camisa deportiva amarilla y pañuelo rojo oscuro al cuello.

—¿No está elegante? —comentó Sylvia, y no por primera vez—. ¡Eddie, qué coqueto eres! Colin no quiere oír el resto de la historia.

—Pues es lo mejor —intervino Ross—. ¡Adelante!

—Quiero enseñarle a Eddie una cosa, y también hacerle unas preguntas —repuso Colin—. En privado.

—El resto es como de noticia del periódico —dijo Sylvia.

Glenna replicó:

—Es horrible.

—Va a enseñarle a Eddie su adorado césped —continuó Sylvia—. Y además, quiere impedirme que lo cuente. ¿Por qué? Él no tuvo la culpa. Bueno, en parte sí, pero esas cosas le pasan a mucha gente, solo que con un final peor, incluso trágico.

—Desde luego que podría haber sido trágico —dijo Ross riendo.

Mientras rodeaba la casa con Eddie, Colin oyó la risa de Ross. Dejaron atrás la cerca de cuerda y el césped recién plantado. En el jardín había un poco de luz de las farolas, pero insuficiente. Colin encendió el farol de la puerta.

—Bueno, ya estamos. ¿Ves el coche de Ross? —preguntó Colin.

Eddie contestó:

—Ya lo he visto más veces.

—Espera.

El coche de Colin estaba aparcado de tal modo que los faros podían iluminar lo que él quería, y llevaba las llaves en el bolsillo. Subió, puso el motor en marcha y encendió los faros.

—Así está mejor —dijo Colin—. Échale un vistazo al motor con esta luz.

Eddie replicó:

—De acuerdo.

Se acercó al coche y se quedó contemplando el motor envuelto en el haz de luz.

—Ahora mira la carrocería.

—Sí —contestó Eddie, girando un poco, pero sin agacharse.

Con aquella ropa, no debía de apetecerle acercarse demasiado a nada.

Colin apagó los faros y el motor y salió del coche. En la oscuridad volvió a oír la risa de Ross.

—Me han dicho que el motor es demasiado grande —explicó Colin—. La persona que me lo ha dicho piensa que el eje quedará destrozado y que el coche acabará por volcar, pero yo no sé mucho de coches. ¿Tiene razón?

No quería decirle que la persona en cuestión era Nancy, no porque se tratase de una mujer, sino porque a Eddie le encantaba cualquier cosa que hiciera o dijera Nancy, hasta el extremo de quedar hipnotizado e incapaz de expresar su opinión en ninguna circunstancia.

—Es un motor grande —contestó Eddie—. Un V-8 350, de Chevrolet.

Colin no le dijo que ya lo sabía.

—¿Es demasiado grande? —insistió—. ¿Y peligroso?

—Sí, es un poco grande.

—¿Has visto algún motor como este en una carrocería parecida?

—Sí, sí. La gente hace cualquier cosa.

—¿Puede provocar un accidente, como me han asegurado?

—Es difícil predecirlo.

La mayoría de la gente, después de esto, explica lo que es difícil de predecir. Eddie no.

—¿Seguro que romperá el eje?

—No, seguro, no —respondió Eddie tranquilamente—. Yo no diría tanto.

—Pero ¿es posible?

—Hombre…

—¿Debo advertir a Ross?

Eddy soltó una risita nerviosa.

—A Sylvia no le gusta mucho que le digas nada a Ross.

Colin no se cayó en el ponche cargado de alcohol. Ni Ross ni él ni la media docena de chicos que había se acercaron tanto al centro de la fiesta. No le prestaron ninguna atención, y bebieron únicamente latas, latas de Coca-Cola y naranjada que alguien había traído y había dejado junto a la escalera de atrás. Comieron las patatas fritas que había, pero no tocaron la comida de las mesas, con la que había que usar tenedores y platos. No les interesaba lo que hacían los adultos. Unos años antes se habrían puesto a fisgonear por allí y a observarlo todo, con la intención de burlarse e incordiar, pero ya no le daban ninguna importancia a ese mundo, el mundo de los adultos, ni en la fiesta ni en ninguna otra ocasión.

Las cosas que pertenecían a los adultos eran otra historia. Aún despertaban su interés, y en los coches aparcados en el negro sendero las encontraron en abundancia. Herramientas, palas, cadenas para la nieve del último invierno, botas, varias trampas. Impermeables desgarrados, una manta, revistas con fotografías guarras. Una escopeta.

La escopeta estaba en el asiento trasero de un coche que no tenía la llave puesta. Era una escopeta de caza. Nadie se opuso a que la sacaran, la miraran, hicieran comentarios expertos y apuntaran con ella a pájaros imaginarios.

Algunos advirtieron que había que tener cuidado.

—No está cargada.

—¿Cómo lo sabes?

Colin no llegó a enterarse de cómo lo sabía aquel chico. Estaba pensando en que Ross no debía ponerle las manos encima, pues, cargada o no, se le dispararía. Para evitarlo, la agarró y jamás llegó a saber lo que ocurrió a continuación, ni a recordarlo. No recordaba haber apuntado. No habría podido. No recordaba haber apretado el gatillo, porque eso era precisamente lo que no hubiera podido hacer. No hubiera sabido. No recordaba el ruido de un disparo; solo la conciencia de que había sucedido algo, la conciencia que se tiene cuando te despierta un ruido fuerte y durante unos instantes parece demasiado lejano e inevitable para prestarle atención.

En aquel preciso instante estallaron en sus oídos gritos y chillidos. Uno de los gritos salió de la boca de Ross, lo que debería haber significado algo para Colin. (Las personas a las que matan de un disparo, ¿suelen gritar?). Colin no vio caer a Ross. Lo que sí vio —y lo que siempre recordó— fue a Ross tendido en el suelo, boca arriba, con los brazos abiertos y una mancha oscura extendiéndose desde su cabeza.

No podía haber estado allí antes… ¿Había un charco?

Olvidando su desprecio por el mundo y por la ayuda de los adultos, un par de chicos se precipitaron por el sendero que llevaba a la casa de Sylvia, chillando: «¡Ross está muerto! ¡Colin le ha disparado! ¡Ross! ¡Está muerto! ¡Colin le ha disparado! ¡Colin! ¡Ross!».

Cuando consiguieron que lo entendieran las personas que estaban sentadas alrededor de la mesa del jardín trasero —algunas habían oído el disparo, pero lo habían tomado por un petardo— y cuando los primeros hombres llegaron corriendo al lugar de la tragedia, Ross estaba sentado, estirando los brazos, con expresión maliciosa y avergonzada. Los chicos que no habían ido a buscar ayuda le vieron moverse y pensaron que estaba vivo, aunque herido. No tenía herida alguna. La bala ni le había rozado. Había dado en el cobertizo, un poco más allá del sendero, el cobertizo donde un viejo afilaba patines en invierno. Todos estaban ilesos.

Ross aseguraba que el ruido del disparo le había dejado sin conocimiento o le había tirado al suelo, pero, conociendo a Ross, todos creían o sospechaban que había montado el número a propósito, sin pensárselo dos veces. La escopeta yacía sobre la hierba, junto al sendero, donde la había tirado Colin. Ninguno de los chicos la había recogido; nadie quería tocarla ni acercarse a ella, si bien comprendían que había que confesarlo todo: que la habían sacado del coche sin que nadie les hubiera dado permiso, y que todos eran igualmente culpables.

Pero sobre todo Colin. Colin era el culpable. Y había huido.

Eso gritaron al unísono, tras el susto por Ross.

—¿Qué ha pasado? ¿Te encuentras bien, Ross? ¿Te ha dado? ¿Dónde está la escopeta? ¿Seguro que estás bien? ¿De dónde habéis sacado la escopeta? ¿Por qué has hecho creer que te habían herido? ¿Quién ha disparado? ¿Quién ha sido? ¡Colin!

—¿Dónde está Colin?

Nadie recordaba siquiera en qué dirección se había marchado. Nadie recordaba haber visto que se marchara. Le llamaron, pero no hubo respuesta. Registraron los alrededores del sendero para comprobar si se había escondido. El agente de policía subió a su coche, y lo mismo hicieron otras personas, y recorrieron las calles de arriba abajo, incluso llegaron a la autopista, a varios kilómetros, para ver si le sorprendían en plena huida. Ni rastro. Sylvia fue a su casa y miró en los armarios y bajo las camas. La gente deambulaba de un lado a otro, chocando entre sí; registraban los arbustos a la luz de las linternas, llamaban a Colin a gritos.

De repente Ross dijo que sabía dónde tenían que buscar.

—En el puente del Tiplady.

Se refería a un puente de hierro a la antigua usanza que cruzaba el río Tiplady. Lo habían dejado allí a pesar de haber construido otro moderno, de cemento, río arriba, de modo que el ensanche de la autopista se desviaba a esa altura del pueblo. La carretera que llevaba hasta el puente antiguo estaba cortada al tráfico y el puente había sido declarado zona peligrosa, pero la gente nadaba y pescaba allí, y por las noches rodeaban a trompicones el cartel de CARRETERA CORTADA para aparcar. El asfalto estaba resquebrajado, las bombillas de las farolas se habían fundido y no las habían repuesto. Circulaban rumores y chistes sobre aquella luz que daban a entender que entre los que aparcaban sus coches por los alrededores se contaban funcionarios del ayuntamiento que preferían la oscuridad.

El puente estaba a solo dos manzanas de la casa de Sylvia. Los chicos corrían en cabeza; Ross no iba delante, sino a la zaga, pensativo. Sylvia iba a su lado, y le dijo que se diera prisa. Llevaba tacones altos y un vestido con falda de tubo, demasiado ceñido en las caderas, que le molestaba para andar.

—Más vale que estés en lo cierto —dijo, sin decidirse aún sobre con qué hijo debía enfadarse más.

No le había dado tiempo a recuperarse de la impresión de que Ross no hubiera resultado herido cuando tuvo que empezar a preocuparse por la posibilidad de no volver a ver a Colin. Algunos invitados estaban lo bastante borrachos o carecían del tacto suficiente para no expresar en voz alta la duda de si se habría lanzado al río Tiplady.

El policía asomó la cabeza por la ventanilla del coche y les dijo que quitaran la barrera de la carretera. A continuación pasó e iluminó el puente con los faros.

La parte superior no se distinguía bien con aquella luz, pero vieron a alguien sentado arriba.

—¡Colin!

Colin había trepado hasta las vigas de hierro y estaba allí agazapado.

—¡Colin! ¡No puedo creer lo que has hecho! —le gritó Sylvia—. ¡Baja ahora mismo de ahí!

Colin no se movió. Parecía aturdido. En realidad, estaba tan deslumbrado por las luces del coche de policía que no habría podido bajar aunque hubiera querido.

El policía le ordenó que bajara, y después otras personas. Él se negó a hacer el menor movimiento. En medio de tantos reproches y órdenes, Sylvia cayó en la cuenta de que Colin no sabía que Ross no estaba muerto.

—¡Colin, a Ross no le ha pasado nada! —le gritó—. ¡Colin! ¡Tu hermano está aquí, a mi lado! ¡Ross está vivo! —Colin no respondió, pero Sylvia creyó ver que giraba la cabeza, como para mirar hacia abajo—. Aparta esos puñeteros faros —le dijo al policía, que era una especie de novio suyo—. Enfoca a Ross, si te empeñas en enfocar algo.

—¿Y si colocamos a Ross en medio de la luz? —dijo el policía—. Después podemos apagar los faros para que el chico baje ¡Escucha, Colin! —gritó—. Vamos a enseñarte a Ross. ¡No está herido ni nada parecido!

Sylvia empujó a Ross hacia el haz de luz.

—Abre bien la boca y habla alto —le ordenó—. Dile a tu hermano que estás vivo.

Colin estaba ayudando a Glenna a limpiar. Pensó en lo que había dicho su madre sobre los platos y los manteles de plástico que se tiran a la basura sin más. No existía la menor posibilidad de que Glenna los utilizara jamás. Su madre no entendía a Glenna; no la entendía en absoluto.

Glenna estaba agotada, tras haber preparado una cena más complicada de lo necesario que únicamente ella sabía valorar.

No, no era cierto. Él también la valoraba, aunque no entendía qué necesidad había. Valoraba cualquier paso que Glenna diera para apartarle del estado de confusión de su madre.

—No sé qué decirle a Ross.

—¿Sobre qué? —preguntó Glenna.

Estaba tan cansada, pensó Colin, que no recordaba lo que le había contado Nancy. Colin se sorprendió pensando en la noche antes de su boda. Glenna llevaba cinco damas de honor, elegidas por su altura y aspecto más que por su relación de amistad, y había confeccionado los vestidos de todas, siguiendo un patrón suyo. También cosió su vestido, y todos los guantes y tocados. Cada guante llevaba dieciséis botoncitos forrados. Los terminó a las nueve y media de la noche anterior a la boda. Después subió a su cuarto, muy pálida. Colin, que se había quedado en su casa, fue a ver cómo estaba y se la encontró llorando, aún con unos trozos de tela de color en la mano. No logró que se calmara y llamó a su madre, que dijo: «Ella es así, Colin. Exagerada para todo».

Glenna no paraba de sollozar y dijo, entre otras cosas, que vivir no servía para nada. Al día siguiente estaba muy guapa, como un ángel; su cara no mostraba las huellas del llanto, y brindó por su felicidad.

Seguramente aquella cena no la había dejado tan cansada como los trajes de las damas de honor, pero había llegado el momento en que adquiría una expresión severa y una palidez profunda, como si hubiera muchas cosas cuestionables.

—No va a buscar otro motor —dijo Colin—. No podría pagarlo. Ya le debe dinero a Sylvia por ese. Además, quiere un motor grande. Quiere un coche potente.

Glenna preguntó:

—¿Es tan importante?

—Claro que sí. Por la aceleración y la potencia. Un motor así es muy importante.

Colin comprendió que Glenna quizá no se refiriese a eso. Quizá no quería decir: «¿Es tan importante el motor?», sino «Si no es esto, será otra cosa».

(Estaba sentada en la hierba, sacando brillo a los tapacubos. Olfateó la tapicería de las puertas. Había dicho: «Que Lynnette elija el color»).

Quizá hubiera querido decir: «¿Por qué no lo dejamos?».

Colin echó la basura en una bolsa de plástico y la ató por arriba.

—Si hay peligro, no quiero que Lynnette y tú vayáis con él.

—Colin, no se me ocurriría —replicó Glenna, con dulzura, con asombro—. ¿Crees que iría con él en ese coche o que dejaría que fuera Lynnette? Por supuesto que no.

Colin sacó la basura y Glenna se puso a barrer el suelo. Cuando volvió a entrar, ella dijo:

—Acabo de pensar una cosa: que dentro de poco estaré barriendo las baldosas negras y blancas y ni siquiera podré recordar este viejo suelo de madera. No nos acordaremos. Deberíamos sacar fotografías para recordar lo que hemos hecho. —Después añadió—: Creo que Nancy dramatiza muchas veces. Me refiero a Lynnette y a mí. Pero, sí, exagera mucho.

A Colin le sorprendía la capacidad de Glenna para imaginarse las cosas. La casa, cada una de las habitaciones, todo ya terminado. Ya tenía situados los muebles que aún no habían comprado; había elegido los colores según la orientación meridional o septentrional, según la luz matutina o vespertina. Glenna podía retener mentalmente una sucesión ordenada de habitaciones, una distribución minuciosa, armónica, que ella comprendía a la perfección.

A Glenna no se le venían encima los problemas, ni la sumían en un mar de dudas y angustias. Las soluciones aguardaban como una sucesión de habitaciones. Siempre encontraba un medio para resolver las cosas sin hablar ni pensar en ellas. Y su paciencia y dulzura cotidianas no alteraban ese medio, ni siquiera influían sobre él.

Al principio, con las luces y el alboroto, lo único que pensó era que habían ido a detenerle. No le importaba. Él sabía lo que había hecho. No había huido por aquel atajo ni se había encaramado al puente en la oscuridad para que no le castigaran. No tenía miedo; no temblaba del susto. Sentado en las estrechas vigas, notó la frialdad del hierro, a pesar de la noche estival, y también él tenía frío, pero mantenía la calma, con toda la maraña de su vida, y la de la vida de otras personas de aquel pueblo, doblada, como una fotografía doblada y ahuecada, de modo que se ve lo que hay debajo. Nada. Ross tendido en el suelo con un charco alrededor de la cabeza. Ross reducido al silencio; él, un asesino. Igual: nada. No sentía ni alegría ni pena. Tales sentimientos eran demasiado endebles; impertinentes. Más adelante se enteró de que la mayoría de la gente y, al parecer, también su madre, pensaba que había subido al puente movido por el remordimiento y que acariciaba la idea de arrojarse al río Tiplady. Jamás se le pasó por la cabeza. En cierto modo se olvidó de la existencia del río. Olvidó que un puente es una construcción sobre un río y que su madre era una persona que podía darle órdenes.

No; más que olvidarlo, comprendió lo absurdo que era. Lo absurdo que era tener un nombre, y precisamente Colin, y que la gente lo pronunciara a gritos. Era absurdo incluso pensar que había disparado contra Ross, aunque supiera que lo había hecho. Pero lo más absurdo era pensar en aquellas palabras sueltas. Colin. Disparo. Ross. Verlas como acciones, algo independiente y nítido, un acontecimiento, algo importante.

No pensaba en tirarse al río ni en nada de lo que pudiera hacer a continuación, ni en cómo seguiría su vida a partir de entonces. Parecía no solo innecesario, sino imposible. Su vida se había tronchado, y ya no quedaba nada sobre lo que reflexionar.

Le decían que Ross no estaba muerto.

No está muerto, Colin.

No le has disparado.

Era de guasa.

Ross quería gastarle una broma.

Una broma de Ross.

No has matado a nadie, Colin. La escopeta se disparó, pero no le ha pasado nada a nadie.

¿Lo ves, Colin? Está aquí.

Aquí está Ross. No se ha muerto.

—¡No estoy muerto, Colin!

—¿Lo has oído? ¿Has oído lo que ha dicho? ¡Que no está muerto!

Venga, puedes bajar.

Ya puedes bajar.

Vamos, Colin. Baja de ahí.

Fue entonces cuando todo empezó a ser como antes. Vio a Ross ileso, sin lugar a dudas, iluminado por la luz de los coches. Ross subido a hombros, animado y un poco nervioso, pero no con deseos de pedir perdón. Ross, que parecía dar brincos incluso cuando estaba inmóvil y reírse a carcajadas aun cuando ponía todo su empeño en cerrar la boca.

El mismo.

Colin se sentía mareado y enfermo ante la fuerza de las cosas que volvían a la vida, el caos y la emoción. Era tan doloroso como la sangre ardiente al fluir por las partes heladas del cuerpo. Obediente, empezó a bajar. Varias personas aplaudieron y le vitorearon. Tenía que concentrarse para no escurrirse. Se sentía débil y entumecido por haber estado allí sentado tanto tiempo. Y tenía que evitar pensar con demasiada precipitación sobre lo que había estado a punto de suceder.

Comprendió que andarse con cuidado para que no volviera a ocurrir algo así —ni a Ross y ni a él— sería su tarea de por vida.