LA ESQUIMAL
Mary Jo se imagina lo que diría el doctor Streeter.
—Aquí tenemos a las Naciones Unidas en miniatura.
Mary Jo, que sabe cómo manejarle, replicaría que siempre ha habido primera clase.
Él comentaría que no tiene intención de pagar un ojo de la cara por el privilegio de tomarse un traguito de champán gratis.
—Además, ¿sabes quiénes van en primera clase? Los japoneses. Los japoneses que vuelven a su tierra después de haber comprado un trozo más de nuestro país.
Mary Jo quizá objetaría que los japoneses ya no le parecen extranjeros. Lo diría pensativamente, como si se lo preguntara a sí misma, como si hablara consigo misma.
—O sea, casi no parecen una raza extranjera.
—Pues tú sí se lo pareces a ellos, y más vale que no lo olvides.
Una vez soltadas estas frases, el doctor Streeter no se sentiría a disgusto. Se acomodaría al lado de Mary Jo, contento de ocupar los asientos delanteros, donde tenía sitio para las piernas. Un hombre alto, robusto, colorado y de pelo cano; destacaba como un gigante algo torpe, pero de noble cabeza entre las pieles más oscuras, entre las razas más compactas y de cuerpos más menudos con sus ropas llamativas o pintorescas. Se acomodaba como si tuviera derecho a estar allí, como si tuviera derecho a estar en esta tierra, que solamente otros hombres de su misma raza y edad, con atuendos e ideas como los suyos, podían compartir.
Pero no está a su lado estirando las piernas, refunfuñando y satisfecho. Mary Jo va a Tahití sola. Es el regalo de Navidad del doctor Streeter, unas vacaciones. Tiene un asiento junto al pasillo, y el de la ventanilla va vacío.
—Tiene mentalidad de dinosaurio, ni más ni menos —dijo Rhea, la hija del doctor Streeter al hablar con Mary Jo sobre su tema favorito: su padre.
Tiene una lista entera de temas predilectos, de temas serios: la proliferación nuclear, la lluvia ácida, el desempleo, así como el racismo y la situación de las mujeres, pero, al parecer, para llegar a ellos siempre pasa antes por su padre. A juicio de Rhea, el doctor Streeter es poco menos que el causante de tantos problemas. Él se encuentra detrás de las bombas, la contaminación, la pobreza y la discriminación. Y Mary Jo tiene que reconocer que por ciertas cosas que dice podría llegarse a semejante conclusión.
—Es su forma de pensar —replicó Mary Jo. Se imaginó un dinosaurio, de los que tienen como un peto de placas blindadas en el lomo, una armadura vistosa, casi un adorno—. Es lógico que los hombres tengan sus ideas.
Vaya una estupidez que ha dicho, sobre todo a una persona como Rhea. Rhea tiene veinticinco años, está en el paro y es una chica gorda, desenvuelta y guapa que va en moto. Cuando Mary Jo dijo esta frase, Rhea se la quedó mirando un rato, con aquella sonrisa suya tranquila, de gorda. Después respondió con dulzura:
—¿Por qué, Mary Jo? ¿Por qué es lógico que los hombres tengan sus ideas? ¿Para que las mujeres se queden de brazos cruzados y con la boca abierta mientras ellos destruyen el mundo?
Se quitó el casco y lo dejó, mojado de lluvia, sobre la mesa de Mary Jo. Se sacudió el pelo largo, oscuro, enmarañado.
—Mi mundo no lo está destruyendo ningún hombre —objetó Mary Jo animadamente, al tiempo que cogía el casco de la mesa y lo ponía en el suelo.
No se sentía a la altura de aquella conversación, por mucho que pudiera parecerlo. ¿Qué quería en realidad Rhea cuando iba a la consulta de su padre y empezaba a lamentarse sin ton ni son? Sin duda, no esperaba que Mary Jo compartiese sus opiniones. No. Quería y deseaba que Mary Jo defendiese a su padre, para dar pie a sus burlas («¡Claro, Mary Jo, tú piensas que es Dios!»), pero también para tranquilizarla. Mary Jo se encargaba de la tarea que teóricamente tendría que haber desempeñado la madre de aquella chica: hacerle comprender a su padre, y perdonarle y admirarle. Pero la mujer del doctor Streeter no es de las personas que perdonan ni admiran a nadie, y mucho menos a su marido. Bebe, y se considera un genio. A veces telefonea a la consulta y pregunta por el Gran Hechicero. Una mujer grandona, desaliñada, con el pelo blanco y revuelto, a quien le gusta relacionarse con actores —forma parte del grupo de teatro local—, que se autodenomina poeta y que siempre va en compañía de profesores de inglés de la universidad, donde lleva varios años terminando el doctorado en filosofía.
—No se puede acusar a un hombre como tu padre, que salva vidas a diario, de estar destrozando el mundo —añadió Mary Jo, recalcando una cuestión en la que insistía con frecuencia.
Mary Jo no defendía al doctor Streeter porque fuera un hombre, y además padre; nada de eso. No eran esas las razones por las que pensaba que su mujer debería haber inculcado cierto respeto hacia él en sus hijos, sino porque era el mejor cardiólogo de aquella parte del país, porque se entregaba día tras día a las personas de cara grisácea que iban a su consulta, a los enfermos del corazón, que vivían atemorizados, con dolor. Les había entregado su vida.
A Rhea se le había mojado el pelo a pesar del casco y estaba sacudiendo unas gotas de agua sobre la mesa de Mary Jo.
—Ten cuidado, Rhea, por favor.
—¿Cuál es tu mundo, Mary Jo?
—No tengo tiempo para explicártelo.
—Sí, estás demasiado ocupada ayudando a mi padre.
Mary Jo lleva doce años trabajando con el doctor Streeter, y diez viviendo en el piso de arriba. Cuando era más joven —una adolescente bulliciosa, complicada y obesa, pero simpática—, a Rhea le gustaba ir a ver a Mary Jo a su casa, y la enfermera tenía que eliminar todo rastro de las visitas continuas, aunque no muy largas, del doctor Streeter. Ahora Rhea debe de saberlo todo, pero no se dedica a investigar abiertamente. A veces da la impresión de estar sondeando el tema, aproximándose. Mary Jo mantiene una actitud afable y distante, no obstante, hay días en que el esfuerzo la cansa.
—Pero lo de que te vayas a Tahití está muy bien —dijo Rhea, aún sonriendo peligrosamente, con el pelo y los ojos despidiendo destellos—. ¿Siempre has querido ir allí?
—Pues claro —respondió Mary Jo—. ¿A quién no le gustaría ir?
—No es que no te lo deba. Ya va siendo hora de que te compense por tu dedicación, me parece a mí.
Mary Jo siguió rellenando fichas, sin contestar. Al cabo de un rato Rhea se calmó un poco y se puso a hablar de la posibilidad de sacarle dinero a su padre para reparar la moto; precisamente había ido a la consulta para eso.
¿Por qué Rhea siempre acierta con la pregunta más capciosa, a pesar de sus burlas, sus sermones, sus parrafadas panfletarias, tan previsibles? «¿Siempre has querido ir allí?». La verdad es que Mary Jo nunca había pensado en ir a un sitio como Tahití. Para ella, Tahití equivale a palmeras, flores rojas, ondeantes olas turquesa y esa clase de lujo e indolencia tropicales que jamás le ha llamado la atención. El regalo es poco imaginativo, pero también conmovedor, como los bombones el día de San Valentín.
¡Unas vacaciones de invierno en Tahití! ¡Estarás encantada!
¡Pues sí, claro!
Les ha contado a los pacientes, a sus amigos y a sus hermanas —sospecha que piensan que carece de vida propia— que está encantada. Y la noche anterior no ha podido dormir, si eso significa algo. Antes de que dieran las seis de la mañana —le parece que ha pasado mucho tiempo— se asomó a la ventana de su casa, con la ropa nueva que acababa de comprarse, esperando al taxi que la llevaría al aeropuerto. Un vuelo corto y lleno de baches hasta Toronto, otro más largo desde Toronto hasta Vancouver, y después cruzar el océano Pacífico. Escala en Honolulú y por fin Tahití. No puede volverse atrás.
Grecia habría estado mejor. O Escandinavia. Bueno, quizá no en esta época del año. Irlanda. El verano pasado el doctor Streeter y su mujer habían ido a Irlanda. Su mujer «está trabajando» sobre un poeta irlandés. Mary Jo no cree que se lo pasaran bien. ¿Quién podría pasarlo bien con una mujer semejante, tan descuidada y desorganizada, tan caprichosa? Está convencida de que bebieron bastante. Él fue a pescar salmones. Se alojaron en un castillo. Las vacaciones en común —y las que él pasa solo, normalmente pescando— suelen ser caras, y a Mary Jo se le antojan pesadas y ostentosas. También la casa del doctor, su vida social y familiar, todo ello previsto, frío y costoso.
Cuando Mary Jo empezó a trabajar con el doctor Streeter hacía tres años que tenía el título de enfermera, pero nunca había ahorrado dinero porque estaba devolviendo el que había pedido prestado para sus estudios y ayudando a sus hermanas con los suyos. Era de un pequeño pueblo del condado de Hurón. Su padre trabajaba en el servicio de conservación municipal. Su madre murió de lo que se denomina «enfermedad del corazón», algo que, según descubriría Mary Jo más adelante, el doctor Streeter habría podido diagnosticar y operar.
En cuanto reunió suficiente dinero, Mary Jo empezó a arreglarse los dientes. Se avergonzaba de ellos; nunca se pintaba los labios y tenía cuidado al sonreír. Le quitaron los colmillos y le limaron los incisivos. Como seguían sin gustarle, le pusieron un aparato. Tenía pensado aclararse el pelo —que era castaño— y comprarse ropa, quizá incluso marcharse y buscar otro trabajo en cuanto le quitaran el aparato. Cuando esto ocurrió, su vida cambió sin necesidad de recurrir a tales estratagemas.
Se produjeron otros cambios, con el tiempo. La chica de aspecto serio, cintura ancha, cara de empollona, voz dulce y generoso busto que era se ha convertido en una mujer delgada y bien vestida, con el pelo corto y mechas rubias —ahora más guapa que otras mujeres de su edad que lo eran más que ella hace unos años— y una forma de hablar agradable y convincente. Resulta difícil saber lo mucho que aprecia la transformación el doctor Streeter. Antes le decía que no se pusiera demasiado atractiva porque alguien acabaría por verla y arrebatársela. Mary Jo se sentía incómoda al oír estas palabras, pues creía ver un trasfondo en ellas que la desmoralizaba. Cuando dejó de decírselo, se alegró. Hace poco ha vuelto a empezar otra vez, con ocasión de su próximo viaje a Tahití, pero Mary Jo piensa que ahora sabe cómo manejarle, y le toma el pelo diciéndole: «Nunca se sabe» y «cosas más raras se han visto».
Mary Jo le gustaba al doctor Streeter cuando aún llevaba el aparato. Lo llevaba la primera vez que le hizo el amor. Ella volvió la cabeza, consciente de que el sabor a metal no le resultaría apetecible. Él cerró los ojos, y Mary Jo pensó si sería por aquel motivo. Más adelante descubrió que siempre cerraba los ojos. En tales ocasiones no quiere acordarse de sí mismo, y probablemente tampoco de ella. Disfruta fogosamente, pero en solitario.
Al otro lado del pasillo hay dos asientos vacíos y a continuación una familia: madre, padre, un niño de pecho y una niña de unos dos años. Italianos, griegos o españoles, piensa Mary Jo, y por la conversación que mantienen con la azafata ve enseguida que son griegos, pero que viven en Perth, en Australia. La fila de asientos que ocupan, bajo la pantalla de vídeo, es el único lugar del avión que podría proporcionarles suficiente espacio para su equipaje y sus maniobras familiares. Bolsas aislantes, platos de plástico, almohadas para bebé, la cuna plegable que se transforma en silla, biberones, botellas de zumo y un enorme oso panda para que se entretenga la niña. Los padres se ocupan continuamente de sus hijos: les ponen pijamas de colores pastel, les dan de comer, los acunan, les cantan. Sí, le dicen a la azafata, que los mira interesada, solo se llevan catorce meses. El bebé es un chico. Tiene un pequeño problema con los dientes. A la niña le dan ataques de celos de vez en cuando. A los dos les encantan los plátanos. Oye, cielo, saca el biberón del niño, de la bolsa azul. Y la toallita. Está babeando. No, la toallita no está ahí. En la bolsa de plástico. Date prisa. Ahí está. Venga.
A Mary Jo le sorprende lo mal que le cae aquella inofensiva familia. ¿Por qué os empeñáis en atiborrarlo de comida?, le gustaría decir (porque han mezclado un poco de cereal en un recipiente azul). A su edad no aprovechan los alimentos sólidos; solamente sirven para que haya que limpiar más por ambos extremos. Qué exageración, qué despliegue y qué satisfacción por el simple hecho de haber logrado reproducirse. Además, están entreteniendo a la azafata, que debería servir las copas.
Detrás de ellos hay otra familia, de indios jóvenes. La madre lleva un sari rojo con bordados dorados, el padre un traje ceñido de color crema. La madre, delgada, silenciosa, cargada de oro; el padre bien alimentado, con aire indolente, escuchando la emisora de rock con los auriculares puestos. Se nota que es la emisora de rock por el movimiento de sus dedos sobre la tela crema que se tensa sobre sus muslos. Entre los padres van sentadas dos niñas, todas de rojo, con pulseras y pendientes de oro y zapatos de charol, y su hermano pequeño, quizá de la misma edad que la niña griega, con un traje que es una copia en miniatura del de su padre: chaleco, bragueta, bolsillos, todo. La azafata les ofrece cuadernos y lápices de colores, pero las niñas, deslumbrantes de oro, se limitan a reír y a esconder la cara. La azafata les lleva vasos de refrescos. El niño niega con la cabeza. Se encarama al regazo de su madre y ella extrae un pecho umbroso, servicial. La criatura se acomoda, se mece y chupa, con los ojos abiertos y una expresión feliz y dominante.
Aquel comportamiento tampoco agrada a Mary Jo. No está acostumbrada a experimentar tal aversión; sabe que no es razonable. En la consulta nunca es así. Por muchas dificultades que surjan, o por muy cansada que se encuentre, sabe enfrentarse a una conducta extraña o grosera, a costumbres desagradables, a malos olores, a preguntas absurdas. Algo le pasa. No ha dormido. Tiene la garganta irritada y la cabeza pesada, como con un zumbido. A lo mejor le está dando fiebre. Pero lo más probable es que se trate de una protesta de su cuerpo por haberlo arrancado demasiado deprisa, con la creciente distancia, de su lugar habitual de descanso, de sus raíces. Por la mañana, desde la ventana, había visto un rincón de Victoria Park, la nieve bajo las farolas y los árboles desnudos. La casa y la consulta están en un bonito edificio antiguo de ladrillo propiedad del doctor Streeter, en una hilera de edificios parecidos dedicados a las mismas actividades. Mary Jo contempló las calles embarradas, la sucia nieve de febrero, los muros grises de aquellas casas, un edificio alto de oficinas, con las luces aún encendidas, que aparecían detrás del parque. Lo único que deseaba era quedarse. Quiso anular el taxi, cambiar el traje nuevo de ante por el uniforme, ir al piso de abajo y poner el café y regar las plantas, prepararse para otro largo día de problemas rutinarios, miedos y noticias tranquilizadoras, sentir horror a que la entretuvieran, en muchas ocasiones hablando del mal tiempo. Le encanta la consulta, la sala de espera, las luces encendidas en las tardes heladas y oscuras; le encantan los desafíos y la monotonía. Al final de la jornada el doctor Streeter sube a veces a casa con ella; Mary Jo le hace la cena y él se queda un rato. Su mujer ha salido, a reuniones, clases, lecturas de poesía, se ha ido de copas o ha vuelto a casa y se ha acostado inmediatamente.
Cuando se acerca la azafata a preguntarle qué desea, Mary Jo pide un martini con vodka. Siempre se decide por el vodka, con la esperanza de que sea cierto que no deja olor. Por razones evidentes, al doctor Streeter le molesta el olor a alcohol en las mujeres.
Por el pasillo vienen otras dos personas que seguramente han cambiado de asiento y tropiezan con el carro de las bebidas. Aparece otra azafata muy apurada detrás de ellos. La mujer y la azafata llevan bolsas de plástico, una bolsa de viaje, un paraguas. El hombre va delante y no lleva nada. Cogen los asientos del pasillo, junto a la familia griega, enfrente de Mary Jo. Intentan meter todos los trastos debajo de los asientos, pero no caben.
La azafata les dice que hay espacio de sobra en los compartimentos de arriba.
No. El hombre emite leves gruñidos de protesta, la mujer murmura una disculpa. Dan a entender a la azafata que quieren vigilar sus cosas. Ahora que ha avanzado el carro de las bebidas, ven un sitio donde pueden caber: delante de Mary Jo, y detrás del asiento móvil que ocupa la azafata durante el despegue y el aterrizaje.
La azafata dice que espera que no sea demasiada molestia para la señora. Su alegre voz parece sugerir que ya ha tenido dificultades con aquellos pasajeros. Mary Jo replica que no se preocupe. La pareja se acomoda, el hombre en el asiento junto al pasillo. Emite otro gruñido, autoritario pero no malhumorado, y la azafata les lleva dos whiskies. El hombre levanta un poco el vaso, hacia donde se encuentra Mary Jo. Un gesto majestuoso que podría querer decir «gracias». Desde luego, no intenta disculparse.
Es un hombre corpulento, probablemente mayor que el doctor Streeter, aunque mejor conservado que él. Imprudente, impredecible, con pelo gris bastante largo y ropa nueva y cara. Sandalias y calcetines marrones, pantalones de color tostado, camisa de un amarillo vivo, una bonita chaqueta de ante de tono dorado con múltiples trabillas, pliegues y bolsillos. Tiene la piel oscura y los ojos ligeramente rasgados. No es ni japonés ni chino. Entonces ¿qué? Mary Jo tiene la sensación de haberle visto antes. No como paciente, no en la consulta. ¿Dónde?
La mujer atisba por encima del hombro de él, sonriendo con los labios cerrados, arrugando su ancha cara en un gesto simpático. Tiene los ojos más rasgados que su acompañante, y la piel más clara. Lleva el pelo negro con raya en medio y recogido en una infantil cola de caballo, con una goma. Su ropa es barata, decente y quizá bastante nueva —pantalones marrones, blusa de flores—, pero no se puede comparar con la del hombre. Cuando cruzaba el pasillo cargada con las bolsas parecía una mujer de mediana edad, con la cintura ancha y los hombros cargados, sin embargo, ahora, al sonreír a Mary Jo por encima del voluminoso hombro de él, parece muy joven. Hay algo extraño en esa sonrisa. Se pone de manifiesto cuando abre la boca y le dice algo al hombre. Le faltan los dientes de arriba. Eso es lo que confiere a su sonrisa una expresión furtiva pero inocente, una expresión de regocijo malicioso, persistente, como la de una anciana o una niña.
De repente Mary Jo cree saber dónde ha visto al hombre que está sentado al otro lado del pasillo. Hace unas semanas vio un programa en televisión sobre una tribu que vivía en uno de los elevados valles de Afganistán, cerca de la frontera tibetana. Habían rodado la película unos años atrás, antes de la llegada de los rusos. Los miembros de la tribu vivían en chozas de piel, y su riqueza consistía en los rebaños de ovejas y cabras y en las manadas de caballos. Un hombre se había apoderado de la mayor parte de esa riqueza y era el jefe de la tribu, no por derecho hereditario, sino por la fuerza de su personalidad y debido a su tremendo poder económico. Le llamaban el «kan». En su casa tenía alfombras preciosas, una radio y varias esposas o concubinas.
Él le recuerda a ese hombre: el kan. ¿Y no es posible que sea él en persona? Probablemente ha abandonado su país; salió antes de que llegaran los rusos, con sus alfombras, sus mujeres y quizá un montón de oro, pero sin las cabras, las ovejas y los caballos. Si se viaja en las líneas aéreas más importantes del mundo, ¿no se acaba por encontrar a alguien que se ha visto en televisión? Y lo mismo puede tratarse de un monarca exótico que de un actor, un político o un dirigente religioso. En estos tiempos de agitación, puede ser alguien al que han fotografiado como una curiosidad, incluso como una reliquia, en un país que ha quedado aislado, y que después aparece como cualquier otra persona.
La mujer debe de ser una de sus esposas. La más joven, quizá la favorita, si le acompaña en un viaje así. La ha llevado a Canadá o a Estados Unidos para dejar en el colegio a sus hijos. La ha llevado al dentista para que le pongan dentadura postiza. Quizá ella haya guardado la dentadura en el bolso, pues aún no se ha acostumbrado y no la lleva todo el tiempo.
Mary Jo se anima con la historia que acaba de inventar, y quizá también con el vodka. Empieza a redactar mentalmente una carta en la que describe a la pareja, mencionando el programa de televisión. Naturalmente, va dirigida al doctor Streeter, que estaba sentado en el sofá, a su lado —pero se quedó dormido—, mientras ella lo veía. Habla de los dientes de la mujer y de la posibilidad de que se los hayan quitado a propósito, obedeciendo a un extraño concepto de belleza femenina.
«¡Si me pide que forme parte de su harén, prometo que no aceptaré semejantes procedimientos!».
Están bajando la pantalla de vídeo. Respetuosa, Mary Jo apaga la luz. Piensa en pedir otra copa, luego decide que no. El alcohol tiene más potencia a esa altitud. Intenta ver la película, pero desde aquel ángulo las imágenes se distorsionan. Parecen lúgubres y absurdas. En los dos primeros minutos hay un asesinato: justo a continuación de los créditos persiguen por un pasillo desierto a una chica con un pelo plateado fantástico y la matan de un disparo. Mary Jo pierde interés casi de inmediato y al cabo de un rato se quita los auriculares. Al momento se da cuenta de que al otro lado del pasillo se ha entablado una discusión.
Parece que la mujer, o la chica, está intentando levantarse. El hombre la obliga a sentarse. La riñe. Ella replica en un tono de voz que fluctúa entre la queja y la promesa. Él deja de prestarle atención y tuerce la cabeza para contemplar las imágenes de la pantalla. La chica consigue levantarse del asiento y tropieza con él. El hombre la riñe con más furia y la sujeta por una pierna. Sorprendida, Mary Jo oye a la chica hablar en inglés.
—No es verdad —dice con cabezonería—. No estoy borracha.
Pronuncia estas palabras con el apasionamiento y la desesperación de los borrachos cuando intentan convencer a los demás de que no lo están.
El hombre la suelta con un ruido de asco.
—No mandas sobre mí —sigue la chica, con lágrimas en los ojos y en la voz—. No eres mi padre.
En lugar de atravesar el pasillo para dirigirse al lavabo —si acaso era eso lo que tenía en mente—, se queda de pie, al alcance de la mano del hombre, mirándole con pena. Él hace ademán de volver a agarrarla, un movimiento rápido y brutal, como si en aquella ocasión quisiera hacerle daño de verdad. Ella le esquiva, tambaleándose. El hombre vuelve a clavar la mirada en la pantalla.
La chica sigue sin moverse del pasillo. Se inclina sobre Mary Jo.
—Perdone —dice. Sonríe con los ojos llenos de lágrimas. Su cara desconcertada, ofendida, se distiende con la ancha sonrisa de labios apretados, una sonrisa de disculpa o de complicidad—. Perdone.
—No tiene importancia —replica Mary Jo, pensando que la chica está pidiendo perdón por la pelea.
De repente comprende que «perdone» significa «¿me permite pasar?». La chica quiere saltar por encima de las piernas de Mary Jo, cómodamente estiradas, cruzadas a la altura de los tobillos. Quiere ir al asiento de la ventanilla.
Mary Jo le hace sitio. La chica se sienta, se seca los ojos con un rápido movimiento horizontal de la mano y suspira ruidosamente con aire pragmático, irrebatible. ¿Y ahora qué pasa?
—No lo diga a nadie —dice la chica—. No lo diga a nadie.
Apoya su ancha mano en la rodilla de Mary Jo y la retira enseguida.
—No —replica Mary Jo.
Pero ¿a quién va a contárselo y por qué, una pelea tan estúpida?
—No diga a nadie. Soy esquimal.
Naturalmente, desde que la chica abrió la boca Mary Jo sabe que toda la historia del kan y la esposa favorita es una tontería. Asiente con la cabeza, pero la palabra esquimal la altera más que el hecho en sí mismo. Ya no se utiliza esa palabra, ¿no? Inuit. Así los llaman ahora.
—Él es mestizo. Yo, esquimal.
Ya. Mestizo y esquimal. Compatriotas canadienses. Una broma, vamos, piensa Mary Jo. Tendrá que empezar de nuevo la carta imaginaria.
—No diga a nadie.
La muchacha se comporta como si estuviera confesando algo: un secreto bochornoso, un error imperdonable. Tiene miedo, pero trata de aparentar dignidad. Vuelve a repetir «No diga a nadie» y pone los dedos unos segundos sobre los labios de Mary Jo. Mary Jo nota el calor de su piel y el temblor que agita los dedos de la chica, todo su cuerpo. Es como un animal invadido por un terror totalmente inexpresable.
—No, de verdad —insiste Mary Jo.
Lo mejor que puede hacer es dar a entender que comprende aquel ruego.
—¿Vas a Tahití? —le pregunta en tono amistoso.
Sabe hasta qué punto una pregunta tan trivial puede tender un puente para aproximarse al terror de una persona en momentos así.
La chica sonríe abiertamente, como si agradeciera la intención de la pregunta, su amabilidad, a pesar de que en su caso no sea suficiente.
—Él va a Hawai —dice—. Yo también.
Mary Jo mira al otro lado del pasillo. La cabeza del hombre se balancea. Seguramente está dormitando. Incluso al volverse Mary Jo sigue notando el calor y el estremecimiento de la chica.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunta Mary Jo con mucha decisión.
No tiene ni idea de por qué se lo pregunta.
La chica mueve la cabeza, como si su edad fuera un dato absurdo, hasta lamentable.
—Soy esquimal.
¿Y eso qué tiene que ver? Lo dice como si se tratara de un código secreto, que Mary Jo acabará por descifrar.
—Ya, pero ¿cuántos años tienes? —insiste Mary Jo, tratando de infundirle confianza—. ¿Veinte? ¿Más de veinte? ¿Dieciocho?
Otra sesión de negaciones con la cabeza y de miradas abochornadas; más sonrisas.
—No lo diga a nadie.
—¿Qué edad tienes?
—Soy esquimal. Tengo dieciséis años.
Mary Jo mira al otro lado del pasillo, para comprobar si el hombre está escuchando. Parece que se ha quedado dormido.
—¿Dieciséis?
La chica menea la cabeza pesadamente, casi riendo. Y no para de temblar.
—¿Tienes dieciséis años? ¿No? ¿Sí? Sí.
Aquellos gruesos dedos vuelven a deslizarse como plumas por la boca de Mary Jo…
—Él va a Hawai. Yo también.
—Escúchame —dice Mary dulcemente, pronunciando con mucha claridad—. Voy a levantarme y a ir a la parte trasera del avión. Voy adonde están los lavabos. Te esperaré allí. Dentro de un momento, te levantas y vas allí. Vienes a la parte trasera del avión, donde están los lavabos, y hablamos allí. Es mejor hablar allí. ¿De acuerdo? ¿Me has entendido? Muy bien.
Mary Jo se levanta sin prisas, recoge su chaqueta, que se ha escurrido del asiento, y vuelve a colocarla bien. El hombre gira la cabeza en la almohada, y le dirige una mirada vidriosa, triste, la mirada de un perro medio dormido. Sus ojos resbalan bajo los párpados y vuelve la cabeza.
«¿De acuerdo?». Mary Jo dirige estas palabras a la chica haciendo los movimientos con los labios, pero sin sonido.
La chica se aprieta la boca, la sonrisa, con los dedos.
Mary Jo va hacia la parte de atrás del avión. Antes se había quitado las botas y se había puesto zapatillas. Camina suavemente, muy cómoda, pero echa en falta la sensación de resolución y suficiencia que dan las botas.
Tiene que ponerse en la cola para los lavabos, porque no hay otro sitio donde quedarse. La cola llega hasta un rincón junto a la ventanilla, justo donde pensaba colocarse. No para de mirar a su alrededor, esperando ver a la muchacha detrás de ella. Todavía no llega. Se ponen a la cola otras personas, más altas, y tiene que asomarse continuamente para que la chica pueda verla. Va avanzando con la cola, y cuando le llega su turno no le queda más remedio que entrar. De todos modos, ya iba siendo hora.
Sale lo más rápido posible. La chica sigue sin aparecer. No está en la cola, ni en el pasillo, ni en ninguno de los asientos de atrás. La cola se ha reducido y tiene sitio para ponerse al lado de la ventanilla. Espera allí, tiritando, lamentando no haberse llevado la chaqueta.
No se ha entretenido en pintarse otra vez los labios en el lavabo. Lo hace ahora, mirándose en la oscura ventanilla. Si se le ocurriera hablar con alguien sobre la chica, ¿qué pensaría de ella? Podría contárselo a alguien ahora mismo, a esa azafata un poco mayor que la otra, de expresión severa y sombra de ojos de color cobre, que debe de ocuparse de aquella parte del avión, o al auxiliar de vuelo, que parece un poco distraído pero más accesible. Podría contarles lo que le ha dicho la chica, y que no para de temblar. Podría expresar sus sospechas. Pero ¿qué significan? En realidad, la chica no ha dicho nada que suponga una base sólida para sospechar. Es esquimal, tiene dieciséis años, va a Hawai con un hombre mucho mayor que no es su padre. Con dieciséis años, ¿es menor de edad? ¿Es un delito llevar a una chica a Hawai? Al fin y al cabo, podría ser mayor; desde luego, lo parece. Posiblemente está borracha y le ha mentido. Podría ser su esposa, aunque no lleve anillo. O el hombre podría ser un familiar suyo. Si Mary Jo dice algo, la verán como una entrometida que se ha tomado una copa o acaso más. Quizá piensen que está tratando de influir en la chica por interés propio.
Para hacer algo, la chica tendrá que explicarse mejor.
No se puede ayudar a una persona si ella no lo pide.
Esa persona tiene que decir qué es lo que quiere.
Tiene que decir algo.
Mary Jo regresa lentamente a su asiento, mirando a su alrededor para ver si la chica se ha movido, si se ha sentado en otra parte. Busca con la mirada la cabeza grande y dócil con la negra cola de caballo.
No aparece por ningún lado.
Pero cuando se aproxima a su asiento ve que la chica se ha movido. Ha vuelto adonde estaba antes, junto al hombre. Les han llevado otros dos whiskies.
Quizá el hombre la haya agarrado cuando se levantaba y la haya obligado a sentarse con él. Mary Jo debería haberse asegurado de que la muchacha iba a los lavabos delante de ella. Pero ¿habría sido capaz de convencerla, de hacerle comprender? ¿Había entendido la chica que le estaba ofreciendo ayuda?
Mary Jo se queda de pie en el pasillo mientras se pone la chaqueta. Mira a la pareja, pero ellos no la miran. Se sienta, enciende la luz y la apaga inmediatamente. Ya nadie ve la película. El niño griego está llorando, y el padre lo pasea por el pasillo. Las niñitas indias se han colocado una encima de la otra, y su hermano duerme en el breve regazo de la madre.
El doctor Streeter le aclararía las cosas a Mary Jo en un momento. Ciertas preocupaciones —al final la obligó a reconocerlo— son poco más que frivolidad y autocomplacencia. Con las buenas intenciones destinadas únicamente a su propia satisfacción, muchas personas hacen más mal que bien. Y eso es lo que podría ocurrirle a Mary Jo en este caso.
Sí. Pero él siempre entraba en las interioridades de las personas, en su pecho. Si esta chica sufriera una enfermedad cardíaca, aun con veinte años más, con cuarenta años más, aun si su vida estuviera completamente destrozada y fuera inútil y tuviera el cerebro medio podrido por la bebida, aun así el doctor se pondría a su disposición. Él no se negaba a nada, dedicaba su vida a salvar a la gente, o a intentar salvarla, si se trataba de un problema del corazón de verdad, del corazón con sangre, palpitante, del corazón atribulado que alberga el pecho.
En la voz del doctor Streeter se oculta cierta tristeza. Y no solo en su voz. También en su respiración. Una tristeza incurable, sosegada y decorosa que transmite por el teléfono incluso antes de que oigas su voz. Le molestaría que se lo dijeran. Tampoco es que desee especialmente que le consideren un hombre alegre, pero le parecería innecesario e impertinente que pensaran que es triste.
Su tristeza debe de derivar de la obediencia. Mary Jo es capaz de reconocerlo, pero no de comprenderlo. Piensa que en los hombres existe una obediencia que no comprenden las mujeres. (¿Qué diría Rhea de eso?). Lo que importa no son las cosas que él conoce —Mary Jo puede llegar hasta ahí—, sino las cosas que acepta. Él la desconcierta, y la oprime. Quiere a ese hombre con un amor confuso, cauteloso, permanente.
Cuando se lo imagina, siempre lo ve con su traje marrón de tres piezas, un traje pasado de moda que le da el típico aspecto de médico pobre de su infancia rural. Tiene ropa más bonita, deportiva, y Mary Jo lo ha visto así vestido, pero piensa que no se encuentra a gusto con ella. No se encuentra a gusto siendo rico, Mary Jo está convencida de ello, a pesar de que se siente obligado a serlo y detestaría a cualquier gobierno que intentara evitarlo. Todo es obediencia, aceptación, tristeza.
Él no le creería si se lo dijera. Nadie le creería.
Mary Jo está tiritando, a pesar de la chaqueta. Parece como si se le hubiera contagiado la agitación extraña y persistente de la muchacha. Quizá esté realmente enferma, con fiebre. Se retuerce, intenta calmarse. Cierra los ojos, pero no puede mantenerlos cerrados. Sigue observando lo que ocurre al otro lado del pasillo, sin poder remediarlo.
Ocurre algo de lo que, si tuviera un poco de sentido común y de decencia, apartaría la mirada. Pero no tiene ninguna de las dos cosas, y no la aparta.
Los vasos de whisky están vacíos. La chica se ha inclinado hacia delante y besa la cara del hombre. Él tiene la cabeza apoyada en la almohada y no hace el menor movimiento. La muchacha se inclina más, con los ojos cerrados, o casi cerrados, la cara ancha, pálida e impasible, una auténtica cara de luna. Le besa en los labios, las mejillas, los párpados, la frente. Él se le ofrece, se deja hacer. La chica le besa y le chupa. Le lame la nariz, la rala barba de las mejillas y el cuello y la barbilla. Le lame toda la cara, aspira una bocanada de aire y vuelve a besarle.
Lo hace sin prisas, no ávidamente. Tampoco es algo mecánico. No se aprecia el menor rastro de compulsión. La chica es sincera; es presa de un trance de cariño, de auténtico cariño. Nada presuntuoso, como el perdón o el consuelo. Un rito que requiere toda su concentración y todo su ser, pero en el que su ser se pierde. Podría continuar así eternamente.
Incluso cuando la chica abre los ojos y fija la vista al otro lado del pasillo, con una expresión ni aturdida ni inconsciente, sino directa y descarada, aun entonces Mary Jo tiene que seguir mirando. Solo con un esfuerzo tremendo y tras un rato interminable es capaz de apartar los ojos.
Si alguien le hubiera preguntado qué sentía mientras contemplaba aquella escena, Mary Jo habría respondido que se sentía enferma. Y lo habría dicho en serio. No solamente por empezar a tener fiebre o lo que sea que la está dejando amodorrada y produciéndole escalofríos, sino enferma de asco, como si notara en su propia cara los lentos viajes de la lengua cálida y gruesa. Después, cuando logra desviar la mirada, se libera algo más: el deseo, repentino y pujante como un desprendimiento de tierras en la ladera de una montaña.
Al mismo tiempo escucha la voz del doctor Streeter, que dice con claridad: «Probablemente a esa chica le han roto los dientes en una pelea».
Es la voz familiar y sensata del doctor Streeter, rogando que se reconozcan ciertos hechos, ciertas situaciones. Pero Mary Jo le añade algo nuevo: una satisfacción furtiva, natural. El doctor Streeter no está únicamente triste; está contento de que algunas cosas sean como son. La satisfacción que anida en su voz concuerda con la sensación de desmadejamiento del cuerpo de Mary Jo. Experimenta una aversión y una vergüenza físicas, un calor que se expande desde el estómago. Se le pasa, la oleada de calor se desvanece, pero permanece la aversión. La aversión, la repugnancia y el asco que te recorren el cuerpo pueden ser peores que el dolor. Resultaría más difícil vivir en esta situación. En cuanto reflexiona y le pone una especie de nombre a aquella sensación se serena un poco. Debe de ser la novedad del vuelo, y la bebida, y la confusión transmitida por la chica, y quizá un virus, contra el que está luchando. La voz del doctor Streeter es lo más parecido a un engaño real, pero no es un engaño; sabe que lo ha fabricado ella misma. Ha fabricado algo de lo que después puede apartarse, odiándolo de una forma tan pura. Si la sensación llegara a ser real, si semejante engaño se enseñorease de ella, se sumiría en un estado tan deprimente que más vale no pensarlo.
Se impone la tarea de tranquilizarse. Aspira una profunda bocanada de aire y se convence de que va a quedarse dormida. Empieza a contarse una historia en la que todo sale mejor. ¿Y si la chica la hubiera seguido un rato antes, si hubieran podido hablar? La historia sigue su curso, hasta el momento en que se encuentra en una sala de espera, en Honolulú. Mary Jo se imagina sentada en un banco acolchado, en una habitación plagada de palmeras enanas en macetas. El hombre y la chica pasan a su lado. La chica va delante, con las bolsas de plástico. El hombre lleva la bolsa de viaje colgada del hombro y un paraguas. Con el extremo del paraguas cerrado le da un golpe a la chica, no para hacerle daño ni para sorprenderla. En broma. La chica se escabulle riendo y mira a su alrededor con expresión de querer pedir disculpas, de vergüenza, de impotencia y de buen humor. La mirada de Mary Jo se cruza con la suya, sin que el hombre se dé cuenta. Mary Jo se levanta, atraviesa la sala de espera y llega al refugio brillante y alicatado del lavabo de señoras.
Y en esta ocasión la chica la sigue.
Mary Jo abre el grifo del agua fría. Se moja la cara, para animarse.
Insiste en que la chica la imite.
Le habla tranquilamente, pero con convicción.
—Eso es. Refréscate la cara y se te aclararán las ideas. Tienes que pensar con claridad. Con mucha claridad. Vamos a ver, ¿qué ocurre? ¿Qué es lo que quieres? ¿De qué tienes miedo? No debes tener miedo. Él no puede entrar aquí. Tenemos tiempo de sobra. Cuéntame lo que quieres y yo te ayudaré. Puedo ponerme en contacto con las autoridades.
Pero al llegar a este punto la historia se interrumpe. Mary Jo ha llegado a un callejón sin salida, y su sueño —porque ahora está soñando— lo traduce de una forma muy poco sutil en una mancha irregular de orín donde se ha desgastado la porcelana, en el fondo del lavabo.
Hay que ver qué descuidado está.
—¿Es siempre así en el trópico? —le pregunta Mary Jo a la mujer que está en el lavabo contiguo.
La mujer tapa el lavabo con las manos como si no quisiera que Mary Jo lo viera ni lo usara. (Mary Jo no tiene la menor intención de hacerlo). Es una mujer corpulenta, con el pelo blanco y un sari rojo, y parece ejercer cierto poder en el lavabo de señoras. Mary Jo mira a su alrededor, buscando a la chica esquimal, y se queda atónita al descubrirla tendida en el suelo. Ha encogido y tiene un aspecto gomoso, una cara tosca como de muñeca. Pero lo que realmente le impresiona es que se le ha desprendido la cabeza del cuerpo, aunque siguen unidos por una banda elástica interna.
—Tendrás la oportunidad de elegir —dice la mujer del pelo blanco.
Mary Jo cree que se refiere a su castigo. Sabe que no corre peligro de sufrir ningún castigo: no es responsable, no ha golpeado a la chica ni la ha tirado al suelo. Esa mujer está loca.
—Lo siento, pero tengo que volver al avión —responde Mary Jo.
Pero esto ocurre más tarde, cuando ya no están en el lavabo de señoras. Han vuelto a la consulta del doctor Streeter y Mary Jo experimenta la sensación de que los acontecimientos se le escapan de las manos, de que hay lapsos de tiempo que no acierta a comprender. Aún sigue pensando en volver al avión, pero ¿cómo va a encontrar la sala de espera, por no hablar de Honolulú?
Delante de ella llevan a una persona completamente vendada, y Mary Jo quiere averiguar quién es, qué ha sucedido, por qué han llevado allí a un quemado.
También está allí la mujer del sari rojo. Le pregunta amablemente a Mary Jo: «¿El tribunal está en el jardín?».
Quizá se refiera a que a Mary Jo siguen acusándola de algo, y que hay un tribunal reunido en el jardín. Por otra parte, es posible que se refiera al doctor Streeter. Tal vez haya querido decir «tribuno». En cuyo caso, quiere burlarse de él. Llamarle tribuno es una broma, y también «en el jardín» significa otra cosa… Si Mary Jo quiere averiguar de qué se trata, tendrá que concentrarse con todas sus fuerzas.
Pero la mujer abre una mano y le enseña a Mary Jo unas florecitas azules —como copos de nieve, pero en azul— y le explica que son «tribunos» y que «tribunos» significa flores.
Un ardid, y Mary Jo lo sabe, aunque no puede concentrarse porque está despertándose. En un jumbo, sobre el océano Pacífico, con la pantalla de vídeo subida y la mayoría de las luces apagadas e incluso el niño dormido. No puede atravesar las múltiples cortinas del sueño para volver a la claridad, en el lavabo de señoras, cuando les corría el agua fría por la cara a la chica y a ella, y ella —Mary Jo— le explicaba a la muchacha cómo podía salvarse. No puede volver allí. Todo el mundo está durmiendo, tapado con mantas, con la cabeza apoyada en almohadillas de color naranja. No sabe cómo ha sucedido, pero ella también tiene una almohadilla y una manta. El hombre y la chica duermen, con la boca abierta, y Mary Jo asciende a la superficie gracias al dúo de ronquidos elocuentes, inocentes.
Es el comienzo de sus vacaciones.