LÍQUENES
El padre de Stella construyó la casa para dedicarla a residencia de verano, en los acantilados arcillosos a orillas del lago Hurón. Su familia la llamaba «la casita de verano». David se sorprendió al verla la primera vez, porque no tenía el encanto de la madera de pino nudosa ni la comodidad acogedora que sugerían aquellas palabras. Chico criado en la ciudad, con lo que la familia de Stella denominaba «una educación diferente», no tenía ni idea de en qué consistían las residencias de verano. Era y sigue siendo una casa de madera, alta y desnuda, pintada de gris, una réplica de las antiguas granjas cercanas, pero quizá no tan sólida. Delante de ella se abren los acantilados, como cortados a pico —tampoco son muy sólidos, pero hasta ahora se han mantenido en su sitio— y un largo tramo de escaleras que baja hasta la playa. Detrás hay un pequeño huerto vallado, donde Stella cultiva verduras con gran paciencia y habilidad, un corto sendero de arena y una maraña de moreras silvestres.
Cuando el coche de David se interna en el sendero, Stella sale de entre los arbustos, con un colador lleno de moras. Es una mujer baja, gorda, de pelo blanco, con vaqueros y una camiseta sucia. No lleva nada debajo de la ropa, al menos en apariencia, que sujete o contenga ninguna parte de su cuerpo.
—Fíjate en cómo se ha puesto Stella —dice David enfadado—. Parece un gnomo.
Catherine, que no conoce a Stella, replica amablemente:
—Bueno, está más vieja.
—¿Más vieja que qué, Catherine? ¿Que la casa? ¿Que el lago Hurón? ¿Que el gato?
Hay un gato dormido en el sendero, junto al huerto, un macho grande de color jengibre con las orejas mutiladas por las peleas y un ojo blanco. Se llama Hércules y se remonta a la época de David.
—Es una mujer mayor —dice Catherine con una nota desafiante en la voz—. Ya sabes a qué me refiero.
David piensa que Stella lo ha hecho a propósito. No se trata solo de haberse resignado al deterioro natural; no, no, es mucho más. Stella siempre dramatiza. Pero Stella no es la única. Existe un tipo de mujer que se empeña en romper el envoltorio femenino que la cubre a esa edad haciendo alarde de una gordura o de una delgadez indecentes, llenándose de verrugas o de vello facial, negándose a tapar las piernas pálidas y varicosas, casi con orgullo, como si fuera precisamente lo que hubiera querido hacer desde siempre. Mujeres que odian a los hombres, desde el principio. Hoy en día no se puede decir una cosa así en voz alta.
Ha aparcado el coche demasiado cerca de las moreras, demasiado cerca para Catherine, que inmediatamente después de bajar por la puerta de la derecha empieza a tener problemas. Catherine es delgada, pero lleva un vestido con falda de vuelo y mangas largas y ondulantes. Es de algodón muy fino, con tonos que van desde el fucsia hasta el rosa, con una serie de plieguecitos irregulares, como arrugas. Un vestido bonito, aunque no muy adecuado para los dominios de Stella. Se le engancha en las zarzas y tiene que desprenderlo continuamente.
—Desde luego, David, ya podías haberle dejado un poco de sitio para pasar —dice Stella.
Catherine se ríe de su situación.
—No pasa nada, en serio.
—Stella, Catherine —dice David, haciendo las presentaciones.
—¿Quieres moras, Catherine? —pregunta Stella, comprensiva—. ¿Tú, David?
David niega con la cabeza, pero Catherine coge un par de ellas.
—Estupendas —dice—. Están calientes del sol.
—Yo me pongo mala solo de verlas —replica Stella.
De cerca, Stella tiene mejor aspecto, con una piel tersa y bronceada, el pelo cortado de un modo infantil, los ojos castaños muy abiertos. Catherine, encorvada sobre ella, es una mujer alta, frágil y huesuda, con el pelo rubio y la piel sensible. Tan sensible que no resiste el maquillaje y se altera fácilmente con los resfriados, las comidas y las emociones. Últimamente le ha dado por llevar sombra de ojos azul y rímel negro, un error a juicio de David. Ennegrecer sus escasas pestañas solamente contribuye a resaltar el azul acuoso de sus ojos, que parecen incapaces de soportar la luz del día, y la sequedad de la piel que los rodea. Cuando David conoció a Catherine hace unos dieciocho meses, pensó que tenía poco más de treinta años. Observó numerosos indicios de juventud; le encantaron su pelo rubio, su piel clara, su estatura y su fragilidad. Desde entonces ha envejecido. Y además, era mayor de lo que él creía: casi cuarenta años.
—¿Qué vas a hacer con ellas? —le pregunta Catherine a Stella—. ¿Confitura?
—Ya he llenado unos cinco millones de frascos —responde Stella—. La pongo en unos frasquitos con tapas de esas tan monas y se los regalo a los vecinos demasiado vagos o demasiado listos para recoger moras. A veces pienso si no sería mejor dejar que ese regalo de la naturaleza se pudriera en la vid.
—No son vides —interviene David—. Son esos dichosos arbustos llenos de espinas, que habría que arrancar y quemar. Entonces habría sitio para aparcar un coche.
Stella le comenta a Catherine:
—Mírale, sigue hablando como un marido.
Stella y David estuvieron casados veintiún años. Llevan ocho separados.
—Tienes razón, David —continúa Stella con aire contrito—. Debería arrancarlos. Tengo una larga lista de cosas que nunca consigo hacer. Entrad mientras me cambio.
—Tendremos que parar en la tienda de bebidas —advierte David—. Antes no me ha dado tiempo.
Todos los veranos David hace la misma visita, en una fecha lo más cercana posible al cumpleaños del padre de Stella. Siempre le lleva el mismo regalo: una botella de whisky escocés. En esta ocasión su suegro va a cumplir noventa y tres años. Está en un asilo a unos cuantos kilómetros de distancia, adonde Stella puede ir a verle dos o tres veces a la semana.
—Voy a lavarme un poco —dice Stella—. Y a ponerme algo más alegre. No por papá, porque se ha quedado totalmente ciego, pero creo que a los demás les gusta verme vestida de rosa o azul o algo por el estilo; les anima como un globo. Os dará tiempo a tomaros una copa rápida. Y podríais ponerme otra a mí, de paso.
Recorren el sendero que lleva hasta la casa en fila india; Stella va delante. Hércules no se mueve.
—Es un vago —declara Stella—. Se está poniendo como papá. ¿Crees que debería pintar la casa, David?
—Sí.
—Papá decía que había que hacerlo cada siete años. No sé… estoy pensando en la posibilidad de poner planchas protectoras contra el viento. Desde que la arreglé para el invierno, a veces tengo la impresión de vivir en un cajón abierto por todas partes.
Stella vive aquí todo el año. Al principio, uno de los dos hijos iba a verla a menudo, pero ahora Paul está estudiando silvicultura en Oregón y Deirdre da clase en un centro de enseñanza de inglés en Brasil.
—Pero ¿encontrarás planchas de un color así? —pregunta Catherine—. Es precioso ese tono, que solo se consigue con el paso de los años.
—Yo había pensado en un crema —responde Stella.
Sola en esta casa, en esta comunidad, Stella lleva una vida agitada y en ocasiones caótica. Mientras recorren el porche trasero y la cocina para llegar al cuarto de estar, encuentran numerosos indicios de semejante actividad. Aquí hay varias plantas que acaba de poner en macetas, y la confitura de la que hablaba: no la ha regalado toda, sino que, según explica, reserva algunos frascos para venderlos en la feria de otoño. Allí tiene el aparato para hacer vino; a continuación, en el alargado salón, desde donde se ve el lago, la máquina de escribir, rodeada de montones de libros y papeles.
—Estoy escribiendo mis memorias —dice Stella poniendo los ojos en blanco ante Catherine—. Quiero sacar un poco de dinero. No, está bien, David, estoy escribiendo un artículo sobre el viejo faro. —Le señala el faro a Catherine—. Se ve desde esta ventana si te agachas un poco. Estoy haciendo un trabajo para la sociedad histórica y el periódico local. Toda una escritora en ciernes.
Además de pertenecer a la sociedad histórica, explica, también es miembro de un grupo de lectura de obras de teatro, del coro de la iglesia, un club de fabricantes de vino y un grupo informal cuyos integrantes ofrecen cenas semanales a un precio fijo (bajo).
—Para poner a prueba nuestro ingenio —añade—. Siempre estamos poniendo a prueba algo.
Y esa es solo la parte más o menos organizada. Sus amistades son muy variadas. Jubilados que viven aquí, en granjas remozadas o casas de verano preparadas para el invierno; personas más jóvenes de diversas profesiones que se han establecido en la zona y se han hecho cargo de viejas granjas llenas de piedras que los agricultores natos ya no quieren cultivar. Y un dentista y su amigo, que son homosexuales.
—¡Estamos muy tolerantes últimamente! —grita Stella, que ha ido al cuarto de baño y transmite este dato entre el ruido del agua—. No nos interesa que encajen los sexos, y a las jubiladas nos viene bien. Somos una media docena. Una es tejedora.
—¡No encuentro la tónica! —vocea David desde la cocina.
—Hay latas. En la caja que está en el suelo, al lado de la nevera. Esta mujer cría ovejas, la tejedora. Tiene una rueca. Hila la lana y después confecciona telas.
—Me cago en diez —dice David pensativamente.
Stella ha cerrado el grifo y está chapoteando.
—Pensaba que os gustaría saberlo. Desde luego, yo no llego a tanto. Solamente hago confitura.
Al cabo de un momento sale con una toalla enrollada alrededor del cuerpo, preguntando: «¿Cuál es mi copa?». Lleva las puntas de arriba de la toalla metidas bajo el brazo y las de abajo ondean peligrosamente libres. Acepta una ginebra con tónica.
—Me la tomaré mientras me visto. Tengo dos trajes de verano nuevos, uno rosa flamenco y otro azul turquesa. Puedo combinarlos. Los dos me quedan que ni pintados.
Catherine sale del cuarto de estar para coger su copa y bebe dos tragos como si fuera agua.
—Me encanta esta casa —dice con dulzura y vehemencia—. De verdad. Es tan primitiva, con tan pocas pretensiones… y tiene tanta luz… He intentado pensar en qué me recuerda, y ya lo sé. ¿Habéis visto esa película antigua de Ingmar Bergman en la que aparece una familia que vive en una isla, en una casa de verano? Una casa encantadora, muy pobre. La chica se vuelve loca. Recuerdo que al verla pensé: «Así deberían ser las casas de verano, pero no lo son».
—Sí, en esa película Dios es un helicóptero —interviene David—. Y la chica hace tonterías con su hermano en el fondo de una barca.
—Me temo que aquí nunca pasa nada tan interesante —dice Stella tras la pared del dormitorio—. La verdad, nunca me han entusiasmado las películas de Bergman. Siempre me han parecido desoladoras y neuróticas.
—Aquí las conversaciones se oyen por todas partes —le dice David a Catherine—. ¿No te has fijado en que los tabiques no llegan hasta el techo? Excepto en el cuarto de baño, gracias a Dios. Contribuye mucho a la vida familiar.
—Siempre que David y yo queríamos hablar en privado, teníamos que meter la cabeza bajo las mantas —explica Stella.
Sale del dormitorio con unos pantalones elásticos azul turquesa y una blusa sin mangas con ramas y flores del mismo color sobre fondo blanco. Al menos parece que se ha puesto sujetador. Queda a la vista un tirante de color claro que se le clava en el hombro.
—¿Te acuerdas de una noche que estábamos acostados, hablando de comprar un coche nuevo y de la gasolina que consumía? —pregunta Stella—. No sé qué marca, se me ha olvidado. A papá le volvían loco los coches y sabía mucho del tema y de repente le oímos decir: «Cuatro litros y medio cada cuarenta y cinco kilómetros», o algo parecido, como si estuviera al lado de la cama. Naturalmente, no era así; estaba acostado en su habitación. A David le tenía harto aquello. ¡Contestó: «Gracias, señor», como si papá hubiera participado en la conversación desde el principio!
Cuando David sale de la tienda de bebidas, en el pueblo, Stella ha bajado la ventanilla del coche y está hablando con una pareja a la que presenta como Ron y Mary. Deben de tener sesenta y tantos años, pero con muy buen aspecto, bronceados. Llevan pantalones escoceses, camisetas blancas y gorras también escocesas, a juego.
—Encantado de conocerlos —dice Ron—. ¡Así que han venido a ver cómo vive aquí la gente lista! —Tiene un tono de voz desenfadado que sugiere fintas de boxeo y golpes amistosos—. ¿Cuándo se jubilarán y se vendrán con nosotros?
Sus palabras le hacen pensar a David qué les habrá contado Stella sobre la separación.
—Aún no me toca jubilarme.
—¡Hay que jubilarse pronto! Eso es lo que hemos hecho muchas de las personas que vivimos aquí. Hemos escapado de la rutina, el trajín y el trabajo y el ganar y gastar.
—Bueno, yo no estoy metido en todo eso —replica David—. Soy un simple funcionario. Les sacamos dinero a los contribuyentes e intentamos trabajar lo menos posible.
—No es verdad —tercia Stella, con expresión de esposa regañona—. Trabaja en el Ministerio de Educación, y mucho, solo que no le da la gana reconocerlo.
—¡Un disfuncionario! —exclama Mary, con un chillido de satisfacción—. ¡Yo trabajaba en Ottawa, hace siglos, y nos llamábamos disfuncionarios! O sea, funcionarios.
Mary no está gorda en absoluto, pero a su barbilla le ha pasado algo que suele ocurrirles a las gordas: se ha desplomado formando una serie de terrazas que acaban en el cuello.
—Bromas aparte —interviene Ron—, llevamos una vida estupenda. Es increíble la cantidad de cosas que se pueden hacer. No nos llegan las horas del día.
—¿Tienen muchas actividades? —pregunta David.
Lo dice en un tono completamente serio, respetuoso y atento. Ese tono pone en guardia a Stella e intenta distraer a Mary.
—¿Qué piensas hacer con la tela que te trajiste de Marruecos?
—No lo sé todavía. Quedaría un vestido precioso, pero no va mucho con mi estilo. Supongo que acabaré por ponerla en la cama, de colcha.
—Hay tantas cosas que hacer que estás continuamente ocupado —dice Ron—. Por ejemplo, esquiar, o hacer travesías por el campo. En el mes de febrero hicimos una de diecinueve días. Este año hemos tenido un tiempo estupendo. No es necesario utilizar el coche. Cogemos el sendero que va por…
—Yo también procuro hacer cosas que me entretienen —le interrumpe David—. Pienso que te ayudan a mantenerte joven.
—¡Desde luego que sí!
David tiene una mano metida en el bolsillo interior de la chaqueta. Saca algo que oculta en el hueco de la mano y se lo enseña a Ron con una sonrisa burlona.
—Una de las cosas que me interesan —dice.
—¿Queréis ver lo que le he enseñado a Ron? —dice David al cabo de un rato.
Van por los acantilados en el coche, camino del asilo.
—No, gracias.
—Espero que le haya gustado —añade David en tono satisfecho.
Se pone a cantar. Stella y él se conocieron cantando madrigales en la universidad. O eso es lo que le cuenta Stella a la gente. Cantaban otras cosas, no solo madrigales.
—David era un chavalito flacucho e inocente con una voz de tenor pura, y yo era una chica regordeta y bastante bruta con una voz profunda de contralto —repite Stella encantada—. Él no pudo hacer nada. Era el destino.
—¿Adónde vas, amada mía? —canta David, que aún conserva su hermosa voz de tenor:
¿Adónde vas, amada mía?
Amada mía, ¿dónde vas?
Quédate conmigo, mi amor,
mi amor,
y te cantaré una canción,
una bella canción
de amor.
En la playa, a ambos lados de la finca de Stella, se extienden unos muros de piedra alargados y bajos rodeados de alambre que llegan hasta la orilla. Sirven para proteger la playa de la erosión. En uno de los muros está sentada Catherine, contemplando el agua, mientras la brisa del lago aventa su vestido transparente y su largo pelo. Podría estar posando para un retrato, o anunciando algo, piensa Stella, algo muy íntimo y potencialmente desagradable, o algo respetable e importante de verdad, como un seguro de vida.
—Hace rato que quería preguntártelo —dice Stella—. ¿Le pasa algo en los ojos?
—¿En los ojos? —repite David.
—Sí, en la vista. Da la impresión de que no ve bien, de que no puede enfocar las cosas. No sé cómo explicarlo.
Stella y David están junto a la ventana del salón. Recién llegados del asilo, los dos tienen en la mano una copa reconfortante. Apenas han hablado en el camino de vuelta, pero no ha sido un silencio hostil. Se sienten purificados y relativamente comunicativos.
—No le pasa nada en la vista, que yo sepa.
Stella entra en la cocina, saca el asador, frota el redondo de cerdo con unos dientes de ajo y hojas de salvia fresca.
—¿Sabes una cosa? Las mujeres tienen un olor especial —dice David ante la puerta del cuarto de estar—. Se les pone cuando saben que ya no las quieres. Un olor a rancio.
Stella da una palmada a la carne.
—Habrá que poner alambre nuevo a todas las crucerías —dice—. En algunos sitios está tan gastado que parece una telaraña. Deberías verlo. Es por la fuerza del agua. Desgasta hasta el alambre más grueso. Tendré que traer a alguien este otoño. Prepararé un montón de comida y pediré a varias personas que vengan, porque casi todos están sanos y fuertes. Es lo que hacemos todos.
Mete la carne en el horno y se enjuaga las manos.
—Catherine era la chica de la que me hablaste el verano pasado, ¿no? La que decías que era muy original.
David refunfuña.
—¿Que yo decía qué?
—Que era muy original.
Stella no para de trajinar, sacando manzanas, patatas, cebollas.
—Vale, vale —añade David entrando en la cocina para estar más cerca de Stella—. ¿Qué te conté?
—Eso es todo, la verdad. No recuerdo nada más.
—Stella. Dime qué te conté de ella.
—No me acuerdo, en serio.
Claro que lo recuerda. Recuerda el tono exacto en que David dijo: «Es muy original», el orgullo y la ironía de su voz. Con las angustias del amor, siempre hablará de la mujer con tierno menosprecio, con asombro incluso. Le gusta decir que es una locura, que no lo entiende, que ve con claridad que no es la persona adecuada para él. Pero de todos modos… De todos modos es superior a sus fuerzas, irresistible. Le contó a Stella que Catherine creía en la astrología, que era vegetariana y pintaba cuadros extraños con minúsculas figuritas encerradas en burbujas de plástico.
—El redondo —dice Stella con repentina preocupación—. ¿Come carne?
—¿Qué?
—Que si Catherine come carne.
—A lo mejor no come nada. A lo mejor es que está demasiado ida.
—Voy a hacer una cazuela de manzanas y cebollas, bastante consistente. Quizá eso sí lo coma.
El verano anterior, David dijo: «En realidad, es una superviviente del hippismo. Ni siquiera sabe que esa época ha pasado. No creo que haya leído un periódico en su vida. No tiene ni la menor idea de lo que ocurre en el mundo, a no ser que le haya dicho algo una adivina. Eso es lo que ella considera la realidad. No creo que sepa interpretar un mapa. Es puro instinto. ¿Sabes lo que hizo una vez? Fue a Irlanda a ver el Libro de Kells. Como había oído que estaba allí, se bajó del avión en el aeropuerto de Shannon y le preguntó a alguien cómo podía llegar hasta el Libro de Kells. ¡Y lo curioso es que lo encontró!».
Stella le preguntó cómo ganaba el dinero para hacer viajes a Irlanda aquel ser tan original.
—Bueno, trabaja —contesta David—. Tiene una especie de trabajo. Da clases de pintura, unas horas al día. Dios sabe qué les enseñará. A pintar según el signo del zodíaco de cada cual, supongo. —Y añade—: Hay otra persona. Todavía no se lo he dicho a Catherine. ¿Tú crees que lo ha notado?
—Yo creo que sí, que lo nota.
Está apoyado en la mesa, observando a Stella, que pela manzanas. Mete la mano bruscamente en un bolsillo interior y antes de que Stella pueda volver la cabeza le pone ante los ojos una fotografía en color.
—Es mi chica nueva —explica.
—Parecen líquenes —replica Stella, con el cuchillo en el aire—. Aunque es demasiado oscuro. Parece musgo sobre una roca.
—No seas boba, Stella. No te hagas la graciosa. Se la ve perfectamente. ¿No ves las piernas?
Stella deja el cuchillo y echa una ojeada, obediente. En el horizonte hay un pecho aplastado. Y las piernas se extienden en primer plano. Las piernas están muy separadas, lisas, doradas, monumentales: columnas derribadas. Entre ellas está la mancha oscura que ha llamado musgo, o líquenes. Pero en realidad se parece más a la piel oscura de un animal con la cabeza, la cola y las patas cortadas. La piel sedosa y oscura de un roedor con mala suerte.
—Sí, ahora lo veo —admite con prudencia.
—Se llama Dina. Dina sin «h» al final. Tiene veintidós años.
Stella no le pide que guarde la fotografía, ni siquiera que deje de ponérsela delante de las narices.
—Es malísima —prosigue David—. ¡Pero malísima! Estudió en un colegio de monjas. ¡No hay nada como estas chicas de colegio de monjas que deciden echarse a la calle! Era alumna de la escuela de bellas artes en la que da clases Catherine, pero lo dejó. Ahora es camarera.
—A mí no me parece tan depravado. Deirdre fue camarera una temporada cuando estudiaba en la universidad.
—Dina no es como Deirdre.
Al fin David baja la mano con la que sujeta la fotografía; Stella coge otra vez el cuchillo y empieza de nuevo a pelar manzanas. Sin embargo, David no guarda la fotografía. Empieza a hacerlo, pero cambia de idea.
—La muy bruja —dice—. Me tiene machacado.
A Stella la voz de David cuando habla de aquella chica se le antoja especialmente artificial. Pero ¿quién es ella para decir qué es artificial y qué no? Aquel tono especial es bastante agudo, monótono, insistente, con una dulzura cruel, deliberada. ¿Con quién quiere ser cruel: con Stella, con Catherine, con la chica, consigo mismo? Stella suspira de forma más ruidosa y furiosa de lo que pretendía y deja sobre la mesa una manzana a medio pelar. Entra en el cuarto de estar y mira por la ventana.
Catherine está bajando del muro. O intentándolo. Se le engancha el vestido en el alambre.
—Esa monada de vestido le está dando muchos problemas —dice Stella, sorprendida de su mal acento y de cierta maldad en su tono de voz.
—Stella, me gustaría que me guardaras esta fotografía.
—¿Que te la guarde?
—Sí. Me temo que si no, voy a enseñársela a Catherine. Hace tiempo que quiero hacerlo, y puede que acabe por hacerlo.
Catherine se ha librado del alambre y los ha visto asomados a la ventana. Saluda con la mano, y Stella le devuelve el saludo.
—Seguro que tienes más —dice Stella—. Más fotografías, quiero decir.
—Aquí no. Y no quiero hacerle daño.
—Pues no se lo hagas.
—Ella me obliga. Se cuelga de mí con sus miradas de cordero degollado. Toma antidepresivos. Bebe. A veces pienso que lo mejor sería darle el golpe definitivo. El coup de grâce. El coup de grâce, Catherine, toma El golpe definitivo. Pero me preocupa qué pueda hacer.
—¡Marchando una de antidepresivos!
—No es ninguna tontería, Stella. Esas pastillas son mortales.
—Es cosa tuya.
—Muy graciosa.
—No era mi intención, pero cuando se me escapa algo así, quiero hacer creer que lo digo a propósito. ¡Hay que ponerse serios!
A la hora de la cena los tres se sienten mucho mejor de lo que podían esperar. David se siente mejor porque se ha acordado de que hay una cabina de teléfonos enfrente de la tienda de bebidas. Stella siempre se siente bien cuando prepara una comida y le sale al punto. Catherine tiene razones químicas para sentirse mejor.
La conversación fluye fácilmente. Stella cuenta historias que ha descubierto en sus investigaciones para el artículo, sobre naufragios en los Grandes Lagos. Catherine sabe algo sobre el tema. Un novio suyo —un antiguo novio— es buzo. David tiene la galantería de demostrar que se siente celoso y que no le interesan sus hazañas submarinas. Quizá sea verdad.
Después de cenar, David dice que necesita dar un paseo. A Catherine le parece bien.
—Vete —dice alegremente—. No nos haces ninguna falta. ¡Stella y yo podemos arreglárnoslas sin ti!
Stella se pregunta de dónde habrá sacado Catherine aquel nuevo tono de voz, animado, coqueto y absurdo. No puede haberlo causado el alcohol. Sea lo que sea lo que ha tomado Catherine, la ha espabilado en lugar de embotarla. Esa fresca brisa química ha barrido varios estratos de ligera timidez, indecisión y adulación, temor u optimismo.
Pero cuando Catherine se levanta para quitar los platos de la mesa salta a la vista que no está tan espabilada físicamente. Choca contra una esquina de la mesa. A Stella le recuerda a una tullida. Alguien a quien le han amputado una pequeña parte del cuerpo, las yemas de los dedos de las manos y quizá también de los pies. Stella tiene que vigilarla y le quita los platos antes de que se le caigan.
—¿Te has fijado en el pelo? —pregunta Catherine. Su voz sube y baja como una noria; se sumerge y centellea—. ¡Se lo tiñe!
—¿Te refieres a David? —replica Stella, realmente sorprendida.
—Cada vez que lo piensa, echa la cabeza hacia atrás para que no puedas verlo de cerca. Supongo que le da miedo que tú comentes algo. Te tiene un poco de miedo. Pero parece muy natural.
—No me había dado cuenta, la verdad.
—Empezó hace un par de meses. Yo le dije: «David, no me importa. Empezabas a tener canas cuando me enamoré de ti. ¿Crees que me va a molestar a estas alturas?». El amor es algo muy extraño, hace cosas raras. David es una persona realmente sensible, muy vulnerable. —Stella rescata un vaso de vino que se desliza de los dedos de Catherine—. Puede hacerte mezquino. El amor te hace mezquino. Si te sientes dependiente de alguien, te portas de forma mezquina. Eso es lo que le pasa a David.
Con la cena han bebido hidromiel. Es la primera vez que Stella probaba esta partida de hidromiel casero y piensa que era muy bueno, seco y espumoso. Parecía champán. Ve que ha quedado un poco en la botella. Como medio vaso. Se lo sirve, deja el vaso detrás de la batidora, enjuaga la botella.
—Llevas una vida muy agradable —dice Catherine.
—Sí, está bien. Sí.
—Yo presiento que mi vida va a cambiar pronto. Quiero a David, pero llevo demasiado tiempo sumergida en este amor. Demasiado tiempo. ¿Comprendes lo que te quiero decir? Cuando estaba en la playa mirando las olas me pregunté: «Me quiere, no me quiere». Lo hago muchas veces. Y de repente me puse a pensar. Las olas no tienen fin, a diferencia de una margarita, o de mis pasos si empezara a contarlos hasta el final de la manzana. Las olas no se paran jamás. Y entonces comprendí que me traían un mensaje.
—Deja las cacerolas, Catherine. Ya las recogeré más tarde.
¿Por qué no dice Stella: «Siéntate, me las arreglo mejor yo sola?». Es algo que ha dicho en numerosas ocasiones a otras personas menos torpes que Catherine cuando se ofrecían a ayudarla. No lo dice porque piensa que tiene que andarse con cuidado. Catherine parece encontrarse en un estado inestable, demasiado delicado. El menor tropiezo podría traer graves consecuencias.
—Me quiere, no me quiere —repite Catherine—. Así funciona, infinitamente. Eso es lo que trataban de decirme las olas.
—Solo por curiosidad —dice Stella—. ¿Crees en la astrología?
—¿Te refieres a que si me han hecho la carta astral? No, no, pero conozco a personas que sí. Lo he pensado. Supongo que no acabo de creérmelo lo suficiente para gastarme dinero en eso. A veces miro el horóscopo en los periódicos.
—¿Lees los periódicos?
—Algunas partes. Me mandan uno a casa, pero no lo leo entero.
—¿Y comes carne? En la cena has tomado cerdo.
A Catherine no parece importarle que la interroguen, ni siquiera advierte que se trata de un interrogatorio.
—Bueno, puedo vivir a base de ensaladas, sobre todo en esta época del año, pero como carne de vez en cuando. Soy una vegetariana muy poco estricta. El asado estaba fantástico. ¿Llevaba ajo?
—Ajo, romero y salvia.
—Estaba riquísimo.
—Me alegro.
Catherine se sienta de repente y extiende sus largas piernas como un marimacho, dejando que el vestido se cuele entre ellas. Hércules, que ha estado durmiendo durante toda la cena en la cuarta silla, en el otro extremo de la mesa, da un salto con decisión y aterriza en su breve regazo.
Catherine se echa a reír.
—¡Qué gato más loco!
—Si te molesta, échalo.
Ya libre de la necesidad de vigilar a Catherine, Stella se dedica a limpiar y amontonar los platos, lavar los vasos, recoger la mesa, sacudir el mantel, pasarles un paño a las sillas. Se siente satisfecha y llena de fuerzas. Toma un sorbo de hidromiel. Le viene a la cabeza la melodía de una canción y no se da cuenta hasta que le salen unas palabras de que es la misma que cantaba antes David: «¡Cuán incierto el porvenir!».
Catherine suelta un leve ronquido y sacude la cabeza bruscamente. Hércules no se asusta, pero busca una postura más segura, clavándole las uñas en el vestido.
—¿He sido yo? —pregunta Catherine.
—Te vendría bien un café —contesta Stella—. No deberías dormirte todavía.
—Estoy cansada —replica Catherine, cabezona.
—Ya lo sé, pero no deberías dormirte todavía. Espera un momento; voy a prepararte un café.
Stella saca un paño del armario, lo empapa en agua fría y se lo pone a Catherine en la cara.
—Ya verás qué bien te sienta. Sujétalo mientras yo preparo el café. No querrás desmayarte aquí mismo, ¿verdad? David se pondría pesadísimo. Diría que ha sido por culpa del hidromiel, del asado o de mis guisos, o algo. Vamos, Catherine.
En la cabina de teléfonos, David empieza a marcar el número de Dina. De pronto se acuerda de que es una conferencia. Tiene que llamar a la telefonista. Llama a la telefonista, pregunta cuánto va a costar la llamada, se saca todas las monedas de los bolsillos. Amontona un dólar y treinta y cinco centavos en monedas de veinticinco y de diez centavos y las coloca sobre el estante. Vuelve a marcar. Le tiemblan los dedos. Se estremece, con una extraña sensación que le sube por las piernas, las tripas y el pecho. El primer repiqueteo del teléfono en el apartamento abarrotado de Dina le revuelve las entrañas. Es una locura. Empieza a meter monedas.
—Ya le indicaré cuándo debe depositar dinero —dice la telefonista—. ¿Oiga? Ya le indicaré cuándo debe depositar dinero.
Las monedas de veinticinco centavos caen tintineando en el depósito y David las recoge torpemente. El teléfono vuelve a sonar, en el tocador de la casa de Dina, entre la maraña de maquillajes, medias, abalorios y cadenas, largos pendientes con plumas, una boquilla absurda, una serie de juguetes mecánicos. David los ve: la rana verde, el pato amarillo, el oso marrón, todos del mismo tamaño. Ranas y osos son iguales. También varios monstruos espaciales, copias de los personajes de una película. Cuando se les da cuerda, los juguetes van por el suelo o la mesa de la casa de Dina, estrepitosos, bamboleándose, soltando chispas por la boca. A ella le gusta echar carreras, o colocar un par de ellos de modo que acaben por chocar. Y entonces da chillidos, incluso gritos nerviosos, mientras los juguetes siguen su rumbo impredecible.
—¿Oiga? No contestan.
—Déjelo sonar un poco más.
El baño de la casa de Dina está enfrente del vestíbulo. Lo comparte con otra chica. Si está en el baño, o en la bañera, ¿cuánto tardará en decidirse a coger el teléfono? David decide contar diez timbrazos más.
—Siguen sin contestar, señor.
Diez más.
—¿Quiere llamar más tarde?
David cuelga; se le ha ocurrido una cosa. Inmediatamente, con decisión, marca el número de información.
—Dígame, ¿para qué ciudad?
—Toronto.
—Un momento.
David pide el número de teléfono de un tal Michael Read. No, no conoce su dirección. Solo conoce el apellido, el apellido del último novio de Dina, con el que quizá aún no ha roto del todo.
—En la guía no aparece ningún Michael Read.
—Ya. Busque Reade, R-e-a-d-e.
Existe un tal M. Reade, en Davenport Road. No Michael, pero al menos sí M. Hay que comprobarlo. ¿Hay un tal M. Read? ¿Read? Sí. Sí, M. Read, que vive en Simcoe Street. Y otro M. Read, R-e-a-d, que vive en Harbord. ¿Por qué no se lo ha dicho antes?
David tiene la corazonada de que es el de Harbord. No está demasiado lejos del apartamento de Dina. La telefonista le da el número. David intenta memorizarlo. No tiene nada para apuntarlo. Piensa que es importante no pedirle a la telefonista que repita el número. No debe demostrar que está en una cabina sin bolígrafo ni lápiz. Le da la impresión de que sus pesquisas son demasiado evidentes, desesperadas y furtivas, y de que en cualquier momento podrían desconectarle, impedirle que obtenga más información sobre M. Read o M. Reade, de Harbord o Simcoe o Davenport, o de donde sea.
Tiene que volver a empezar desde el principio. El prefijo de Toronto. No, la telefonista. El número que ha memorizado. Rápido, antes de que pierda los nervios, o de que pierda el número. Si contesta ella, ¿qué va a decirle? Pero no es muy probable que conteste ella, ni siquiera si está allí. Contestará M. Read. Entonces David tendrá que preguntar por Dina. Pero quizá no con su voz, ni siquiera con voz de hombre. Antes podía imitar diversas voces por teléfono. Hubo una época en que era capaz de despistar incluso a Stella.
Quizá deba poner voz de mujer, chillona. O de niña, de hermanita pequeña. «¿Está Dina?».
—¿Cómo dice, señor?
—Nada. Perdone.
—Está sonando. Ya le diré cuándo tiene que depositar monedas.
¿Y si M. Read es una mujer? Nada parecido a Michael Read, sino Mary Read. Una anciana pensionista. Una chica profesional. ¿Para qué me telefonea? Acoso sexual. Y a llamar a información otra vez. Marcar el número de M. Read, de Simcoe. El de M. Reade de Davenport. Un número y otro número.
—Lo siento, pero no contestan.
El teléfono suena una y otra vez en el apartamento de M. Read, o en su casa o habitación. David se apoya en el estante metálico, donde esperan las monedas. Un coche se ha parado en el aparcamiento junto a la tienda de bebidas. La pareja que va dentro lo está mirando. Es evidente que esperan para llamar por teléfono. Con un poco de suerte, el siguiente coche que aparezca será el de Ron y Mary.
Dina vive encima de una tienda que importa productos de la India. Su pelo y su ropa siempre huelen a curry, nuez moscada e incienso, todo ello acompañado por lo que David considera su olor natural, a cigarrillos y hachís y sexo. Dina lleva el pelo teñido de negro muy oscuro. Las mejillas exhiben dos brochazos de un color vivo y a veces los párpados son de un rojo ladrillo. En una ocasión hizo una prueba para una película que rodaban varias personas que conocía. No le dieron el papel por sus remilgos a la hora de meterse una rata domesticada entre las piernas. Ese fracaso la humilló.
David está sudando; no quiere sorprenderla, pero sí pillarla allí como sea, oír su joven voz ronca, con aquel temblor involuntario, las insistentes obscenidades. Solo oírla, en este momento, significaría que lo ha engañado. Claro que lo ha engañado. Lo hace continuamente. Si le contestara (casi ha olvidado que seguramente contestará M. Read) podría gritarle, insultarla, y de sentirse suficientemente miserable —y sin duda así se sentiría— podría suplicarle. Él aceptaría con agrado cualquier posibilidad. Cualquiera. Durante la cena, mientras hablaba animadamente con Stella y Catherine, no había parado de escribir el nombre de Dina con un dedo, por debajo de la mesa de madera.
La gente no tolera esta clase de sufrimiento, y ¿por qué habría de hacerlo? El que sufre ha de renunciar a la simpatía de los demás, a la dignidad y a soportar la desolación. Y encima la gente no duda en decirte que no es verdadero amor. Esos arrebatos de deseo y dependencia y adoración y perversidad, transformaciones voluntarias pero terribles… eso no es auténtico amor.
Stella siempre le decía que a él no le interesaba el amor. «Ni siquiera el sexo. Creo que ni siquiera te interesa el sexo, David. Me parece que lo único que te importa es ser un chicazo malo».
El verdadero amor… Sería seguir viviendo con Stella o continuar con Catherine. Una persona que supuestamente conoce bien el Verdadero Amor podría ser Ron, el de Mary.
David sabe lo que se hace. Piensa que es lo más interesante del asunto, y así lo dice. Sabe que Dina en realidad no es tan pérfida, ni tan codiciosa, ni tan perdida como ella se empeña en aparentar, o como se empeña en aparentar a veces. Dentro de diez años no acabará destrozada por su vida de crápula, ni será una puta de lujo. Será una mujer con un montón de niños pequeños en la lavandería. La encantadora palabra ramera, tan anticuada, con la que él la define, en realidad no se le puede aplicar; no le pega más que hippie a Catherine, una persona en la que ahora no puede ni pensar. Sabe que tarde o temprano, si Dina deja que su disfraz se cuartee, como le ocurrió a Catherine, él tendrá que seguir su camino. David tendrá que hacerlo de todos modos: seguir su camino.
Sabe todo esto y se observa, y el conocimiento y la observación no ejercen ningún efecto en el estremecimiento de sus entrañas, en las fogosas glándulas sudoríparas, en sus enardecidos ruegos.
—¿Oiga? ¿Podría seguir intentándolo?
El asilo al que fueron antes se llama Asilo del Bálsamo de Judea. Tiene ese nombre por los árboles de balsamea, de la familia de los álamos, que abundan a orillas del lago. Una enorme residencia de piedra construida por un millonario en el siglo XIX, ahora afeada con las rampas y las escaleras de incendios.
Las voces procedentes de las numerosas sillas de ruedas que había en el césped reclamaban la presencia de Stella. Ella respondía gritando nombres, iba aquí y allá para estrechar manos y repartir besos. Revoloteaba de un lado a otro como un colibrí gordo.
Cuando volvió con David iba cantando:
Soy tu dulce alegría,
tu rayito de sol,
tu estrella del día,
tu gran amor.
Ya sin aliento, dijo:
—La verdad, todo sigue igual. No creo que encuentres a papá muy cambiado, salvo que está completamente ciego.
Llevó a David por los pasillos pintados de verde, con techos falsos (que reducen los gastos de calefacción), cuadros baratos, olores a desinfectante y a otras cosas. En el porche trasero estaba su padre, solo, arropado con mantas, atado a la silla de ruedas para que no se cayera.
Su padre dijo:
—¿David?
El sonido pareció salido de una cueva húmeda de las profundidades de su cuerpo, como si no lo hubiera modulado con los labios ni las mandíbulas ni la lengua. No se le vio mover nada. Ni siquiera la cabeza.
Stella se puso detrás de la silla y le rodeó el cuello con los brazos. Le acarició con delicadeza.
—Sí, es él, papá —contestó—. ¡Has reconocido sus pisadas!
Su padre no replicó. David se inclinó para tocar las manos del anciano, que no estaban frías como él esperaba, sino calientes y muy secas. Le puso entre ellas la botella de whisky.
—Cuidado. No puede sujetarla —avisó Stella con dulzura.
David siguió agarrando la botella mientras Stella acercaba una silla para que pudiera sentarse enfrente de su padre.
—El mismo regalo de siempre —explicó David.
Su suegro emitió un ruido, como para dar a entender que comprendía.
—Voy a buscar unos vasos —dijo Stella—. Está prohibido beber fuera, pero normalmente consigo que se salten un poco las normas. Les diré que es una ocasión especial.
Para acostumbrarse a mirar a su suegro, David intentó pensar en él como si se tratara de un ser posthumano, algo nuevo en la especie. La supervivencia no solo le había preservado; le había transformado. La piel gris azulada con manchas azul oscuro, los ojos blanquecinos, un cuello nervudo con delicadas y profundas depresiones, como un jarrón de cristal ahumado. Por aquella garganta ascendieron más sonidos, una tentativa de conversación. Sonaba el núcleo de cada sílaba, una vocal arrastrada que apenas se mantenía en pie gracias a las consonantes.
—¿El tráfico… muy malo?
David le describió el estado de la autopista y las carreteras secundarias. Le contó a su suegro que hacía poco había comprado un coche, un coche japonés. Le dijo que al principio no había podido alcanzar ni por asomo la velocidad que prometía la propaganda, pero que protestó, insistió y devolvió el coche a la tienda. Habían hecho varios cambios y actualmente la situación había mejorado y él estaba contento, pero nada que ver con lo que le habían prometido.
La conversación pareció agradarle al viejo. Daba la impresión de seguirla. Asentía, y en su rostro alargado, azulenco y posthumano aparecieron vestigios de antiguas expresiones. Una expresión de preocupación, astucia y dignidad, suspicacia hacia los anuncios, los coches extranjeros y los vendedores de coches. Incluso había trazas de duda —como en los viejos tiempos— sobre la posibilidad de que David supiera manejar tales cosas. Y de alivio porque él sí había sido capaz. David siempre estaría aprendiendo a ser hombre, algo que quizá nunca lograría; nunca alcanzaría estabilidad y dominio, una perspectiva de vida decente. David, que prefería la ginebra al whisky, leía novelas, no comprendía el mercado de valores, hablaba con las mujeres y había empezado su vida laboral como profesor. David, que siempre había tenido coches pequeños, extranjeros. Pero todo había cambiado. Los coches pequeños no significaban lo mismo que antes. Incluso allí, en los acantilados del lago Hurón, al final de la vida, un hombre que no podía sujetar nada con las manos ni ver nada había experimentado ciertas transformaciones, había comprendido ciertos cambios.
—¿Has oído hablar del… Lada?
Por suerte, da la casualidad de que un colega de David tiene un Lada, y ha sufrido el aburrimiento de muchos almuerzos y descansos discutiendo sobre los puntos fuertes y débiles de este coche y la dificultad a la hora de comprar recambios. David se lo contó, y su suegro pareció quedar satisfecho.
—Gray. Dort. Un coche de primera… El mejor: Yonge Street. Noventa y cinco kilómetros. Noventa y cinco kilómetros… ah… eh… por hora.
—Te aseguro que nunca ha conducido un Gray-Dort por Yonge Street a noventa y cinco kilómetros por hora —dijo Stella mientras se dirigían a la salida por los pasillos verdes tras llevar a su padre y la botella a la habitación y despedirse de él—. Nunca. ¿Y qué Gray-Dort? Dejaron de fabricarlo mucho antes de que tuviera dinero suficiente para comprarse un coche. Y nunca se hubiera arriesgado a conducir el de otra persona. Son imaginaciones suyas. Ha llegado a un estado en que le gusta recrear las cosas, modificar el pasado de manera que cualquier cosa que desea que hubiera ocurrido haya ocurrido en la realidad. ¿Te imaginas que nosotros también llegáramos a ese estado? ¿Con qué soñarías tú, David? ¡No, no me lo digas!
—¿Y tú? —replica David.
—¿Que tú no te hubieras marchado? ¿Que no hubieras querido marcharte? ¿A que eso es lo que tú crees? Pero ¡yo no estoy tan segura! A papá le ha encantado verte, David. Para él, un hombre es más importante. Supongo que si pensara en los dos, en ti y en mí, debería ponerse de mi parte, pero afortunadamente no tiene que pensarlo.
En el asilo Stella parecía haber recuperado parte de la elasticidad y el atractivo de otras épocas. Las atenciones para con su padre, e incluso para con los batallones de las sillas de ruedas, devolvieron cierta elegancia a sus movimientos, cierta melancolía a su voz. David conservaba una imagen de ella tal y como era hacía doce o quince años. La vio atravesando el césped en una fiesta en una casa de las afueras, con una cacerola en las manos. Llevaba un vestido veraniego. En aquellos días no paraba de decir que estaba demasiado gorda para llevar pantalones, a pesar de que no estaba ni la mitad de gorda que ahora. ¿Por qué le gustaba tanto esta imagen? Stella cruzando el césped, con el pelo iluminado por el sol —las canas solo contribuían a darle un tono rubio ceniza— y los hombros bronceados, desnudos, saludando a gritos a sus vecinos, riendo, quejándose de algún desastre culinario. Naturalmente, la comida que llevaba era estupenda, y no solo llevaba comida, sino el espíritu deseable en una fiesta de vecinos. Con su arrolladora sociabilidad, siempre era el centro. David no se enfadaba, aunque a veces esas cualidades de Stella le irritaban. Su fogosidad y vivacidad, su exageración, su deseo de agradar con aquella expresión ingenua y jocosa le molestaban. Para entretener a los demás la había oído entresacar historias de su vida en común: los contratiempos y provocaciones cotidianas de los niños, lo del gato en la consulta del veterinario, la primera resaca de su hijo, la crueldad del cortacésped eléctrico, el empapelado del vestíbulo de arriba. Una esposa encantadora, una persona fantástica en las fiestas, con una forma muy curiosa de ver las cosas. A veces era divertidísima. «Tu mujer es divertidísima».
Bueno, David perdonó a Stella —la quería— mientras cruzaba el césped. En aquel momento acariciaba con el pie descalzo la pantorrilla fría, morena, afeitada y rasposa de una vecina que acababa de salir de la piscina y se había puesto un albornoz largo de color escarlata que ocultaba su cuerpo. Una mujer de pelo oscuro, sin hijos, fumadora empedernida, muy dada —al menos en aquella etapa de su relación con él— a seductores silencios. (Aquella fue la primera, la primera mientras estuvo casado con Stella. Rosemary. Un nombre dulce y oscuro, aunque al final resultara una mujer chillona y trivial).
No era solo eso. El inesperado gozo con Stella tal y como era, la inusitada sensación de estar en paz con ella, no arrancaban simplemente de eso, de la actividad ilícita del dedo gordo del pie. Parecía algo profundo, aquella revelación sobre Stella y él: que al fin y al cabo estaban unidos, y que mientras pudiera experimentar tal benevolencia hacia ella, lo que hiciera en secreto contaba en cierto modo con su beneplácito.
Al final descubrió que Stella no compartía esa idea en absoluto. Y no estaban tan unidos, o si lo estaban se trataba de un vínculo que David tuvo que romper. «Llevamos tanto tiempo juntos… ¿No podríamos olvidarlo?», dijo Stella en una ocasión, tratando de restarle importancia. No entendía entonces, y probablemente aún no lo entendía, que esa era una de las cosas que lo hacía imposible. Aquella mujer de pelo blanco que caminaba a su lado por el pasillo del asilo arrastraba un gran peso, el peso no solo de los secretos sexuales de David, sino de sus especulaciones nocturnas sobre Dios, sus dolores psicosomáticos en el pecho, sus problemas digestivos, sus proyectos de huida, que antaño la incluían a ella, a África o Indonesia. Toda su vida corriente y extraordinaria —incluso algunas cosas que difícilmente podía saber Stella— parecía almacenada en ella. Jamás podría sentirse a gusto, ni experimentar una expansión secreta y victoriosa, con una mujer que sabía tanto. Estaba hinchada con todos aquellos secretos. No obstante, David rodeó a Stella con los brazos. Se abrazaron, ambos de buena gana.
Una chica joven, china o vietnamita, menuda como una niña con su uniforme verde claro, pero con maquillaje en labios y mejillas, venía por el pasillo empujando un carrito. En el carrito había vasos de plástico y jarras también de plástico con zumo de naranja y de uva.
—¡La hora del zumo! —gritaba la chica, con un sonsonete grato e indiferente—. La hora del zumo. Naranja. Uva. ¡El zumo!
No reparó en David y Stella, pero ellos se soltaron y siguieron andando. David se sintió ligera, muy ligeramente incómodo porque una chica tan guapa y tan joven le hubiera visto abrazado a Stella. No fue una sensación importante —solo le pasó rozando—, pero mientras David le abría la puerta Stella dijo:
—No te preocupes, David. Podría ser tu hermana. Podrías haber estado consolando a tu hermana mayor.
—La famosa madame Stella, capaz de leer el pensamiento.
Era extraño que ambos dijeran estas cosas. Antes hacían comentarios crueles, hirientes, y al mismo tiempo daban a entender que les divertían un poco, que lo decían desapasionadamente, incluso con dulzura. Pero aquel tono que antes fingían había calado hasta lo más profundo en sus fuertes sentimientos, y la crueldad, si bien no transformada, parecía rancia, inútil, afectada.
Al cabo de una semana, más o menos, mientras arregla el cuarto de estar, preparándose para la reunión de la sociedad histórica que se va a celebrar en su casa, Stella encuentra la foto, una instantánea Polaroid. David se la ha dejado al final; la ha escondido, aunque no muy bien, tras las cortinas que cuelgan de un extremo de la alargada ventana del cuarto de estar, en el lugar donde hay que colocarse para ver el faro.
El sol la ha descolorido, naturalmente. Stella se queda mirándola, con el trapo del polvo en la mano. Hace un día precioso. Las ventanas están abiertas, tiene la casa agradablemente ordenada, y en la cocina se hace a fuego lento una buena sopa de pescado. Observa que la piel negra de la fotografía se ha vuelto gris. Un gris azulado o verdoso. Recuerda lo que dijo al verla. Dijo que eran líquenes. No, que parecían líquenes. Sin embargo, enseguida comprendió qué era. Ahora piensa que ya lo sabía en el momento en que David se metió la mano en el bolsillo. Notó que se le abría la vieja cavidad. Pero se contuvo. Dijo: «líquenes». Y resulta que sus palabras se han hecho realidad. El contorno del pecho ha desaparecido. Ya no se distinguen las piernas como tales. El negro se ha vuelto gris, el color seco y suave de una planta que se nutre misteriosamente sobre las piedras.
Es culpa de David. La había dejado allí, al sol.
Las palabras de Stella se han hecho realidad. Esta idea le volverá una y otra vez a la cabeza: una pausa, un latido perdido, una interrupción brusca en el fluir de los días y las noches mientras continúa viviendo.