LA LUNA EN LA PISTA DE HIELO DE ORANGE STREET

Sam se llevó una sorpresa al entrar en la tienda de baratillo de Callie. Esperaba encontrar un montón de cosas de comer, chucherías, olor a rancio, quizá baratijas deslucidas y adornos de Navidad olvidados, pero se topó con un establecimiento ocupado en su mayor parte por juegos de vídeo. Unos letreros manuscritos con tinta roja y azul advertían sobre los peligros del alcohol, las peleas, el callejeo y las palabrotas. La tienda estaba llena de temblones ruidos electrónicos, luces deslumbrantes y chavales de aspecto amenazador y moderno, con afeitados y maquillajes extraños. Detrás del mostrador estaba sentada Callie, también muy maquillada y con una peluca de un rubio rosado. Estaba leyendo un libro de bolsillo.

Sam pidió un paquete de cigarrillos, para ponerla a prueba. Callie dejó el libro, y Sam miró el título. Mi amor allí donde sopla el viento, de Verónica Gray. Callie le dio las vueltas, se colocó el jersey alrededor de los hombros y cogió el libro, todo ello sin mirarle. El jersey estaba salpicado de trémulas bolitas de lana rosas y blancas, como palomitas de maíz. Callie esperó al último momento para dirigirse a Sam.

—¿Te ha dado por fumar en la vejez, Sam?

—Creía que no me habías reconocido.

—Te reconocería aunque te pintaras de negro —replicó Callie, satisfecha de sí misma—. Te he reconocido en cuanto has entrado por esa puerta.

Sam tiene sesenta y nueve años y es viudo. Se aloja durante unos días en el motel Three Little Pigs, junto a la autopista, de camino a la casa de su hija casada, que vive en Pennsylvania. A pesar de todo lo que le contaba a su mujer sobre Gallagher, nunca quiso llevarla a ver el pueblo. En cambio, fueron a Hawai, a Europa, incluso a Japón.

Ahora da paseos por Gallagher. Muchas veces es la única persona que va a pie. El tráfico es intenso y no tan variado como antes. Las fábricas han dado paso a las industrias de servicios. A Sam todo se le antoja un poco desastrado, pero podría deberse a que ahora vive en Victoria, en Oak Bay, un barrio bonito y caro lleno de jubilados pudientes como él.

Antes la casa de huéspedes Kernaghan era la última del pueblo, el último edificio. Sigue allí, aún cercana a la acera, pero el pueblo se ha extendido un poco por todos lados. Una gasolinera de Petro-Car. Un almacén de neumáticos con un gran aparcamiento. Varias casas nuevas, bajas. Han pintado la pensión Kernaghan de un azul pálido, invernal, pero por lo demás parece descuidada. En lugar del porche, donde cada huésped tenía su silla, Sam ve una galería acristalada llena de materiales aislantes, un colchón reventado, biombos y pesadas ventanas dobles. Antes la casa estaba pintada de castaño claro, con molduras marrones. Todo estaba increíblemente limpio. El polvo suponía un gran problema, al encontrarse la casa tan cerca de la carretera, sin asfaltar en aquella época. Pasaban continuamente caballos y personas a pie, así como los coches y camiones de los agricultores. «Hay que estar siempre pendiente», decía la señorita Kernaghan, refiriéndose al polvo. En realidad era Callie quien estaba pendiente del asunto. Callie Kernaghan tenía diecinueve años cuando Sam y Edgar Grazier la vieron por primera vez, y hubiera podido pasar por doce. Trabajadora infatigable, algunas personas la llamaban sierva, la sierva de la señorita Kernaghan, o esclava. Se equivocaban al pensar que a ella le importaba.

A veces una mujer que venía del campo arrastrando una cesta con huevos y mantequilla se paraba a descansar en los escalones de la puerta. O una chica se sentaba para quitarse las botas de caucho y ponerse los zapatos; escondía las botas en la zanja y después las recogía cuando volvía a su casa. Desde la oscuridad de la ventana del comedor, la señorita Kernaghan gritaba: «¡Que esto no es el banco de un parque!». La señorita Kernaghan era una mujer grandona, de hombros cuadrados, torpe, plana por delante y por detrás, con el pelo teñido de henna, la cara inmensa, empastada de polvos blancos, y los labios colgantes, con una gruesa capa de carmín. Sobre ella circulaban rumores de lascivia, más sombríos e insostenibles que los rumores sobre su tacañería y avaricia. Algunos decían que Callie, supuestamente expósita, era hija de la señorita Kernaghan, pero los huéspedes tenían que andarse con pies de plomo. Ni alcohol, ni tabaco, ni palabrotas ni mala conducta, les dijo a los Grazier el primer día. Y a continuación, después del Día de Acción de Gracias, también les prohibió comer en la habitación, porque trajeron de su casa una caja grande y grasienta de bollos. «Es por los ratones», les explicó.

La señorita Kernaghan decía con frecuencia que nunca había alojado a chicos en su casa. Parecía como si les estuviera haciendo un favor. Tenía otros cuatro huéspedes. Una viuda, la señora Cruze, muy mayor pero capaz de cuidar de sí misma; una mujer que trabajaba de contable en la fábrica de guantes, la señorita Verne; un soltero, Adam Delahunt, que trabajaba en el banco y daba clase en la escuela dominical, y una joven elegante y despectiva, Alice Peel, que estaba prometida a un policía y trabajaba de telefonista. Los cuatro ocupaban las habitaciones del piso de arriba. La señorita Kernaghan dormía en el sofá del comedor y Callie en el de la cocina. A Sam y Edgar les adjudicaron la buhardilla. Habían colocado dos estrechas camas con armazón de metal a ambos lados de una cómoda y una alfombra.

Tras echar un vistazo, Sam convenció a Edgar de que bajara y preguntara si no había sitio para colgar la ropa.

—No pensaba que los chicos como vosotros tuvieran tanta ropa —respondió la señorita Kernaghan—. Nunca había alojado a chicos. ¿Por qué no hacéis lo mismo que el señor Delahunt? Él mete los pantalones debajo del colchón todas las noches y se le mantiene la raya estupendamente.

Edgar pensó que era su última palabra, pero al cabo de un rato entró Callie con un palo de escoba y alambre. Se subió al escritorio y les fabricó un perchero enrollando el cable alrededor de una viga.

—Podíamos hacerlo nosotros —dijo Sam.

Contemplaban con curiosidad pero sin entusiasmo la ropa interior de Callie, de color gris. Ella no replicó. Incluso había llevado unas perchas. Por alguna razón, los chicos sabían que aquello era únicamente cosa suya.

—Gracias, Callie —dijo Edgar, un chico esbelto con una mata de rizos rubios, dirigiéndole la sonrisa tímida y dulce que tan poco éxito había cosechado en el piso de abajo.

Callie contestó en el tono áspero que empleaba en la verdulería para pedir buenas patatas.

—¿Os parece bien?

Sam y Edgar eran primos, no hermanos, como casi todo el mundo creía. Tenían la misma edad —diecisiete años— y los habían enviado a Gallagher a estudiar en la escuela de comercio. Se habían criado a unos dieciséis kilómetros de allí y habían ido al mismo colegio rural y a la misma escuela preparatoria. Tras un año en la escuela de comercio, podrían encontrar trabajo en bancos u oficinas o estudiar contabilidad. No iban a volver al campo.

Lo que realmente querían ser, desde que tenían unos diez años, era acróbatas. Llevaban años entrenándose y habían hecho exhibiciones en los conciertos de la escuela preparatoria. Allí no había gimnasio, pero sí paralelas y barra de equilibrios y colchones, en el sótano. En casa se entrenaban en el granero, y en la hierba cuando hacía buen tiempo. ¿Cómo se ganaban la vida los acróbatas? Sam fue quien empezó a plantearse esta pregunta. No se imaginaba en un circo con Edgar. Para empezar, no eran suficientemente morenos. (Tenía la idea de que todos los que trabajaban en los circos eran gitanos). Pensaba que debía de haber acróbatas que trabajaran por su cuenta, ofreciendo espectáculos en las ferias y los atrios de las iglesias. Recordaba haber visto a unos cuando era pequeño. ¿De dónde eran? ¿Qué tal les pagaban? ¿Cómo podría unirse a ellos? Tales interrogantes empezaron a inquietar a Sam cada día más, mientras que a Edgar no le preocupaban lo más mínimo.

A principios del otoño, antes de la cena, cuando aún había luz, se entrenaban en el solar del otro lado de la calle, enfrente de la casa de huéspedes, que tenía el suelo bastante llano. Se ponían las camisetas y los calzoncillos de lana. Los ejercicios de calentamiento consistían en volteretas, saltos mortales y dobles saltos mortales, y a continuación saltaban juntos. Formaban signos con los cuerpos —jeroglíficos—, eliminando hasta extremos sorprendentes la diferencia que existía entre ambos, y rara vez se daban golpes en la cabeza o los hombros. Naturalmente, estos inventos se desmoronaban, se separaban, brazos y piernas se liberaban y volvían a aparecer dos cuerpos que trataban de aferrarse: simplemente dos cuerpos de muchacho, el uno alto y ligero, el otro más bajo y robusto. Volvían a empezar, entrelazándose torpemente. Los cuerpos se balanceaban. A veces caían, otras se sujetaban. Todo dependía de si podían someterse a aquella línea pura, unirse de forma invisible, obtener el equilibrio mágico. Sí. No. Sí. Otra vez.

Su público estaba compuesto por los huéspedes, que se sentaban en el porche. Alice Peel no les hacía caso. Si no salía con su novio, se quedaba en la habitación arreglando su ropa y su persona: se pintaba las uñas, se cogía el pelo, se depilaba las cejas, lavaba los jerseys y las medias de seda, se limpiaba los zapatos. Adam Delahunt también era un hombre muy ocupado: asistía a las reuniones de la Sociedad Antialcohólica y tenía que preparar las actividades sociales de la escuela dominical. Pero siempre observaba a los chicos un rato, junto a la señora Cruze, la señorita Verne y la señorita Kernaghan. La señora Cruze aún tenía buena vista y le encantaba el espectáculo. Golpeaba el suelo del porche con el bastón y gritaba: «¡A por él, muchacho! ¡Vamos!», como si se tratara de un combate de boxeo.

El señor Delahunt les habló a Sam y a Edgar de su clase en la escuela dominical, llamada Triple V. La Triple V representaba la virtud, el vigor y la victoria. Les dijo que si iban allí podían utilizar el gimnasio de la Iglesia Unida, pero a los chicos les habían educado en la religión baptista, y no pudieron aceptar.

Si Callie los miraba, era desde detrás de las ventanas. Siempre tenía trabajo.

La señorita Kernaghan decía que con tanto ejercicio, a los chicos se les despertaría un apetito tremendo.

Cuando Sam pensaba en Edgar y él entrenándose en aquel solar —que había pasado a formar parte del aparcamiento— siempre le daba la impresión de estar sentado también en el porche, contemplando a los dos chicos que se debatían, caían y volvían a levantarse sobre la hierba, una figura erguida durante breves segundos sobre la otra, en triunfal equilibrio, y a continuación la alegre voltereta, ya separados. Estos recuerdos tenían como una sombra húmeda, marrón, quizá la del empapelado de la casa de huéspedes Kernaghan. Los árboles que bordeaban la carretera por aquel entonces eran álamos, y en otoño las hojas se tornaban doradas, con manchas pardas. Las hojas tenían forma de llama. En su imaginación, caían una tarde sin viento, de cielo claro, pero con un crepúsculo velado y el paisaje brumoso. El pueblo, bajo las hojas y el humo de las hojas que se quemaban, era misterioso y difícil, un mundo propio, con las agujas de la iglesia y los pitidos de la fábrica, casas de ricos y casas miserables, redes invisibles, intereses personales. Le habían advertido; le habían dicho que los lugareños eran odiosos. Pero eso no era todo.

Efectivamente, con el ejercicio se les abrió el apetito, tremendo ya antes. Estaban acostumbrados a las comidas del campo y no comprendían que la gente pudiera sobrevivir con las raciones que les servían allí. Veían asombrados que la señorita Verne se dejaba en el plato la mitad de lo poco que le daban y que Alice Peel rechazaba las patatas, el pan, la panceta y el cacao para cuidar la línea; los nabos, el repollo y las alubias para cuidar la digestión, y también cualquier cosa que llevara pasas, simplemente porque las detestaba. No se les ocurrió ninguna forma de apropiarse de lo que despreciaba Alice Peel ni de lo que se dejaba la señorita Verne en el plato, aunque eso habría sido lo suyo.

A las diez y media de la noche, la señorita Kernaghan servía «el almuerzo nocturno», como lo llamaba ella. Consistía en una bandeja de rebanadas de pan, mantequilla y mermelada, y cacao o té. En aquella casa no se servía café. La señorita Kernaghan decía que era de Estados Unidos y que te corroía las tripas. La mantequilla ya aparecía dividida en magras porciones, y se colocaba el platito de la mermelada en medio de la mesa, para que nadie pudiera alcanzarlo fácilmente. La señorita Kernaghan aseguraba que lo dulce estropeaba el sabor del pan con mantequilla. Los demás huéspedes lo aceptaban por la costumbre de años, pero entre Sam y Edgar dejaban el plato limpio. Al poco tiempo, la cantidad de mermelada se redujo a dos cucharadas. El cacao se preparaba con agua y se le añadía un poco de leche desnatada para que formase espuma y corroborase la teoría de la señorita Kernaghan, según la cual se hacía únicamente con leche.

Nadie osaba enfrentarse a ella. La señorita Kernaghan no mentía para engañar a la gente, sino para obligarla a callar. Si un huésped decía: «Anoche hacía un poco de frío arriba», la señorita Kernaghan replicaba: «Pues no lo entiendo. Había una calefacción estupenda. Las tuberías estaban tan calientes que no se podían ni tocar». Lo cierto es que la había dejado enfriarse o apagarse por completo. El huésped lo sabía o lo sospechaba, pero ¿qué significaba la sospecha de un huésped frente a la firme y descarada mentira de la señorita Kernaghan? La señora Cruze le pedía disculpas, la señorita Verne murmuraba algo sobre sus sabañones, el señor Delahunt y Alice Peel se enfadaban un poco, pero no discutían.

Sam y Edgar tenían que gastar toda su paga, no muy cuantiosa, en comida. Al principio comían salchichas en el Cozy Grill. Después a Sam se le ocurrió que resultaría más provechoso comprar bolsas de tartaletas de mermelada o de higos en la tienda de ultramarinos. Tenían que comérselas todas antes de volver a casa, debido a la prohibición. Les gustaban las salchichas, pero no se sentían a gusto en el Cozy Grill, que estaba lleno de ruidosos alumnos del instituto, más jóvenes y mucho más atrevidos que ellos. Sam tenía la sensación de que iban a incordiarlos, aunque nunca ocurrió nada. Al volver de la tienda de ultramarinos a la casa de huéspedes tenían que pasar por delante del Cozy Grill y de Dixon’s, una tienda con heladería. Allí iban sus compañeros de la escuela de comercio a tomar batidos de cereza y helado con plátano después de clase y por la noche. Al pasar junto al escaparate ellos dejaban de masticar y miraban al frente con expresión ausente. Nunca entraban.

Eran los únicos hijos de campesinos en la escuela de comercio, y sus ropas los distinguían de los demás. No tenían jerseys de pico azul o marrón claro, ni pantalones grises, tan de adulto; únicamente pantalones de lana, recios, jerseys gruesos tejidos a mano, viejas chaquetas de trajes desparejadas. Se ponían camisa y corbata porque se lo exigían, pero solo tenían una corbata y un par de camisas cada uno. Como la señorita Kernaghan solamente admitía una camisa por persona en la colada semanal, muchas veces Sam y Edgar llevaban el cuello y los puños sucios, e incluso manchas —probablemente de las tartaletas de mermelada— que habían intentado quitar en vano con una esponja.

Y había otro problema, que afectaba a la ropa y a los cuerpos que cubría. En la casa de huéspedes nunca había mucha agua caliente, y Alice Peel consumía más de la que le correspondía. En las somnolientas mañanas los chicos se lavaban la cara y las manos, como hacían en casa. Llevaban continuamente encima el olor de sus cuerpos y de sus ropas usadas, y estaban acostumbrados a él, como prueba de sus esfuerzos y trajines. Quizá fuera una suerte. En otro caso, quizá las chicas se habrían fijado más en Edgar, que les gustaba, y nada en Sam, con su pelo lacio y pajizo y sus pecas y la costumbre de ir cabizbajo, como si estuviera buscando algo. Se habría abierto un abismo entre ellos o, por expresarlo de otro modo, se habría abierto antes.

La llegada del invierno puso punto final a los espectáculos de acrobacia en el solar. A Sam y Edgar les apetecía ir a patinar. La pista se encontraba a solo dos manzanas de distancia, en Orange Street, y las noches que estaba abierta, los lunes y jueves, oían la música. Habían llevado los patines a Gallagher. Patinaban desde siempre, en el estanque o la pista al aire libre de su pueblo. En Gallagher patinar costaba quince centavos, dinero que solo podían pagar si renunciaban a gastárselo en comida, pero con el frío tenían más hambre que nunca.

Fueron a la pista un domingo por la noche, cuando no había nadie, y volvieron el lunes, cuando ya había acabado la velada y no había nadie que pudiera impedirles la entrada. Se mezclaron con la gente que salía de la pista para quitarse los patines. Tuvieron tiempo de echar una buena ojeada antes de que apagaran las luces. Al volver a casa, ya en su habitación, hablaron en voz baja. A Sam le divertía inventar un plan para entrar gratis, pero no se imaginaba haciéndolo. Edgar estaba convencido de que pasarían a la acción.

—Es imposible —dijo Sam—. Los dos somos demasiado grandes.

Edgar no replicó, y pensó que ahí acababa la conversación. Debería haber sabido que no.

En el recuerdo de Sam, la pista de patinaje de Orange Street es una nave alargada, oscura y desvencijada. Una luz tenue y móvil se cuela por entre las grietas de las tablas. Hay un gramófono con discos rayados: oírlos es como escuchar música a través de una pared de espinos. Cuentos de los bosques de Viena, La viuda alegre, El vals de oro y plata, La bella durmiente. La luz que se ve por entre las grietas procede de un dispositivo llamado «la luna». La luna, que brilla en el techo de la pista, es una bombilla amarilla dentro de una lata grande, una lata de almíbar, cortada por un extremo. Cuando está encendida apagan las demás luces. Mediante un sistema de cables y cuerdas se tira de la lata para moverla en varias direcciones y crear la sensación de una luz cambiante: el foco, la potente bombilla, está oculto en las profundidades.

Los pequeñajos de la pista manejaban la luna. Eran niños de entre diez u once años y quince o dieciséis. Limpiaban el hielo y limpiaban de nieve la puerta, que era una cortina batiente enganchada a la pared. Además de las cuerdas con que se desplazaba la luna, movían los postigos que cubrían las aberturas del techo: se abrían para ventilar y se cerraban cuando hacía viento. Estos niños cobraban la entrada y a veces les devolvían menos a las chicas que les tenían miedo, pero no engañaban a Blinker. Este les había hecho creer que tenía todos los patines contados. Blinker era el director de la pista, un hombre cetrino, flaco, antipático. Se metía con sus amigos en la habitación que había detrás del baño y el vestuario de hombres. Allí tenían una estufa de leña, con una cafetera ennegrecida de forma cónica encima, unas sillas de respaldo recto a las que les faltaban varios barrotes y unos cuantos armarios viejos y mugrientos. El suelo de tablones, como todos los suelos, paredes y bancos de la pista, estaba acribillado a cortes de patines antiguos y recientes y oscurecido por el humo y la suciedad. La habitación donde se reunían los hombres estaba caldeada y llena de humo, y se pensaba que bebían alcohol, aunque quizá fuera únicamente café lo que echaban en las tazas esmaltadas llenas de manchas. Circulaba el rumor de que unos chicos habían entrado en la habitación antes de que llegaran los hombres y habían hecho pis en la cafetera. Según otro rumor, era un amigo de Blinker quien lo hizo cuando Blinker fue a recoger el dinero de las entradas.

Los pequeñajos podían tener mucho trabajo o deambular mano sobre mano por la pista; entonces subían las escaleras adosadas a las paredes, se encaramaban a los bancos o incluso corrían por la plataforma, que no tenía barandilla, bajo las aberturas del techo. A veces se colaban por esas aberturas para subir al tejado y bajaban del mismo modo. También patinaban, claro, porque entraban gratis.

Lo mismo empezaron a hacer Sam, Edgar y Callie al cabo de poco tiempo. Llegaban ya entrada la noche, cuando la pista estaba llena y ruidosa. Junto a una esquina del edificio había unos cerezos, por los que podía trepar una persona muy ligera y saltar al tejado. Después, esta misma persona ligera, atrevida y ágil, podía arrastrarse e introducirse por una de las aberturas y dejarse caer sobre la plataforma de abajo, arriesgándose a golpearse contra el hielo, a romperse un hueso o incluso a matarse. Pero los chicos corrían ese riesgo continuamente. Desde la plataforma podían bajar por las escalerillas, rodear los bancos y deslizarse por la pared del pasillo abierto para quitar la nieve. Después, todo consistía en agazaparse entre las sombras, esperar el momento adecuado, descolgar la cortina y dejar pasar a los dos que estaban fuera: Sam y Edgar, que no perdían tiempo en ponerse los patines y entrar a la pista.

Cuando a Sam le preguntaban, muchos años después, por qué no hacían lo mismo otros chicos, aunque siempre respondía que quizá sí lo hicieran, en realidad no lo sabía. Los pequeñajos podían franquear la entrada a todos sus amigos, pero no estaban dispuestos a semejante cosa, pues se sentían orgullosos de sus privilegios. Y algunos patinadores nocturnos eran lo suficientemente pequeños, además de ligeros, rápidos y valientes, para entrar por el tejado. Los niños podían haberlo intentado, pero patinaban los sábados por la tarde y no contaban con la ventaja de la oscuridad. ¿Y por qué no descubrían a Callie? Pues porque era muy rápida, y muy precavida; sabía esperar. Llevaba ropa desastrada, que le quedaba grande: pantalones, cazadora y gorra de tela. Siempre andaban por allí chicos vestidos de mala manera. Y el pueblo era lo bastante grande para no reconocer todas las caras inmediatamente. Había dos colegios y un chico que asistiera a uno podía pensar al ver a Callie que iba al otro.

La mujer de Sam le preguntó en una ocasión:

—¿Cómo la convencisteis?

Y a Callie… ¿por qué le interesaba aquello, si ni siquiera tenía patines?

—Callie vivía para el trabajo —contestó Sam—. Por eso, cualquier cosa que no fuera trabajar le resultaba emocionante.

Pero Sam pensó: sí, ¿cómo la convencieron? Debió de tratarse de un reto. Al principio entablar amistad con Callie fue algo parecido a hacerse amigo de un perrito receloso y gruñón, y más adelante como hacerse amigo de la niña de doce años que representaba su cara. Al principio Callie no dejaba su trabajo para mirarlos. Los chicos estaban un día contemplando el bordado que hacía, un dibujo de montañas verdes, un lago azul y un velero grande, y ella lo apretó bruscamente contra su pecho, como si se estuvieran burlando de ella.

—¿Lo has dibujado tú? —preguntó Sam con intención de halagarla, pero Callie se ofendió.

—Se compran —respondió Callie—. Los mandan de Cincinnati.

Los chicos insistieron. ¿Por qué? Porque era una esclava, ajena a todo, de aspecto raro, de baja estatura, y en comparación con ella, Sam y Edgar se encontraban en una posición superior, eran afortunados. Podían tratarla con amabilidad o grosería, a su antojo, y se les antojaba ser amables. Además, suponía un reto. Las bromas y los desafíos eran lo que siempre acababa por desarmarla. Le llevaban trocitos de carbón envueltos en papel de chocolatinas. Ella les ponía cardos secos bajo las sábanas. Les decía que jamás había rechazado un desafío. En eso consistía el secreto de Callie: en no decir jamás que algo era excesivo para ella. Lejos de sentirse oprimida por tanto trabajo, se enorgullecía. Una noche, mientras Sam hacía los ejercicios de contabilidad en el comedor, le puso delante de las narices un cuaderno.

—¿Qué es esto, Callie?

—¡No lo sé!

Era su libreta, en la que tenía pegados recortes de periódico que hablaban de ella. El periódico había inventado concursos. ¿Quién podía hacer los ojales más perfectos en ocho horas? ¿Quién podía envasar la mayor cantidad de frambuesas en un solo día? ¿Quién había tejido mayor cantidad de colchas, manteles, alfombras y tapetes? Callie, Callie, Callie, Callie Kernaghan, una y otra vez. Callie no se consideraba una esclava, sino un prodigio al que inspiraban compasión la pereza y apatía de los demás.

Únicamente podían ir a patinar los lunes por la noche, porque en tales ocasiones la señorita Kernaghan jugaba al bingo en el local de la Legión. Callie guardaba su atuendo masculino en la leñera. Todo lo había sacado de una bolsa de trapos de la señora Cruze, que la había traído de su antigua casa para confeccionar edredones, aunque hasta el momento no había empezado. Todo menos la gorra. Era de Adam Delahunt, que la metió entre un fardo de cosas destinadas a la Sociedad Misionera; le dio el fardo a Callie, pero la señorita Kernaghan le dijo a la chica que lo guardara en el sótano, por si acaso.

Callie podría haber salido de la pista una vez concluida su tarea; podría haberse marchado por la puerta sin que nadie la molestara. Pero nunca lo hacía. Saltaba sobre los bancos, caminaba sobre las tablas para comprobar su elasticidad, subía hasta la mitad de la escalerilla y se balanceaba con una mano y un pie, colgando sobre el tabique y contemplando a los patinadores. Edgar y Sam no paraban de patinar hasta que apagaban la luna, cesaba la música y se encendían las demás luces. A veces hacían carreras, desplazándose como flechas entre parejas reposadas y filas de chicas tambaleantes. Otras veces se lucían, deslizándose por el hielo con los brazos extendidos. (Edgar era el más habilidoso, pero no muy osado como corredor; podría haberse dedicado al patinaje artístico, si acaso los chicos practicaban esa modalidad en aquella época). Nunca patinaban con chicas, no tanto porque les diera miedo pedírselo como porque no querían que nadie les impusiera limitaciones. Callie los esperaba fuera cuando todos terminaban, y volvían a casa juntos, los tres chicos. Callie no hacía nada ostentoso para demostrar que era un chico, como silbar o tirar bolas de nieve. Andaba arrastrando los pies, como un muchacho; tenía una actitud reflexiva pero independiente, siempre al acecho de cualquier posibilidad: una pelea o una aventura. Se recogía el áspero pelo negro bajo la gorra, y así disimulaba que le quedaba demasiado grande. Sin pelo alrededor, su cara parecía menos pálida y seria: se borraba aquella expresión burlona, insultante y dura que ponía a veces, y parecía una persona serena, con amor propio. La llamaban Cal.

Entraban a la casa por detrás. Los chicos subían a su habitación y Callie se cambiaba de ropa en la leñera helada. Disponía de unos diez minutos para llevar la cena a la mesa.

Cuando Sam y Edgar estaban acostados en la oscuridad los lunes por la noche, después de patinar, hablaban más de lo normal. Edgar era muy dado a sacar a relucir el nombre de Chrissie Young, su novia del último año en el pueblo. Edgar aseguraba tener experiencia sexual. Decía que se lo había hecho con Chrissie el invierno anterior, un día en que estaban deslizándose por el tobogán después de oscurecer y se cayeron sobre un montón de nieve. A Sam le parecía imposible, teniendo en cuenta el frío, la ropa que llevaban y el poco tiempo de que dispusieron hasta que llegaron las demás personas que también bajaban por el tobogán. Pero no podía asegurarlo y, cuando oía a Edgar se ponía nervioso y quizá un poco celoso. Edgar también hablaba de otras chicas, chicas que habían visto en la pista con cortas faldas acampanadas y chaquetitas ribeteadas de piel. Sam y Edgar comparaban lo que habían observado cuando las chicas daban vueltas o se caían sobre el hielo. ¿Qué le harías a Shirley, o a Doris?, le preguntaba Sam a Edgar, y rápidamente pasaba a preguntarle, con una sensación extraña, mezcla de ridículo y entusiasmo, qué les haría a otras chicas y mujeres, cada cual más inaccesible que la anterior, si las sorprendiera sin que pudieran defenderse. Profesoras de la escuela de comercio: la hombruna señorita Lewisohn, que daba clase de contabilidad, y la frágil señorita Parkinson, que daba clase de mecanografía. La mujer gorda de correos, la rubia anémica del departamento de giros postales. Amas de casa que enseñaban el trasero en el jardín de sus casas, al agacharse sobre los barreños de la ropa. Lo grotesco de ciertas elecciones los excitaba más que la esbeltez y la belleza de las chicas que todos deseaban. Despachaban a Alice Peel en un abrir y cerrar de ojos: la ataban a la cama y la violaban antes de bajar a cenar. A la señorita Verne la tiraban en plena escalera, a la vista de todos, tras haberla sorprendido masturbándose con las piernas alrededor de la pilastra. Respetaban a la anciana señora Cruze; al fin y al cabo, todo tenía sus límites. ¿Y la señorita Kernaghan, con su reuma, sus capas de ropa de color moho, su extraña boca pintada? Habían oído rumores, como todo el mundo. Se pensaba que Callie era hija de un vendedor de biblias, un huésped. Imaginaban al vendedor en su lugar, atacando a la anciana señorita Kernaghan. Una y otra vez, el vendedor de biblias la embiste, desgarra sus pololos antiquísimos, pringa su ávida boca, le arranca gemidos y gruñidos de necesidad y satisfacción inconmensurables.

—Y Callie también —dice Edgar.

¿Callie? Los placeres de aquel juego cesaron para Sam al oír aquel nombre. El hecho de que ella también fuera una mujer lo dejó desconcertado. Cualquiera hubiera dicho que había descubierto algo repugnante y lamentable sobre sí mismo.

Edgar no se refería simplemente a que imaginaran lo que se le podía hacer a Callie.

—Lo conseguiríamos. Me apuesto lo que quieras.

Sam replicó:

—Es demasiado pequeña.

—De eso nada.

La insistencia de Edgar sí la recuerda Sam muy bien, y también que lograron su propósito como si se tratara de una apuesta, lo que le hace pensar que la aventura de la pista de hielo debió de seguir los mismos derroteros. Un sábado por la mañana, cuando el invierno casi había terminado, cuando los trineos de los campesinos se deslizaban por la nieve compacta, chirriando sobre los trozos de tierra desnuda al pasar junto a la casa de huéspedes Kernaghan. Callie subiendo las escaleras de la buhardilla con la fregona húmeda, el cubo, los trapos del polvo. Tiró de una patada la alfombra, escaleras abajo, para sacudirla en la puerta. Quitó de las camas las sábanas de franela, con su olor íntimo, acogedor. En esa casa no entra el aire fresco. Las ventanas son dobles para proteger las habitaciones de las ventiscas. Es el lugar y el momento para la seducción de Callie.

No es la palabra adecuada. Callie, enfadada e inquieta al principio, concentrada en su trabajo; después, hosca; por último, más tratable, aunque con una actitud extraña. Sin duda, la táctica más eficaz consistía en burlarse de ella diciéndole que estaba asustada. Por entonces ya debían de saber su verdadera edad, pero seguían tratándola como a un diablillo al que hubiera que embaucar; no se les ocurrió acariciarla ni halagarla como a una chica.

A pesar de que Callie colaboró, no resultó tan fácil como ellos pensaban. Sam acabó por convencerse de que la historia con Chrissie era mentira, aunque Edgar invocó su nombre en el momento de empezar.

—Ven aquí —dijo Edgar—. Voy a enseñarte lo que le hago a mi novia. Esto es lo que le hago a Chrissie.

—Seguro —replicó Callie agriamente, pero se dejó arrastrar hasta el estrecho colchón.

El elástico de los pololos le había dejado señales rojas alrededor de las piernas y la cintura. Un chaleco de franela con botones sobre una camiseta, medias marrones con costura, sujetas por ligas llenas de bultos. Solo le quitaron los pololos. Edgar dijo que las ligas le hacían daño e intentó bajárselas, pero Callie gritó: «¡Déjalas donde están!», como si fueran precisamente lo que tenía que proteger.

Falta algo muy importante en el recuerdo que conserva Sam de aquella mañana: la sangre. No alberga dudas sobre la virginidad de Callie al rememorar los esfuerzos de Edgar y después los suyos, con tanto asaetear y aguijonear, en fin, con tanta confusión. Callie yace primero debajo de uno, después del otro, entre complaciente y forzada, resignada y sin quejarse del dolor. Ella jamás se habría quejado de nada. Aunque tampoco haría nada concreto para ayudar.

—Abre las piernas —le ordenó Edgar, apremiante.

—Abiertas están.

Probablemente, el motivo por el que Sam no recuerda la sangre es porque no hubo. No llegaron tan lejos. Callie era tan delgada que los huesos de las caderas le sobresalían; sin embargo, a Sam se le antojó muy ancha, voluminosa y compleja. Fría y pegajosa donde Edgar la había mojado, seca en el resto, con protuberancias y alerones insospechados, con callejones sin salida: producía una sensación correosa. Más adelante, al pensar en aquel momento, nunca pudo decir con certeza si había descubierto cómo eran las chicas. Parecía como si hubieran utilizado una muñeca o un cachorro dócil. Cuando se separó de ella, observó que Callie tenía la carne de gallina en las partes descubiertas del cuerpo, alrededor de aquel matojo de pelo como muerto. Además, que su semen había empapado una media. Callie se secó con un trapo del polvo —uno limpio, claro— y comentó que le recordaba a cuando te suenas la nariz.

—¿No estás enfadada? —preguntó Sam queriendo dar a entender, al mismo tiempo, «no se lo contarás a nadie, ¿verdad?»—. ¿Te hemos hecho daño?

Callie respondió:

—Para hacerme daño a mí se necesita algo mucho más fuerte que esa estupidez.

Después de aquello no volvieron a ir a patinar. Hacía demasiado buen tiempo.

El reuma de la señorita Kernaghan empeoró. Callie tenía más trabajo que nunca. A Edgar se le inflamaron las amígdalas y no pudo ir a clase. Solo en la escuela de comercio, Sam se dio cuenta de lo mucho que había llegado a gustarle aquello. Le encantaban el ruido de las máquinas de escribir, el aviso de la campanita, el chasquido del carro al retroceder. Le gustaba rayar las páginas del cuaderno de contabilidad con la pluma, marcando líneas gruesas y finas como estaba prescrito. Sobre todo le gustaba calcular porcentajes, sumar columnas de números rápidamente y resolver los problemas en los que intervenían el señor X y el señor B, propietarios de un almacén de madera y una cadena de ferreterías, respectivamente.

Edgar no fue a la escuela durante casi tres semanas. Cuando volvió, se había quedado retrasado en todo. Escribía a máquina con más lentitud y cometía más faltas que en Navidad, emborronaba la regla y no entendía las tablas de interés. Parecía apático, desanimado; se pasaba el día mirando por la ventana. A las profesoras les ablandaba un poco su aspecto —estaba más delgado y más pálido desde la enfermedad; incluso el pelo parecía más rubio—, y durante una temporada hicieron la vista gorda ante su indolencia e ineptitud. De vez en cuando hacía un esfuerzo, intentaba estudiar en casa con Sam o iba a practicar mecanografía por las tardes, pero ninguna tentativa duraba, ni resultaba suficiente. Empezó a faltar a clase.

Mientras estaba enfermo, Edgar recibió una tarjeta en que le deseaban una pronta mejoría. Representaba a un dragón verde con pijama de rayas acostado en la cama. Delante llevaba la siguiente leyenda: «Siento que se te haya caído la cola», y dentro: «Espero que pronto te crezca otra». Abajo, un nombre escrito a lápiz: Chrissie.

Pero Chrissie estaba en Stratford, estudiando enfermería. ¿Cómo podía saber que Edgar había caído enfermo? El sobre, con el nombre de Edgar, había llegado por correo, pero tenía el matasellos local.

—La has enviado tú —dijo Edgar—. Sé que no es de ella.

—¿Yo? —replicó Sam con sincero asombro.

—Sí, tú. —Edgar tenía la voz ronca, febril; le temblaba de pura decepción—. Ni siquiera lo has escrito a tinta.

—¿Cuánto dinero nos queda en el banco?

Edgar necesitaba saberlo. Estaban a principios de mayo. Tenían suficiente para pagar el hospedaje hasta fin de curso.

Edgar llevaba varios días sin asistir a clase. Había ido a la estación del tren, a preguntar cuánto costaba un billete de ida a Toronto. Aseguró que si Sam no le acompañaba se iría solo. Estaba loco por marcharse. Sam no tardó mucho en averiguar por qué.

—Callie podría estar embarazada.

—Aún no tiene edad para eso —objetó Sam.

De pronto recordó que sí la tenía, aunque le explicó a Edgar que estaba seguro de que no se habían esmerado lo suficiente.

—No me refiero a aquella vez —replicó Edgar con enfado.

Fue entonces cuando Sam se enteró de lo que había ocurrido durante la enfermedad de Edgar. Pero volvió a interpretarlo mal. Pensó que Callie le había dicho a Edgar que se encontraba en un apuro. No era así. No le había confesado tal cosa, ni le había pedido nada ni le había amenazado. Sin embargo, Edgar estaba asustado. El miedo casi no le dejaba vivir. Compraron un paquete de buñuelos en la tienda de ultramarinos y se sentaron a comerlos junto al muro de piedra que había enfrente de la iglesia anglicana. Edgar dio un mordisco a un buñuelo y se quedó con él en la mano.

Sam dijo que solo les quedaban cinco semanas de clase.

—De todos modos, no pienso volver a la escuela. Voy demasiado atrasado —replicó Edgar.

Sam no le confesó que últimamente se imaginaba trabajando en un banco, una vez finalizados sus estudios. Se veía con traje de tres piezas, tras la ventanilla de la caja. Se dejaría bigote. Algunos cajeros llegaban a directores. Últimamente había caído en la cuenta de que los directores de banco no vienen al mundo ya hechos a la medida; empiezan siendo otra cosa.

Le preguntó a Edgar qué clase de trabajo podrían encontrar en Toronto.

—Podríamos montar espectáculos de acrobacia —contestó Edgar—. En la calle.

En aquel mismo momento Sam comprendió con qué se enfrentaba. Edgar no hablaba en broma. Estaba muy serio, proponiendo ganarse la vida así en Toronto, con el buñuelo mordisqueado en la mano. Acrobacias en la calle.

¿Y sus padres? La pregunta únicamente sirvió para que Edgar inventara planes aún más descabellados.

—Puedes decirles que me han secuestrado.

—¿Y la policía? —objetó Sam—. La policía busca a la gente secuestrada. Te encontrarían.

—Pues entonces no les digas que me han secuestrado —concluyó Edgar—. Cuéntales que he sido testigo de un asesinato y que tengo que esconderme, o que vi que sacaban un cadáver en un saco del puente de Cedar Bush y a los hombres que lo arrastraban y que después me los encontré en la calle y me reconocieron. Eso es. Insiste en que no avisen a la policía ni le digan nada a nadie, porque mi vida corre peligro.

—¿Y cómo sabías que había un cadáver dentro del saco? —preguntó Sam, como un idiota—. Bueno, no me hables más del asunto. Tengo que pensar.

Pero mientras volvían a la casa de huéspedes Edgar no paró de hablar, ampliando aquella historia o discurriendo otras, sobre que el gobierno le había reclutado como espía, por lo que tendría que teñirse el pelo de negro y cambiarse de nombre.

Llegaron a casa en el preciso momento en que salían por la puerta Alice Peel y su prometido, el policía.

—Vamos por detrás —dijo Edgar.

La puerta de la cocina estaba abierta de par en par. Callie había limpiado los tubos de la cocina. Ya había vuelto a colocarlos y estaba limpiando el fogón, sacando brillo a las piezas negras con papeles encerados y a los bordes con un paño limpio. La cocina presentaba un aspecto fantástico, como mármol negro con incrustaciones de plata, pero Callie estaba tiznada de pies a cabeza. Tenía negros hasta los párpados. Estaba cantando «Mi querida Nellie Grey», muy deprisa, para acompañar los movimientos que hacía al frotar.

Oh, Nellie Grey, amor mío.

¿Por qué de mí te alejaron?

Nunca más te tendré a mi lado.

La señorita Kernaghan estaba sentada a la mesa, tomando un vaso de agua caliente. Además del reuma, tenía problemas digestivos. Sus articulaciones soltaban crujidos, y de lo más profundo de sus entrañas brotaban gemidos, borborigmos e incluso silbidos. Su cara no lo reflejaba.

—¡Eh!, chicos —dijo—. ¿Dónde habéis estado?

—Dando un paseo —respondió Edgar.

—Ya no hacéis acrobacias.

—El suelo está demasiado húmedo —explicó Sam.

—Sentaos —ordenó la señorita Kernaghan.

Sam oyó la respiración agitada de Edgar. Sentía una gran pesadez en el estómago, como si se le hubiera quedado atascada la enorme masa de los buñuelos (se los había comido todos menos uno).

—Nunca os he contado cómo nació Callie —dijo la señorita Kernaghan. Y empezó a contárselo—. Fue en el hotel Queen’s de Stratford. Yo me alojaba allí con mi amiga Louie Green. Louie Green y yo teníamos una tienda de sombreros e íbamos a Toronto para hacer las compras de primavera. Pero era invierno, y había ventisca. Fuimos las únicas que bajamos a cenar. Salíamos del comedor cuando se abrió la puerta del hotel y entraron tres personas. Eran el conductor del hotel, que iba a buscar a los clientes al tren, otro hombre y una mujer. Entre los dos hombres llevaban medio a rastras a la mujer, que no paraba de chillar y estaba terriblemente hinchada. La colocaron en un sofá, pero se cayó al suelo. No era más que una niña, de dieciocho o diecinueve años. La criatura salió de su cuerpo sin más, y fue a parar al suelo. El hombre estaba sentado en el sofá, con la cabeza entre las piernas, sin moverse. Fui yo quien tuvo que ir a avisar al director del hotel y a su mujer. Vinieron corriendo, con el perro delante, ladrando. Louie estaba agarrada a la barandilla de la escalera a punto de desmayarse. Todo ocurrió muy rápidamente.

»El conductor era franco-canadiense, o sea que seguramente ya habría visto algún parto. Arrancó el cordón umbilical de un mordisco y lo ató con un cordel sucio que llevaba en un bolsillo. Cogió una alfombra y se la puso a la mujer entre las piernas. Chorreaba una sangre más negra que el betún, que se iba extendiendo por el suelo. El conductor pidió a gritos que le llevaran nieve, y el marido, o lo que fuera, ni siquiera levantó la cabeza. Louie salió corriendo y cogió un puñado, pero cuando el conductor vio la ridiculez que traía soltó un taco y la tiró. Después le dio una patada al perro, porque al animal empezaba a llamarle demasiado la atención aquella escena. Le dio una patada tan fuerte que aterrizó en el otro extremo de la habitación, y la mujer del director no paraba de gritar que lo había matado. Yo recogí a la niña y la tapé con mi chaqueta. Era Callie. ¡Qué aspecto tan enfermizo tenía la criatura! El perro no estaba muerto. Las alfombras estaban empapadas de sangre y el francés no paraba de soltar tacos como un poseso. La mujer estaba muerta, pero seguía sangrando.

»Louie se empeñó en que nos quedáramos con la niña. El marido dijo que se pondría en contacto con nosotras, pero no lo hizo. Compramos un biberón, leche y almíbar de maíz y le preparamos la cuna en un cajón. Louie le llegó a coger mucho cariño pero al cabo de un año se casó y se fue a vivir a Regina. No ha vuelto nunca. Menudo cariño debía de tenerle.

Sam pensó que seguramente era una mentira. No obstante, le afectó tremendamente. ¿Por qué lo había contado precisamente entonces? Verdad o mentira, no importaba, ni tampoco que alguien le hubiera pegado una patada a un perro o que una mujer se hubiera desangrado. Lo que importaba era la frialdad y la vehemencia con que había contado la historia, su intención oscura y sin duda hostil, salpicada de crueldad.

Callie no interrumpió su trabajo ni un segundo. Siguió cantando, aunque en voz más baja. Aquella tarde primaveral la cocina estaba inundada de luz, y olía a los jabones y polvos ordinarios que usaba Callie. Sam ya había experimentado otras veces la sensación de encontrarse en un apuro, pero siempre había sabido exactamente por qué y cuál sería el castigo, y había podido pensar en un medio para evitarlo.

En aquel momento tenía la sensación de encontrarse en un apuro de límites desconocidos y de que recibiría un castigo imprevisible. Ni siquiera era la animadversión de la señorita Kernaghan lo que debía temer. ¿Qué, entonces? ¿Lo sabía Edgar? Edgar notaba que se estaba preparando algo: un golpe demoledor. Pensaba que tenía algo que ver con Callie, un niño y lo que ellos habían hecho. Para Sam las consecuencias eran de mayor alcance, pero tuvo que reconocer que Edgar no se equivocaba en sus presentimientos.

Un sábado por la mañana se dirigieron a la estación por las calles más apartadas. Abandonaron la casa cuando Callie salió a hacer la compra para el fin de semana, arrastrando un cochecito de niño para llevar los paquetes. Ya habían sacado el dinero del banco. Encajaron una nota en la puerta de su habitación, que se desprendería cuando la abrieran: «Nos marchamos. Sam. Edgar».

Sam mecanografió las palabras nos marchamos en la escuela el día anterior, pero las firmas estaban escritas a mano. Pensó en añadir «el hospedaje está pagado hasta el lunes» o «escribiremos a nuestros padres», pero sin duda la señorita Kernaghan sabía que el hospedaje estaba pagado hasta esa fecha y decir que escribirían a sus padres habría equivalido a confesar que no iban a casa. «Nos marchamos» parecía una frase absurda, pero temía que si no dejaban nada se asustaran y se pusieran a buscarlos.

No se llevaron los manoseados libros que tenían intención de vender a final de curso —Prácticas de contabilidad, Aritmética comercial—, y metieron toda la ropa que pudieron en dos bolsas de papel de estraza.

Hacía buena mañana y había salido mucha gente. Los niños se habían adueñado de las aceras para jugar a la pelota, al tejo, a la comba. Por supuesto, tuvieron que hacer comentarios sobre las bolsas.

—¿Qué lleváis ahí?

—Gatos muertos —contestó Edgar.

Agitó la bolsa ante una niña.

Pero la niña era atrevida.

—¿Y qué vais a hacer con ellos?

—Venderlos a un chino para que prepare chop-suey de gato —respondió Edgar en tono amenazador.

Siguieron andando y oyeron a la niña cantar: «¡Chop-suey de gato! ¡Chop-suey de gato! ¡A comeeer!». Al aproximarse a la estación, los grupos de niños eran menos nutridos, o se habían deshecho. Había chicos de doce o trece años —algunos de los que merodeaban por la pista de patinaje— dando vueltas junto al andén, recogiendo colillas que intentaban encender. Imitaban la fanfarronería masculina y por nada del mundo se les habría ocurrido hacer preguntas.

—Habéis venido muy pronto, chicos —dijo el jefe de estación. El tren no salía hasta las doce y media, pero habían preparado la huida para que coincidiera con la hora en la que Callie iba a comprar—. ¿Tenéis sitio adonde ir en la ciudad? ¿Van a recogeros?

Sam no estaba preparado para el interrogatorio, pero Edgar contestó:

—Sí, mi hermana.

No tenía ninguna hermana.

—¿Vive allí? ¿Vais a quedaros en su casa?

—Sí, con su marido —añadió Edgar—. Está casada.

Sam adivinó la siguiente pregunta.

—¿En qué parte de Toronto viven?

Pero Edgar también la había previsto.

—En el norte —respondió—. ¿No tienen todas las ciudades una zona norte?

El jefe de estación pareció quedar convencido.

—Cuidadito con el dinero —les aconsejó.

Se sentaron en un banco que había frente a la valla de madera, al otro lado de las vías, con los billetes y las bolsas de papel en la mano. Sam contaba mentalmente el dinero con el que debían tener cuidadito. Una vez había estado con su padre en Toronto, a los diez años. Recordaba que les pasó algo en un tranvía. Intentaron subir o bajar por la puerta que no debían y la gente les gritó. Su padre murmuró que eran unos imbéciles. Sam experimentó la sensación de tener que prepararse para una gran batalla, tratar de predecir las complicaciones que le aguardaban para que no le cogieran desprevenido. Después se le ocurrió una idea, como un regalo. No sabía de dónde la había sacado. La YMCA[2]. Podían ir a la YMCA a pasar la noche. Primero comerían algo y después preguntarían cómo se iba a la YMCA. Probablemente podrían ir a pie.

Se lo contó a Edgar.

—Y mañana daremos un paseo para conocer las calles y averiguar dónde se puede comer por menos dinero.

Sabía que en aquel momento Edgar aceptaría cualquier plan. Edgar no tenía la menor idea de cómo era Toronto, a pesar de la mentira improvisada sobre la existencia de una hermana y un cuñado. Edgar estaba sentado en el banco de la estación, pendiente únicamente de la llegada del tren. El sonido del silbato, la salida, la huida. La huida como una explosión liberadora. No se imaginaba bajando del tren, con las bolsas de papel, en una ciudad nueva, estruendosa, populosa, desconcertante. Pero Sam se sentía más tranquilo ahora que contaba con un plan para iniciar la aventura. Si se le ocurría una buena idea así, sin más, ¿por qué no podía tener más?

Al cabo de un rato empezaron a congregarse más personas que esperaban el tren. Dos señoras elegantemente vestidas para ir de compras a Stratford. Sus sombreros de paja de colores anunciaban la proximidad del verano. Un viejo con un traje negro brillante que llevaba una caja de cartón atada con bramante. Los chicos que merodeaban por allí sin tener que ir a ningún sitio también esperaban la llegada del tren, sentados todos juntos en el extremo del andén, balanceando las piernas. Dos perros patrullaban con actitud casi oficial: olfateaban un baúl y unos paquetes, revisaban el carro de los equipajes e incluso vigilaban las vías como si supieran mejor que nadie por dónde aparecería el tren.

En cuanto oyeron el silbato en el cruce al oeste de la ciudad, Sam y Edgar se levantaron y se situaron en el borde del andén. Cuando llegó el tren, les pareció buena señal haber elegido el punto exacto por el que bajó el maquinista, con la escalerilla en la mano. Tras un rato interminable, mientras el maquinista ayudaba a una mujer con un niño de pecho, una maleta y otros dos niños, Sam y Edgar pudieron subir. Se adelantaron a las señoras de los sombreros veraniegos, al hombre de la caja y a todos los demás. No miraron atrás ni una sola vez. Llegaron al final del vagón, casi vacío, y decidieron sentarse frente a frente, en el lado que daba a la valla de madera, no al andén. La misma valla que habían estado contemplando durante tres cuartos de hora. Tuvieron que permanecer sentados allí dos o tres minutos, hasta que acabaron los ajetreos de siempre, los gritos perentorios y la voz del maquinista que gritaba «¡Al tren!» en un tono que transformaba aquel sonido humano en un sonido de máquina. Después el tren empezó a moverse. Se movían. Con un brazo sujetaban sus respectivas bolsas de papel, y en la mano del otro brazo llevaban el billete. Se movían. Lo confirmaron al mirar los tablones de la valla. Dejaron atrás la cerca y cruzaron las afueras del pueblo: los patios traseros, los cobertizos traseros, los manzanos en flor. Las lilas silvestres crecían impetuosas junto a las vías.

Mientras miraban por la ventanilla, antes de que el pueblo desapareciera por completo de su vista, un chico se sentó al otro lado del pasillo. Sam pensó que uno de los muchachos que merodeaban por el andén se había colado en el tren, o que alguien había hecho la vista gorda para que se diera un paseo gratis, quizá hasta el empalme. Sin apenas mirarlo, se hizo una idea de cómo iba vestido: demasiado desaliñado para ir de viaje. Después lo miró con más atención y observó que el chico llevaba billete, igual que ellos.

Cuando iban a patinar las noches de invierno no se fijaban mucho en la ropa que vestían. Bajo las farolas, contemplaban sus sombras movedizas sobre la nieve. Dentro de la pista, la luna artificial transformaba los colores y algunas zonas se sumían en una oscuridad casi absoluta. Por eso la ropa de aquel chico no les dijo nada especial al principio. Excepto que no era la clase de ropa que normalmente se pone la gente para viajar. Botas de caucho, pantalones con manchas de aceite o pintura, una cazadora desgarrada en una axila y demasiado gruesa para un día tan caluroso y una gorra grande, que no le pegaba nada.

¿Cómo había pasado desapercibida Callie a la vigilancia del jefe de estación con semejante atuendo? El mismo jefe de estación que había mirado a Sam y a Edgar con tanta curiosidad, que se empeñó en saber dónde iban a alojarse y quién iba a esperarlos, había dejado que aquel ser disfrazado de chico, sucio y andrajoso, comprara un billete (para Toronto; Callie había intentado adivinarlo, y había acertado) y saliera al andén sin dirigirle ni media palabra, ni una sola pregunta. Al reconocerla, todo aquello contribuyó a que Sam y Edgar se convencieran aún más de que Callie ejercía unos poderes poco menos que milagrosos (sobre todo Edgar). ¿Cómo lo sabía? ¿De dónde había sacado el dinero? ¿Cómo había llegado hasta allí?

Nada era imposible. Al volver de la compra, Callie subió a la buhardilla. (¿Por qué? No lo explicó). Encontró la nota y adivinó enseguida que no se habían ido a casa ni a hacer dedo a la autopista. Tuvo plena certeza cuando arrancó el tren. Conocía dos de las ciudades por las que pasaba: Stratford y Toronto. Robó el dinero para el billete de la caja de metal que había bajo el libro de himnos, en el taburete del piano. (Naturalmente, la señorita Kernaghan no confiaba en los bancos). En la estación, justo cuando estaba comprando el billete entró el tren, y el jefe estaba demasiado ocupado para perder el tiempo en hacer preguntas. La suerte influyó mucho —elegir el momento adecuado y acertar con todos los pasos que debía dar—, pero nada más. No se trataba de magia, o al menos no del todo.

Sam y Edgar no reconocieron la ropa, ni les puso sobre aviso ningún gesto ni movimiento de Callie. Aquel chico miraba por la ventanilla, con la cabeza vuelta hacia el lado contrario al que estaban ellos. Sam nunca llegó a saber cuándo reconoció a Callie, ni cómo la reconoció, ni si miró a Edgar o simplemente se dio cuenta de que Edgar había comprendido lo mismo que él en el mismo momento. Era algo que parecía haberse filtrado por el aire, como si esperase a que ellos lo absorbieran. Atravesaron un largo sendero bordeado de hierba fresca y cruzaron el puente de Cedar Bush, el mismo puente donde los chicos del pueblo se desafiaban a subir y colgarse de las vigas mientras el tren pasaba por encima. (¿Lo habría hecho Callie si la hubieran retado?). Cuando llegaron al final del puente, tanto Sam como Edgar sabían que era Callie quien estaba sentada a su lado. Y los dos sabían que todos lo sabían.

Edgar fue el primero en romper el silencio.

—¿Quieres ponerte aquí?

Callie se levantó, cruzó el pasillo y se sentó junto a Edgar. Había adoptado su expresión especial de chico: no tan furtiva ni pendenciera como de costumbre, sino más o menos alegre, de relativa seguridad.

Se dirigió a Sam.

—¿No te importa ir sentado así, hacia atrás?

Sam le aseguró que no.

A continuación les preguntó qué llevaban en las bolsas, y ellos contestaron al unísono.

Edgar dijo:

—Gatos muertos.

Y Sam:

—Comida.

No experimentaron la sensación de haber sido sorprendidos. Enseguida comprendieron que Callie no estaba allí para obligarlos a volver. Simplemente quería ir con ellos. Vestida de chico les recordaba aquellas frías noches de buena suerte y astucia, el plan que se desarrollaba sin el menor obstáculo, patinar gratis, el goce de la velocidad; el placer de la trampa. Cuando nada iba mal, nada podía salir mal, el éxito era seguro, todos sus movimientos oportunos. Callie, que había subido a aquel tren con dinero robado y ropa de chico, parecía alejar cualquier amenaza en lugar de provocarla. Incluso Sam dejó de pensar en lo que harían en Toronto, en si les llegaría el dinero. Si hubiera reaccionado normalmente, habría comprendido que la presencia de Callie no podía causarles más que innumerables problemas en cuanto descendieran al mundo real, pero no reaccionó así y no se le ocurrió pensar en ningún obstáculo. De momento solo tenía presente el poder —el poder de Callie, si no la abandonaban—, que se repartía generosamente entre los tres. Fue un momento de plenitud, desbordante de poder, de expectativas. Aunque era simple felicidad. Pura y simple felicidad.

Sam siempre terminaba así el relato, pasando por alto ciertos detalles y motivaciones. Cuando le preguntaban cómo les habían ido las cosas a partir de entonces, a veces contestaba: «Pues resultó un poco más complicado de lo que esperábamos, pero logramos sobrevivir». Concretamente, se refería a que el conserje de la YMCA, que estaba comiendo un emparedado de huevo con cebolla en el momento en que llegaron, no tardó ni dos minutos en darse cuenta de que Callie era un poco rara. Preguntas. Mentiras. Sonrisas burlonas, amenazas, llamadas telefónicas. Secuestro de una menor. Tratar de colar a una chica en la YMCA con propósitos inmorales. ¿Dónde están sus padres? ¿Quién sabe que está aquí? ¿Quién le ha dado permiso? ¿Quién se responsabiliza de ella? Entra en escena un policía, dos. Confesión y otra llamada telefónica. El jefe de estación lo recuerda todo. Recuerda las mentiras. La señorita Kernaghan ya ha echado en falta el dinero y jura que jamás la perdonará, que no quiere volver a verla. Una expósita nacida en el vestíbulo de un hotel, posiblemente de madre soltera, recogida y protegida, ingratitud, resentimiento. Que se entere de lo que es bueno. La deshonra, a pesar de que Callie no es menor de edad.

Y también se refiere a que siguieron buscándose la vida, que ocurrieron muchas cosas. Incluso en aquellos primeros días de confusión y humillación en Toronto, Sam llegó a convencerse de que un lugar como aquel, una ciudad de sombras al mediodía, en las estrechas calles del centro, con oficinas de aspecto severo, el constante ajetreo y el traqueteo de los tranvías, podía ser el lugar ideal para él. Un lugar para trabajar y ganar dinero. Y por eso se quedó, se quedó en la YMCA, donde su crisis —la de él, Edgar y Callie— cayó enseguida en el olvido y a la semana siguiente empezaron a ocurrir otras cosas. Encontró trabajo, y al cabo de unos años comprendió que allí no iba a ganar dinero; el lugar idóneo era el oeste. Y allí se trasladó.

Edgar y Callie se fueron a la granja, con los padres de él. Pero no se quedaron mucho tiempo. La señorita Kernaghan descubrió que no podía vivir sin ellos.

La tienda de Callie se encuentra en un edificio del que son propietarios Edgar y ella. La tienda y la peluquería abajo; la vivienda arriba (la peluquería ocupa ahora el local de la tienda de ultramarinos, la misma donde Sam y Edgar compraban tartaletas de mermelada. «Pero ¿a quién le interesa todo eso? —dice Callie—. ¿A quién le interesa saber cómo eran antes las cosas?»).

El concepto de buen gusto de Sam se ha formado gracias a los grises, blancos y azules, a las líneas rectas y los jarrones de su mujer. La casa de Callie es increíble. Brocados dorados que simulan una ventana inexistente. Alfombras doradas, de felpa, techo de cemento blanco salpicado de estrellas. Una pared revestida de espejo dorado mate, en el que Sam se contempla, entrecruzado por venas negras y plateadas. Luces colgadas de cadenas, dentro de globos de cristal de color ámbar.

En medio de todo aquello está sentado Edgar, como un adorno, sin apenas moverse. De los tres, es el que mejor se conserva. Es alto, frágil, va muy arreglado, elegantemente vestido. Callie le afeita. Le lava el pelo todos los días, una cabellera blanca y radiante como la de los ángeles de un árbol de Navidad. Puede vestirse solo, pero Callie se lo deja todo a mano: pantalones, calcetines, corbata y pañuelo a juego, delicadas camisas de color azul oscuro o burdeos, que resaltan sus sonrosadas mejillas y su pelo.

—Tuvo un pequeño ataque —explica Callie—. Hace cuatro años, en mayo. No perdió el habla ni nada de eso, de todos modos lo llevé al médico y me dijo que sí, que había tenido un pequeño ataque. Pero está sano. Está bien.

Callie le ha dado permiso a Sam para que lleve a Edgar de paseo. Ella se pasa todo el día en la tienda. Edgar espera arriba, frente al televisor. Reconoce a Sam, parece alegrarse de verle. Mueve la cabeza en señal de asentimiento cuando Sam le dice: «Ponte el abrigo. Vamos a salir». Sam saca del armario un abrigo nuevo, gris claro, y una gorra del mismo color. Después reflexiona y coge unas botas de caucho para proteger los brillantes zapatos de Edgar.

—¿Listo? —pregunta Sam, pero Edgar hace un gesto que significa: «Un momentito».

Está viendo a una joven muy guapa que entrevista a otra mujer mayor. Esta última hace muñecas con pasta. Aunque de diferente tamaño, todas tienen la misma expresión, estúpida a juicio de Sam. Edgar parece encantado con ellas. O quizá con la entrevistadora, con su enmarañado pelo rubio.

Sam espera a que acabe el programa. A continuación aparece el hombre del tiempo, y Edgar le indica por señas que se siente. Parece lógico, ver qué tiempo va a hacer antes de salir de paseo. Sam tiene intención de dirigirse a Orange Street —donde un centro para la tercera edad ha sustituido a la pista de patinaje y los cerezos— y acercarse a la casa de huéspedes y al garaje. Después del parte meteorológico, Sam se queda a ver las noticias porque van a decir algo que le interesa sobre los impuestos. Los anuncios interrumpen la emisión continuamente, claro, pero por fin acaban las noticias. Aparecen en pantalla patinadores artísticos. Al cabo de una hora, Sam comprende que no hay forma de mover a Edgar de allí.

Siempre que Sam dice algo, Edgar levanta una mano, como para indicarle que espere un momento. Nada le molesta. Presta la misma atención a todo, con aire satisfecho. Sonríe mientras contempla a los patinadores vestidos con trajes resplandecientes. Tiene una expresión de candidez en la que Sam cree adivinar alegría.

Sobre la falsa chimenea que cobija una estufa eléctrica hay una fotografía de Callie y Edgar vestidos de novios. El velo de Callie, anticuado, va sujeto a una cofia bordeada de perlas que lleva caída sobre la frente. Está sentada en un sillón, con los brazos llenos de rosas, y Edgar está detrás, de pie, erguido y delgado.

Sam sabe que no les hicieron el retrato el día de la boda. En aquella época muchas personas se vestían de novios e iban al estudio fotográfico más tarde, pero ni siquiera es su ropa de boda. Sam recuerda que una mujer que tenía algo que ver con la YMCA le dio a Callie un vestido, un pingajo informe de color rosa pálido. Edgar no tenía nada nuevo que ponerse, y los casó deprisa y corriendo un sacerdote al que no conocía ninguno de los dos, en Toronto. Aquella fotografía quería dar una imagen totalmente distinta. Quizá se la hubieran hecho años después. Callie parece bastante mayor que el día de la boda de verdad. Tiene la cara más ancha, con expresión más autoritaria. En realidad, se parece un poco a la señorita Kernaghan.

Eso es lo que Sam nunca podrá comprender: por qué Edgar se decidió a anunciar que iba a casarse con Callie la primera noche que pasaron en Toronto. En su opinión, no había ninguna necesidad. Callie no estaba embarazada y, que Sam supiera, tampoco lo estuvo después. Quizá fuera demasiado pequeña, o no se hubiera desarrollado normalmente. Edgar se anticipó a todo e hizo lo que nadie le obligaba a hacer; cargó precisamente con aquello de lo que había huido. ¿Sentía remordimientos, acaso pensaba que hay cosas que no se pueden esquivar? Dijo que Callie y él iban a casarse. Pero eso no era lo que pensaban hacer, no era ese el plan. Cuando Sam los miró en el tren y los tres se echaron a reír, aliviados, no pudo ser porque presintieran que todo acabaría así. Simplemente se rieron. Eran felices. Eran libres.

Al cabo de cincuenta años es demasiado tarde para preguntar, piensa Sam. E incluso en su momento se quedó demasiado sorprendido. Edgar se transformó en una persona que él no reconocía. Callie se echó atrás, asumió el penoso papel de mujer. Los momentos de felicidad que había compartido con ellos permanecieron en su cabeza, pero nunca llegó a entender nada. En realidad, y, como parece ser el caso, ¿tales momentos significan que tenemos una vida de felicidad con la que solo nos cruzamos ocasional y conscientemente? ¿Acaso arrojan esta luz antes y después de que podamos desechar cuanto nos ha ocurrido en la vida, o lo que hemos hecho para que ocurriera?

Cuando Callie sube arriba no hace la menor alusión a la fotografía de boda.

—Ha llegado el electricista —dice—. Así que tendré que vigilarle un poco. No me apetece nada que me cobre un dineral por quedarse ahí abajo fumando tranquilamente.

Sam empieza a comprender qué cosas no deben ni mencionarse. La señorita Kernaghan, la casa de huéspedes, la pista de patinaje. Los viejos tiempos. A quien se ha quedado le resulta muy molesto que quien se ha marchado machaque en los viejos tiempos, como un sutil insulto. Y Callie también empieza a aprender a no preguntarle cuánto le ha costado su casa, cuánto le cuesta su finca compartida en Hawai, cuánto se ha gastado en las vacaciones y en la boda de su hija; en suma, está comprendiendo que jamás averiguará cuánto dinero tiene.

Sam se da cuenta de que a Callie le gustaría saber otra cosa. Ve la pregunta asomando a los círculos pintados de azul que rodean sus ojos, unos ojos que ponen de manifiesto toda una vida de cálculos y esfuerzos que han dado buen resultado.

¿Qué quiere Sam? Eso es lo que le gustaría saber a Callie.

Sam está a punto de decirle que a lo mejor se queda hasta que lo averigüe. Que quizá sea su huésped.

—Creo que a Edgar no le apetece salir —dice Sam—. Eso me ha parecido.

—No —replica Callie—. Está bien así.