EL CÍRCULO DE LA ORACIÓN

Trudy lanzó una jarra hacia el otro extremo de la habitación. No llegó a tocar la pared; no le hizo daño a nadie, ni siquiera se rompió.

Era la jarra sin asa —del color del cemento, con rayas marrones, áspera como la lija al tacto— que había hecho Dan el invierno que fue a clase de cerámica. También hizo seis tacitas sin asa, a juego. En principio, tanto la jarra como las tacitas estaban pensadas para servir sake, pero en la tienda de bebidas del pueblo no lo vendían. Una vez llevaron a casa una botella que habían comprado en un viaje, pero en realidad no les gustó mucho. Así que la jarra de Dan está siempre en el estante más alto de la cocina, y en ella guardan unos cuantos objetos de valor. El anillo de boda de Trudy, y el de compromiso, la medalla que ganó Robin en octavo curso, un collar de cuentas de azabache, de dos vueltas, que era de la madre de Dan y que heredó Robin. Trudy no le deja ponérselo todavía.

Trudy volvió de trabajar un poco después de medianoche; entró en la casa a oscuras. Únicamente daba luz la llamita de la estufa, porque Robin y ella siempre la dejaban encendida para que quien entrara pudiera ver. Trudy no necesitaba más iluminación. Se encaramó a una silla sin siquiera soltar el bolso, bajó la jarra y rebuscó dentro.

Había desaparecido. Cómo no. Sabía que habría desaparecido.

Fue a la habitación de Robin atravesando la casa a oscuras, aún con el bolso al hombro y la jarra en la mano. Encendió la luz del techo. Robin soltó un gruñido, se dio la vuelta y se tapó la cabeza con la almohada. Estaba fingiendo.

—El collar de tu abuela —dijo Trudy—. ¿Por qué lo has hecho? ¿Es que te has vuelto loca?

Robin hizo como si estuviera dormida y soltó un leve ronquido. Daba la impresión de que toda la ropa que tenía, vieja y nueva, limpia y sucia, estaba desperdigada por el suelo, sobre la silla, la mesa, la cómoda, incluso sobre la cama. En la pared había un cartel gigantesco con un hipopótamo, y debajo la siguiente leyenda: «¿Por qué nací tan guapo?». Y otro con Terry Fox corriendo por una autopista lluviosa y una auténtica procesión de coches detrás de él. Vasos sucios, envases de yogur vacíos, apuntes del colegio, un tampax con su envoltorio, la serpiente y el tigre de peluche que Robin tenía desde antes de empezar a ir al colegio, un collage de fotos de su gato Salchicha, al que habían atropellado dos años antes. Cintas azules y rojas que había ganado en competiciones de carreras, o de saltos, o de baloncesto.

—¡Contéstame! —gritó Trudy—. ¡Dime por qué lo has hecho!

Tiró la jarra, pero era más pesada de lo que creía, o en el mismo momento de tirarla se le pasó un poco la furia, porque no llegó a tocar la pared; cayó en la alfombra, al lado de la cómoda, y rodó por el suelo, intacta.

Me tiraste una jarra. Podrías haberme matado.

No te la tiré a ti.

Podrías haberme matado.

Prueba de que Robin estaba fingiendo: se despertó sobresaltada, pero no con el sobresalto inexpresivo de quien ha estado durmiendo. Parecía asustada, aunque tras la mirada infantil y asustada había otra, calculadora, obstinada, desdeñosa.

—Era precioso, y además muy valioso. Era de tu abuela.

—Yo creía que era mío —replicó Robin.

—Esa chica ni siquiera era amiga tuya. ¡Dios mío, si ni siquiera me has hablado bien de ella esta mañana!

—¡Tú qué sabrás de quiénes son mis amigos! —La cara de Robin adquirió un vivo tinte rosa y se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no cambió su expresión obstinada, burlona—. La conocía, y hablaba con ella. ¡Así que déjame en paz!

Trudy trabaja en el centro de adultos con minusvalía psíquica. Pocas personas lo llaman así. Los más viejos del pueblo siguen refiriéndose a él como «la casa de las señoritas Weir», y otras personas, entre las que se encuentra Robin —y seguramente la mayoría de los chicos de su edad— lo llaman «la casa de los mongolos».

Ahora el edificio tiene una rampa para las sillas de ruedas, porque algunos minusválidos psíquicos también pueden serlo físicos, y una piscina en el jardín de atrás, que suscitó cierta polémica cuando la instalaron a costa de los contribuyentes. Por lo demás, conserva el mismo aspecto de siempre: las paredes de madera clara, los adornos verde oscuro de los aguilones, el tejado a dos aguas, el porche lateral protegido con tela metálica y el amplio césped sombreado por delicados arces.

Este mes Trudy trabaja en el turno de cuatro a doce. Ayer por la tarde dejó el coche enfrente y subió a pie el sendero, pensando en lo bonita que estaba la casa, tranquila como en la época de las señoritas Weir, que debían de tomar té frío y leer libros de la biblioteca, o jugar al croquet, o lo que hiciera la gente por entonces.

En cuanto entrabas siempre te enterabas de alguna noticia o de que había habido una pelea. Habían ido unos hombres a arreglar la piscina, pero seguía igual. Se habían marchado sin solucionar nada.

—Ya no nos va a hacer mucho servicio. El verano se acabará pronto —afirmó Josephine.

—No estamos ni a mediados de junio y dices que pronto se acabará el verano —replicó Kelvin—. Piensa antes de hablar. ¿Te has enterado de lo de la chica que ha muerto en el campo? —le preguntó a Trudy.

Trudy había empezado a preparar dos clases de limonada fría, una rosa y otra normal. Al oír a Kelvin dejó caer la cuchara en uno de los recipientes con tal fuerza que se derramó un poco de líquido.

—¿Cómo ha sido, Kelvin?

Tenía miedo de que le contestara que habían arrastrado a una chica entre los árboles del bosque y la habían dejado allí abandonada después de violarla, golpearla y estrangularla. Robin corre por las carreteras rurales en pantalones cortos y camiseta, con una cinta para sujetarse el pelo. Robin tiene el pelo rubio; también las piernas y los brazos. Sus mejillas y las piernas y los brazos están cubiertos de un suave vello mate; no resultaría sorprendente ver una nubecita de polen flotando tras ella cuando corre. Los coches le pitan y ella no se inmuta. Le gritan guarrerías y ella se las devuelve.

—Conduciendo un camión —respondió Kelvin.

Trudy se tranquiliza. Robin no sabe conducir.

—Tenía catorce años y no sabía conducir —añadió Kelvin—. Nada más subir al camión chocó contra un árbol. ¿Dónde estarían sus padres? Eso es lo que a mí me gustaría saber. No estaban vigilándola. Se subió al camión sin saber conducir y chocó contra un árbol. Con catorce años. Una cría.

Kelvin va al pueblo solo y se entera de todas las novedades. Tiene cincuenta y dos años, se mantiene delgado y con aspecto juvenil, va bien afeitado y se cuida el pelo, sedoso, corto y oscuro. Va a la barbería todos los días, porque no se apaña bien para afeitarse solo. Epilepsia, después una intervención quirúrgica, por una infección ósea, muchas más operaciones, una dificultad ligera pero permanente para mover los pies y los dedos de las manos, una leve neblina mental. La neblina no oscurece los hechos; solamente los motivos. Quizá no debería estar en el centro, pero ¿dónde si no? Además, a él le gusta. Dice que le gusta. Aconseja a los demás que no se quejen, que sean más cuidadosos, que se porten bien. Recoge las latas de refrescos y las botellas de cerveza que la gente tira en el jardín, aunque, naturalmente, no es su trabajo.

Cuando llegó Janet, poco antes de medianoche, para relevar a Trudy, empezó a contar la misma historia.

—Supongo que te habrás enterado de lo de esa chica de quince años, ¿no?

Siempre que Janet cuenta algo, empieza por decir: «Supongo que te habrás enterado». «Supongo que te habrás enterado de que Wilma y Ted se van a separar». O «Supongo que te habrás enterado de que Alvin Stead ha tenido un ataque al corazón».

—Me lo ha contado Kelvin —respondió Trudy—. Pero, según él, tenía catorce años.

—No, quince —insistió Janet—. Debía de estar en la misma clase que Robin. No sabía conducir. Ni siquiera salió del sendero.

—¿Iba borracha? —preguntó Trudy.

Robin no prueba el alcohol, ni el hachís, ni el tabaco. Ni siquiera el café. Es verdaderamente maniática con lo que se mete en el cuerpo.

—No creo, pero a lo mejor sí un poco colocada. Fue a última hora de la tarde. Estaba en casa con su hermana. Los padres habían salido. Apareció por allí el novio de la hermana. El camión era suyo, y o le dio las llaves o ella se las quitó. Hay versiones muy distintas. Unos dicen que la mandaron a buscar algo para quitársela de encima y otros que la chica cogió las llaves del camión y se marchó. El caso es que chocó contra un árbol del sendero.

—¡Dios mío! —exclamó Trudy.

—Sí, es absurdo. Te horroriza la idea de que tus hijos crezcan. ¿Ha tomado todo el mundo su medicación como es debido? ¿Qué está viendo Kelvin?

Kelvin aún no se había acostado, porque estaba en el salón viendo la televisión.

—Una entrevista con no sé quién. Alguien que ha escrito un libro sobre los esquizofrénicos —le explicó Trudy a Janet.

Kelvin ve o intenta leer cualquier cosa sobre problemas mentales que cae en sus manos.

—Yo creo que le deprimen esos programas —dijo Janet—. ¿Sabes que me he enterado hoy de que tengo que hacer quinientas flores con kleenex rosa para la boda de mi sobrina Laurel? Para el coche. Ella dice que yo se lo había prometido, y no es verdad. Yo no recuerdo haberle prometido nada. ¿Me ayudarás?

—Claro, mujer —contestó Trudy.

—Supongo que en realidad quiero que Kelvin deje lo de los esquizofrénicos para poder ver Dallas —dijo Janet.

Trudy y Janet no se ponen nunca de acuerdo sobre este tema. Trudy no soporta la reposición de antiguas series como Dallas, no le gusta ver a los personajes con la cara más joven, más llena, vivir una serie de tribulaciones y enredarse en complicados asuntos amorosos que tanto ellos como el público han olvidado por completo. Para Janet, eso es precisamente lo más gracioso: resulta increíble, fantástico. Después de tantas historias, se olvidan de todo y continúan como si tal cosa. Pero a Trudy no le parece tan increíble que los personajes pasen de una historia a otra, desmemoriados, optimistas, fotogénicos, cambiándose de ropa sin cesar. Que no resulte tan increíble es precisamente lo que no soporta.

A la mañana siguiente, Robin dijo:

—Sí, es probable. Andaba por ahí con gente que bebía mucho. No paran de hacer fiestas. Son autodestructivos. La culpa es suya y de nadie más. Aunque su hermana le dijera que se marchara, no tenía por qué hacerlo. No tenía por qué haber sido tan imbécil.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Trudy.

—Tracy Lee —contestó Robin con desprecio.

Pisó el pedal del cubo de la basura, levantó en vez de bajar el envase de yogur que acababa de vaciar y lo tiró fuera. Llevaba unas bragas de bikini y una camiseta que decía: «Para música celestial, nada como mis pedos».

—Sabes que esa camiseta no me gusta nada —dijo Trudy—. Hay cosas desagradables pero graciosas y otras simplemente desagradables.

—Bueno ¿y qué? —replicó Robin—. Al fin y al cabo, yo duermo sola.

Trudy estaba sentada fuera, en bata, tomando café, mientras el día se iba caldeando. Hay un pequeño espacio enladrillado junto a la puerta lateral que Dan y ella llamaban el patio. Allí estaba sentada. La casa tiene energía solar, con grandes paneles de vidrio en la vertiente meridional del tejado, y es la casa más rara que hay en el pueblo. También es rara por dentro, con estanterías en la cocina en lugar de armarios y el salón más alto que el resto, con unos escalones y una ventana que da a los prados. En broma, Dan y ella ponían a las habitaciones los nombres más convencionales: el patio, el refugio, el dormitorio de matrimonio. A Dan le gustaba bromear sobre su forma de vida. Había construido la casa con sus propias manos —Trudy colaboró mucho a la hora de pintar y barnizar— y quedó estupenda. La lluvia no se filtraba por los paneles, y disfrutaban de calefacción solar, al menos en parte. La mayoría de las personas que comparten las ideas o los ideales de Dan no son muy prácticas. No saben arreglar ni fabricar cosas, no saben nada de electricidad, ni de carpintería, ni de lo que necesitan entender. Dan es muy apañado para todo: entiende de jardinería, sabe cortar leña, construir una casa. Y se le dan especialmente bien los motores. Antes iba de un lado a otro trabajando de mecánico, reparando motores pequeños. Así fue como llegó al pueblo. Vino a ver a Marlene, encontró trabajo de mecánico, se hizo socio de un taller de reparaciones y casi sin darse cuenta —ya casado con Trudy, no con Marlene— pasó a ser pequeño empresario. Y todo ello sin quitarse la barba de estilo años sesenta ni cortarse el pelo más de lo que quería. El pueblo era demasiado pequeño y Dan demasiado listo para eso.

Ahora Dan vive en una casa de Richmond Hill con una chica llamada Genevieve, que estudia derecho. La chica se casó muy joven, y tiene tres niños pequeños. Dan la conoció hace tres años, cuando a Genevieve se le estropeó la caravana a pocos kilómetros del pueblo. Dan se lo contó a Trudy aquella misma noche. La caravana alquilada, los tres niños, aún muy pequeños, la madre divorciada y valiente, con el pelo recogido en trenzas. Su valentía, su pobreza, su proyecto de entrar en la Facultad de Derecho. Si no hubiera podido repararle fácilmente la caravana, les habría invitado a ella y a sus hijos a pasar la noche en casa. Iba camino de Pointe au Baril, donde sus padres tenían la residencia de verano.

—Entonces no será tan pobre —objetó Trudy.

—Se puede ser pobre con unos padres ricos —replicó Dan.

—No, de eso nada.

El verano anterior Robin había ido a Richmond Hill a pasar un mes. Volvió a casa enseguida, diciendo que aquello era un manicomio. El niño mayor tiene que ir a una clínica especial para aprender a leer, el de en medio se hace pis en la cama. Genevieve se pasa el día en la biblioteca de la facultad, estudiando. No es de extrañar. Dan busca ofertas en las tiendas, cocina, cuida a los niños, cultiva verduras, trabaja de taxista los sábados y los domingos. Quiere montar un negocio de reparación de motocicletas en el garaje de la casa, pero no le dan la licencia: los vecinos se oponen.

Le contó a Robin que era feliz, más que nunca; se lo aseguró. Al volver a casa, Robin había madurado: era severa, sarcástica, decidida. Mostraba un ligero resentimiento que antes no se notaba. Trudy no es capaz de sonsacarle el motivo, ni siquiera a fuerza de bromas. Ya ha pasado la época en que sí podía hacerlo.

Robin volvió a casa a mediodía y se cambió de ropa. Se puso una blusa de flores, de algodón muy fino, y se planchó una falda también de algodón, azul claro. Dijo que a lo mejor iban varias chicas de la clase al funeral después del colegio.

—No me acordaba de que tuvieras esa falda —dijo Trudy.

Si pensaba que con eso iba a dar pie a una conversación, se equivocaba.

Cuando Trudy conoció a Dan estaba borracha. Tenía diecinueve años, era alta y flaca (sigue siéndolo), con una abundante cabellera negra y rizada (ahora se ha cortado el pelo y el gris destaca tanto como antes el negro). Estaba muy morena y llevaba vaqueros y una camiseta desteñida. Sin sujetador, ni falta que le hacía. Ocurrió en agosto, en el bar de un hotel de Muskoka en el que tocaba un grupo. Trudy estaba de acampada con unas amigas. Dan iba con su prometida, Marlene. La había llevado a que conociera a su madre, que vivía en Muskoka, en un hotel vacío de una isla. Cuando Trudy tenía diecinueve años, Dan tenía veintiocho. Trudy se puso a bailar sola, mareada y borracha, ante la mesa que ocupaban Dan y Marlene, una rubia de expresión dócil con una delantera respetable cubierta de rosa y bordada de perlitas falsas. Trudy estuvo bailando delante de Dan hasta que él se levantó y se puso a bailar también. Al final del baile, él le preguntó cómo se llamaba y se la presentó a Marlene.

—Te presento a Judy —dijo.

Trudy se desplomó, riendo, en la silla que había al lado de la de Marlene. Dan sacó a Marlene a bailar. Trudy terminó la cerveza de Marlene y se fue a buscar a sus amigas.

—Hola, ¿qué tal? —les soltó—. ¡Me llamo Judy!

Dan la alcanzó al llegar a la puerta del bar. Había dejado plantada a Marlene al ver que Trudy se marchaba. Un hombre capaz de cambiar de rumbo con rapidez, de ver las posibilidades, de entusiasmarse, de inflamarse. Más adelante iba contando que se había enamorado de Trudy incluso antes de saber su verdadero nombre, pero a Trudy le dijo que había llorado cuando Marlene y él se separaron.

—Yo también tengo mis sentimientos —aseguró—, y no me da vergüenza demostrarlos.

Trudy no sentía nada especial por Marlene. Marlene tenía más de treinta años… ¿qué podía esperarse de ella? Marlene sigue viviendo en el pueblo, trabaja en las oficinas de la compañía hidroeléctrica, no se ha casado. En una de sus conversaciones sobre Genevieve, Trudy le comentó a Dan:

—Marlene debe de pensar que me tengo merecido lo que me pasa.

Dan dijo que había oído que Marlene se había metido en la comunidad de los cristianos bíblicos. A las mujeres no se les permitía maquillarse y los domingos tenían que ir a la iglesia con una especie de sombrerito.

—Solo pensará en el perdón —añadió.

—Seguro —replicó Trudy.

Esto es lo que ocurrió en el funeral, tal y como se lo contaron Kelvin y Janet a Trudy.

Todas las chicas de la clase de Tracy Lee se presentaron juntas después del colegio. Ocurrió durante el velatorio, cuando la familia recibía a los amigos junto al ataúd de Tracy Lee, que estaba abierto. Sus padres estaban allí, y también su hermano casado, con la mujer, su hermana e incluso el novio, el dueño del camión. Estaban en fila, y la gente se acercaba a ellos ordenadamente y les decía unas palabras. Asistió muchísima gente. Siempre es así en casos como este. La abuela de Tracy Lee se encontraba al final de la fila, sentada en una silla con tapicería de brocado. No podía estar de pie mucho tiempo.

Todas las sillas tienen la misma tapicería, de brocado blanco y dorado. Las cortinas son iguales, el papel de la pared, casi a juego. Hay pequeños apliques, con las bombillas encerradas en gruesos cristales de color rosa. Trudy ha ido allí varias veces y sabe cómo es, pero Robin y la mayoría de sus compañeras nunca han ido al tanatorio y no sabían qué les esperaba. Algunas se echaron a llorar en cuanto traspasaron la puerta.

Las cortinas estaban corridas. Se oía una música suave; no exactamente música sacra, pero sí algo parecido. El ataúd de Tracy Lee era blanco con un reborde dorado, a juego con los brocados y el papel de la pared, y un forro plisado de satén rosa. Una almohada de la misma tela y color. Tracy Lee no tenía ninguna señal en la cara. No llevaba el maquillaje de siempre, porque de eso se había encargado la funeraria, pero le habían puesto los pendientes que más le gustaban, unos triángulos de color turquesa con medias lunas amarillas, dos en cada oreja. (Algunos opinaban que era de mal gusto). En la parte del ataúd que la cubría de cintura para abajo había un gran corazón de rosas.

Las chicas se pusieron en fila para hablar con la familia. Les estrecharon la mano y les dieron el pésame, como todo el mundo. Después de que todas y cada una de ellas se dejaran apretar la mano por las manos de la abuela, cálidas, hinchadas, llenas de pecas, volvieron a ponerse en fila con cierto atropellamiento y empezaron a desfilar junto al ataúd. Muchas lloraban, estremecidas. Normal. Chicas jóvenes, al fin y al cabo.

Pero al pasar junto al cadáver se pusieron a cantar. Al principio con dificultades, tímidamente, luego infundiendo cada vez más seguridad a sus voces tristes, dulces.

Y mientras perdure el fruto de la vid

beberé su dulce vino y seré feliz.

Naturalmente, lo llevaban preparado; habían sacado la canción de un disco. Creían que era un himno antiguo.

Siguieron desfilando, cantando, mirando a Tracy Lee, y alguien observó que tiraban cosas en el ataúd. Se quitaban los anillos de los dedos y las pulseras de los brazos y se desprendían los pendientes de las orejas. Se desabrochaban los collares y agachaban la cabeza para despojarse de cadenas y largas sartas de cuentas. Todas dieron algo. Las joyas caían entre destellos sobre la muchacha muerta y se quedaban a su lado en el ataúd. Una chica se quitó las brillantes peinetas que llevaba.

Y nadie hizo ademán de detener aquello. ¿Cómo interrumpirlo? Era como una ceremonia religiosa. Las chicas actuaban como si les hubieran explicado lo que tenían que hacer, como si fuera lo que se hace siempre en tales situaciones. Cantaban, lloraban, tiraban sus joyas. Con la impresión de ritual que daban, todas y cada una de ellas parecían exquisitas.

La familia no quiso pararlo. Les parecía muy bonito.

«Era como en la iglesia», decía la madre de Tracy Lee, y la abuela añadía: «Todas esas chicas tan jóvenes y tan guapas querían a Tracy Lee. Si dieron sus joyas como muestra de cariño, es cosa suya y de nadie más. A mí me pareció precioso».

La hermana de Tracy Lee se derrumbó y se echó a llorar. Era la primera vez que lo hacía.

Dan dijo:

—Esto es una prueba de amor.

Se refería al amor de Trudy. Trudy se puso a cantar: «Libérame, por favor, déjame marchar…».

Se llevó la mano al pecho con una sonora palmada y se puso a dar vueltas por la habitación, cantando. Dan estaba a medio camino entre la risa y el llanto. No podía evitarlo; se acercó a ella, la abrazó y bailaron juntos, tambaleándose. Estaban bastante borrachos. Se pasaron aquel mes de junio (hace dos años) bebiendo ginebra, entre y durante las escenas amorosas. Bebían, lloraban, discutían, daban explicaciones, y Trudy iba constantemente a la tienda de bebidas. Sin embargo, no recuerda haberse sentido realmente borracha ni haber tenido resaca. Eso sí, estaba cansada todo el día, como si llevara unos maderos atados a los tobillos.

No paraba de bromear. Llamaba a Genevieve «Jenny la tonta».

—Es igual que cuando quisiste dejar el negocio para meterte a ceramista —dijo—. Quizá deberías haberlo hecho. Yo no estaba en contra. Lo decidiste tú. O como cuando querías ir a Perú. Aún podríamos hacerlo.

—No eran más que castillos en el aire —replicó Dan.

—Tendría que haberlo comprendido cuando empezaste a ver al defensor del pueblo en la televisión —dijo Trudy—. Era por el tema legal, ¿no? Nunca te habían interesado mucho esos asuntos.

—Esto también abrirá nuevas perspectivas en tu vida —continuó Dan—. Puedes ser algo más que mi mujer.

—Claro. Neurocirujano, sin ir más lejos.

—Eres muy inteligente. Eres una mujer maravillosa. Y valiente.

—¿Seguro que no estás hablando de Jenny la tonta?

—No, de ti. De ti, Trudy. Sigo queriéndote. ¿Es que no puedes comprender que aún te quiera?

Hacía muchos años que a Dan no se le ocurrían tantas cosas que decir sobre su amor por Trudy. Adoraba su cuerpo flaco, su pelo rizado, su piel, que empezaba a ponerse áspera, su forma de entrar en una habitación pisando tan fuerte que temblaban los cristales de las ventanas, sus bromas, sus payasadas, sus tacos. Amaba su mente y su alma, y siempre las amaría. Pero la parte de su vida que había estado unida a la suya había acabado.

—Eso es pura palabrería. ¡Palabrería de idiota! —exclamó Trudy—. ¡Robin, vuelve a la cama!

Porque Robin estaba en lo alto de la escalera, con su breve bata.

—¡Pues dejad de gritar! —dijo.

—No estamos gritando —replicó Trudy—. Estamos hablando de algo íntimo.

—¿De qué?

—Te he dicho que es algo íntimo.

Cuando Robin se fue a la cama, de mala gana, Dan dijo:

—Creo que deberíamos explicárselo. Es mejor que los niños lo sepan. Genevieve no tiene secretos con sus hijos. Josie solo tiene cinco años, y una tarde entró en el dormitorio y…

Entonces Trudy sí que se puso a gritar. Clavó las uñas en la funda de un cojín.

—¡Deja de hablarme de la gilipollas de Genevieve y de su mierda de dormitorio y de los memos de sus hijos! ¡Cállate de una vez y déjame en paz! ¡No eres más que un bocazas sin pizca de cerebro! ¡Me importa un bledo lo que hagas, pero cállate de una puñetera vez!

Dan se marchó. Hizo la maleta y se fue a Richmond Hill. Volvió al cabo de cinco días. Antes de llegar al pueblo se detuvo a recoger flores silvestres para regalarle un ramo a Trudy. Le dijo que había vuelto definitivamente, que todo había acabado.

—¿En serio? —replicó Trudy.

Pero puso las flores en agua. Algodoncillos rosas que olían a polvos de maquillaje, ojos de Venus, guisantes de olor y lirios naranjas que debían haberse dispersado desde antiguos jardines ya desaparecidos.

—No podías seguirles el ritmo, ¿eh?

—Sabía que no te desvivirías por mí —dijo Dan—. Habrías dejado de ser tú. Y si he vuelto ha sido únicamente por ti.

Trudy fue a la tienda de bebidas, y en esta ocasión compró champán. Durante un mes —aún era verano— estuvieron juntos, felices. Trudy nunca llegó a averiguar qué había ocurrido realmente en casa de Genevieve. Dan le aseguró que había sido una crisis de cuarentón, nada más. Que había recuperado el sentido común. Su vida estaba allí, con Trudy y Robin.

—Pareces un consejero matrimonial —replicó Trudy.

—Bueno, vamos a olvidarnos del asunto.

—Sí, más vale —respondió Trudy.

Se imaginaba a los niños, la confusión, los amigos —quizá antiguos novios—, cosas para las que Dan no estaba preparado. Bromas e ideas que no entendía. Probablemente se trataba de eso. La música que a él le gustaba, su forma de hablar —incluso el pelo y la barba— debían de estar pasados de moda.

Iban a dar paseos en familia, a merendar. Por la noche se tumbaban en la hierba, detrás de la casa, a contemplar las estrellas. A Dan le había dado últimamente por las estrellas; tenía un mapa estelar. Se abrazaban y se besaban cada dos por tres, y ponían en práctica cosas nuevas —o que llevaban mucho tiempo sin poner en práctica— cuando hacían el amor.

Por aquella época estaban asfaltando la carretera que había enfrente de la casa. Ellos habían construido la casa en la ladera de una colina, a las afueras del pueblo, detrás de los demás edificios, pero entonces circulaban bastantes camiones por su calle, para evitar las vías principales que estaban pavimentando. Trudy estaba tan acostumbrada al ruido y las constantes vibraciones que decía que se pasaba las noches moviéndose sin querer, aun cuando todo estuviera tranquilo. La actividad comenzaba a las siete de la mañana. Se despertaban con el fondo de un mar de ruidos. Dan se levantaba a regañadientes, contrariado por perder la hora de sueño que más disfrutaba. En el aire flotaba un olor a combustible.

Una noche Trudy se despertó y Dan no estaba en la cama. Prestó oídos, acechando ruidos en la cocina o el cuarto de baño, pero no oyó nada. Se levantó y recorrió toda la casa. No había ninguna luz encendida. Encontró a Dan sentado fuera, junto a la puerta, sin un vaso de leche ni una taza de café en la mano; simplemente estaba sentado de espaldas a la calle.

Trudy contempló la tierra removida y las gigantescas máquinas varadas.

—¡Qué maravilla de silencio! —exclamó.

Dan no replicó.

Huy, huy.

Entonces cayó en la cuenta de lo que se le había ocurrido al ver vacío el lado de la cama de Dan y no oírle por la casa. No que la hubiera dejado, sino algo peor. Que se hubiera destruido a sí mismo. Con tanta felicidad compartida, con tantos besos y abrazos y estrellas y meriendas en el campo, era capaz de pensar eso.

—No puedes olvidarla —dijo—. La quieres.

—No sé qué hacer.

Trudy se alegró de oírle hablar. Añadió:

—Tendrás que volver a intentarlo.

—No tengo la seguridad de que vaya a quedarme —replicó Dan—. Y no puedo pedirte que esperes.

—No —convino Trudy—. Si te vas, se acabó.

—Si me voy, se acabó.

Dan parecía haberse quedado paralizado. Trudy tuvo la sensación de que podía quedarse allí eternamente, repitiendo lo que ella había dicho, incapaz de moverse ni de decir nada por sí mismo.

—Si eso es lo que sientes, no hay nada más que hablar —dijo Trudy—. No tienes que tomar una decisión. En realidad, ya te has ido.

Sus palabras funcionaron. Dan se puso de pie rígidamente, se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Le acarició la espalda.

—Vamos a acostarnos —propuso Dan—. Todavía podemos descansar un rato.

—No. Tienes que haberte marchado cuando Robin se despierte. Si volvemos a la cama, todo empezará de nuevo.

Trudy le preparó un termo de café. Dan hizo la maleta, la misma que se había llevado la otra vez. Los movimientos de Trudy parecían perfectos, competentes, algo que no le ocurría normalmente. Se sentía muy serena. Tenía la sensación de que eran una pareja de ancianos que vivía en armonía, en un mundo sin palabras, sin necesidad de ofensas, sin necesidad de perdón. Su despedida era apenas una leve ondulación en aquel mundo. Le acompañó afuera. Eran las cuatro y media o las cinco; el cielo empezaba a clarear y los pájaros a despertar; todo estaba empapado de rocío. Allí esperaba la gran máquina inofensiva, varada entre los baches de la carretera.

—Menos mal que no es anoche… No podrías haberte marchado —dijo Trudy.

Se refería a que la carretera no era todavía transitable. Hasta el día anterior no habían nivelado un estrecho carril para el tráfico local.

—Sí, menos mal —repitió Dan.

—Adiós.

—Lo único que quiero saber es por qué lo has hecho. ¿Solo para lucirte? Como tu padre… para lucirte. No es por el collar en sí mismo, aunque era precioso. A mí me encanta el azabache. Era lo único que teníamos de tu abuela. Si querías desprenderte de él, estabas en tu derecho, pero no es justo que me cogieras así, por sorpresa. Merezco una explicación. Sabes que me encanta el azabache. Dime, ¿por qué?

—La culpa la tiene la familia —dice Janet—. Tendría que habérselo impedido. Algunas cosas eran de plástico, esos pendientes y pulseras baratos que llevan ahora, pero lo que dejó Robin…, vamos, eso es un crimen. Y no fue ella la única. Había anillos con amatistas y cadenas de oro. Han llegado a decir que hasta un anillo de diamantes, pero yo no sé si creérmelo. Al parecer, la chica lo había heredado, como Robin. Ni siquiera te lo habían tasado, ¿no?

—No sé si el azabache tiene mucho valor —dice Trudy.

Están sentadas en el salón de la casa de Janet, confeccionando flores con kleenex de color rosa.

—Fue una estupidez —añade Trudy.

—En fin… Puedes hacer una cosa, pero es difícil de explicar —dice Janet.

—¿Qué?

—Rezar.

Por el tono de voz de Janet, Trudy pensaba que iba a decirle algo grave y desagradable, algo sobre ella —Trudy—, que afectaba a su vida y que todo el mundo menos ella sabía. Le dan ganas de echarse a reír, después del susto. No se le ocurre qué decir.

—Tú no sueles rezar, ¿verdad? —pregunta Janet.

—No tengo nada en contra —responde Trudy—. Pero no me crié en un ambiente religioso.

—No se trata de religión en sentido estricto —aclara Janet—. O sea, no guarda una relación directa con ninguna iglesia. Solo es un grupo de personas que reza. No puedo dar nombres, pero tú conoces a la mayoría. Teóricamente, es un secreto. Se llama círculo de la oración.

—Como en el instituto —replica Trudy—. Allí había sociedades secretas y no se podía decir quiénes formaban parte de ellas. Yo no pertenecía a ninguna.

—Yo participaba en todo —contesta Janet con un suspiro—. Pero esto es mucho más serio, aunque me da la impresión de que algunas personas no se lo toman con suficiente seriedad. Los hay que rezan para encontrar aparcamiento, o para que les haga buen tiempo en vacaciones. Y no se trata de eso, claro, porque eso es oración individual. El círculo consiste en que tú llamas a alguien que está en él y le cuentas por qué estás preocupada, o triste, y le pides que rece por ti. Y ese alguien lo hace. Después telefonea a otra persona del círculo, y esta a otra, y así sucesivamente, de modo que todos rezamos por la misma persona.

Trudy tira una rosa.

—¡Qué chorrada! ¿Son todas mujeres?

—No hay ninguna norma al respecto, pero en realidad, sí. A los hombres les daría vergüenza. A mí también me daba vergüenza al principio. Solo la primera persona a la que llamas sabe tu nombre, por quién se está rezando, aunque en un pueblo como este cualquiera puede adivinarlo. Si nos pusiéramos a cotillear entre nosotros no funcionaría, y todo el mundo es consciente de ello. Por eso no hay chismorreos, y funciona.

—¿Como con qué? —pregunta Trudy.

—Pues mira, una chica se dio un golpe con el coche. La avería ascendía a ochocientos dólares, y ella estaba en una situación muy mala, porque no sabía si el seguro se lo cubriría, ni tampoco su marido (se puso hecho una furia al enterarse), pero rezamos todos y el seguro lo pagó íntegramente sin problemas. Y es solo un ejemplo.

—No tendría mucho sentido que me pusiera a rezar para recuperar el collar, que está dentro del ataúd y el entierro se celebra esta mañana —objetó Trudy.

—Eso tú no puedes decirlo. Tú no sabes qué es posible y qué no. Tienes que limitarte a pedir lo que quieres. Lo dice la Biblia: «Pedid y se os dará». ¿Cómo pueden ayudarte si tú no pides nada? Es lógico, ¿no? ¿Y cuando se marchó Dan? ¿Qué habría pasado si tú hubieras rezado? Yo todavía no formaba parte del círculo, porque si no, te habría dicho algo. Aun sabiendo que te resistirías, te lo habría dicho. Mucha gente se resiste al principio. Incluso en esta situación… Con lo de esa chica no parece muy probable, pero ¿quién sabe? A lo mejor funcionaría. Quizá no sea demasiado tarde.

—De acuerdo —dice Trudy en tono duro y enérgico—. Muy bien. —Retira bruscamente las flores lacias que tiene en el regazo—. Ahora mismo me pongo de rodillas a rezar para recuperar a Dan. Rezaré para recuperar el collar y para recuperar a Dan y, ¿para qué andarse con chiquitas? También puedo rezar para que Tracy Lee no haya muerto, para que vuelva a la vida. ¿Cómo no se le habrá ocurrido a su madre?

Buenas noticias. La piscina está arreglada. Mañana podrán llenarla, pero Kelvin está deprimido. A primera hora de la tarde ha llevado al pueblo a Marie y Josephine, en parte para que no molestaran a los obreros que trabajaban en la piscina. Les dejó que se compraran cucuruchos de helado. Les advirtió que tuvieran cuidado y se los tomaran deprisa, porque hacía calor y se derretirían. Ellas los chupaban de tarde en tarde, como si dispusieran de todo el día. Al poco tiempo les corría el helado por la barbilla y los brazos. Kelvin había cogido un puñado de servilletas de papel, pero no pudo limpiarlas con suficiente rapidez. Se pusieron hechas un asco, un verdadero espectáculo. A ellas les daba igual. Kelvin les dijo que no eran lo suficientemente guapas para permitirse ir con aquella facha.

—A algunas personas no les gusta nuestro aspecto —dijo Kelvin—. Algunos incluso piensan que no deberían dejarnos ir al pueblo. Precisamente cuando la gente empieza a acostumbrarse a nosotros y a no quedarse mirándonos como si fuéramos monstruos, os ponéis hechas un asco y lo estropeáis todo.

Se rieron de él. Podría haber amedrentado a Marie si hubiera estado sola, pero estaba con Josephine. En opinión de Kelvin, Josephine necesitaba una disciplina a la antigua usanza. Él había estado en sitios donde la gente no hacía lo que le daba la gana como allí. No estaba de acuerdo con que les pegaran. Lo había visto en muchas ocasiones, pero no estaba de acuerdo, ni siquiera con pegar en la mano. Sin embargo, a una persona como Josephine se la podía encerrar en su habitación. Se la podía obligar a que se sentara en un rincón, o castigarla a pan y agua, y le haría mucho bien. Lo único que necesitaba Marie era una buena bronca, porque tenía una personalidad débil. Pero Josephine era un auténtico bicho.

—Hablaré con las dos —dice Trudy—. Les diré que se disculpen.

—Quiero que lo sientan de verdad —replica Kelvin—. Me da igual que se disculpen o no. No pienso volver a sacarlas.

Más tarde, cuando se han acostado todos, Trudy le propone que juegue a las cartas con ella en la galería protegida por tela metálica. Juegan a las siete y media. Kelvin dice que no puede más esta noche, que tiene la cabeza como un bombo.

En el pueblo, un hombre le ha preguntado: «Oye, ¿cuál de las dos es tu novia?».

—¡Qué idiota! —exclama Trudy—. No es más que un idiota.

Y el otro hombre que estaba hablando con el primero le ha dicho: «¿Con cuál de las dos vas a casarte?».

—No te conocen, Kelvin. Son imbéciles.

Pero sí le conocían. Uno era Reg Hooper, y el otro Bud DeLisle, el corredor de fincas. Claro que le conocían. Habían hablado con él en la barbería, y le llamaban Kelvin. «Oye, Kelvin, ¿con cuál de las dos vas a casarte?».

—Petardos —dice Trudy—. Así los llamaría Robin.

—Te crees que son amigos tuyos, pero no es verdad —sigue Kelvin—. Pasa muchas veces.

Trudy va a la cocina a preparar café. Quiere ofrecérselo recién hecho a Janet en cuanto llegue. Le ha pedido perdón esta mañana, y Janet le ha dicho que no se preocupara, que sabía que se sentía mal. A veces piensas que son amigos tuyos, y es verdad.

Contempla las tazas que están colgadas de unos ganchos. Janet y ella tuvieron que recorrer varias tiendas para comprarlas. Cada una con su nombre correspondiente. Marie, Josephine, Arthur, Kelvin, Shirley, George, Dorinda. Podría pensarse que el nombre más difícil de encontrar sería Dorinda, pero el más difícil fue Shirley. Incluso los que no saben leer han aprendido a reconocer su taza, por el color y el dibujo.

Un día aparecieron dos tazas nuevas, que había comprado Kelvin. En una ponía Trudy, y en la otra Janet.

—No me vuelve loca de alegría ver mi nombre en ese montón —dijo Janet—, pero por nada del mundo quisiera herir sus sentimientos.

En la luna de miel Dan llevó a Trudy a la isla del lago donde su madre tenía el hotel. Estaba cerrado, pero su madre seguía viviendo allí. El padre había muerto, y la madre vivía sola. Para ir a la compra cruzaba el lago en una barca con motor fuera borda. A veces se confundía y a Trudy la llamaba Marlene.

El hotel no era gran cosa: una especie de caja de madera blanca en un claro a orillas del lago. Detrás había unas cabañas, también como cajitas. Dan y Trudy se instalaron en una de ellas. Todas tenían estufa de leña. Dan encendía fuego por la noche para templar un poco la habitación, pero cuando se despertaban por la mañana las mantas estaban húmedas y pesadas.

Dan pescaba y cocinaba. Trudy y él subían a una gran roca que había detrás de las cabañas y cogían arándanos. Un día Dan le preguntó a Trudy si sabía hacer pasta para empanadas, y como ella le contestó que no, le enseñó. Extendió la masa con una botella de whisky.

Por la mañana había neblina sobre el lago, como la que se ve en las películas o en los cuadros.

Una tarde Dan salió a pescar y tardó en volver más de lo habitual. Trudy se entretuvo un rato en la cocina, quitando el polvo a los cacharros y fregando unos frascos. Era la cocina más vieja y más oscura que había visto en su vida, con escurreplatos de madera. Salió y subió a la roca ella sola, pensando en coger unos arándanos, pero bajo los árboles ya estaba oscuro; la vegetación de hoja perenne lo oscurecía todo, y no le gustaba la idea de que merodearan por allí animales salvajes. Se sentó en la roca y se puso a mirar el tejado del hotel, las hojas muertas y las tablillas rotas. Oyó un piano. Bajó de la roca y siguió el sonido de la música, dando la vuelta al edificio. Atravesó la galería, se detuvo ante una ventana y se asomó a la habitación que antes era el salón. La habitación con la chimenea ennegrecida, los sillones de cuero llenos de bultos, el espantoso pez disecado.

Dentro estaba la madre de Dan, tocando el piano. Una anciana alta, muy erguida, con el pelo entrecano recogido en un moño minúsculo. Tocaba sin ninguna luz encendida, en aquella habitación casi a oscuras, casi vacía.

Dan le había contado que su madre era de familia rica. Aprendió a tocar el piano, a bailar; viajó por todo el mundo cuando era joven. Había una fotografía suya a lomos de un camello. Pero no estaba tocando una pieza clásica, como habría sido de esperar. Tocaba Son las tres de la mañana. Cuando llegó al final volvió a empezar. Quizá fuera su canción favorita, algo a cuyos acordes había bailado en los viejos tiempos, o tal vez no le gustara cómo la había interpretado.

¿Por qué recuerda ahora aquel momento? Se ve, muy joven aún, contemplando por la ventana a la anciana que toca el piano. La habitación en penumbra, con sus vigas y su chimenea demasiado grandes y los solitarios sillones de cuero. La música del piano, estrepitosa, vacilante, persistente. Trudy lo recuerda con claridad, y tiene la impresión de encontrarse fuera de su cuerpo, dolorido entonces por los punzantes placeres del amor. Se encontraba fuera de su felicidad, envuelta en una marea de tristeza. Y la mañana que se marchó Dan ocurrió lo contrario. Entonces se vio fuera de su propia infelicidad, envuelta en una marea que, sin ninguna lógica, parecía amor. Pero en realidad era lo mismo, una vez que estabas fuera. ¿Qué son esas ocasiones que descuellan, fragmentos claros de la vida, qué relación guardan con ella? No son exactamente promesas. Espacios para respirar. ¿Nada más?

Va al salón y presta oídos, acechando algún ruido en el piso de arriba. Todo en silencio, sedado.

El teléfono suena junto a su cabeza.

—¿Sigues ahí? —pregunta Robin—. ¿No te has ido?

—Sí, aquí sigo.

—¿Puedes traerme después de correr? Hoy no he salido a correr antes porque hacía mucho calor.

Me tiraste la jarra. Podrías haberme matado.

Sí.

Kelvin, que espera sentado a la mesa de juego, bajo la luz, parece descolorido y viejo. Un haz luminoso le blanquea el pelo castaño. Tiene la piel de la cara fláccida, mientras espera. Parece viejo, hundido en sí mismo, envuelto en una profunda ofuscación, casi perdido para Trudy.

—Oye, Kelvin, ¿tú rezas? —le pregunta Trudy. No sabía que fuera a hacerle esa pregunta—. Bueno, no es asunto mío, pero me refiero a si rezas por algo concreto.

La respuesta de Kelvin la sorprende. Levanta la cara, como si hubiera notado que necesitaba un empujón para subir a la superficie.

—Si fuera lo bastante listo para saber por qué tengo que rezar, no me haría falta hacerlo —contesta.

Sonríe a Trudy, con cierta intención aviesa de crear complicidad, ante aquella broma a medias. No pretende precisamente animarla. Sin embargo, se propaga: lo que ha dicho, la forma de decirlo, el simple hecho de que vuelva a estar allí, se propaga, se difunde del mismo modo que algunas tonterías cuando estás muy cansado. De este modo, cuando Trudy era joven y se sentía bien, una persona o un momento podían transformarse en un lirio flotando en las aguas brumosas del río, perfectas y conocidas.