II. POSESIÓN

Dane está convencido de que conserva recuerdos de Violet —la hermana de su madre— de una época anterior a la muerte de esta. Recuerda muy pocas cosas de aquellos días tan lejanos. Apenas recuerda a su madre. Tiene una fotografía suya en la que aparece frente al espejo del fregadero, recogiéndose el pelo rojizo bajo un sombrero de paja azul marino. Recuerda una cinta de color rojo oscuro en el sombrero. Debía de estar arreglándose para ir a la iglesia. Y ve una pierna hinchada, con un tono marrón oscuro, que él relaciona con su última enfermedad. Pero duda haberlo visto en la realidad. ¿Por qué iba a tener la pierna semejante color? Seguramente oiría a la gente hablar sobre el tema. Les oyó decir que la pierna de su madre estaba enorme, como un barril.

Cree recordar a Violet una noche que fue a cenar a su casa, como hacía a menudo, con un budín, que dejó fuera, en la nieve, para mantenerlo fresco. (Por aquel entonces no había frigorífico en ninguna granja). De repente se puso a nevar, y la nieve cubrió el postre, que acabó por desaparecer. Dane recuerda a Violet dando vueltas por el corral y gritando: «¡Budín, budín, ven aquí, budín!», como si se tratara de un perro. Y él se reía como un loco, y también se reían su madre y su padre, junto a la puerta, y Violet, para reforzar la actuación, se paraba y silbaba.

Poco después murió su madre, y también su abuela, la que vivía con Violet y llevaba un sombrero negro y llamaba a las gallinas con un lenguaje que sonaba exactamente igual que el de estos animales, un cloqueo y un cacareo incesantes. Después Violet vendió la granja y se trasladó a la ciudad; allí empezó a trabajar en la compañía Bell Telephone. Eso ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando había escasez de hombres, y Violet ascendió a jefa sin tardanza. Algunos pensaban que debería haber dimitido en cuanto acabó la guerra, haber cedido el puesto a un hombre con una familia que mantener. Dane se acuerda de habérselo oído comentar a alguien —a una mujer, tal vez una hermana de su padre—, decir que habría sido un gesto de consideración. Pero su padre no estaba de acuerdo. Decía que Violet había actuado bien, que Violet tenía mucho coraje.

En lugar de los vestidos sosos, drapeados y cubiertos de abalorios que usaban las mujeres casadas —las madres—, Violet llevaba faldas y blusas. Tenía faldas plisadas de cuadros, azul marino o gris, que combinaba con preciosas blusas de satén de color marfil, muselina blanca con volantes, crep de rayón rosa o amarillo. Su mejor abrigo era de color violeta real con el cuello de piel de zorro plateado. No se hacía ondas ni llevaba permanente; se recogía el pelo en una especie de moño apretado y oscuro que le daba un aspecto señorial. Tenía el cutis sedoso, de un rosado suave, como la gran caracola de su casa que a Dane tanto le gustaba escuchar. Ahora, Dane sabe que vestía como cierto tipo de mujeres con una profesión y que daba la imagen de la época. A la moda pero con distinción, proporcionada pero no exactamente esbelta, ni de mujer madura ni de chica joven. Lo que a él se le antojaba extraordinario y único en realidad no lo era. La misma verdad que fue descubriendo sobre casi todas las cosas con el paso de los años. De todos modos, su memoria protege a Violet de cualquier sensación de repetición, de cualquier clasificación: la Violet de antaño no puede reducirse en ningún sentido.

En el pueblo, Violet vivía en un piso, encima del Royal Bank. Para llegar hasta él había que subir un largo tramo de escalones cubiertos. Las ventanas alargadas del cuarto de estar se llamaban cristaleras. Daban a dos diminutos balcones con barandillas de hierro forjado a la altura de la cintura. Las paredes estaban pintadas, no empapeladas, de verde claro. Violet compró un sofá y un sillón tapizados de un vivo color verde musgo, y una mesita de centro con una bandeja de cristal que se encajaba sobre el tablero de madera. Las cortinas se llamaban colgaduras, y tenían cordones para tirar de ellas. Cuando se corrían, un dibujo de brillantes hojas de color crema ondeaba sobre el fondo, crema mate. No había luces en el techo; únicamente lámparas de pie. En la cocina había armarios de madera nudosa de pino, igual que la mesa. Otro tramo de escaleras —abierto y empinado— bajaba hasta un jardincito trasero vallado al que sólo Violet tenía acceso. Estaba tan nítidamente delimitado y era tan apto para adornos y decoraciones como un cuarto de estar.

Durante los dos primeros años de instituto Dane iba a ver a Violet con bastante frecuencia. Pasaba la noche en su casa cuando hacía mal tiempo. Violet le preparaba la cama en el sofá verde musgo. En aquellos días era un chico flaco, pelirrojo y voraz —en la actualidad nadie se creería lo de la flacura—, y Violet le daba bien de comer. Le hacía chocolate caliente con nata montada a la hora de acostarse. Le daba tartaletas rellenas de pollo con crema y una cosa llamada pastel de grava, hecho con jarabe de arce. Ella tomaba un trozo y Dane todo lo demás. Era muy distinto de las comidas improvisadas de su casa, que compartía con su padre y con el empleado de su padre. Violet le contaba anécdotas de su infancia en la granja, y de su madre y la otra hermana, que vivía en Edmonton, y de sus abuelos, a los que llamaba «personajes». En aquellas historias todos eran personajes; Violet los presentaba de una forma muy divertida.

También había comprado un tocadiscos, y le ponía discos, le decía que eligiera los que más le gustaran. El preferido de Dane era el que le habían regalado a Violet cuando se hizo socia de un club musical con objeto de introducirla en los secretos de la música clásica: Los pájaros, de Respighi. El de Violet, Kenneth McKellar canta canciones sacras y profanas.

Violet ya no iba nunca a la granja. Cuando el padre de Dane iba a recogerlo, nunca tenía tiempo para tomar un café. Tal vez le diera miedo sentarse en una casa tan elegante con la ropa de faena, o quizá fuera que aún le guardaba un poco de rencor a Violet por lo que había hecho en la iglesia.

Violet tomó una decisión en cuanto empezó a vivir en el pueblo. La iglesia tenía dos puertas. Por una entraban los del campo —al principio, por encontrarse más cerca de la entrada al cobertizo—, y por la otra los del pueblo. Dentro se seguía la misma norma: los del pueblo a un lado, y los del campo al otro. Esta costumbre no implicaba la existencia de un sentimiento definible de superioridad ni de inferioridad; sencillamente, era así. Incluso los campesinos jubilados que se habían mudado al pueblo se empeñaban en no entrar por la puerta de los del pueblo, aunque eso les obligara a desviarse y pasar por delante de ella para llegar a la suya.

Por su traslado y por su trabajo, podía considerarse a Violet una persona del pueblo, pero la primera vez que entró en la iglesia, Dane y su padre eran los únicos que conocía allí. Elegir el lado que ocupaban los del campo habría supuesto una muestra de lealtad y una especie de orgullo, renunciar a un privilegio. (Porque era cierto que se elegía a la mayoría de los consejeros, los ayudantes y los profesores de la escuela dominical entre la gente del pueblo, al igual que la mayoría de los sombreros originales y los atuendos más en boga abundaban más entre aquel grupo). Decidirse por el lado que ocupaban los del pueblo, como hizo Violet, demostraba que aceptaba la posición social, quizá incluso que deseaba elevarla.

Al salir a la calle, el padre de Dane le tomó el pelo.

—¿Te gustan más los invitados de ahí?

—Me quedaba más a mano —replicó Violet, sin darse por aludida—. Lo de los invitados, pues no sé, pero creo que alguien llevaba un puro apagado en el bolsillo.

Dane habría preferido que Violet no hubiera hecho aquello. No es que quisiera que ocurriera nada serio entre Violet y su padre, como que se casaran, por ejemplo. Ni se le pasaba por la cabeza. Solamente quería que estuvieran del mismo lado, para que también fuera el suyo.

Una tarde de junio, después de terminar un examen, Dane fue a casa de Violet a recoger un libro que se había dejado allí. Violet le dejaba que estudiara en el salón mientras ella estaba trabajando. Dane abría las cristaleras para que entrase el olor del campo recién liberado de la nieve, con sus arroyos rebosantes, las ciénagas desbordantes, los sauces que empezaban a amarillear y los humeantes surcos de los sembrados. También entraba polvo, pero siempre pensaba que podría quitarlo antes de que regresara su tía. Recorría una y otra vez el salón, recogiendo datos, con sensación de poder. En aquella habitación todo llevaba adherido algo de lo que él estuviera aprendiendo en aquellos momentos. Había un cuadro oscuro que representaba a un rey muerto y a unas damas majestuosas que siempre contemplaba cuando se aprendía poemas de memoria. Las damas le recordaban, de una forma extraña, a Violet.

No sabía si Violet estaría en casa, porque su tarde libre variaba de una semana a otra, pero al subir la escalera oyó su voz.

—¡Soy yo! —gritó, y esperó a que Violet saliera por la puerta de la cocina y le preguntara por el examen.

Pero Violet le gritó a su vez:

—¡Dane! ¡No pensaba que fueras a venir hoy, Dane! ¡Ven a tomar café con nosotros!

Le presentó a las dos personas que había en la cocina, un hombre y su esposa. Los señores Tebbutt. El hombre estaba de pie junto a la mesa y la mujer sentada en un rincón. Dane conocía al hombre de vista. Wyck Tebbutt, agente de seguros. Había sido jugador profesional de béisbol, pero seguramente hacía ya mucho tiempo. Era apuesto, bajo, muy educado, siempre vestido con buen gusto, y tenía esa expresión de los deportistas, de confianza en sí mismo, discreta y a la vez de persona experimentada.

Violet no le preguntó a Dane nada sobre el examen; siguió trajinando con la bandeja del café. Primero sacó tazas de desayuno, pero volvió a guardarlas y se decidió por las de porcelana buena. Extendió un mantel sobre la mesa del desayuno. Tenía una leve chamuscadura que había dejado la plancha.

—¡Dios mío! ¡Me voy a morir de la vergüenza! —exclamó Violet riendo.

Wyck Tebbutt también se echó a reír.

—¡No es para menos! ¡No es para menos! —replicó.

A Dane le desagradaron extraordinariamente la risa nerviosa de Violet y el hecho de que no le prestara atención. Llevaba ya varios años en el pueblo y en su persona se habían obrado numerosos cambios, que Dane empezaba a observar de repente, todos a un tiempo. Ya no se peinaba con moño; llevaba el pelo corto y rizado. Y también era distinto el color; el castaño oscuro de antes había adquirido un tono más vivo y brillante, como de dulce de chocolate. La pintura de labios era de un rojo demasiado chillón, y tenía la piel más áspera. Además había engordado mucho, sobre todo de caderas. Se había roto la armonía de su figura; casi daba la impresión de llevar una especie de canasta o algún artilugio debajo de la falda.

En cuanto le sirvieron el café, Wyck Tebbutt dijo que iba a tomárselo en el jardín, porque quería ver qué tal iban los rosales recién plantados.

—¡Huy, creo que se me han llenado de bichos! —exclamó Violet, como si aquella circunstancia le encantara—. ¡Me temo que están plagaditos, Wyck!

La mujer había estado hablando todo el rato, y así continuó, sin apenas notar la ausencia de su marido. Se dirigía a Violet e incluso a Dane, pero en realidad parecía hablar con el aire. Hablaba sobre sus visitas al médico y sobre el quiropráctico. Contó que tenía unos dolores de cabeza como si le hincaran hierros al rojo en las sienes, y otro dolor punzante en un lado del cuello que era como si le clavaran cientos de agujas en la carne. No paraba; era como una máquina parlante instalada en el rincón, y sus grandes ojos tristes perdían toda expresión en cuanto se clavaban en alguien.

Eran precisamente una de aquellas personas y una de aquellas conversaciones que tan bien imitaba Violet.

Y ahora Violet se estaba conteniendo. Escuchaba a aquella mujer, o fingía escucharla, con una atención que la mujer ni notaba ni necesitaba. ¿Era porque el marido se había marchado? ¿Estaba Violet preocupada por la grosería de aquel hombre para con su esposa? No dejaba de echar rápidas miradas hacia el jardín.

—Tengo que saber qué opina Wyck de esos pulgones —dijo, y a continuación bajó la escalera a una velocidad que se me antojó indigna, excesiva.

—Lo único que les interesa a todos es el dinero —dijo la mujer. Dane se levantó para servirse más café. Se quedó junto a la cocina y levantó la cafetera enarcando las cejas mientras la mujer seguía hablando—. Ya he tomado más que suficiente —explicó la mujer—. El noventa por ciento del tejido de mi estómago es una pura úlcera.

Dane miró a Wyck y a Violet, que estaban juntos, inclinados sobre los rosales. No cabía duda de que hablaban de rosas, pulgones, parásitos e insecticidas, cosas que no podían dar pie a una grosería, como una caricia, por ejemplo. Con la taza de café en la mano, Wyck levantó delicadamente una hoja y después otra, con el pie. La mirada de Violet descendió obediente hacia la hoja que Wyck sujetaba con el reluciente zapato.

Sería un error decir que Dane comprendió algo en aquel mismo momento, aunque se olvidó de la mujer que hablaba y de la cafetera que sostenía. Percibió un secreto, un aliento de la intimidad de otros, algo de lo que no deseaba saber nada, pero que se vería obligado a saber.

Un día, no mucho después, iba con su padre por la calle y vio a Wyck caminado hacia ellos. Su padre dijo: «Hola, Wyck», en el tono pausado y respetuoso que adoptan las personas para saludar a otras que no conocen muy bien o que quizá no quieren conocer. Dane se había dado la vuelta bruscamente para mirar el escaparate de la ferretería.

—¿No conoces a Wyck Tebbutt? —le preguntó su padre—. Pensaba que podías habértelo encontrado en casa de Violet.

Dane volvió a percibirlo: el aliento que detestaba. Y en aquel momento aún más fuerte, porque lo rodeaba por todas partes. Si incluso su padre lo sabía, lo rodeaba por todas partes.

No quería comprender el alcance de la traición de Violet. Ya sabía que jamás la perdonaría.

Ahora Dane es un hombre de hombros anchos, rubicundo, con la silueta desdibujada de un osito de peluche y la barba casi completamente gris. Cada día se parece más a su madre. Es arquitecto. Dejó el pueblo y fue a la universidad y durante mucho tiempo vivió y trabajó en otros sitios, pero volvió hace unos años y actualmente se dedica a restaurar las iglesias, los edificios oficiales y las casas que se consideraban monstruosidades en la época en que él se marchó. Vive en la casa donde se crio, donde nació y murió su padre, una casa de piedra de ciento cincuenta años de antigüedad a la que Theo y él han ido devolviendo una parte de su estilo original.

Vive con Theo, que trabaja en los servicios de asistencia social.

Cuando Dane les dijo a Wyck y a Violet (la perdonó —los perdonó— hace tiempo) que Theo iba a instalarse con él, Wyck comentó:

—Eso significa que al fin te has echado novia formal, ¿no?

Violet no dijo nada.

—Es un amigo —aclaró Dane tranquilamente—. Con ese nombre, hay gente que se confunde.

—Ah, bueno. Es asunto de ella, vuestro, quiero decir —replicó Wyck con afecto.

La única muestra que dio de que quizá se hubiera escandalizado un poco fue decir «Es asunto de ella» y no cambiar el pronombre.

—Theo. Sí, desde luego. Es fácil confundirse —terció Violet.

La conversación tuvo lugar en la casita de dos dormitorios a las afueras del pueblo a la que se había mudado Violet después de jubilarse. Wyck se fue con ella cuando murió su mujer y pudieron casarse. La casa estaba en una hilera de edificios muy parecidos entre sí que se extendía al borde de una carretera rural, frente a un maizal. Además de las cosas que ya tenía Violet, Wyck trasladó las suyas, y las habitaciones, de techo bajo, estaban abarrotadas, como si las hubieran arreglado temporalmente y al azar. El sofá verde musgo parecía pesado y anticuado bajo un tapiz afgano obra de la mujer de Wyck. Un cuadro enorme sobre fondo de terciopelo negro, propiedad de Wyck, ocupaba la mayor parte de una de las paredes del salón. Representaba a un toro y un torero. Los antiguos trofeos deportivos de Wyck y la bandeja de plata que le había regalado la compañía de seguros estaban sobre la repisa de la chimenea, junto a la caracola y el escocés empinando el codo de Violet.

No son más que nidos de polvo, no deja de repetir Violet.

Pero no quitó las cosas de Wyck ni siquiera después de su muerte. Wyck murió en el transcurso del campeonato de la Grey Cap, a finales de noviembre. Violet telefoneó a Dane, que al principio la escuchó con los ojos clavados en la pantalla del televisor.

—He ido a la iglesia —le dijo Violet—. Llevé unas cosas para la venta benéfica, después fui a comprar una botella de whisky y al volver a casa, nada más abrir la puerta, dije: «Wyck», y no me contestó. Vi que tenía la nuca en una postura rara. Estaba torcida hacia el brazo del sillón. Me puse delante y apagué la televisión.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Dane—. ¿Tía Violet? ¿Qué ocurre?

—Sí, que ha muerto —respondió Violet, como si Dane lo hubiera puesto en duda—. Tenía que estar muerto para dejarme que apagara la televisión con un partido de fútbol.

Hablaba en un tono muy alto, vehemente, con una vivacidad poco natural, como para disimular cierto aturdimiento.

Al llegar al pueblo, Dane la encontró sentada en los escalones de la puerta.

—Soy tonta —dijo Violet—. No puedo entrar. Mira que soy imbécil, Dane.

Aún tenía un tono de voz chirriante, agudo y alegre.

Theo le contó después a Dane que algunos viejos se ponen así cuando se les muere alguien muy querido.

—No sienten pena —dijo—. O es algo diferente.

Durante todo el invierno Violet estuvo bien: conducía el coche cuando el tiempo lo permitía, iba a la iglesia y al centro para la tercera edad a jugar a las cartas. Y de repente, cuando empezaban los meses de calor y cualquiera hubiera pensado que era cuando más le apetecía salir, anunció a Dane que no volvería a conducir.

Dane creyó que se trataba de un problema de visión y le propuso que pidiera hora en el oculista para ver si necesitaba gafas con más graduación.

—Veo estupendamente —replicó Violet—. Lo malo es que no estoy segura de lo que veo.

¿A qué se refería?

—Veo cosas que sé que no existen.

¿Cómo sabía que no existían?

—Porque aún me queda un poco de sentido común. Mi cerebro transmite el mensaje y me dice que es absurdo, pero ¿y si un día no lo transmite? ¿Cómo me enteraría? Pueden traerme la compra a casa. Se la llevan a la mayoría de las personas mayores, y yo ya soy muy mayor. No creo que me vayan a echar de menos en el supermercado.

Pero Dane sabía cuánto le gustaba ir al supermercado y pensó que o Theo o él podían llevarla una vez a la semana. Era allí donde compraba el café especial, muy fuerte, que tomaba Wyck, y también le encantaba mirar las carnes ahumadas y el tocino —los dos caprichos de Wyck—, aunque Violet raramente los compraba.

—Sin ir más lejos, el otro día vi a King Billy —añadió Violet.

—¿Que viste a mi abuelo? —repitió Dane, riendo—. ¿Y qué tal está?

—Me refiero a King Billy, el caballo —replicó Violet secamente—. Al salir de mi habitación lo vi asomando la cabeza por la ventana del comedor.

Explicó que lo había reconocido de inmediato, aquella cabeza tan familiar, gris, con expresión estúpida. Le dijo que se marchara, y el caballo levantó la cabeza por encima del alféizar, dio media vuelta y se fue tranquilamente. Violet entró en la cocina a preparar el desayuno y se le ocurrieron varias cosas.

King Billy, el caballo, llevaba muerto unos sesenta y cinco años.

Tampoco podía ser el caballo del lechero, porque los lecheros no iban a caballo desde 1950, aproximadamente. Iban en camiones.

No. No iban en nada, porque ya no se repartía leche por las casas. Ni siquiera la vendían en botellas. Se compraba en cartones o bolsas de plástico, en las tiendas.

No se había roto el cristal de la ventana del comedor.

—Además, nunca le tuve especial cariño a ese caballo —dijo Violet—. No es que me cayera mal, pero si pudiera elegir qué o quién debe quedarse en este mundo, no sería ese caballo.

—¿Qué sería? —preguntó Dane, tratando de mantener una conversación ligera, a pesar de que no le hacía ninguna gracia lo que estaba oyendo—. ¿Qué elegirías?

Pero Violet emitió un ruido desagradable —una especie de berrido, como resistiéndose a obedecer: «aaan»—, como si la pregunta la hubiera irritado y enfurecido. Y una expresión de estupidez deliberada, incluso perversa —el equivalente visual del berrido—, le cubrió el rostro unos segundos.

Dio la casualidad de que unas noches después Dane vio un programa en televisión sobre ciertas personas de Suramérica —sobre todo mujeres— que creen estar invadidas y poseídas por espíritus de vez en cuando y en circunstancias especiales. Su expresión le recordó la que había sorprendido en la cara de Violet. La diferencia consistía en que tales personas fomentaban la posesión, mientras que en el caso de Violet le constaba que no era así. Violet no deseaba que se apoderase de ella una vieja desvalida y desquiciada, embotada y tozuda, con una memoria o una imaginación incontrolables, que campara por sus respetos en la realidad. Tratar de mantener a raya a semejante vieja le agriaría el carácter, inevitablemente. Aún más, recordaba haberla visto ladear la cabeza y darse una bofetada, como cuando se quiere uno librar de una aparición molesta e inoportuna.

Al cabo de una semana, ya entrado el verano, Violet lo llamó por teléfono.

—Dane, ¿te he hablado de esa pareja que veo pasar últimamente por delante de mi casa?

—¿Una pareja de qué, tía Violet?

—De chicas. Bueno, creo. Los chicos ya no se dejan el pelo largo, ¿no? Llevan ropa militar, o algo parecido, pero no sé si eso significará algo. Una es baja y la otra alta. Las veo pasar por aquí y mirar la casa. Llegan al final de la calle y vuelven.

—A lo mejor recogen botellas. Hay mucha gente que lo hace.

—No llevan nada para guardar botellas. Es esta casa. Les interesa, no sé por qué.

—¿Estás segura, tía Violet?

—Ya, ya sé, yo me pregunto lo mismo, pero no las conozco de nada. No son personas que yo conociera y que se hayan muerto, y eso ya es algo.

Dane pensó que debía ir a verla, para averiguar qué ocurría, pero Violet volvió a llamarle antes de que saliera de su casa.

—Oye, Dane, quería decirte una cosa. Sí, sobre esas chicas que he visto pasar. Sí, son chicas, pero llevan ropa del ejército. Han llamado a la puerta y me han dicho que estaban buscando a Violet Thoms. Yo les he dicho que aquí no hay nadie con ese apellido y se han desanimado mucho. Después les he dicho que aquí vivía Violet Tebbutt, por si les servía de algo.

Violet parecía muy animada. Dane estaba muy liado. Tenía una reunión con unos concejales al cabo de media hora. Además tenía dolor de muelas, pero dijo:

—Bueno, pues tenías razón. ¿Y quiénes son?

—Ahí viene la sorpresa —replicó Violet—. No son unas chicas cualesquiera. Una es prima tuya. Quiero decir, la hija de tu prima. La hija de Donna Collard. ¿Sabes a quién me refiero? ¿Sabes quién es Donna Collard? De casada se apellidaba McNie.

—No —respondió Dane.

—Tu tía Bonnie Hope, la de Edmonton, se casó con un tal Roy Collard, y tiene tres hijas. Elinor, Ruth y Donna. ¿Sabes ya de quién te hablo?

—No las conozco —replicó Dane.

—No, ya. Bueno, Donna Collard se casó con este McNie… no me acuerdo del nombre, y viven en Prince George, en la Columbia Británica, y esta chica es hija suya. Se llama Heather, y es la que últimamente pasa por delante de mi casa. La otra chica es amiga suya, y se llama Gillian.

Dane guardó silencio unos momentos, y Violet añadió:

—Oye, Dane, espero que no pienses que me estoy haciendo un lío con todo esto, ¿eh?

Dane se echó a reír y dijo:

—Será mejor que vaya a verlas.

—Son muy educadas y buenas chicas, a pesar de su aspecto.

Dane tenía la certeza de que aquellas chicas existían realmente, pero de momento todo le parecía un tanto disparatado. (Tenía unas décimas de fiebre, aunque todavía no lo sabía, y al final tendrían que intervenirle para extraerle la raíz de una muela cariada). Pensó que debía preguntar en el pueblo para averiguar si las había visto alguien más. Cuando lo hizo, pasados algunos días, se enteró de que dos chicas que correspondían a la descripción de Violet se habían alojado en el hotel, que tenían un Datsun azul un tanto baqueteado, pero iban con frecuencia a pie, y que se las consideraba feministas. A la gente no le gustaba mucho su atuendo, aunque no habían causado problemas, salvo una especie de pelea con la bailarina exótica del hotel.

Mientras tanto había tenido noticias de Violet. Le llamó un día a casa, cuando Dane tenía la boca tan dolorida que apenas podía abrirla, y le dijo que sentía mucho que no se encontrase bien, porque si no podría conocer a Heather y Gillian.

—Heather es la alta —le explicó—. Tiene el pelo rubio, largo, y es muy delgadita. Si en algo se parece a Bonnie Hope es en los dientes. Pero a Heather le pegan con la cara que tiene, y son de una blancura increíble. Gillian es muy mona, bronceada y con el pelo rizado. Llevan el mismo tipo de ropa (sí, pantalones militares, camisas de obrero y botas de chico), pero Gillian siempre se pone cinturón y se sube el cuello de la camisa, y a ella le queda bien, como con más estilo. Gillian tiene más seguridad en sí misma, sin embargo, creo que Heather es más inteligente. Es la que está más interesada.

—¿En qué? —preguntó Dane—. Pero ¿qué son? ¿Estudiantes?

—Han ido a la universidad —respondió Violet—. No sé qué han estudiado. Han estado en México y en Francia. En México vivieron en una isla, que se llama Isla Mujeres, y es una sociedad gobernada por mujeres. Forman parte de una compañía de teatro y escriben obras. Sí, inventan sus propias obras. No utilizan las obras de otros autores ni representan las que ya se conocen. Son todo mujeres, en esta compañía que te digo. Prepararon una cena estupenda. Ojalá hubieras venido, Dane. Hicieron una ensalada con corazones de alcachofa.

—Violet da la impresión de estar drogada —le dijo Dane a Theo—. Esas chicas deben de haberla puesto como una moto.

Cuando pudo volver a hablar, Dane la llamó.

—¿En qué están tan interesadas esas chicas, tía Violet? ¿En porcelanas y joyas antiguas y cosas así?

—Claro que no —replicó Violet, enfadada—. Lo que les interesa es la historia de la familia, de la nuestra, y mis recuerdos. He tenido que explicarles cómo era el depósito de una estufa de petróleo.

—¿Y para qué quieren saberlo?

—Pues porque tienen una idea. Se les ha ocurrido una idea para una obra de teatro.

—¿Y qué saben ellas de teatro?

—¿No te he contado que son actrices? Montan obras y las representan con el grupo de mujeres.

—¿Qué clase de obra piensan escribir ahora?

—No lo sé. No sé si lo harán. Solo les interesa saber cómo se vivía hace años.

—Sí, es lo que se lleva ahora —replicó Dane—. Interesarse por esas cosas.

—No lo dicen de boquilla, Dane. Es verdad. —No obstante, a Dane le pareció que Violet no estaba tan optimista como la vez anterior—. Pero cambian los nombres —añadió ella—. Cuando escriben algo cambian el nombre de las personas y los sitios. Yo creo que les gusta investigar y charlar. No son demasiado jóvenes, aunque lo parecen, porque sienten curiosidad por todo. Y son muy simpáticas.

—Tienes la cara distinta —le dijo Dane a Violet cuando fue a verla a su casa—. ¿Has adelgazado?

Violet contestó:

—Para mí que no.

Dane había perdido más de cinco kilos, pero Violet no lo notó. Parecía animada, y también inquieta. No paraba ni un segundo: se levantaba, se sentaba, se asomaba a la ventana, cambiaba las cosas de sitio en la cocina sin motivo.

Las chicas se habían marchado.

—¿Y no van a volver? —preguntó Dane.

Sí, volverían. Eso pensaba Violet. Aunque no sabía exactamente cuándo.

—Supongo que se habrán ido a su isla —dijo Dane—. La isla gobernada por mujeres.

—No lo sé —replicó Violet—. Creo que han ido a Montreal.

A Dane no le gustaba la idea de que dos chicas a las que ni siquiera conocía le hicieran sentirse tan irascible y receloso. Casi prefería atribuirlo a la medicación que debía seguir tomando para la muela. Tenía la sensación de que le ocultaban algo —algo que estaba a su alrededor, pero oculto—, un secreto absurdo, aburrido, pernicioso.

—Te has cortado el pelo —dijo.

Por eso tenía un aspecto diferente.

—Me lo cortaron ellas. Dicen que es al estilo de Juana de Arco. —Violet le dirigió una sonrisa irónica, como las de antaño, y se acarició el pelo—. Les dije que esperaba no acabar en la hoguera.

Se sujetó la cabeza con las manos y la balanceó.

—Te han dejado agotada —dijo Dane—. Te han agotado, tía Violet.

—Es por haber estado mirando todo eso —explicó Violet. Con un movimiento de cabeza señaló el dormitorio de atrás—. Es por el trabajo que me espera ahí dentro.

En aquel dormitorio había cajas llenas de papeles y un viejo baúl corcovado de la madre de Violet. Dane pensó que también estaría lleno de papeles. Apuntes del instituto, de la escuela de magisterio, libros de calificaciones, fichas y correspondencia de los años que había trabajado en la compañía de teléfonos, actas de reuniones, cartas, postales. Cualquier cosa con algo escrito.

Violet dijo que había que clasificar todos aquellos papeles, y antes de que volvieran las chicas. Había prometido darles algunas cosas.

—¿Qué?

—Pues cosas.

¿Iban a volver pronto?

Violet contestó que sí. Que sí, que eso esperaba. Mientras pronunciaba estas palabras, sus manos jugueteaban con el tablero de la mesa, lo frotaban. Dio un mordisco a una galleta y redujo a migas lo que quedaba. Dane la vio recoger las migas en la palma de la mano y echarlas en la taza de café.

—Mira lo que me han enviado —dijo, y le puso ante los ojos una tarjeta en la que Dane había reparado antes, apoyada sobre el azucarero.

Era un dibujo casero, infantil, hecho con lápices de colores, de unas violetas y unos corazones rojos. Como saltaba a la vista que Violet quería que la leyera, lo hizo.

Miles de gracias por su ayuda y su franqueza. Nos ha ofrecido una historia preciosa, una clásica historia de furia antipatriarcal. ¿Podemos transmitir a otras el regalo que nos ha hecho? La llamada Locura Femenina no es sino siglos enteros de Frustración y Opresión. La anécdota del arroyo es maravillosa por sí misma, ¡y cuántas mujeres pueden identificarse con ella!

Al final habían escrito, con mayúsculas: ESTAMOS DESEANDO VER LOS DOCUMENTOS. LA PRÓXIMA VEZ, POR FAVOR. CON CARIÑO Y GRATITUD.

—Pero ¿esto qué es? —preguntó Dane—. ¿Por qué tienes que clasificarles tú las cosas? ¿Por qué no revuelven en todo ese desbarajuste ellas sólitas y se llevan lo que necesiten?

—¡Porque a mí me da mucha vergüenza! —exclamó Violet—. No quiero que lo vea nadie.

Dane le aseguró que no tenía nada de lo que avergonzarse.

—No debería haber empleado la palabra «desbarajuste». Lo que pasa es que has ido almacenando montones de trastos en todos estos años, pero seguro que hay algunos muy interesantes.

—¡Más de lo que te imaginas! ¡Y soy yo quien tiene que arreglarlo!

—Furia antipatriarcal —dijo Dane, al tiempo que volvía a coger la tarjeta—. ¿A qué se refieren?

Se preguntó por qué habrían escrito con mayúsculas Locura Femenina, Frustración y Opresión.

—Pues yo te lo puedo explicar —respondió Violet—. Verás por qué. Tú no sabes en lo que voy a meterme. Hay cosas bastante desagradables. Entré ahí y abrí ese viejo baúl para echar un vistazo, y ¿qué dirías que me encontré, Dane? Estaba lleno de porquería. Excrementos de caballo, colocados en fila. A propósito. Eso es lo que encuentro en mi baúl, en mi propia casa.

Se secó las lágrimas de una forma nada habitual en ella, sin gracia, con autocompasión.

Cuando Dane se lo contó a Theo, su amigo sonrió y dijo:

—Perdona. ¿Y qué pasó después?

—Le dije que quería verlo, pero ya lo había limpiado.

—Claro, claro. Hay algo que me chirría un poco, ¿no? Vamos, que me lo veía venir.

Dane recordó que Violet había añadido algo más, pero no hizo siquiera alusión al tema. No tenía importancia.

—¡Es una broma asquerosa! —dijo Violet, gimoteando—. ¡Solo podría habérsele ocurrido a una mente enferma!

La puerta de la casa de Violet estaba abierta al día siguiente a mediodía, cuando Dane pasaba por la carretera para salir del pueblo. Normalmente no tomaba aquel camino. Que lo tomara aquel día no puede extrañarle a nadie, teniendo en cuenta lo mucho que Dane había pensado en su tía durante las últimas horas.

Debió de traspasar la puerta en el momento preciso en que se desencadenó el incendio en el fogón. Vio el resplandor en la pared de la cocina. Corrió hacia allí y sorprendió a Violet amontonando papeles en el fogón. Tenía abiertos los quemadores de gas.

Dane cogió un felpudo del vestíbulo para protegerse al apagar el gas. Los papeles ardiendo volaban hacia el techo.

Había montones de papeles por el suelo, y algunos todavía en las cajas. Saltaba a la vista que Violet tenía intención de quemarlos todos.

—¡Dios mío, tía Violet! —gritaba Dane—. ¡Dios, Dios, pero qué estás haciendo! ¡Sal de aquí! ¡Sal de aquí!

Violet estaba en medio de la habitación, plantada como un gran tocón oscuro, rodeada de trozos de papel incandescente que volaban por el aire.

—¡Sal de aquí! —gritó Dane; la obligó a darse la vuelta y la empujó hacia la puerta trasera. De repente Violet adquirió una velocidad tan extraordinaria como su inmovilidad anterior. Corrió hacia la puerta, bamboleándose, la abrió y atravesó la galería de atrás. En lugar de bajar por la escalera se deslizó por el borde y cayó de bruces sobre unos rosales que había plantado Wyck.

Dane no se dio cuenta de la caída. Estaba demasiado liado con la cocina.

Por suerte, los papeles en montones o puñados no prenden tan deprisa como cree la mayoría de la gente. Dane tenía más miedo de que prendieran las cortinas, o la pintura reseca de detrás del fogón. Violet ya no era la pulcra ama de casa de antaño, y las paredes estaban grasientas. Dane puso el felpudo sobre las llamas que ascendían vertiginosamente hacia el techo, pero de repente se acordó del extintor que le había comprado a Violet y que le había obligado a guardar en la cocina. Cruzó la habitación a trompicones, persiguiendo pájaros flameantes que acababan por caer en forma de pavesas. Los montones de papel que había en el suelo le obstaculizaban el paso. Pero las cortinas no habían prendido. Detrás del fogón la pintura de la pared estaba desconchada, pero tampoco prendió. Continuó la persecución, y al cabo de cinco minutos, quizá menos, logró apagar el fuego. Por todas partes se veían trocitos de papel consumido, alas sucias de mariposa… una porquería.

Cuando Dane vio a Violet en el suelo, entre los rosales, se temió lo peor: que hubiera sufrido un infarto, o un ataque de apoplejía, o en el mejor de los casos que se hubiera roto una cadera al caer. Pero estaba consciente, haciendo esfuerzos por ponerse de pie, quejándose. Dane la cogió y la levantó. Entre gruñidos y exclamaciones de consternación de los dos, logró que subiera las escaleras y se sentara.

—¿De qué es esta sangre? —preguntó Dane.

Violet tenía los brazos cubiertos de suciedad y sangre.

—De las rosas —respondió Violet.

Dane comprendió por su tono de voz que no se había roto nada.

—Me he arañado con las rosas de una forma brutal —añadió Violet—. Estás hecho una pena, Dane. ¡Negro de pies a cabeza, hecho una penita, vamos!

Por la cara de Dane corrían lágrimas y gotas de sudor. Se llevó la mano a la mejilla y la retiró toda negra.

—Es del humo —explicó.

Violet parecía tan serena que Dane pensó que quizá hubiera sufrido un levísimo ataque, o que tuviera una ligera amnesia, la suficiente para que su memoria hubiera eliminado el suceso del incendio. Pero no era así.

—Ni siquiera he utilizado gasolina —dijo—. No he echado gasolina ni nada, Dane. ¿Por qué se habrá puesto así?

—La cocina no es de leña, tía Violet. Estaba encima de los quemadores de gas.

—¡Dios santo!

—Seguramente creías que estabas quemando papel en una estufa de leña.

—Sí, eso debe de haber sido. ¡Qué cosa más tonta! Y tú lo has apagado.

Dane trataba de desprenderle los trocitos de papel que se le habían pegado al pelo, pero se le desintegraban entre los dedos. Se reducían a polvo y desaparecían.

—Muchas gracias —dijo Violet.

—Lo que tenemos que hacer ahora es ir al hospital, para asegurarnos de que no te ha pasado nada —replicó Dane—. Podrías descansar allí unos días mientras arreglamos la cocina. ¿Te parece bien?

Violet emitió un ruido, un gemido, pero con calma, lo que parecía indicar que estaba de acuerdo.

—Después, si te apetece, podrías quedarte unos días con nosotros.

Hablaría con Theo aquella misma noche; ya lo solucionarían de alguna manera.

—Tendrás que vigilarme para que no os queme la casa.

—No te preocupes.

—¡Ay, Dane! No es ninguna broma.

Violet murió en el hospital, a la tercera noche, inesperadamente. Una reacción retardada, quizá. La impresión. Dane quemó todos los papeles en el incinerador del jardín de atrás. Violet no se lo había pedido, ni había hecho la menor alusión a qué se traía entre manos. Tampoco volvió a hablar de las chicas, ni de nada de lo que había ocurrido aquel verano. Pero Dane pensaba que debía concluir lo que su tía había empezado. Mientras realizaba su tarea, estuvo planeando lo que iba a decirles a las chicas, sin embargo, cuando terminó llegó a la conclusión de que las había juzgado con demasiada dureza: ellas le habían dado felicidad a Violet, tanta felicidad como problemas.

Cuando estaban sentados en la escalera, en la tarde calurosa de vaporosas nubes, frente al muro verde de maíz, Violet se tocó los arañazos y dijo:

—Esto me recuerda algo.

—Debería ponerte un poco de desinfectante —sugirió Dane.

—Estate quieto. ¿Tú crees que existe alguna infección que no me haya pasado por las venas a estas alturas? —Dane se quedó quieto, y Violet añadió—: Dane, ¿sabes que Wyck y yo éramos amigos desde mucho antes de que pudiéramos casarnos?

—Sí.

—Pues estos arañazos me recuerdan el día que nos encontramos y nos hicimos amigos, porque naturalmente, ya nos conocíamos de vista. Yo iba conduciendo el primer coche que tuve, un V-8 del que tú no te acordarás, y me salí de la carretera. Me metí en una zanja y no podía salir. De pronto oí un coche, lo esperé, y cuando apareció no fui capaz de mirarlo.

—¿Te daba vergüenza haberte salido de la carretera?

—Me sentía fatal, y por eso me salí de la carretera. Me sentía fatal sin ningún motivo especial, o por una tontería. No quería ver a nadie, así que eché a correr entre los arbustos y me quedé atascada. Por más vueltas que daba no era capaz de librarme de los espinos, y cuanto más me esforzaba por salir, más me arañaba. Llevaba un vestido de verano muy ligero. Pero el coche se paró, y era Wyck. ¿No te lo había contado nunca, Dane?

No.

—Era Wyck, que iba a no sé dónde, él solo. Me dijo que no me moviera y se puso a separar las ramas para que yo pudiera salir. Yo me sentía como un búfalo en una trampa. Pero no se rio de mí; no pareció sorprenderle lo más mínimo encontrarse a una persona en semejante situación. Fui yo quien empezó a reírse, al verle tan diligente con su traje de verano azul claro. —Se pasó las manos por los brazos, siguiendo la línea de los arañazos con las yemas de los dedos, dándoles leves golpecitos—. ¿De qué te estaba hablando?

—De cuando te quedaste enganchada en las ramas y Wyck te sacó.

Violet se dio unos golpecitos rápidos en los brazos, movió la cabeza y emitió aquel ruido gutural, de impaciencia o asco. «Aaan». Se enderezó y dijo con claridad y firmeza:

—Hay un jabalí corriendo entre el maíz.

—Y os reíais —dijo Dane, como si no hubiera oído sus últimas palabras.

—Sí —corroboró Violet, afirmando varias veces con la cabeza y esforzándose por no perder la paciencia—. Nos reíamos.