I. CARTAS ANÓNIMAS
La madre de Violet —tía Ivie— tuvo tres hijos, tres niños, y los perdió. Después tuvo tres niñas. Quizá para consolarse de la mala suerte que ya había sufrido en un apartado rincón del municipio de South Sherbrooke —o quizá para adelantarse a una posible falta de sentimientos maternales— les puso a sus hijas los nombres más caprichosos que se le ocurrieron: Opal Violet, Dawn Rose y Bonnie Hope[3]. Quizá considerase tales nombres simples adornos de temporada. Violet pensaba: ¿se habría imaginado a sus hijas arrastrando tales nombres sesenta o setenta años más tarde, cuando fueran mujeres gordas y marchitas? Podría habérsele ocurrido que también sus hijas acabarían muriéndose.
«Perdidos» equivale a muertos. «Los perdió» quiere decir que murieron. Violet lo sabía. Sin embargo, seguía imaginando. Tía Ivie —su madre— deambulando por un cenagal, que era el erial situado al otro extremo del granero, un paraje crepuscular de hierba áspera y alisos. Tía Ivie, envuelta en el lúgubre resplandor, perdió allí a sus hijos. Violet se deslizaba por el borde del corral, llegaba al erial y se internaba en él con prudencia. Se quedaba allí, oculta por los tallos rojos de los alisos y los espinos sin nombre (siempre en una época del año desoladora y húmeda, finales de otoño o principios de primavera), y dejaba que el agua fría le cubriera la puntera de las botas de caucho. Acariciaba la idea de perderse. Niños perdidos. El agua fluía entre la hierba punzante. Más adentro había charcas y pozas. Se lo habían advertido. Ella seguía avanzando, arrastrando los pies, contemplando el agua que se colaba entre sus botas. Nunca se lo contó. Ellos jamás supieron adonde iba. Perdida.
El salón era el otro lugar al que podía ir sola. Las persianas estaban bajadas, hasta el alféizar; el aire era pesado, denso, como cortado en un bloque que encajaba perfectamente en la habitación. Allí estaban, siempre en su sitio, la concha resplandeciente, llena de picos, con el rumor del mar encerrado en su interior; la figura del pequeño escocés con falda y una copa de líquido ambarino que se inclinaba pero que jamás llegaba a derramarse; un abanico confeccionado con refulgentes plumas negras; un platito, recuerdo de las cataratas del Niágara. Y un dibujo enmarcado en la pared, que afectaba a Violet hasta el punto de que la primera vez que entró en la habitación no pudo mirarlo. Tuvo que dar un rodeo, para verlo solamente de reojo. Representaba a un rey con corona y a tres damas de aspecto señorial vestidas de oscuro. El rey estaba dormido, o muerto. Se encontraban a la orilla del mar, un barco los esperaba, y había algo que salía del cuadro y se introducía en la habitación, una oleada suave y oscura de dulzura y pena insoportables. A Violet se le antojaba una promesa; lo relacionaba con su futuro, con su vida, algo que no podía explicar y en lo que ni siquiera podía pensar. No era capaz de mirar el cuadro si había alguien más en la habitación, pero en aquella habitación raramente entraba nadie.
Al padre de Violet le llamaban King Billy[4], King Billy Thoms, aunque su nombre no era William. También había un caballo que se llamaba King Billy, un caballo con manchas grises que enganchaban al trineo en invierno y a la calesa en verano. (Por allí no se vio ningún coche hasta que Violet se hizo mayor y compró uno, en los años treinta).
El nombre de King Billy solía relacionarse con el desfile, con el paseo de Orange, el 12 de julio. Encabezaba el desfile el hombre al que se elegía para representar el papel de King Billy, con una corona de cartón y una andrajosa capa de color morado. Teóricamente tenía que montar un caballo blanco, pero muchas veces no se encontraba nada mejor que uno gris. Violet nunca llegó a saber si el caballo, o su padre, o ambos, habían participado en el desfile, juntos o por separado. La confusión proliferaba en el mundo tal y como ella lo conocía, y a los adultos les molestaba que cada dos por tres les pidieras que lo arreglaran.
Pero sí sabía que su padre, en una época de su vida, había trabajado en un tren del norte que atravesaba bosques donde había osos. Los leñadores cogían aquel tren los fines de semana, abandonaban los bosques para emborracharse, y si se ponían muy pesados al volver, King Billy paraba el tren y los echaba a patadas. Le daba igual por dónde pasara el tren en aquel momento. Simplemente los echaba a patadas. Era muy peleón. Le dieron aquel trabajo precisamente por ser tan peleón.
Otra historia, de una época anterior de su vida. Fue a un baile, cuando era joven, en Snow Road, donde había nacido. Unos tipos jóvenes lo insultaron, y él tuvo que aguantarse porque no sabía pelear. Pero después le dio unas cuantas clases un antiguo campeón de boxeo, uno de verdad, que vivía en Sharbot Lake. Otra noche, otro baile, y lo mismo. Los mismos insultos. Pero en esta ocasión King Billy se enfrentó con ellos y los dejó hechos polvo, uno tras otro.
Se enfrentó con ellos y los dejó hechos polvo, uno tras otro.
Y en aquella región se acabaron los insultos.
Se acabaron.
(Le insultaban porque pensaban que era hijo natural. Aunque él jamás dijo tal cosa, Violet lo dedujo por los comentarios que hacía su madre en voz baja. «Vuestro padre no tiene familia —decía tía Ivie, en su característico tono sombrío, perplejo, receloso—. Nunca la ha tenido»).
Violet tenía cinco años más que su hermana Dawn Rose, y seis más que Bonnie Hope. Las dos eran uña y carne, pero dóciles. Pelirrojas, como King Billy. Dawn Rose era regordeta, rubicunda y de cara ancha; Bonnie Hope, menuda y de cabeza grande, con un pelo que al principio le crecía a mechones desiguales, por lo que parecía un pajarito tembloroso. Violet tenía el pelo oscuro, era alta para su edad y fuerte, como su madre. Tenía una cara alargada, agraciada, y ojos azul oscuro que a primera vista parecían negros. Más adelante, cuando Trevor Auston se enamoró de ella, decía cosas muy bonitas sobre el color de sus ojos, que según él pegaba con su nombre.
La madre de Violet, y también su padre, tenían nombres raros. A ella la llamaban casi siempre tía Ivie, incluso sus propias hijas. Se debía a que era la menor de una familia numerosa. Tenía muchos familiares, pero no iban a verla con demasiada frecuencia. Todos los objetos antiguos y únicos —los que había en el salón, además de un baúl corcovado y unas cucharas deslustradas— eran de la familia de tía Ivie, que tenía una granja a orillas del lago White. Tía Ivie vivió allí tanto tiempo, cuando estaba soltera, que el nombre que le aplicaban sus sobrinos y sobrinas pasó a ser del dominio general, e incluso sus hijas la llamaban así en lugar de mamá.
Todos pensaban que no se casaría. Eso se decía ella misma. Y cuando al fin se casó con el audaz hombrecillo pelirrojo que a su lado resultaba tan raro, la gente dijo que el cambio no le había sentado demasiado bien. Perdió a sus primeros hijos y no aceptó con demasiada alegría la responsabilidad de llevar una casa. A ella le gustaba trabajar fuera, cavar en el huerto o cortar leña, como había hecho siempre en su casa. Ordeñaba las vacas, limpiaba el establo y se ocupaba de las gallinas. Fue Violet, al crecer, quien se hizo cargo de las tareas domésticas.
Cuando Violet cumplió diez años, ya era en ocasiones un ama de casa orgullosa y dictatorial. Dedicaba un sábado entero a limpiar y encerar, y gritaba, se tiraba en el sofá hecha una furia y le rechinaban los dientes si alguien dejaba pisadas de barro o de estiércol.
«Cuando esta niña crezca va a tener un carácter insoportable. Es un auténtico cardo borriquero», decía tía Ivie, como si se refiriese a una vecina. Normalmente, era tía Ivie quien metía barro en casa y ensuciaba el suelo.
Otro sábado lo dedicaba a hacer pan y pasteles y a preparar recetas. Durante todo un verano Violet intentó inventar una bebida como la Coca-Cola, que se haría famosa y les daría mucho dinero. Ella misma probaba, y se los hacía probar a sus hermanas, combinados de zumo de bayas, vainilla, esencia de frutas y especias. A veces se veía a las tres dobladas en el huerto, vomitando. Las pequeñas solían hacer lo que les decía Violet. Un día llegó el carnicero para comprar los terneros, y Violet les dijo a Dawn Rose y a Bonnie Hope que a veces al carnicero no acababa de gustarle la carne de los terneros y perseguía a los niños jugosos para hacer con ellos filetes, chuletas y salchichas. Lo dijo por decir, para divertirse, o al menos eso recordaba después, cuando empezó a contar historias. Las niñas intentaron esconderse en el henil; King Billy oyó el barullo y las echó de allí. Le confesaron lo que les había contado Violet y él replicó que se merecían unos buenos azotes por haberse tragado semejante patraña. Añadió que tenía una mula por esposa y una gamberra por hija y encargada de su casa. Dawn Rose y Bonnie Hope fueron corriendo a enfrentarse con Violet.
—¡Mentirosa! ¡Los carniceros no cortan a los niños en pedazos! ¡Eres una mentirosa!
Violet, que estaba limpiando la estufa, no replicó. Cogió un cacharro lleno de cenizas —calientes, pero no ardiendo, afortunadamente— y se lo tiró encima de la cabeza a sus hermanas. Las niñas ya habían aprendido la lección y no se chivaron. Salieron y se revolcaron en la hierba, como perros, para sacudirse las cenizas del pelo, las orejas, los ojos y la ropa interior. Empezaron a construir una casa de muñecas en un extremo del huerto, con montones de hierba a modo de sillas y trozos de porcelana rota como platos. Juraron no decírselo a Violet.
Pero no podían ocultárselo. Violet les recogía el pelo hacia arriba, atado con trapos, para rizárselo; las vestía con trajes hechos de cortinas viejas; les pintaba la cara con mezclas de zumo de bayas, harina y un producto para limpiar la estufa. Descubrió lo de la casa de muñecas y se le ocurrieron ideas mucho mejores que las de sus hermanas para amueblarla. Incluso los días en que Violet no tenía tiempo para ocuparse de ellas, estaban pendientes de ver lo que hacía.
Estaba dibujando unas rosas rojas en el desgastado linóleo negro de la cocina.
Estaba recortando un borde festoneado en los postigos verdes para que quedaran más bonitos.
Daba la impresión de que en aquella casa la vida familiar estaba patas arriba. En otras granjas, lo primero que se solía ver al subir por el sendero era a los niños, jugando o trabajando en algo. La madre estaba oculta, dentro. Allí, a quien se veía era a tía Ivie, cavando en el patatal o rondando por el patio o el corral, con botas de caucho, un sombrero masculino de fieltro y un conjunto sucio e inclasificable de jerseys, faldas, delantal y medias arrugadas y salpicadas de barro. Era Violet quien mandaba en la casa, ella quien decidía cómo y cuándo repartir las rebanadas de pan con mantequilla y el almíbar de maíz. Todo indicaba que King Billy y tía Ivie no sabían llevar una vida normal, ni aunque se lo propusieran.
Pero la familia seguía adelante. Ordeñaban las vacas, vendían la leche a la fábrica de quesos, criaban terneros que compraba el carnicero y segaban el heno. Eran anglicanos, pero raramente asistían a los oficios, sobre todo porque resultaba muy difícil que tía Ivie se decidiera a asearse. A veces iban a las partidas de cartas del salón de la escuela. Tía Ivie sabía jugar y se quitaba el sombrero de fieltro y el delantal para esas ocasiones, pero no se cambiaba de calzado. King Billy gozaba de cierta fama como cantante, y después de jugar a las cartas, la gente le pedía que actuara. A él le gustaba cantar canciones que le habían enseñado los leñadores y que no estaban escritas. Cantaba con los puños apretados y los ojos cerrados, con decisión:
Mis amos me dieron un año
una pareja de bayos.
Ya están muertos los caballos
y yo por la misma senda voy.
¿Quiénes eran los amos?
—Pues unos —respondía King Billy, que se sentía comunicativo después de cantar.
Violet fue al instituto del pueblo y después a la escuela de magisterio, en Ottawa. La gente se preguntaba de dónde sacaba el dinero King Billy. Si aún le quedaban ahorros de cuando era ferroviario, eso significaba que le había dado algo la familia de tía Ivie cuando se la llevó y compró la granja. King Billy decía que no quería negarle unos estudios a Violet; pensaba que le iría bien de maestra. Pero no tenía nada más que darle. Antes de empezar el instituto, Violet fue a la granja más próxima, campo a través, con una pieza de crep de rayas que había encontrado en el baúl. Quería aprender a coser a máquina, para confeccionarse un vestido. Y así lo hizo, si bien la vecina comentó que era el atuendo más raro que había visto en su vida.
Cuando estaba en el instituto, Violet iba a casa todos los fines de semana, y les hablaba a sus hermanas del latín y el baloncesto y se ocupaba de las faenas domésticas como antes; en cambio, cuando se marchó a Ottawa, se quedó hasta Navidad. Dawn Rose y Bonnie Hope tenían edad suficiente para cuidar de la casa; que lo hicieran ya era otra cuestión. En realidad, Dawn Rose tenía edad suficiente para empezar a ir al instituto, pero el año anterior había suspendido y estaba repitiendo curso. Bonnie Hope y ella estaban en la misma clase.
Cuando Violet volvió a casa a pasar las vacaciones de Navidad había cambiado mucho, pero ella pensaba que eran todo y todos los demás los que habían cambiado.
Preguntaba si siempre habían hablado así. ¿Así, cómo? Con aquel acento. ¿No lo hacían a propósito, para hacer gracia? ¿No decían cosas raras para hacerse los graciosos?
Había olvidado dónde se guardaban algunas cosas y se quedó pasmada al encontrar la sartén debajo del fogón. Le cogió manía a Tigger, el perro, al que permitían quedarse en la casa porque se estaba haciendo viejo. Violet decía que olía mal y que la manta del sofá estaba llena de pelos.
Pero toda la fuerza de su ira cayó sobre sus hermanas. Habían crecido mucho desde el verano. Dawn Rose era una chica grandota y robusta, con unos pechos que le colgaban libremente dentro del vestido y una cara ancha y roja cuya expresión había pasado de la infantil reserva a la tozudez estúpida. Desprendía olores femeniles y no se lavaba. Bonnie tenía aún cuerpo de niña, pero nunca llevaba bien peinado el pelo rojizo y crespo, y estaba siempre cubierta de picaduras de pulgas por jugar con los gatos del cobertizo.
Violet no sabía qué hacer para que aquellas dos se arreglasen un poco. Lo peor era que se habían vuelto rebeldes, y cuando hablaba con ellas se miraban la una a la otra y se reían disimuladamente, la evitaban, se ponían testarudas y herméticas. Actuaban como si tuvieran algún absurdo secreto.
Y así era; tenían un secreto, que no se desveló hasta pasada una temporada, hasta los acontecimientos del verano siguiente, y además indirectamente, cuando Bonnie Hope se lo contó a unas chicas que a su vez se lo contaron a otras, hasta que llegó a oídos de una vecina que se lo contó a Violet.
A finales del otoño de aquel año —el año en que Violet empezó a ir a la escuela de magisterio— Dawn Rose tuvo la primera menstruación. Se sintió tan vejada que bajó al riachuelo y se sentó en el agua fría, decidida a detener la hemorragia. Se quitó los zapatos, las medias y las bragas y se quedó sentada un rato en el agua helada. Quitó la sangre de las bragas, las retorció para secarlas un poco y se las volvió a poner, húmedas. No se enfrió, ni se puso enferma, y no volvió a menstruar durante todo el año. La vecina decía que aquello podía haberle afectado al cerebro.
—Volviendo a meter toda esa sangre sucia en el cuerpo, no me extrañaría nada.
El único placer de Violet durante aquellas Navidades consistió en hablar de su novio, que se llamaba Trevor Auston. Les enseñó la fotografía a sus hermanas. Llevaba el cuello duro de religioso.
—Parece un pastor —dijo Dawn Rose, riendo disimuladamente.
—Porque lo es. La foto es de cuando se ordenó. ¿No os parece guapo?
Trevor Auston era guapo. Era un joven de pelo oscuro, ojos como una cuchillada y nariz perfecta, barbilla prominente y una sonrisa de labios delgados, segura, incluso agradable.
Bonnie Hope dijo:
—Pues para haberse ordenado tendrá que ser viejo.
—Acaba de ordenarse —explicó Violet—. Tiene veintiséis años. No es pastor anglicano, sino de la Iglesia Unida —añadió, como si eso significara algo.
Para ella sí significaba algo. Violet se había cambiado de iglesia en Ottawa. Decía que en la Iglesia Unida había muchas más cosas. Había un club de badminton —Trevor y ella jugaban—, un club de teatro, así como reuniones para patinar, para subir en tobogán y muchas actividades sociales. Fue en una fiesta que se celebró en el sótano de la iglesia donde se conocieron Violet y Trevor, en un concurso que consistía en coger manzanas con la boca. O más bien donde hablaron por primera vez, porque, naturalmente, Violet ya se había fijado en él en la iglesia, porque era ayudante del pastor. Trevor decía que también se había fijado en ella. Y Violet pensaba que podía ser verdad. Había un grupo de chicas de la escuela de magisterio que iban a aquella iglesia, fundamentalmente por Trevor, y practicaban un juego que consistía en tratar de cruzar miradas con él. Cuando todos se levantaban para cantar los himnos, se le quedaban mirando, y si él les devolvía la mirada ellas bajaban los ojos inmediatamente. Una oleada de risitas contenidas se difundía por toda la fila. Pero Violet seguía cantando sin inmutarse, como si su mirada hubiera recaído en Trevor por pura casualidad:
Alzaos, hombres de Dios,
y aprestad vuestra coraza…
Los ojos apretados con fuerza mientras cantaban los himnos. Los viriles himnos de los antiguos metodistas y los flagelantes himnos de los presbiterianos se habían fundido en la nueva Iglesia Unida. Por entonces el sagrado ministerio de aquella iglesia atraía a jóvenes enérgicos a quienes les interesaba el poder, no muy distintos de los que se decidían por la política. Una voz bonita y un buen perfil no perjudicaban lo más mínimo.
Ojos apretados con fuerza. Besos a la puerta de la pensión de Violet. La mejilla masculina, fresca, bien afeitada, pero ligeramente erizada y desconocida, el olor decoroso pero prometedor del talco y la loción de afeitar. Al poco tiempo se deslizaban entre las sombras, junto a la puerta, y apretaban sus cuerpos cubiertos con la ropa de invierno. Mantenían conversaciones muy serias sobre el autocontrol, conversaciones incendiarias. Cada día se convencían más de que cuando se casaran experimentarían esos placeres que te hacen perder el conocimiento solo con pensar en ellos.
Poco después de que Violet volviera de las vacaciones de Navidad, se prometieron oficialmente. A partir de entonces tuvieron otras cosas en las que pensar, además del sexo. Ante ellos se abría una vida importante y responsable. Los invitaban a cenar como pareja de novios oficiales, pastores mayores y miembros de la congregación ricos y poderosos. Violet se había confeccionado un vestido muy bonito, de lana de color cereza con pliegues, una mejora considerable respecto al invento del crep de rayas.
Aquellas cenas comenzaban con zumo de tomate. En las mesas colocaban jarras de agua fría. En aquella iglesia nadie podía probar las bebidas alcohólicas. Incluso el vino de la comunión era zumo de uva. Pero servían grandes asados de vaca o cerdo, o pavos, en bandejas de plata, patatas y cebollas asadas y salsa abundante, y a continuación pasteles y tartas jugosos y unos budines divinamente presentados con nata montada. Comer no era pecado. Jugar a las cartas, sí, salvo un juego especialmente creado por los metodistas que se llamaba «El heredero perdido»; bailar era pecado para algunos, y también ir al cine, mientras que asistir a cualquier espectáculo que no fuera un concierto de música religiosa gratuito los domingos era pecado para todos.
Todo aquello suponía un gran cambio para Violet tras el anglicanismo sin complicaciones de su infancia y las normas —si acaso se las podía llamar así— que regían su casa. Se preguntaba qué diría Trevor si viese a King Billy trasegando su traguito de whisky todas las mañanas antes de iniciar la faena. Trevor quería ir a conocer a su familia, pero Violet había logrado posponer la visita. No podían ir en domingo porque él tenía oficios en la iglesia, y tampoco durante la semana, por las clases de Violet. De momento Violet trató de apartar de su cabeza la idea de volver a casa.
Violet podría haber tardado en acostumbrarse a la severidad de la Iglesia Unida, no obstante, le resultaba muy agradable sentirse útil e importante, animada y activa. Al parecer, los pastores y los feligreses más importantes trabajaban en las empresas más destacadas y prósperas. Comprendía que el papel de esposa de un pastor resultaría duro, que supondría un gran reto, pero eso no la desanimaba. Se veía dando clase en la escuela dominical, postulando para las misiones, presidiendo las oraciones, sentada muy elegante en la primera fila escuchando el sermón de Trevor, sirviendo té incansablemente en una tetera de plata.
No tenía intención de pasar el verano en casa. Iría a verlos una semana, una vez acabados los exámenes, y después trabajaría en las oficinas de la iglesia, en Ottawa. Había solicitado un puesto de maestra en Bell’s Corners, allí cerca. Quería dar clase un año y después casarse.
La semana anterior a los exámenes recibió una carta de su casa. No era de King Billy ni de tía Ivie —ellos nunca escribían—, sino de la mujer de la granja vecina, la de la máquina de coser. Se llamaba Annabelle Wrioley y se interesaba bastante por Violet. No tenía hijas. Antes pensaba que Violet era una persona terrible, pero después empezó a considerarla simplemente ambiciosa.
Annabelle decía que lamentaba tener que molestarla, pero que pensaba que debía contárselo. En su casa había problemas. No quería explicar por carta en qué consistían dichos problemas. Si encontraba un momento, debía coger el tren y ella iría al pueblo a recogerla. Su marido y ella tenían coche.
Así que Violet cogió el tren.
—Voy a decírtelo sin rodeos —le soltó Annabelle—. Es tu padre. Corre peligro.
Violet pensó que se refería a que King Billy estaba enfermo, pero no se trataba de eso. Últimamente estaba recibiendo cartas extrañas, cartas espantosas en las que le amenazaban de muerte.
Lo que contenían aquellas cartas, según aseguró Annabelle, era increíblemente repugnante.
En la granja daba la sensación de que la vida cotidiana había quedado en suspenso. Toda la familia estaba asustada. Les daba miedo ir al prado a recoger las vacas, llegar al extremo del sótano, salir al pozo o al retrete después del anochecer. King Billy era un hombre siempre dispuesto a pelear, incluso entonces, pero le acobardaba la idea de que hubiera un enemigo desconocido acechándole para abalanzarse sobre él. No podía ir al establo sin volverse varias veces para comprobar si le seguía alguien. Cuando ordeñaba las vacas las colocaba al otro lado del pesebre para poder situarse en un rincón donde nadie podría acercarse a él sin que le viera. Tía Ivie hacía lo mismo.
Tía Ivie iba por la casa con un bastón, golpeando las puertas de los armarios, los aparadores y los baúles, gritando: «¡Si estás ahí, más vale que te quedes hasta que te asfixies! ¡Asesino!».
Para esconderse en un sitio así, el asesino tendría que ser enano, comentó Violet.
Dawn Rose y Bonnie Hope no iban al colegio y se quedaban en casa, a pesar de ser la época del año en la que tendrían que estar preparándose para los exámenes de ingreso. Les daba miedo desnudarse por la noche y tenían toda la ropa arrugada y maloliente.
No cocinaban, así que los vecinos les llevaban comida. Siempre había alguna visita sentada a la mesa de la cocina, un vecino o incluso alguien que la familia no conocía demasiado bien, pero que se había enterado de la situación y venía desde lejos. Fregaban los cacharros con agua fría, cuando los fregaban, y solamente al perro parecía interesarle limpiar el suelo.
King Billy había pasado la noche en vela, vigilando, y tía Ivie, parapetada tras la puerta del dormitorio.
Violet pidió que le enseñaran las cartas. Se las llevaron y las extendieron sobre el hule de la mesa para que las examinara, como habían hecho con los vecinos y todos los que iban a verlos.
Allí estaba la primera que habían recibido, por correo. Después la segunda, que también llegó por correo. A continuación empezaron a encontrar las notas en diversos puntos de la granja.
Encima de una lata de nata, en la cuadra.
Clavada con una chincheta en la puerta del establo.
Enrollada en el asa del cubo de la leche que King Billy tenía que coger todos los días.
Se pusieron a discutir sobre qué carta habían encontrado en tal o cual sitio.
—¿Y el matasellos? —intervino Violet—. ¿Dónde tenéis los sobres de las que llegaron por correo?
No lo sabían. No sabían dónde habían ido a parar los sobres.
—Quiero ver dónde las echaron al correo —dijo Violet.
—Eso da igual, porque sabe muy bien dónde encontrarnos —replicó tía Ivie—. Además, ya no las manda por correo. Se cuela aquí por la noche y las deja. Se cuela aquí por la noche y va y las deja… Sabe muy bien dónde encontrarnos.
—¿Y qué pasa con Tigger? —preguntó Violet—. ¿Es que no ladra?
Pues no. Tigger estaba ya muy viejo y no servía de perro guardián. Además, con tanta visita ya ni sabía cuándo tenía que ladrar.
—A lo mejor no ladraba ni aunque viera a todos los demonios del infierno entrando por esa puerta —aventuró King Billy.
En la primera nota le decían a King Billy que haría bien en vender todas las vacas. Era un hombre marcado. No viviría lo suficiente para segar el heno. Estaba prácticamente muerto.
King Billy fue a ver al médico de inmediato. Creyó que se refería a que le pasaba algo que se le notaba en la cara, pero el médico le dio unos golpecitos con el martillo, le escuchó los latidos del corazón y le puso una linterna en los ojos; le cobró dos dólares y le dijo que estaba estupendamente.
«Eres un imbécil y un ignorante por haber ido al médico —decía la siguiente carta—. Podías haberte ahorrado el billete de dos dólares y haberte limpiado el culo con él. Yo no te he dicho que vayas a morirte de una enfermedad. Van a matarte. Eso es lo que te va a pasar. No estás a salvo por muy buena salud que tengas. Puedo entrar en tu casa cualquier noche y cortarte el pescuezo. Puedo pegarte un tiro desde detrás de un árbol. Puedo atacarte por la espalda, ponerte una cuerda y estrangularte sin que siquiera me veas la cara. ¿Qué te parece?».
De modo que no se trataba de una adivina ni de alguien que pudiera leer el futuro. Era un enemigo, que planeaba realizar la faena él mismo.
No me importaría nada matar a esa mujer tuya, que es tan fea, y ya puestos, a las idiotas de tus hijas.
Te mereces que te tiren de cabeza al retrete, cerdo patizambo. Te mereces que te corten tus cosas con una cuchilla de afeitar. Además, eres un embustero. Todas esas peleas que dices haber ganado son pura mentira.
Podría clavarte un cuchillo, recoger tu sangre en un cuenco y hacer morcillas. Después se las daría a los cerdos.
¿Qué te parecería si te hincara un hierro al rojo vivo en un ojo?
Cuando acabó de leerlas todas, Violet dijo:
—Lo que hay que hacer es enseñárselas a la policía.
Olvidaba que por aquellas tierras la policía no existía como entidad abstracta, oficial. Había un agente, pero vivía en el pueblo, y, además, King Billy había tenido un altercado con él el invierno anterior. Según le contó su padre, el coche que conducía el abogado Boot Lomax rozó su trineo en un cruce y Lomax llamó al policía.
—¡Detenga a ese hombre por no parar en un cruce! —gritó Boot Lomax (borracho), agitando una mano enfundada en un guante con puño de piel.
King Billy saltó a la nieve endurecida y apretó los puños.
—¡A mí no me pone las manos encima ningún polizonte!
Al final todo quedó resuelto, pero no sería muy buena idea ir a buscar a aquel policía.
—Me la tiene jurada. A lo mejor es él quien escribe las notas.
Pero tía Ivie aseguraba que era el vagabundo. Recordaba a un vagabundo con muy mal aspecto que llegó a la granja hacía varios años y que cuando ella le ofreció un trozo de pan no le dio las gracias. Solo preguntó:
—¿No tiene un poco de salchichón?
A King Billy le parecía más probable que fuera un hombre que había contratado para que le ayudara a recoger el heno. El hombre se despidió al cabo de un día y medio porque no soportaba trabajar en el henil. Dijo que casi se había asfixiado con el polvo y que quería cincuenta centavos más por los daños que habían sufrido sus pulmones.
—¡No faltaba más! —le gritó King Billy asaeteando el aire con la horca—. ¡Acércate y te daré tus cincuenta centavos!
¿O sería alguien que quería ajustarle las cuentas, uno de los tipos que había echado a patadas del tren hacía tantos años? ¿O uno de los tipos a los que había dejado hechos polvo en el baile, en una época todavía más lejana?
Tía Ivie recordaba a un chico que bebía los vientos por ella cuando era joven. Se marchó al oeste, pero quizá hubiera vuelto y se hubiera enterado de que se había casado.
—¿Y después de todo este tiempo quiere correr detrás de ti? —dijo King Billy—. ¡Verás, no me parece muy probable!
—Pues bebía los vientos por mí, oye.
Violet estudiaba las notas. Estaban escritas a lápiz, en papel rayado barato. Las letras eran muy oscuras, como si quien las hubiera redactado apretara mucho el lápiz. No había tachaduras ni faltas de ortografía; ni siquiera con una palabra como ignorante. Las frases eran correctas y las mayúsculas estaban bien colocadas. Pero ¿qué podía deducirse de eso?
Por la noche echaron el cerrojo de la puerta. Bajaron las contraventanas hasta el alféizar. King Billy dejó la escopeta sobre la mesa y un vaso de whisky al lado.
Violet tiró el whisky al cubo del agua de fregar.
—No te hace ninguna falta —dijo. King Billy le levantó la mano, y eso que jamás pegaba a sus hijas ni a su mujer. Violet retrocedió, pero continuó hablando—. No hace falta que te quedes despierto. Tú estás cansado y yo no. Vamos, papá. Lo que necesitas es dormir, no beber.
Tras mucho discutir, King Billy accedió. Obligó a Violet a que le demostrara que sabía utilizar la escopeta. Después fue a acostarse al salón, en el duro sofá que allí había. Tía Ivie ya había colocado la cómoda contra la puerta del dormitorio y para que la retirase serían necesarios muchos gritos y muchas explicaciones.
Violet encendió la lámpara, cogió el tintero de la estantería y se puso a escribir a Trevor para contarle en qué consistían los problemas. Sin presumir, sencillamente explicándole lo que ocurría, le daba a entender que ella se había hecho cargo de todo y que estaba tranquilizando a los suyos, que estaba dispuesta a defender a su familia. Incluso le contó que había tirado el vaso de whisky, y añadió que su padre había recurrido al alcohol por la tensión nerviosa que sufría. No decía que ella también tenía miedo. Le describía el silencio, la oscuridad y la soledad de aquella noche de principios de verano. Y para una persona que había vivido en un pueblo y en una ciudad, la noche era realmente oscura y solitaria, pero no tan silenciosa, al fin y al cabo. No si se prestaban oídos, acechando el menor movimiento. La noche estaba plagada de débiles ruidos, lejanos y cercanos, de los árboles que se mecían y los animales que comían. Tumbado fuera, junto a la puerta, Tigger hizo en un par de ocasiones un ruido que significaba que estaba soñando que ladraba.
Violet firmó la carta de la siguiente manera: «Tu amante futura esposa», y añadió: «Con todo mi cariño». Apagó la lámpara, levantó una de las contraventanas y se sentó a vigilar. En la carta decía que el campo estaba precioso con los ranúnculos en flor que crecían al borde de la carretera, pero mientras lo contemplaba, pendiente de si alguna silueta movediza se separaba de las sombras infladas del patio, pendiente de unas suaves pisadas, pensó que en realidad lo detestaba. Las flores y la hierba eran más bonitos en los parques, y los árboles de las calles de Ottawa, inmejorables. Allí reinaba el orden, y cierta clase de inteligencia. En el campo todo resultaba vacío, susurrante, absurdo. ¿Qué pensarían las personas que la invitaban a cenar si la vieran armada con una escopeta?
¿Y si el intruso, el asesino, subía los escalones de la puerta? Violet tendría que disparar. A tan poca distancia, una herida de escopeta resultaría terrible. Se celebraría un juicio y su fotografía aparecería en los periódicos, REYERTA EN LAS MONTAÑAS.
Y si no acertaba, sería aún peor.
Al oír un ruido sordo se levantó de un salto. En lugar de coger la escopeta, le dio un empujón. Pensó que el ruido venía del porche, pero cuando volvió a oírlo comprendió que era arriba. También comprendió que se había quedado dormida.
Solo eran sus hermanas. Bonnie Hope tenía que ir al retrete.
Violet les encendió la lámpara.
—No teníais por qué haberos levantado las dos —dijo—. Yo podría haberte acompañado.
Bonnie Hope negó con la cabeza y tiró de la mano de Dawn Rose.
—Quiero que venga ella —insistió.
El miedo las hacía parecer medio subnormales. No querían ni mirar a Violet. ¿Recordarían los días en que sí lo hacían, en que Violet les enseñaba cosas y las mimaba e intentaba arreglarlas?
—¿Por qué no os ponéis las batas? —preguntó Violet con tristeza, y cerró la puerta.
Se sentó con la escopeta al lado hasta que regresaron sus hermanas y se fueron a la cama. Después encendió el fogón y preparó café, porque temía volver a quedarse dormida.
Cuando vio que el cielo empezaba a clarear abrió la puerta. El perro se levantó, tiritando, y fue a beber en el barreño que había junto a la bomba del agua. El patio estaba cubierto de neblina blanca. Entre la casa y el establo había un terreno pedregoso, y las piedras se habían oscurecido con la humedad de la noche. ¿Qué era su granja sino unos cuantos metros cuadrados de tierra llana entre colinas rocosas y pantanos? ¡Qué locura pensar que podía uno instalarse allí a vivir y mantener a una familia!
En el primer escalón había un objeto fuera de lugar: una boñiga de caballo, perfectamente redonda, resplandeciente. Violet buscó un palo para quitarla y vio el papel debajo.
No pienses que la marrana de tu hija puede ayudarte. Os veo continuamente y os odio a los dos, a ella y a ti. ¿Qué te parecería si te metiera esto gaznate abajo?
Debió de haberla dejado allí en el transcurso de la última hora de la noche, mientras Violet tomaba café sentada a la mesa de la cocina. Quizá se asomó a la ventana y la vio. Corrió a despertar a sus hermanas para preguntarles si habían notado algo al salir, y ellas contestaron que no, que no habían visto nada. Habían bajado los escalones y los volvieron a subir alumbrándose con la lámpara, y no había nada. Lo habían puesto después.
A Violet aquello le aclaró una cosa que le alegró: que seguramente tía Ivie no tenía nada que ver en el asunto. Había pasado toda la noche encerrada en su habitación. No es que Violet estuviera convencida de que su madre era lo suficientemente malvada o estaba lo bastante loca para hacer semejante cosa, pero sabía lo que decía la gente. También sabía que algunas personas dirían que no les extrañaba lo que ocurría en la granja. Que ciertas personas atraen ciertas situaciones, que viviendo junto a determinadas personas es más fácil que ocurran cosas.
Violet dedicó el día a limpiar. La carta para Trevor seguía en la cómoda. No la llevó al buzón. No paraba de pasar gente por la casa, y era igual que el día anterior: la misma conversación, las mismas sospechas y especulaciones. La única diferencia consistía en que había otra nota para enseñar.
Annabelle les llevó pan recién hecho. Leyó la nota y dijo:
—Se me revuelve el estómago. Y encima, tan cerca. Casi podrías haberle oído respirar, Violet. Debes de tener los nervios destrozados.
—Eso no lo sabe nadie —intervino tía Ivie con orgullo—. Nadie sabe lo que estamos pasando aquí.
—A partir de hoy, el primero que ponga el pie en esta casa después de anochecido lo más probable es que se lleve un tiro —dijo King Billy—. Y no tengo más que añadir.
Después de haber cenado, ordeñado y sacado las vacas, Violet llevó la carta al buzón para que la recogiera el cartero a la mañana siguiente. Dejó encima las monedas para el sello. Se encaramó al terraplén que había detrás del buzón y se sentó.
No pasaba nadie por la carretera. Eran los días más largos del año; empezaba a ocultarse el sol. Pasó un chorlitejo gorjeando y arrastrando un ala; quería que Violet lo siguiera. Debía de tener los huevos por allí cerca. Los chorlitejos ponían los huevos prácticamente en la carretera, en la grava, y después se pasaban el tiempo intentando ahuyentar a la gente.
Violet empezaba a preocuparse tanto como King Billy; siempre creía oír a alguien detrás de ella. Trató de no darse la vuelta, pero no pudo remediarlo. Se levantó de un salto, se volvió bruscamente y vio el destello pelirrojo al sol, detrás de un enebro.
Eran Dawn Rose y Bonnie Hope.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Es que queréis asustarme? —preguntó Violet ásperamente—. ¿Acaso no estamos ya todos suficientemente asustados? ¡Os he visto! ¿A qué estáis jugando?
Salieron y le enseñaron lo que habían estado haciendo: cogiendo fresas silvestres.
En el tiempo que transcurrió entre el momento en que vio el destello de pelo rojo y el instante en que vio las fresas rojas en las manos de sus hermanas, Violet lo comprendió. Pero no conseguiría que lo confesaran a menos que implorase y las embaucara dándoles a entender que las admiraba y que contaban con su apoyo. Y tal vez ni siquiera así.
—¿Me dais una fresa? —preguntó—. ¿Estáis enfadadas conmigo? Conozco vuestro secreto. Lo conozco —repitió—. Sé quién ha escrito esas cartas. Has sido tú. Les has gastado una buena broma, ¿eh?
La cara de Bonnie Hope empezó a contraerse. Se clavó los dientes en el labio inferior. La expresión de Dawn Rose no cambió lo más mínimo. Pero Violet vio que cerraba la mano y apretaba las fresas que había cogido. Un jugo rojo empezó a fluir por entre los dedos de Dawn Rose. Entonces debió de llegar a la conclusión de que Violet estaba de su parte —o de que no le importaba—, y sonrió. Violet pensó que jamás olvidaría aquella sonrisa, o mueca. Era inocente y malévola, como la sonrisa de una persona en la que se confía y que se aparece como un enemigo en sueños. Era la sonrisa de la pequeña y regordeta Dawn Rose, su hermana, y la mueca de una desconocida, fría, taimada, adulta, inmunda, de malos sentimientos.
Todo era obra de Dawn Rose. Lo soltó todo. Dawn Rose escribía todas las cartas y decidía dónde colocarlas, y Bonnie Hope se limitaba a estar a su lado y mantener la boca cerrada. Había enviado las dos primeras desde el pueblo. La primera vez coincidió con el día en que llevaron a Dawn Rose al médico porque le dolían los oídos. La segunda cuando fueron al pueblo a dar un paseo en coche con Annabelle. (Annabelle encontraba un motivo para ir al pueblo casi todos los días desde que tenía coche). En ambas ocasiones le resultó fácil acercarse a correos. Después empezó a colocar las notas en otros sitios.
Bonnie Hope no paraba de reírse débilmente. Le entró hipo y después se puso a sollozar.
—¡Cállate! —le ordenó Violet—. ¡Tú no has hecho nada!
Dawn Rose no daba ninguna muestra de temor ni arrepentimiento. Se llevó las manos a la boca para comer las fresas estrujadas. Ni siquiera le preguntó a Violet si iba a contarlo. Y Violet no le preguntó por qué lo había hecho. Violet pensaba que si se lo preguntaba a bocajarro, seguramente contestaría que por gastar una broma. Eso ya sería bastante terrible, pero ¿y si no decía nada?
Cuando sus hermanas se fueron al piso de arriba aquella noche, Violet le dijo a King Billy que ya no tendría que quedarse en vela nunca más.
—¿Por qué?
—Trae a madre y os lo contaré a los dos.
Dijo a propósito «madre» en lugar de «tía Ivie» o «mamá».
King Billy golpeó la puerta del dormitorio.
—¡Quita esos trastos y sal de ahí! ¡Violet quiere verte!
Violet levantó las contraventanas, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Dejó la escopeta en un rincón.
La noticia tardó un buen rato en calar. Sus padres estaban sentados con los hombros caídos, las manos en las rodillas y una expresión de extravío y asombro. King Billy fue el primero en comprender.
—¿Qué tiene contra mí? —preguntó. No paraba de repetir la misma frase, lo único que podía decir cuando pensaba en ello—. Según tú, ¿qué puede tener contra mí?
Tía Ivie se levantó y se puso el sombrero. Notaba el aire nocturno que entraba por la puerta de rejilla.
—Ahora la gente se va a reír de nosotros —dijo.
—No se lo cuentes —le aconsejó Violet. (Como si eso fuera posible.)—. No les cuentes nada. Deja que se olviden del asunto.
Tía Ivie se mecía en el sofá, con el sombrero de fieltro, la deprimente bata y las botas de caucho.
—Seguro que dirán que tenemos un bicho raro en la familia.
Violet les dijo a sus padres que se fueran a la cama, y ellos obedecieron, como si fueran los hijos. Aunque Violet no se había acostado la noche anterior y tenía los ojos como si se los hubiera frotado con papel de lija, estaba segura de que no podría dormir. Sacó de su escondite las cartas que había escrito Dawn Rose, debajo del reloj, las dobló sin mirarlas y las metió en un sobre. Escribió una nota y la guardó en el mismo sobre, en el que puso la dirección de Trevor.
«Ya hemos descubierto quién las ha escrito —decía la nota—. Ha sido mi hermana. Tiene catorce años. No sé si está loca o qué. No sé qué hacer. Quiero que vengas a buscarme y me saques de aquí. No lo soporto. Tú mismo puedes ver cómo funciona su cabeza. No puedo ni dormir. Por favor, si me quieres, ven a buscarme y sácame de aquí».
Llevó el sobre al buzón en medio de la oscuridad, y dejó las monedas para el sello. Se había olvidado de la otra carta y de las monedas anteriores. Parecía como si aquella carta hubiera salido hacía muchos días.
Se tendió en el duro sofá del salón. En la penumbra no podía ver el cuadro que antes se le antojaba tan poderoso, tan mágico. Se cansó tratando de recordar la sensación que le producía. Se quedó dormida muy pronto.
¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué le había enviado a Trevor aquellas cartas espantosas, acompañadas de una nota? ¿Realmente quería que la rescatara, que le dijera lo que tenía que hacer? ¿Deseaba su ayuda en el problema de Dawn Rose, incluso sus oraciones? (Desde que empezara todo aquello, Violet no había pensado ni tan siquiera en rezar, ni había metido a Dios en el asunto).
Nunca sabría por qué lo había hecho. Tenía insomnio, estaba nerviosa y se sentía incapaz de actuar con sentido común. Eso era todo.
El día después de que las cartas llegaran a su destino, Violet se encontraba junto al buzón por la mañana. Quería que el cartero la llevara al pueblo para coger el tren de la una para Ottawa.
—¿Tenéis algún problema en casa? —preguntó el cartero—. ¿Le pasa algo a tu padre?
—Está bien —respondió Violet—. Ya ha pasado todo.
Sabía que el correo que se echaba allí se repartía en Ottawa al día siguiente. Había dos repartos, uno por la mañana y otro por la tarde. Si Trevor pasaba todo el día fuera —como hacía normalmente—, las cartas le esperarían en la mesa del recibidor de la casa donde se alojaba, la de la viuda del pastor. Normalmente dejaban la puerta de abajo sin cerrar con llave. Violet podría coger las cartas antes de que él llegara.
Trevor estaba en casa. Tenía un fuerte resfriado de verano. Estaba en su despacho con una bufanda blanca enrollada alrededor del cuello, como una venda.
—No te acerques a mí. Estoy lleno de gérmenes —dijo cuando Violet se dirigía hacia él.
Por su tono de voz, cualquiera hubiera dicho que era Violet la infectada.
—No has dejado la puerta abierta —observó Violet.
Cuando Violet iba a verle tenían que dejar la puerta del despacho abierta, para que la viuda del pastor no se escandalizara.
Esparcidas sobre su mesa, entre libros y notas de sermones, estaban las cartas bochornosas que había escrito Dawn Rose, manchadas y arrugadas.
—Siéntate —dijo Trevor, con voz cansada y carrasposa—. Siéntate, Violet.
Y ella tuvo que sentarse ante su mesa, como una desgraciada feligresa en apuros.
Trevor dijo que no le sorprendía verla. Pensaba que seguramente aparecería por allí. Esas fueron sus palabras. «Que aparecería por allí».
—Ibas a romperlas si llegabas aquí antes que yo —continuó.
—Sí. En efecto.
—Y yo nunca me habría enterado —agregó Trevor.
—Te lo habría contado algún día.
—Lo dudo —replicó Trevor, con su lastimosa voz. Se aclaró la garganta y, tratando de adoptar un tono más amable, más paciente y pastoral, añadió—: Lo siento, pero lo dudo mucho.
Estuvieron hablando desde media tarde hasta el anochecer. Habló Trevor. Se frotaba el cuello para que no se le fuera la voz. Estuvo hablando hasta que casi se quedó afónico, se calló un rato para descansar y continuó hablando. No dijo ni una sola cosa que Violet no hubiera previsto, desde el momento mismo en que la miró, desde el instante en que le indicó: «No te acerques a mí».
Y en la carta que le envió unos días después —en la que explicaba las cosas que no se había atrevido a decirle cara a cara— tampoco había ni una sola palabra que Violet no supiera ya de antemano. Podría haberla escrito ella misma. (Adjuntaba todas las cartas de Dawn Rose).
Por desgracia, un hombre de religión no es completamente libre a la hora de elegir a quién va a amar. La esposa de un pastor debe ser una mujer que no plantee ningún problema que pueda distraer a su marido ni apartarle del servicio de Dios y su rebaño. Además, la esposa de un pastor no debe tener nada en su pasado ni en su familia que pueda dar pie a comentarios o provocar escándalo. Muchas veces lleva una vida difícil y ha de disfrutar de una salud física y mental óptima, sin ninguna debilidad ni tara hereditarias, para acometer su tarea.
Explicaba todo esto con numerosas repeticiones, exageraciones y rodeos, y a mitad de camino se enzarzaba en una argumentación sobre la posibilidad de llevar a Dawn Rose a unos médicos de Ottawa, de encerrarla en algún sitio. Según decía Trevor, saltaba a la vista que Dawn Rose sufría un grave trastorno mental.
Pero en lugar de pensar que quería que Trevor la ayudase a resolver el problema de Dawn Rose, Violet tenía la sensación de que debía proteger a su hermana de él.
—¿No podríamos pedirle a Dios que la curase? —preguntó.
Comprendió por su mirada que Trevor la consideraba una insolente. Él era el encargado de recurrir a Dios, no ella, pero contestó sosegadamente que Dios curaba a las personas por mediación de los médicos y la medicina. Por mediación de los médicos, la medicina, las leyes y las instituciones. Así actuaba Dios.
—Existe un tipo de demencia femenina que se manifiesta a esa edad —le explicó—. Ya sabes a qué me refiero. Detesta a los hombres. Los considera responsables. Es evidente. Siente un odio enfermizo hacia los hombres.
Más adelante, Violet pensó si Trevor había intentado dejarle una puerta abierta. Si ella hubiera accedido al confinamiento de Dawn Rose, ¿habría roto Trevor su compromiso? Tal vez no. Aunque trató de adoptar una actitud de superioridad y sensatez, probablemente él también se sentía desesperado.
Tuvo que repetirle varias veces lo mismo.
—No voy a hablar contigo, no puedo hablar contigo si no dejas de llorar.
La viuda del pastor entró en el despacho y preguntó si querían cenar. Le contestaron que no y se marchó con expresión contrariada. Trevor dijo que no podía tragar. Cuando empezó a anochecer, salieron. Fueron a un establecimiento que había en la misma calle y pidieron dos batidos y un emparedado de pollo para Violet. Al comerlo, el pollo le supo a lana. Siguieron andando, hasta la YWCA[5], donde Violet podía alquilar una habitación para pasar la noche. (Le guardaban la de su pensión, pero no soportaba la idea de ir allí). Dijo que cogería el primer tren a la mañana siguiente.
—No tienes por qué —objetó Trevor—. Podríamos desayunar juntos. Se me ha ido la voz. —Era cierto. Hablaba en un susurro—. Pasaré a recogerte —musitó—. Pasaré a las ocho y media.
Pero ya no rozó su boca ni su fresca mejilla contra la de ella.
El primer tren salía a las ocho menos diez, y Violet iba en él. Tenía pensado escribir a la dueña de la pensión y a las oficinas de la iglesia en la que quería haber trabajado. No se presentaría a los exámenes. No podía quedarse en Ottawa ni un día más. Le dolía la cabeza terriblemente con la luz del sol. Aquella noche sí que no había pegado ojo. Cuando el tren empezó a moverse, experimentó la sensación de que le arrancaban de las manos a Trevor. Y no solamente a Trevor. Le arrancaban su vida entera, su futuro, su amor, su suerte y sus esperanzas. Le arrancaban todo aquello como si fuera la piel, y le dolía igual, la dejaba en carne viva.
¿Llegó a detestarle entonces? Si así fue, no lo sabía. Era algo que no podía saber. Si hubiera ido tras ella, habría vuelto con Trevor, de buena gana. Hasta el último momento esperó a que llegara corriendo al andén. Trevor sabía a qué hora salía el primer tren. Podría despertarse, adivinar lo que iba a hacer Violet y correr tras ella. Si lo hubiera hecho, Violet habría cedido con lo de Dawn Rose; habría hecho lo que él hubiera querido.
Pero no corrió tras ella, no fue a buscarla. No vio su cara; no podía mirar a nadie.
En momentos como este, pensó Violet, debe de ser en momentos como este cuando la gente hace esas cosas que se leen en los periódicos. Esas cosas que tratas de imaginar o de no imaginar. Ella sí podía imaginárselas, presentir cómo son. El salto precipitado al sol, el choque contra la grava. Ahogarse resultaría más agradable, pero requeriría más decisión. Habría que aferrarse al deseo de hacerlo, abrazar el agua, tragarla.
A menos que saltaras desde un puente.
¿Era Violet quien pensaba aquello? ¿Era ella la persona que acariciaba tales ideas, que se reducía a tales posibilidades, con la vida vuelta del revés? Tenía la sensación de estar contemplando una obra de teatro, una obra en la que actuaba ella. Corría un riesgo insensato. Cerró los ojos y rezó apresuradamente: también la oración formaba parte de la obra, pero era real, la primera vez en su vida que rezaba de verdad, pensó.
Libérame. Libérame. Devuélveme el juicio. Por favor, deprisa. Por favor.
Y después creyó haber aprendido en aquel viaje, que duró menos de dos horas, que las oraciones reciben respuesta. Las oraciones desesperadas son escuchadas. Se convenció de que antes no tenía ni la más remota idea de lo que podían ser las oraciones, ni las respuestas. En aquel tren decidió algo que suponía un compromiso, una atadura. Las palabras se fijaron en su cabeza, como atadas con una venda limpia.
No era tu destino casarte con él.
No era el destino de tu vida.
Casarte con Trevor, no. No era el objetivo de tu vida.
Tu vida tiene un objetivo, y tú sabes cuál es.
Cuidarlos. A todos ellos, a toda tu familia, y especialmente a Dawn Rose. Cuidarlos a todos, y especialmente a Dawn Rose.
Iba mirando por la ventanilla mientras lo comprendía. El sol emitía destellos entre la hierba de junio, como plumas, los ranúnculos y las viejas rocas pulidas, entre aquel paisaje desigual que nunca le importaría, y la palabra que se le vino a la cabeza fue «única».
Una oportunidad única.
¿Una oportunidad de qué?
Ya sabes de qué. De entregarte. De renunciar. De preocuparte por ellos. De vivir para los demás.
Así fue como Violet pudo olvidar su dolor, quitarse un peso de encima. Si agachaba la cabeza y también dejaba atrás su antigua forma de ser y todas sus ideas sobre lo que debía ser la vida, el peso, el dolor y la humillación desaparecerían como por arte de magia. Y aún podía ser elegida. Podía ser como la hierba de junio que traspasaba la luz de la mañana, e iluminar como plumas rosas o vetas de nubes del amanecer. Si rezaba lo suficiente, si ponía suficiente empeño, sería posible.
La gente decía que King Billy no había vuelto a ser el mismo después del susto. Decían que había envejecido, que se había consumido a ojos vista. Pero ya era viejo, muy viejo, cuando ocurrió aquello. Se había casado con más de cuarenta años. Continuó ordeñando las vacas, yendo al establo durante varios crudos inviernos, y al final murió de neumonía.
Por entonces Dawn Rose y Bonnie Hope se habían ido a vivir al pueblo. No llegaron a matricularse en el instituto. Encontraron trabajo en la fábrica de zapatos. Bonnie Hope se puso relativamente guapa y se hizo bastante sociable, y le cayó en gracia a un vendedor llamado Collard. Se casaron y se trasladaron a Edmonton. Bonnie Hope tenía tres hijas. Escribía cartas a la casa familiar.
También mejoraron el aspecto y los modales de Dawn Rose. En la fábrica tenía fama de buena trabajadora y de ser una persona con la que uno no debía enfadarse y que contaba buenos chistes cuando estaba de humor. También ella se casó, con un granjero llamado Kemp, del sur del condado. No volvió a dar muestras de comportamientos extraños ni de locura. Se decía que era un tanto brusca, pero nada más. Tenía un hijo.
Violet siguió viviendo con tía Ivie en la granja. Trabajaba en las oficinas de la telefónica, en el pueblo. Se compró un coche para poder ir al trabajo. ¿No podría haber hecho los exámenes de magisterio otro año? Tal vez sí, tal vez no. Pero cuando se decidió a dejarlo, lo dejó para siempre. Nunca se le ocurrió echarse atrás. Desempeñaba bien su trabajo.
Tía Ivie seguía trajinando por el patio y por el huerto, buscando los huevos que escondían algunas gallinas. Aún llevaba el sombrero y las botas. Intentaba acordarse de limpiarse los pies al llegar a la puerta, para que Violet no se llevara un berrinche.
Pero a Violet ya no le importaban esas cosas.
Una tarde que no tenía que trabajar, Violet fue a ver a Dawn Rose en el coche. Se llevaban bien —al marido de Dawn Rose le caía bien Violet— y no había motivo alguno para no poder presentarse sin avisar.
Vio todas las puertas de la casa abiertas. Era un cálido día de verano. Dawn Rose, que había engordado mucho, salió al porche y dijo que no era un buen día para visitas porque estaba barnizando los suelos y, efectivamente, Violet percibió el olor del barniz. Dawn Rose no le ofreció limonada ni le pidió que se sentara un rato en el porche. Sencillamente, aquel día estaba muy liada.
Su hijito, gordo y de expresión tímida, que tenía el extraño nombre de Dane[6], se acercó a Violet y se colgó de sus piernas. Normalmente se llevaba muy bien con ella, pero aquel día estaba raro.
Violet se marchó. Naturalmente, no sabía que al cabo de un año Dawn Rose moriría de un coágulo de sangre a consecuencia de la flebitis crónica que padecía. No era en Dawn Rose en quien pensaba, sino en sí misma, cuando, en un tramo de carretera bordeado de árboles y espesa maleza oyó una voz que decía: «Lleva una vida trágica».
«Lleva una vida trágica», dijo la voz con toda claridad y sin denotar ninguna emoción especial, y Violet, como cegada, se salió de la carretera. La cuneta no tenía mucha anchura, pero el suelo estaba embarrado y no pudo sacar el coche. Fue hasta el otro lado para ver cómo habían quedado las ruedas y después se situó junto al coche, esperando a que pasara alguien que la empujara.
Pero cuando oyó que se acercaba un coche, descubrió que no quería que la encontrasen. No soportaba la idea. Echó a correr, se internó en el bosque, y allí quedó atrapada. Quedó atrapada por los arbustos, por las zarzas. Prisionera. Ocultándose porque no quería que la vieran, si su vida era trágica.