JESSE Y MERIBETH

En el instituto entablé una amistad tan entrañable y leal como aburrida con una chica llamada MaryBeth Crocker. Me entregué a esa amistad como hacía en verano con las aguas del río Maitland, cálidas, fangosas, que no me cubrían. Me tumbaba de espaldas y me limitaba a agitar manos y pies, dejándome arrastrar por la corriente.

Empezó un día en la clase de música, porque no había suficientes libros y nos dijeron que nos colocáramos de dos en dos: chicos con chicos y chicas con chicas, naturalmente. Yo busqué con la mirada a alguna chica que no tuviera una amiga especial con la que emparejarse, y MaryBeth se sentó silenciosamente a mi lado. Era nueva en el colegio; había venido al pueblo a vivir con su hermana Beatrice, que era enfermera y trabajaba en el hospital. Su madre había muerto; su padre había vuelto a casarse.

MaryBeth era una chica baja, regordeta, pero delicada, con ojos grandes de color cambiante, del avellana verdoso al castaño oscuro, una piel de tono almendrado sin manchas ni pecas, y una boca bonita que muchas veces adoptaba una expresión dolorida y perpleja, como recordando una afrenta secreta. Yo percibía el olor del jabón de flores con el que se lavaba. Su dulzura traspasaba las capas de polvo, desinfectante y sudor, los viejos olores del colegio: la ensoñación del aburrimiento, la impaciencia rancia. Que me eligiera a mí me dejó atónita, casi espantada. Después de aquel día, durante semanas, me despertaba feliz, sin saber por qué, y de repente recordaba aquel momento.

MaryBeth y yo hablábamos muchas veces de aquel momento. Decía que empezó a latirle el corazón más deprisa mientras se dirigía a mi mesa, pero que pensó: o ahora o nunca.

En los libros que había leído en mi infancia, las chicas se unían de dos en dos en amistades íntimas, consagrándose la una a la otra. Se prometían mutuamente no contar a nadie más sus secretos, ni ocultarse nada, ni entablar una amistad larga y duradera con ninguna otra chica. El matrimonio no cambiaba nada. Crecían, se enamoraban y se casaban, pero la una ocupaba el lugar más importante en el corazón de la otra. Ponían a sus hijas el nombre de la amiga y estaban dispuestas a cuidarse en el transcurso de enfermedades contagiosas o a cometer perjurio ante un tribunal. Era la solemne sarta de estupideces de la lealtad, el sentimentalismo formal que yo deseaba o consideraba imprescindible y que le impuse a MaryBeth. Hicimos juramentos, promesas, confiamos la una en la otra. Ella lo aceptó todo; tenía un carácter dulce. Le gustaba acurrucarse contra mí cuando pensaba en algo que la entristecía o la asustaba, e ir de la mano conmigo.

Aquel primer otoño salimos del pueblo siguiendo las vías del tren y nos contamos las enfermedades y los accidentes que habíamos sufrido, las cosas que nos daban miedo, y los colores, joyas, flores, estrellas de cine, postres, refrescos y sabores de helado que más nos gustaban. Decidimos cuántos hijos tendríamos y de qué sexo, y qué nombres les pondríamos. También el color del pelo y los ojos de nuestros maridos y en qué nos gustaría que trabajasen. A MaryBeth le daban miedo las vacas que andaban sueltas por el campo, y la posibilidad de que hubiera serpientes. Nos llenábamos las manos de vainas de algodoncillo, lo más suave que existe en el mundo, y dejábamos que escaparan y se engancharan entre las hierbas secas, como copos de nieve o pétalos de flores.

—Con esto fabricaban paracaídas en la guerra —le dije a MaryBeth.

No era verdad, pero yo me lo creía.

A veces íbamos a la casa en la que MaryBeth compartía habitación con su hermana Beatrice. Nos sentábamos a coser en el porche o subíamos a su habitación. La casa era grande, sencilla, estaba pintada de amarillo y tenía un aire descuidado. Estaba junto a la calle mayor. Los dueños eran un ciego y su mujer, que ocupaban dos habitaciones en la parte de atrás. El ciego pelaba patatas o tejía tapetes que su mujer intentaba vender.

Las chicas que se alojaban en la casa hacían apuestas para ver quién se atrevía a bajar a charlar con él cuando su mujer salía. A veces bajaban en sujetador y bragas, o sin nada. El hombre debía de comprender el juego. «Ven aquí», decía. «Acércate más, no te oigo», o «Déjame tocar tu vestido. A ver si adivino de qué color es».

MaryBeth nunca participaba en aquel juego; le desagradaba incluso oír hablar de él. Pensaba que algunas chicas eran asquerosas.

Las chicas con las que vivía siempre estaban en plena ebullición. Constantemente surgían rencillas y alianzas, y les daba por no hablar unas con otras. En una ocasión, una chica le arrancó a otra un mechón de pelo en una pelea por un frasco de esmalte de uñas.

En el armario de las medicinas aparecían notas cortantes y terribles:

Hay que secar los jerseys en la habitación de cada cual, porque la lana húmeda apesta. Cuidadito. A. M. y S. D.

A quien pueda interesarle: he olido mi perfume «Noche en París» en ti, y no me hace ninguna gracia. Cómprate un frasco.

Afectuosamente, B. P.

Siempre estaban lavando cosas: medias, sujetadores, ligueros, jerseys y, naturalmente, el pelo. No se podía entrar en el cuarto de baño sin que algo te diera en la cara. Cocinaban en hornillos. Las chicas que estaban ahorrando para el ajuar o para irse a vivir a la ciudad calentaban comidas preparadas. Otras compraban bolsas grasientas que despedían un olor delicioso en el restaurante de al lado. Patatas fritas, hamburguesas, salchichas gigantes, buñuelos. Las chicas que hacían régimen cerraban la puerta de golpe al percibir aquellos olores.

De vez en cuando la hermana de MaryBeth, Beatrice, se ponía a régimen. Bebía vinagre para quitarse el apetito y glicerina para fortalecerse las uñas.

—Quiere encontrar novio. ¡Me da un asco! —exclamaba MaryBeth.

Cuando MaryBeth y Beatrice estaban de buenas, la una cogía la ropa de la otra sin pedir permiso, se abrazaban en la cama y se preguntaban qué tal tenían el pelo visto por detrás. Cuando estaban de malas, no se hablaban. MaryBeth preparaba una papilla burbujeante con azúcar moreno, mantequilla y coco en el hornillo y plantaba el fragante cazo delante de las narices de Beatrice antes de que las dos empezáramos a comerla. O iba a la tienda y compraba un paquete de melcochas que, según decía, eran las golosinas favoritas de Beatrice. La idea consistía en comerlas delante de ella. A mí no me gustaban —su blandura me daba un poco de asco—, pero MaryBeth se metía una en la boca y la dejaba allí, como un corcho, estirando el cuello hacia Beatrice. Sin saber cómo actuar en tales ocasiones, me iba al baño.

El padre de MaryBeth no quería que viviera con él, pero le daba mucho dinero para ropa. Marybeth tenía un abrigo azul oscuro con cuello de ardilla que a mí me parecía muy elegante. Tenía muchas blusas de tirantes, la moda de la época: rosa, amarillo, malva, azul cielo, verde lima. Y un montón de pulseras de plata, que fascinaban a todas las chicas. Dos faldas tableadas, que yo recuerde, una azul marino y blanco y la otra azul turquesa y amarillo pálido. Yo contemplaba todo aquello con más admiración que envidia. Hacía tintinear las pesadas pulseras entre los dedos, examinaba las delicadas polveras y las pinzas de las cejas. A mí no me dejaban depilarme las cejas, y tenía que maquillarme en el lavabo del ayuntamiento cuando iba al colegio. Durante el año escolar vivía en el pueblo con mi tía Ena, que era muy estricta. Para empolvarme utilizaba un trozo de franela áspera, algo francamente sórdido. Junto a MaryBeth me sentía mal hecha, con mis piernas gruesas y mi pecho enorme, robusta, sudorosa y pobremente vestida, indigna, agradecida. Y al mismo tiempo —no podía ni pensar en ello— profunda, natural, indecible e impensablemente superior.

Después de las vacaciones de verano, que MaryBeth pasó con su padre y su madrastra en Toronto, me dijo que no debíamos pasear por las vías del tren, porque podía darnos mala fama. Me dijo que la última moda era llevar pañuelos en la cabeza, incluso los días de sol, y se había traído varios cuadrados semitransparentes con tal fin. Me dijo que eligiera uno, y yo me decidí por el fucsia con tonos rosa. MaryBeth exclamó asombrada: «¡Ese es el más bonito!». Intenté devolvérselo. Discutimos, en broma, y acabé por quedármelo.

MaryBeth me habló de las cosas que se podían comprar en Eaton’s y en Simpson’s; me contó que había estado a punto de que se le quedara enganchado un tacón en una escalera mecánica; los comentarios desagradables que hacía su madrastra y el argumento de las películas que había visto. Había ido en coche varias veces a la Exposición y se había mareado, y un hombre la había abordado en un tranvía. Llevaba traje y gorra grises y quería llevarla al zoológico de Riverdale.

Entonces empecé a darme cuenta de que a veces me distraía mientras MaryBeth hablaba. Notaba que mis pensamientos volaban a otra parte, como en el colegio cuando explicaban un problema de matemáticas, o en las oraciones antes del sermón de la iglesia. No es que quisiera estar en otro sitio, o sola. Comprendía que así era la amistad.

Decidimos cambiar nuestros nombres. El mío se transformó en Jesse en lugar de Jessie y el suyo en Meribeth en lugar de MaryBeth. Firmamos así los exámenes.

La profesora agitó mi ejercicio en el aire.

—No puedo ponerle nota a esta persona porque no la conozco —dijo—. ¿Quién es Jesse? —Deletreó el nombre en voz alta—. Es un nombre de chico. ¿Alguien conoce a un tal Jesse?

No hizo el menor comentario sobre Meribeth. Típico. MaryBeth le caía bien a todo el mundo, porque era guapa, por su ropa y su situación insólita, y también por su voz suave y acariciadora y su cortesía. Gustaba tanto a las chicas más groseras como a los profesores más cáusticos. A los chicos también, claro, pero decía que su hermana no la dejaba salir con ellos. Nunca llegué a saber si era verdad o no. MaryBeth era muy dada a las mentirijillas, al amable rechazo.

Renunció a escribir su nombre nuevo, ya que a mí no se me permitía cambiarlo. Seguimos utilizándolos para firmar notas y cuando nos escribíamos en verano.

A mitad del tercer curso, en el instituto, mi tía Ena me encontró un trabajo. Tenía que ir a casa de los Cryderman, dos veces a la semana, después de clase. Tía Ena conocía a los Cryderman porque era su asistenta. Yo tenía que planchar, arreglar las habitaciones y preparar las verduras para la cena.

—Ellos lo llaman la comida —dijo tía Ena, con un tono de voz tan inexpresivo que no se sabía si censuraba a los Cryderman por su afectación o si les concedía una posición superior que les daba derecho a ello, o si simplemente deseaba aclarar que cuanto hicieran o dijeran quedaba fuera del alcance de su comprensión y también de la mía.

Tía Ena era tía de mi padre; así de vieja. Era la asistenta del pueblo, como el médico puede ser el Médico o un profesor de música el Profesor de Música. La respetaban. No aceptaba restos de comida, por buena que fuera, ni se llevaba a casa ropa usada, aunque estuviera en buen estado. Muchas mujeres para las que trabajaba se sentían obligadas a limpiar un poco, deprisa y corriendo, antes de que ella llegara, a sacar las botellas vacías de bebidas alcohólicas a la basura. Tía Ena no se dejaba engañar.

Su hija Floris, su hijo George y ella vivían en una casa pequeña y aseada en una cuesta donde los edificios estaban tan juntos y tan cerca de la calle que casi podían tocarse las barandillas de los porches desde la acera. Mi habitación estaba detrás de la cocina, una antigua despensa con las paredes pintadas de verde pálido. Mientras estaba acostada intentaba contar los tablones, pero siempre me daba por vencida. En invierno metía la ropa en la cama y me vestía bajo las mantas. No había leña suficiente para calentar una despensa.

Tía Ena volvía a casa agotada, tras haber ejercido su autoridad en todo el pueblo, pero se recuperaba y también ejercía su autoridad sobre nosotros. Nos metía en la cabeza —a Floris, a George y a mí— que éramos superiores a pesar de, o precisamente debido a, nuestra relativa pobreza. Nos hacía comprender que teníamos que demostrarlo todos y cada uno de los días de nuestra vida, llevando los zapatos limpios, los botones bien cosidos, no soltando palabrotas, no fumando (en el caso de las mujeres), sacando buenas notas (yo) y no probando el alcohol (todos). Hoy en día nadie defiende tal estrechez de miras, ese orgullo y decoro tan vulgares. Yo tampoco, pero por entonces no pensaba que me afectara. Aprendí a saltarme algunas normas, pero respetaba otras, y en términos generales aceptaba que incluso una superioridad basada en conceptos tan difíciles era mejor que no creer en tal superioridad. Además, no tenía intención de quedarme a vivir allí, como George y Floris.

Floris había estado casada una corta temporada, pero no parecía darle ninguna importancia. Trabajaba en la zapatería, ensayaba con el coro y era adicta a los rompecabezas, de esos que ocupan una mesa entera. Aunque yo la incordiaba continuamente, nunca me contaba como es debido ni su noviazgo ni su matrimonio ni la muerte de su joven marido, a consecuencia de una infección de la sangre, una historia que me habría gustado utilizar para contrarrestar la de la muerte de la madre de MaryBeth, trágica pero verídica. Floris tenía grandes ojos de un azul grisáceo, tan separados que casi parecía que miraban en direcciones opuestas, con una expresión perdida, de desamparo.

George no había pasado del cuarto grado en el colegio. Trabajaba en la fábrica de pianos, donde atendía al nombre de Dumbo, sin resentimiento ni bochorno. Era tan tímido y callado que, en comparación, Floris resultaba alegre con su aburrido engreimiento. Recortaba fotografías de las revistas y las colgaba en su habitación; no de chicas guapas a medio vestir, sino de cosas que le gustaba mirar: un avión, una tarta de chocolate, una vaca suiza. Sabía jugar a las damas chinas, y a veces me invitaba a echar una partida. Normalmente le decía que tenía mucho que hacer.

Cuando llevé a MaryBeth a cenar a casa, tía Ena criticó el ruido que hacían las pulseras en la mesa y no entendió que a una chica de esa edad le dejaran depilarse las cejas. También dijo —en un momento en que George podía oírlo— que mi amiga no parecía muy inteligente. No me sorprendió. Ni MaryBeth ni yo esperábamos más que un contacto artificial, doloroso y formal con el mundo de los adultos.

La casa de los Cryderman seguía llamándose Steuer. Hasta hacía poco tiempo, la señora de Cryderman era Evangeline Steuer. El edificio lo había construido su padre, el doctor Steuer. Estaba apartado de la calle, sobre un terraplén allanado, y no se parecía a ningún otro del pueblo. En realidad, no se parecía a ninguna casa que hubiera visto en mi vida y me recordaba a un barco o un establecimiento público importante. Tenía una sola planta y el tejado plano, cristaleras bajas, columnas clásicas y una baranda alrededor del tejado con un jarrón en cada extremo. La escalera también estaba bordeada de jarrones. Tanto los jarrones como la baranda y las columnas estaban pintadas de un blanco cremoso y la casa, recubierta de estuco rosa pálido. Por entonces la pintura y el estuco empezaban a desconcharse y a perder lustre.

Empecé a ir allí en febrero. En los jarrones se había amontonado la nieve, como platos llenos de helado, y parecía como si hubieran colocado alfombras de piel de oso polar sobre los arbustos. Había un caminito sinuoso que llegaba hasta la puerta, en lugar del amplio sendero que en otras casas despejaban de nieve.

—El señor Cryderman no quita la nieve porque está convencido de que no durará siempre —decía la señora Cryderman—. Cree que una mañana al despertarse habrá desaparecido. Como la niebla. ¡No se esperaba esto!

La señora Cryderman hablaba con vehemencia, como si todo lo que dijera tuviera suma importancia, y al mismo tiempo en sus labios todo parecía broma. Aquella forma de hablar me era totalmente desconocida.

Desde la casa no se veía el exterior, salvo por la ventana que había encima del fregadero de la cocina. La señora Cryderman se pasaba el día en el cuarto de estar, tumbada en el sofá, rodeada de ceniceros, tazas, vasos, revistas y cojines. Llevaba una bata china o una túnica larga de angora, de color verde oscuro, o una chaqueta acolchada de satén negro —que se manchaba de ceniza rápidamente— y pantalones premamá. Cuando se le abría la chaqueta le veía la tripa, extrañamente hinchada. Tenía las lámparas encendidas y las cortinas de color vino corridas, y a veces quemaba pequeños conos de incienso en un platillo de latón. A mí me encantaban aquellos conos de color rosa sucio, apretados en la bonita caja, como bolas, que mantenían mágicamente su forma mientras iban reduciéndose a ceniza. La habitación estaba llena de objetos prodigiosos: muebles chinos de madera negra tallada, jarros llenos de plumas de avestruz y hierba de la Pampa, abanicos extendidos sobre las paredes de un rojo descolorido, montones de cojines de terciopelo, cojines de satén con borlas doradas.

Lo primero que yo tenía que hacer era ordenar un poco. Recogía los periódicos locales esparcidos por el suelo, colocaba los cojines en las sillas y los sofás, retiraba las tazas con té o café frío, los platos con trozos endurecidos de comida y los vasos en los que podía haber pedacitos de fruta correosos, posos de vino, mezclas dulces, aguadas, pero ligeramente alcohólicas. En la cocina me bebía cualquier cosa que hubiera quedado y chupaba la fruta para extraer el extraño sabor del alcohol.

La señora Cryderman esperaba dar a luz a finales de junio o principios de julio. La incertidumbre de la fecha se debía a la irregularidad de su ciclo menstrual. (Fue la primera vez que oí la palabra menstrual. Nosotras lo llamábamos «el mes» o «ponerse mala» o utilizábamos expresiones aún más hiperbólicas). Estaba segura de haberse quedado embarazada la noche del cumpleaños del señor Cryderman, en la que bebió mucho champán. El 29 de septiembre. El señor Cryderman cumplía treinta y tres años. Ella tenía cuarenta años. Decía que se lo tenía merecido, a aquellas alturas. Estaba pagando por ello. Cuarenta años son demasiados para tener un hijo, el primero. Era un error.

Me mostró las consecuencias. En primer lugar, las manchas de color marrón claro de la cara y el cuello que, según decía, le cubrían todo el cuerpo. Me recordaban a la pulpa de las peras cuando empiezan a pudrirse: la suave decoloración, las magulladuras superficiales, deprimentes. Después me enseñó las varices que la obligaban a estar acostada todo el día en el sofá. Arañas de color arándano, bultitos verdosos que cubrían sus piernas. Cuando se levantaba se ponían negros. Antes de poner los pies en el suelo, tenía que envolverse las piernas en vendas largas, ceñidas, como de goma.

—Sigue mi consejo y ten hijos mientras seas joven —dijo—. Quédate embarazada enseguida, a ser posible. Yo creía que estaba por encima de estas cosas, pero ¡sí, sí! —Tenía un poco de sentido común, porque añadió—: ¡No le cuentes a tu tía que te hablo así!

Cuando la señora Cryderman era Evangeline Steuer no vivía en aquella casa; solo iba allí de vez en cuando, casi siempre con amigos. Sus apariciones en el pueblo eran tan breves como sonadas. Yo la había visto conduciendo su coche con la capota bajada, un pañuelo naranja sobre el pelo oscuro cortado a lo paje. La había visto en el bar, con pantalones y blusa cortos, las piernas y la cintura lustrosas y bronceadas, como envueltas en seda marrón. Se reía, reconociendo en voz alta que tenía resaca. La había visto en la iglesia con un sombrero negro semitransparente adornado con flores de seda rosas, un sombrero de fiesta. Estaba fuera de lugar; pertenecía al mundo que veíamos en las revistas y las películas, un mundo de brillante trivialidad, de actores ocurrentes, de salas de fiesta, de copas de neón rosa inclinadas sobre las puertas de los bares. Ella era nuestro vínculo con aquel mundo, la prueba de su existencia y de que nosotros existíamos con él, de que sus vicios, sus despilfarros y su cruel lujo no estaban totalmente alejados de nosotros. Mientras ella estaba allí, haciendo precipitadas visitas a su pueblo natal, la perdonábamos, quizá la admirábamos desde lejos. Incluso mi tía Ena, que tenía que ocuparse de los cristales rotos en la chimenea, del pollo frito aplastado sobre la alfombra, de la crema de los zapatos en el borde de la bañera, era capaz de concederle a Evangeline Steuer un impío privilegio, aunque quizá solo consistiera en ser un ejemplo de cómo el dinero te hace desvergonzado y el ocio, inútil, y de cómo el sibaritismo está destinado a causar catástrofes estruendosas.

Pero ¿qué había hecho Evangeline Steuer? Se había convertido en señora de, como cualquiera. Había comprado el periódico local para que lo dirigiera su marido. Estaba esperando un hijo. Había perdido su función, lo había mezclado todo. Una cosa era la chica soltera, fumadora, bebedora, mundana y atractiva de antaño, y otra muy distinta la futura madre, fumadora, bebedora, mundana y ya no tan atractiva.

—No me hagas caso, Jessie. Nunca me había visto así. Antes no paraba. Lo único que me dice ese animal de médico es que empeoraré antes de mejorar. «Todo lo que entra sale. Cinco minutos de placer, nueve meses de suplicio». Yo le contesté: «¿Cómo que cinco minutos?».

Pero yo sí le hacía caso. Nunca había prestado tanta atención a nadie. Se lo contaba todo a MaryBeth. Le describía el cuarto de estar, el atuendo de la señora Cryderman, las botellas del mueble bar, con sus líquidos de color dorado, verde y rojo rubí, las latas de comestibles desconocidos que albergaban los armarios de la cocina: ostras ahumadas, anchoas, puré de castañas, alcachofas, así como grandes jamones enlatados y budines de fruta. Le hablaba de las venas, las vendas y las manchas —poniéndolas mucho peor de lo que eran— y de las conferencias telefónicas de la señora Cryderman con sus amigos. Sus amigos se llamaban Bunt, Pookie, Pug y Spitty, de modo que no se sabía si se trataba de hombres o de mujeres. Ellos la llamaban Jelly. Cuando terminaba de hablar con ellos, me contaba que habían perdido mucho dinero o que habían tenido un accidente o que le habían gastado una broma a alguien, o las complicadísimas historias de amor que estaban viviendo.

Tía Ena notó que no planchaba mucho. Le dije que no era culpa mía, que la señora Cryderman me retenía en el cuarto de estar, hablando. Tía Ena replicó que nada podía impedirme que colocara la tabla de planchar en el cuarto de estar mientras daba conversación a la señora Cryderman.

—Que hable cuanto quiera —dijo tía Ena—. Pero tú, a planchar, que para eso te pagan.

—No me importa que planches aquí, aunque tendrás que salir corriendo en cuanto llegue el señor Cryderman —aceptó la señora Cryderman—. Lo detesta. Detesta cualquier tipo de tarea doméstica.

Me contó que el señor Cryderman había nacido y se había criado en Brisbane, en Australia, en una casa enorme rodeada de bananeros, y que su madre tenía criadas de color. Aquello me pareció raro, como si hubieran trasladado Lo que el viento se llevó a Australia, pero pensé que podía ser verdad. Me dijo que el señor Cryderman se había marchado de Australia para trabajar de periodista en Singapur, y que después luchó en Birmania con el ejército británico cuando los japoneses los derrotaron. Además había ido a pie desde Birmania hasta la India.

—Con un puñado de soldados británicos, unos cuantos estadounidenses y unas nativas, que eran enfermeras. Pero no hicieron tonterías. Aquellas chicas se limitaban a rezar, porque estaban bautizadas. «¡Adelante, soldados de Cristo!». En fin, tampoco estaban en condiciones de seguir adelante, con aquel calor espantoso, enfermos y heridos. Y encima los atacaban los elefantes. El señor Cryderman va a escribir un libro. Tuvieron que construir balsas y navegar por el río. Cogieron la malaria. Subieron al Himalaya. Fueron héroes, y nadie lo sabe. —También aquello me olió a chamusquina. ¿Un calor espantoso en el Himalaya, cuando todo el mundo sabe que está cubierto de nieves perpetuas?— Le conté a Bunt que Eric había luchado con los británicos en Birmania, y me dijo: «Los británicos no lucharon en Birmania. Los japoneses les dieron por culo antes». La gente no tiene ni idea. Bunt no sabe ni dónde tiene la mano derecha.

Años más tarde, tal vez un cuarto de siglo después, leí algo sobre la marcha que había encabezado el general Stilwell desde Birmania hasta la India, atravesando el Tamu y bajando por el río Chindwin. En el grupo había varios británicos. Eric Cryderman podría haber sido uno de ellos.

El señor y la señora Cryderman se conocieron el día en que él se presentó a alquilar el piso de ella en Toronto. Tenía intención de ejercer como periodista en Canadá. Ella quería ir en coche a México con unos amigos. No hizo el viaje. En cuanto vio al señor Cryderman, se acabó todo lo demás. Todos sus amigos le aconsejaron que no se casara con él. Siete años más joven que ella, divorciado —con hijo y mujer en Australia— y sin dinero. Todo el mundo decía que era un aventurero. Pero ella no se arredró. Se casó con él al cabo de seis semanas y no invitó a nadie a la boda.

Como pensaba que debía aportar algo a la conversación, pregunté:

—¿Por qué se pusieron en contra de él? ¿Solo porque le gustaba la aventura?

—¡Ja, ja, ja! —rio la señora Cryderman—. No se referían a eso, sino a que iba detrás de mi dinero. Yo no he sido capaz de convencerle de que viva de mi dinero mientras escribe el libro sobre sus experiencias. Necesita independencia. Necesita escribir sobre lo que llevaban aquellas novias absurdas y sobre el ajuar y todas esas bobadas, y va a volverse loco. ¡Es el hombre más inteligente que he visto en mi vida, y un día podrás presumir de haberle conocido!

En cuanto oíamos al señor Cryderman en la puerta yo iba corriendo a llevar la cesta de la ropa a la cocina, tal y como me habían indicado. La señora Cryderman gritaba, en un tono diferente, meloso, burlón y ansioso:

—¿Ya ha vuelto a casa mi niñito? ¿Ya ha vuelto mi pequeño lord Byron, mi héroe?

Mientras se quitaba las botas en el recibidor, el señor Cryderman respondía que era Dick Tracy, o el Judío Errante. Después entraba en el cuarto de estar y se precipitaba hacia el sofá, donde ella le esperaba con los brazos abiertos. Se besaban ruidosamente, mientras yo me batía en retirada con la tabla de la plancha, en silencio.

—Se casó con ella por el dinero —le expliqué a MaryBeth.

MaryBeth me preguntó cómo era el señor Cryderman.

—Como recién salido de la cárcel —contesté.

Así lo describió tía Ena el primer día que lo vio, y yo repetí la descripción porque me hacía gracia, a pesar de que no me parecía justa. Cierto que el señor Cryderman era delgado, alto y delgado, y muy pálido, pero no tenía aspecto enfermizo, ni desagradable. En realidad, era muy guapo, esbelto, de rasgos pronunciados, afilados, algo muy de moda por aquel entonces. Bigote como dibujado a lápiz, ojos fríos que miraban de soslayo, una media sonrisa sarcástica.

—Como un demonio —añadí—. Aun así, la señora Cryderman está locamente enamorada de él.

Imité sus efusiones cotidianas, haciendo ruidos con los labios y agitando los brazos.

La señora Cryderman le dijo a su marido que yo leía cuanto caía en mis manos y que era un verdadero genio para la historia. Esto último lo dijo porque un día le aclaré cierta confusión que tenía sobre una novela histórica que estaba intentando leer. Le expliqué que entre Pedro el Grande y Catalina la Grande sí existía cierta relación.

—¿De verdad? —replicó el señor Cryderman. Su acento era más suave y a la vez más malsonante que el de los canadienses—. ¿Cuál es tu escritor preferido?

—Dostocheski —contesté, o eso creí.

—Dosto-ches-ki —repitió el señor Cryderman pensativamente—. ¿Y qué libro suyo prefieres?

Yo estaba demasiado nerviosa para notar la burla.

—Los hermanos Karamazov —contesté.

Era la única novela de Dostoyevski que había leído. La leía por las noches, en la habitación helada, con tanta prisa y tanta avidez que me salté lo del Gran Inquisidor y otros capítulos que me aburrían.

—¿A qué hermano prefieres? —me preguntó el señor Cryderman, sonriendo como si me hubiera acorralado.

—A Mitya —respondí.

Ya no me sentía tan inquieta y me habría gustado continuar, explicarle el porqué: que Alyosha era demasiado bueno e Ivan demasiado intelectual, etcétera, etcétera. Mientras volvía a casa fui imaginando que lo había hecho, y que ante mis palabras el señor Cryderman cambiaba de expresión y mostraba respeto, un tanto avergonzado. Entonces caí en la cuenta del error de pronunciación que había cometido.

No tuve oportunidad de continuar, porque la señora Cryderman gritó desde el sofá:

—¡Ya está bien de preferencias! ¿Quién preferiría a una pobre mujer hinchada y embarazada? ¡Eso me gustaría saber a mí!

Por mucho que ridiculizara a los Cryderman delante de MaryBeth, lo cierto es que quería algo de ellos. Atención, reconocimiento. Me gustaba que ella dijera que era un genio para la historia, aunque sabía que era una estupidez. Me habría importado más lo que dijera él. Me parecía que miraba por encima del hombro a los habitantes de aquel pueblo y todo lo que había allí. No le importaba lo que comentaran de él por no quitar la nieve del sendero. Yo deseaba abrir un agujerito en su desprecio.

Pero de todos modos, tenía que dejarse llamar niñito y someterse a los besos.

También MaryBeth tenía novedades que contarme. Beatrice había encontrado novio y esperaba casarse pronto. Según MaryBeth, iban a lo bestia.

El novio de Beatrice era aprendiz de barbero. Iba a verla por las tardes, cuando ella volvía de su turno en el hospital y había menos lío en la barbería. A aquellas horas las demás chicas de la casa estaban trabajando, y MaryBeth y yo no nos habríamos quedado allí si hubiéramos tenido el tacto suficiente para remolonear un poco en el colegio, o ir a comprar Coca-Colas o pasar un buen rato mirando escaparates. Pero MaryBeth se empeñaba en que fuéramos a la pensión sin pérdida de tiempo.

Cuando llegábamos, Beatrice estaba haciendo la cama. Quitaba todas las mantas y remetía la sábana de abajo con movimientos de profesional. Después colocaba una lámina de algodón absorbente cruzada encima, en un punto estratégico. Me recordaba a la época en la que yo dormía sin abochornarme sobre un trozo de caucho, porque algunas noches mojaba la cama.

A continuación volvía a poner las mantas, las alisaba y arreglaba, ocultando el secreto. Mullía las almohadas y doblaba una punta de la sábana de arriba sobre la colcha. Me invadía una nauseabunda sensación de lujuria infantil, el recuerdo de intimidades entre las sábanas. Mantas ásperas, cálidas sábanas de franela, secretos.

Beatrice bajaba al vestíbulo y entraba en el baño, para preparar la parte conveniente de su cuerpo, al igual que había preparado la cama. Llevaba una expresión seria, servicial, una expresión preocupada propia de ama de casa. Aún no nos había dicho ni media palabra.

—No me extrañaría que se pusieran a hacerlo delante de nosotras —dijo MaryBeth en voz alta cuando pasamos junto a la puerta del baño.

El grifo estaba abierto. ¿Qué hacía Beatrice exactamente? Yo pensaba que debía de usar esponjas.

Nos sentamos en los escalones de la terraza. En el invierno habían quitado el columpio y no habían vuelto a instalarlo.

—Es que no tiene vergüenza —dijo MaryBeth—. Y yo tengo que dormir en la misma cama. Ella cree que lo arregla todo poniendo algodón encima de la sábana. Lo roba en el hospital. Nunca ha sido de fiar, ni siquiera de pequeña. Una vez nos peleamos y me dijo: «Vamos a hacer las paces. Dame la mano», y cuando fui a cogérsela resulta que tenía un sapo, y se lo había llevado antes al cuarto de baño.

Aún no había dejado de nevar por completo; un viento cortante arrastraba hasta el pueblo el olor de los pantanos y los riachuelos. Pero el aprendiz de barbero no se había tomado la molestia de ponerse el abrigo. Llegó a todo correr por el callejón con la bata blanca, la cabeza baja, muy decidido. Se llevó una sorpresa al vernos.

—¡Hola! ¿Qué tal? —exclamó fingiendo seguridad, jovial pero nervioso.

MaryBeth no se dignó contestarle, y yo no podía hacerlo por lealtad. En lugar de levantarnos, nos apartamos un poco, lo justo para dejarle sitio en los escalones. Presté atención para oír cuándo se abría y cerraba la puerta del dormitorio, pero no oí nada.

—Son como dos perros —dijo MaryBeth—. Dos perros en celo.

Pensé en lo que estaría ocurriendo en aquel momento. Los saludos, el intercambio de miradas, los cuerpos desnudos. ¿En qué orden? ¿Acompañándose de qué palabras y qué caricias? ¿Serían rápidos, frenéticos o metódicos? ¿Se revolverían en la cama aún a medio desvestir, o actuarían como en la consulta del médico? Pensé que lo último les pegaba más.

Quítate eso. Muy bien. Túmbate. Abre las piernas. Órdenes serenas, muda obediencia. Beatrice inmóvil, dócil. El aprendiz de barbero, aquel tipo flaco de cuello rojo, imperioso, dispuesto a ejercer su poder. Venga, vamos.

—Una vez un chico me pidió que lo hiciera con él —me dijo MaryBeth—. Estuvieron a punto de expulsarle del colegio por eso.

MaryBeth me explicó que, cuando estaba en séptimo, un chico le pasó una nota que decía: «¿Quieres f…?», y que ella se la enseñó a la profesora.

—Pues hay una persona que quiere hacerlo conmigo —repliqué.

Mis palabras me dejaron asombrada. Mantuve los ojos bajos, sin mirar a MaryBeth. ¿Quién?, me preguntó. ¿Qué te ha dicho exactamente, y dónde? ¿Cuándo? ¿Era alguien de nuestra clase? ¿Por qué no se lo había contado?

Se sentó de un salto en el escalón de abajo, para poder mirarme a la cara. Me puso las manos en las rodillas.

—¡Hemos prometido que nos lo contaríamos todo! —dijo.

Moví la cabeza.

—Me duele mucho que no me hayas contado nada.

Apreté los labios, como para tragarme el secreto.

—Bueno, es que está enamorado de mí.

—¡Jessie! ¡Tienes que contármelo!

Prometió dejarme su lápiz Eversharp hasta final de curso. Yo seguí callada. Dijo que también podía usar su pluma. El lápiz y la pluma, todo.

Tenía pensado tomarle el pelo un poco más y después confesarle que se trataba de una broma. Para empezar, ni siquiera se me había ocurrido ningún nombre. De repente me vino uno a la cabeza, pero era demasiado absurdo. No me creía capaz de pronunciarlo.

—Jessie, te doy una pulsera. No te la presto, te la regalo. La que tú prefieras, y para siempre.

—Si dijera su nombre, no sería a cambio de una pulsera —repliqué.

—Te juro por Dios que no se lo diré a nadie. Que me caiga aquí muerta si no.

—Solo júralo por Dios.

—Lo juro, Jessie. Y eso es muy serio.

—El señor Cryderman —dije con dulzura. Sentí un enorme alivio tras haber soltado aquella mentira—. Es él.

MaryBeth separó las manos de mis rodillas y se enderezó.

—¡Es viejo! —exclamó—. ¡Me has dicho que es feo! ¡Y está casado!

—Yo no he dicho que fuera feo —objeté—. Y solo tiene treinta y tres años.

—Pero ¡si ni siquiera te gusta!

—Cuando te enamoras, a veces empieza así.

Un día conocí a una mujer muy mayor que, al contarme su vida, me dijo que había tenido una historia de amor con Robert Browning durante tres años. No chocheaba, en absoluto; era una anciana sensata y sencilla. No me dijo que le encantara la literatura de Browning, ni que se pasara el tiempo leyendo cosas sobre él. «Sí, sí, pasé tres años con Robert Browning», aseguró. Yo esperaba que añadiera una carcajada o una explicación, pero no fue así. Por tanto, no me queda más remedio que pensar que la historia de amor que vivía en su imaginación era tan seria y tan fuerte que se prohibía a sí misma considerarla imaginaria.

Quizá la historia de amor que yo viví aquella primavera con el señor Cryderman —mentalmente, y delante de las narices de MaryBeth— no fuera tan importante en mi vida, pero me entretenía. Cuando MaryBeth y yo estábamos juntas, ya no me sentía aburrida ni distante. Tenía que inventar cosas continuamente, encajarlas en un todo y contar los detalles que me convenían. Llegamos a la consumación, aunque no se lo confesé a mi amiga, y después me alegré de no haberlo hecho, porque decidí echarme atrás. No era capaz de imaginar las escenas debidamente ni qué había que decir después. Mentir no me importaba lo más mínimo. En cuanto me sumergí en el mar de falsedades —al pronunciar el nombre del señor Cryderman— empecé a sentirme muy a gusto en él.

Dramatizaba la situación no solo con lo que contaba, sino con la imagen que ofrecía. Hacía cosas contradictorias. En lugar de llevar ropa ceñida, maquillarme y ponerme deseable, me dio por recogerme el pelo en trenzas alrededor de la cabeza, renuncié al carmín y al colorete, aunque me daba una gruesa capa de polvos para parecer más pálida. Iba al colegio con una blusa de crep muy ancha, de tía Ena. Le dije a MaryBeth que el señor Cryderman me había pedido que me vistiera y me peinara así. No soportaba la idea de que ningún otro hombre viera mi pelo o el contorno de mis pechos. El peso del amor le atormentaba, y también yo sufría. Andaba con los hombros encogidos, con aire de castidad. Las pasiones no son ninguna tontería: eso quería hacerle entender a MaryBeth. La culpabilidad, el engaño y un deseo irrefrenable eran mi compañía cotidiana.

Y también el señor Cryderman. En mi imaginación, cada día se atrevía a más. Acariciaba, susurraba; después, arrepentido, gemía, se ponía a mis pies, me besaba los párpados.

¿Qué ocurría en la realidad con el señor Cryderman? ¿Me echaba a temblar cuando le oía llegar, suspiraba expectante, deseaba alguna señal? En absoluto. Cuando empezó a desempeñar su papel en mi imaginación, su imagen quedó borrada en la vida real. Ya no esperaba mantener una conversación interesante con él, ni siquiera una demostración de que se daba cuenta de mi existencia. Mentalmente había mejorado su aspecto; le conferí mejor color, transformé su sonrisa burlona en una expresión de ternura melancólica. Evitaba mirarle para no tener que cambiarlo otra vez de pies a cabeza.

MaryBeth me tanteaba, deseosa de conocer detalles, pero a mí no me hacía ninguna gracia. Insistía en que no me entregara jamás.

—¿No deberías contárselo a la señora Cryderman?

—Se moriría de la pena. Además, es posible que se muera cuando dé a luz.

—¿Y entonces os casaríais?

—Yo soy menor de edad.

—Puede esperarte, si te quiere tanto como dice. Necesitará a alguien para que cuide de su hijo. ¿Heredaría todo el dinero de su mujer?

La alusión al niño me trajo a la memoria algo real, desagradable y bochornoso que había ocurrido en casa de los Cryderman hacía poco. La señora Cryderman me llamó para que notara las pataditas que le daba la criatura. Estaba tendida en el sofá con la bata levantada y se cubría sus intimidades con un cojín.

—¡Mira! —exclamó—. ¿Lo ves?

Y sí, lo vi, no una leve ondulación en la superficie, sino la agitación y conmoción subterráneas de todo aquel montículo lleno de manchas. Le sobresalía el ombligo como el tapón de una botella a punto de salir disparado. Se me cubrieron de sudor los brazos y la frente. Una bola de asco me subió por la garganta. Ella se echó a reír y el cojín se cayó al suelo. Yo eché a correr hacia la cocina.

—¿Te has asustado, Jessie? ¡Que yo sepa, los niños no salen al mundo así!

Otras dos escenas en casa de los Cryderman.

El señor Cryderman ha vuelto temprano a casa. Su mujer y él están en el cuarto de estar cuando yo llego del colegio. La señora Cryderman sigue con las cortinas corridas todo el día, a pesar de que ya es primavera, mayo, y hace calor. Dice que así nadie puede ver la pinta que tiene.

Dejo atrás la tarde calurosa y brillante al entrar en la casa y me encuentro el incienso quemándose en la habitación cargada de humo y a los Cryderman pálidos, riendo y bebiendo. Él está sentado en el sofá con los pies de ella sobre el regazo.

—¡Llegas a tiempo! —exclama el señor Cryderman—. ¡Estamos celebrando una fiesta de despedida! ¡Una fiesta de despedida para ti, Jessie! ¡Adiós para siempre, adiós!

—¡Tranquilo! —dice la señora Cryderman, golpeándole las piernas con los pies descalzos—. Todavía no nos hemos marchado. Tenemos que esperar a que nazca el monstruito.

Están borrachos, pienso. Los había visto beber muchas veces, pero hasta ese día no había observado ninguna transformación curiosa en su comportamiento.

—Eric va a escribir el libro —explica la señora Cryderman.

—Eric va a escribir el libro —repite el señor Cryderman, en un tono de voz ridículamente agudo.

—¡Claro que sí! —grita la señora Cryderman, tamborileando con los talones un poco más—. Y nos iremos de aquí en el momento mismo en que nazca el engendro.

—¿De verdad es un monstruo? —pregunta el señor Cryderman—. ¿Tiene dos cabezas? ¿Podremos llevarlo al circo y ganar mucho dinero?

—No necesitamos dinero.

—Yo sí.

—Vamos a dejarlo. No sé si tiene dos cabezas, pero a mí me da la impresión de que tiene cincuenta pies. Jessie se asustó el otro día.

Le cuenta que salí de allí corriendo.

—Tienes que acostumbrarte a estas cosas, Jessie —dice el señor Cryderman—. En algunos lugares del mundo las chicas de tu edad tienen ya un par hijos. No se puede engañar a la naturaleza. Esas chicas morenitas, prácticamente niñas todavía, tienen hijos.

—No me extrañaría nada —replica la señora Cryderman—. Jessie, hazme un favor, cielo. Sabes lo que es la ginebra, ¿no? Pues echa un poco de ginebra en este vaso y llénalo hasta arriba de zumo de naranja. Así tomaré vitamina C.

Cojo el vaso. El señor Cryderman intenta levantarse, pero ella lo sujeta hasta que su marido dice:

—El tabaco. Creo que está en el dormitorio.

Después de ir al dormitorio, no entra en el cuarto de estar, sino en la cocina. Yo estoy junto al fregadero, llenando el cubo de hielo.

—¿Has encontrado cigarrillos? —grita la señora Cryderman.

—Estoy mirando por aquí.

Tiene un paquete de cigarrillos en la mano, pero rebusca ruidosamente en el armario que hay junto al fregadero. Se aprieta contra mi costado. Me pone la mano en el hombro, me estruja. Mueve esa mano por mi espalda, me toca el cuello desnudo. Yo me quedo inmóvil con el cubo del hielo en la mano, mirando un viejo autobús aparcado en el sendero, detrás de la iglesia. En un lado lleva pintadas las palabras «Tabernáculo del Calvario».

El señor Cryderman me desliza por el cuello solo las yemas de los dedos. Al principio es un contacto leve, como gotas de agua. Después más fuerte. Cada vez más fuerte, hasta que rasca mi piel como si fuera a dejarle surcos.

—Ya los he encontrado.

Cuando le llevo la copa a la señora Cryderman, su marido está sentado en el sillón junto al cenicero de pie.

—Ven a sentarte donde antes —dice la señora Cryderman en su tono meloso.

—Estoy fumando.

Siento un picor en la garganta, como si hubiera aspirado una calada.

La segunda escena, unos días después, el primero que volví a trabajar en la casa.

El señor Cryderman está arreglando el jardín. Va en mangas de camisa, pero con corbata, y recorta con una azada las parras que cubren el pequeño cenador en ruinas que hay en un rincón. Me llama y espera a que llegue hasta él por entre el crecido césped. Me dice que la señora Cryderman no se encuentra bien. El médico le ha recetado una cosa para que duerma, para que se quede tranquila y el niño no nazca prematuramente. Añade que ese día no debo entrar.

Estoy a un par de metros de él. De repente dice:

—Ven aquí. Quiero preguntarte una cosa.

Me acerco a él, con las piernas temblorosas, pero se limita a señalar una planta robusta, llena de hojas, con el tallo rojo, que tiene a sus pies.

—¿Sabes qué es esto? ¿Crees que debería arrancarlo? No distingo los hierbajos de todo lo demás.

Es un ruibarbo, que conozco tan bien como el césped o el diente de león.

—No lo sé —contesto, y en ese momento es cierto.

—¿No lo sabes? ¿De qué me sirves entonces, Jessie? ¿No te parece todo esto un agujero absurdo? —Hace un ademán con el brazo para indicar el cenador—. No sé para quién lo construyeron. ¿Para enanos?

Coge unos sarmientos, los arranca y añade:

—Entra.

Obedezco. Por dentro es un lugar secreto y maravilloso, umbroso y abandonado, con montones de escombros entremezclados con hojas en el suelo de tierra desigual. Cierto, el techo es muy bajo. Los dos tenemos que agacharnos.

—¿Tienes calor? —me pregunta el señor Cryderman.

—No.

Aún más; me recorren el cuerpo oleadas de frío, oleadas de debilidad, de miedo físico.

—Sí, tienes calor. Tienes la cabeza toda mojada de sudor.

Me toca el cuello con aire práctico, como un médico que corrobora los síntomas, y después mueve la mano por mi mejilla y mi pelo.

—Incluso tienes la frente sudorosa.

En sus dedos percibo el olor del tabaco y el de la tinta de la redacción del periódico. Lo único que deseo es ponerme a su misma altura. Desde el momento en que el señor Cryderman me acarició el cuello junto al fregadero me convencí del poder de mis mentiras, de mi fantasía. Soy una persona capaz de ejercer la hechicería, pero impotente. Lo único que puedo hacer es rendirme, rendirme a las consecuencias. Pienso si el ataque de pasión se producirá aquí, sin mayores preparativos, aquí, al abrigo del cenador, en el suelo de tierra, entre las hojas muertas y las ramitas rasposas que quizá oculten cadáveres de ratones o pájaros. Una cosa sé: que las declaraciones de amor, que las dulces súplicas y los delicados arrebatos tantas veces expresados por el señor Cryderman en mi imaginación no entran hoy en el orden del día.

—Piensas que te voy a besar, ¿no, Jessie? —dice el señor Cryderman—. Desde luego, estás muy a mano, pero no —añade, como si yo le hubiera preguntado—. No, Jessie. Vamos a sentarnos.

Hay unos tablones sujetos a las paredes del cenador que sirven de bancos. Algunos están rotos. Me siento en uno que no lo está, y él en otro. Nos inclinamos hacia delante para no rozarnos con las ásperas ramas que han atravesado el enrejado de las paredes.

Apoya las manos en mis rodillas, en el vestido de algodón.

—¿Y la señora Cryderman, Jessie? ¿Crees que se pondría muy contenta si nos viera?

Me lo tomo como una pregunta retórica, pero él la repite, y tengo que responder.

—No.

—Por hacerle lo que quizá deseas que te haga a ti va a tener un hijo, y no lo va a pasar nada bien. —Me acaricia la pierna a través de la delgada tela de algodón—. Eres una chica muy impulsiva, Jessie. No deberías entrar en un sitio así con un hombre simplemente porque te lo pida. No deberías estar tan dispuesta, me parece que tienes la sangre muy caliente, ¿verdad? Sí, tienes la sangre muy caliente. Aún te queda mucho que aprender.

Y así continúan las cosas, las caricias y el sermón juntos. Me está diciendo que yo tengo la culpa, mientras sus dedos despiertan esas emociones bajo mi piel, provocando un dolor tierno, distante. Me hace reproches en su seco tono de voz. Su mano provoca y sus palabras me avergüenzan, y hay algo en su voz que se burla, se burla sin cesar de ambas reacciones. No comprendo que no es justo. Al menos no se me ocurre alegar que no es justo. Siento vergüenza y confusión, y deseo. Pero no me avergüenzo de lo que él me dice que debería avergonzarme. Me avergüenza que me haya sorprendido, parecer ridícula, que me riñan y persuadan de ese modo. Y no puedo evitarlo.

—Una de las cosas que debes aprender es a tener en cuenta a los demás, Jessie. A tener en cuenta la realidad de otras personas. Aunque parece sencillo, puede resultar difícil. Y para ti lo será.

Quizá se refiera a su mujer, a la que no tengo en cuenta, pero yo lo entiendo de otra manera. ¿Acaso no es cierto que para mí la mayoría de las personas que he conocido hasta entonces son poco más que marionetas, al servicio de mis deslumbrantes invenciones? Es cierto. Ha dado en el clavo, como tanto le gusta decir a tía Ena. Sin embargo, dar en el clavo en un asunto como este, en un asunto de fracaso íntimo, no es lo más conveniente para que una persona se sienta humillada, agradecida y dispuesta a cambiar de conducta. Por el contrario, el orgullo se endurece, el orgullo se adueña de todos esos lengüetazos cobardes de dulzura, apaga la esperanza del placer, el resplandor profundamente arraigado de la sugerencia. ¿Por qué quiero tener algo que ver con una persona capaz de saber tanto de mí? En realidad, si pudiera borrarle de la faz de la tierra, lo haría.

Él advierte el cambio. Retira la mano y se levanta. Me dice que salga delante de él, que vaya a casa. Quizá añadiera un par de consejos, pero yo ya no le escuchaba.

Para colmo, MaryBeth me comunicó que no me creía.

—Al principio, sí, pero después me puse a pensar.

—Hemos roto —dije—. Ha acabado.

—No te creo —insistió MaryBeth con voz trémula, toda afligida y temblorosa, moviendo la cabeza—. No me creo que haya habido nada entre él y tú. Tenía que decírtelo. No te enfades. Tenía que hacerlo.

No le contesté. Seguí andando deprisa. Nos dirigíamos al colegio. Como de costumbre, habíamos quedado en el Dominion Bank, y MaryBeth había esperado tres manzanas antes de soltarme aquello. Tuvo que correr para mantenerse a mi lado. Justo antes de que nos encontráramos con otras chicas —cuyos nombres grité con gran alarde de amabilidad y buen humor— le dirigí una mirada de reproche. La mirada que se merecía una traidora. Y yo pensaba que ella se la merecía. Se equivocaba; habían pasado muchas cosas entre el señor Cryderman y yo. Pero, naturalmente, también tenía razón. Sin embargo, suprimí este pensamiento con una facilidad pasmosa. Se puede sentir la misma cólera, tanto si te acusan justamente como si no.

Sin proponérmelo del todo, adopté la táctica de no hablar con MaryBeth. Cuando se acercó a mí en el guardarropa y me dijo dulcemente: «¿Volvemos a casa juntas, Jessie?», yo no contesté. Mientras caminaba junto a mí, yo hacía como si no la viera. Habían empezado los exámenes; habían cambiado nuestros horarios; resultaba fácil evitarla.

Encontré una carta doblada dentro de mi libro de francés. No la leí hasta el final. Decía que le estaba haciendo daño, que no podía comer, que gritaba por las noches en la cama, que le daban unos dolores de cabeza tan terribles que lloraba y no era capaz de entender las preguntas de los exámenes y la iban a suspender. Me pedía perdón, me decía que ojalá no hubiera abierto la boca; ¿cómo podía demostrarme lo que sentía si ni siquiera quería hablar con ella? Solo sabía una cosa: que nunca tendría valor para tratarme como yo la trataba a ella.

Miré el final de la carta y vi dos corazones entrelazados, dibujados con equis pequeñitas, con nuestros nombres dentro. Jesse y Meribeth. No seguí leyendo.

Quería librarme de ella. Estaba cansada de sus quejas y sus confidencias, de su cara bonita y su carácter dulce. Me había cansado de ella y ya no necesitaba lo que pudiera ofrecerme, pero había algo más. Sus ojos hinchados y su expresión dolida satisfacían algo en mi interior. Me sentía mejor al herirla. No cabía duda. Estaba recuperando un poco de lo que había perdido en el cenador de los Cryderman, fuera lo que fuese.

Un día, al cabo de unos años —ahora no me parece mucho tiempo, pero entonces sí—, bajaba por la calle mayor del pueblo en el que había ido al instituto. Ya me había graduado. Me habían dado becas y pronunciaba bien Dostoyevski. Tía Ena había muerto. Se sentó y se murió después de haber encerado el suelo. Floris estaba casada. Durante años la había cortejado el droguero que tenía la tienda al lado de la zapatería, pero tía Ena lo rechazaba: bebía (es decir, bebía un poco) y era católico. Floris tuvo dos niños, uno detrás de otro, se teñía el pelo de castaño y bebía cerveza con su marido por la noche. George vivía con ellos. También bebía cerveza y ayudaba a cuidar a los niños. Floris ya no era tímida ni irritable. Quería hacerse amiga mía; me regalaba pañuelos de flores y adornos de bisutería que yo no podía llevar, y cremas y lápices de labios de la droguería que sí me gustaban. Me dijo que fuera a verla siempre que quisiera. Yo lo hacía algunas veces, y la ajetreada vida doméstica de aquella casa, las tareas y los placeres centrados en las necesidades infantiles me echaban enseguida a la calle.

Un día iba por la calle mayor cuando oí un golpeteo en una ventana. Era la ventana de las oficinas de seguros, y la persona que la golpeaba era MaryBeth, que trabajaba allí. Durante el último año en el instituto había estudiado mecanografía y contabilidad. Vivía con Beatrice y su marido, que muy pronto había puesto su propia barbería. No intentó hacerse amiga mía aquel año. Cuando yo la veía venir o ella a mí cambiábamos de acera o nos poníamos a mirar escaparates, más por torpeza que por verdadera enemistad. Después entró a trabajar en la compañía de seguros.

Los Cryderman ya se habían marchado. Cerraron la casa y se fueron a Toronto antes de que naciera el niño. Fue un chico, al parecer completamente normal. A tía Ena le disgustó que no hubieran cerrado la casa como era debido. Decía que se llenaría de ratas. Pero la vendieron, y también el periódico. Se marcharon para siempre.

MaryBeth me hizo señas para que entrase.

—No te veo desde hace siglos —dijo como si nos hubiéramos separado amistosamente.

Enchufó el hervidor eléctrico para preparar café instantáneo. Su jefe había salido.

Estaba más gorda que antes, pero seguía siendo guapa, con su expresión habitual de pajarito herido. Vestida con la misma elegancia de siempre, con un suave jersey azul que le sentaba muy bien, angorina sobre sus tiernos pechos. Tenía chocolatinas en uno de los cajones del escritorio y tartaletas de mermelada en una lata. Me ofreció mazapán envuelto en papel de aluminio. Me preguntó si seguía estudiando y qué. Le expliqué un poco mis estudios y le conté mis ambiciones.

—Es estupendo —exclamó, sin ninguna malicia—. Siempre he pensado que eres muy inteligente.

Después añadió que lamentaba lo de tía Ena y que se alegraba del matrimonio de Floris. Había oído decir que los chavales de Floris eran una monada.

Beatrice tenía niñas. También muy monas, pero demasiado mimadas.

Las dos coincidimos en que había sido una suerte que me viera pasar, y nos prometimos mutuamente que volveríamos a vernos, aunque yo sabía que ella no tenía más intención que yo de cumplir la promesa. Le encantaron mi bufanda y mi gorro de angora y me preguntó si los había comprado en la ciudad.

Le contesté que sí, y que el único problema era que soltaban mucha pelusa.

—Mételos en la nevera por la noche —me aconsejó—. No sé por qué, pero funciona.

Al abrir la puerta se coló una ráfaga de viento.

—¿Te acuerdas de lo locas que estábamos? —preguntó MaryBeth en un lastimero tono de sorpresa.

No paraba de retorcerse, sujetando papeles.

Pensé en el señor Cryderman y en mis mentiras, y en la terrible confusión que había experimentado en el cenador.

—Esos días ya no volverán —dijo MaryBeth, inclinándose encima de la mesa para que no se le volaran las cosas.

Me eché a reír y contesté que no importaba, y a continuación cerré la puerta. La saludé con la mano desde fuera.

Se habían producido tantos cambios —de los quince años a los diecisiete y de los diecisiete a los diecinueve— que no me daba cuenta de hasta qué punto había seguido siendo yo misma todo el tiempo. Vi a MaryBeth allí dentro, encerrada, con sus golosinas y su máquina de escribir, cada día más dulce y más gorda, y a los Cryderman inmóviles, muy lejanos, envueltos en sus eternos asuntos, pero yo me despojaba de los incontables sueños, mentiras, promesas y errores. No comprendía que era la misma persona, la que seguía aceptando y rechazando. Creía que podía volverme del revés, una y otra vez, dar volteretas por el mundo y salir ilesa.