Un repentino silencio despertó a Edgar Drake. El vapor, tras rugir incesantemente durante siete días, paró los motores y dejó que lo empujara la corriente. En su camarote se filtraban nuevos sonidos: un débil chapoteo, un chirrido apagado de metal contra metal, como una lámpara de queroseno que oscilase en su cadena, gritos de hombres, y el lejano pero inconfundible clamor de un bazar. Entonces se levantó y, sin lavarse, se vistió, salió y recorrió el pasillo hacia la escalera de caracol que conducía a la cubierta, consciente del crujido de la madera bajo sus pies descalzos. En lo alto de la escalerilla estuvo a punto de chocar contra uno de los marineros más jóvenes, que se columpiaba en el pasamanos como un langur.
—Mandalay —dijo el muchacho, sonriente; extendió un brazo y señaló la costa.
Iban flotando junto a un mercado; o dentro de él. Era como si el buque hubiera descendido, y la orilla y sus habitantes se arremolinaban hasta desbordarse desde el muelle a la cubierta. El bazar se les echaba encima por ambos lados: gritos y empujones, rostros con líneas de thanaka semiocultas bajo amplios sombreros de bambú, siluetas de vendedores a lomos de elefantes… Un grupo de risueños niños saltó al barco, donde se persiguieron esquivando los cabos enrollados, las cadenas amontonadas y los sacos de especias que los comerciantes habían subido. Edgar oyó cantar a alguien a sus espaldas y se dio la vuelta. Había un vendedor de pan ácimo que sonreía con su boca desdentada y daba vueltas a la masa sobre un puño. «El sol», cantaba, y fruncía los labios para señalar con ellos el cielo. «El sol». La masa giraba cada vez más deprisa, hasta que el hombre la lanzó hacia arriba.
Edgar Drake echó un vistazo al vapor, pero ya no se veía: el mercado lo había invadido. Las especias derramadas llenaban la cubierta. Pasó una fila de monjes salmodiando y pidiendo limosna; lo rodearon y observó cómo sus pies desnudos dejaban un rastro en el polvo del suelo, que era del mismo tono que sus túnicas. Una mujer le gritó algo en birmano; mascaba betel, tenía la lengua del color de las ciruelas y su risa se confundía con el ruido de las pisadas. Los niños pasaron otra vez. Luego Edgar oyó de nuevo la risa. Volvió a mirar al vendedor de pan y la masa que giraba. El hombre cantó, estiró el brazo y cogió el sol del cielo. Estaba oscuro y Edgar escrutó la oscuridad de su camarote. Los motores se habían parado, efectivamente. Al principio se preguntó si seguía soñando, pero la ventana estaba abierta y por ella no entraba luz. Oyó voces fuera, y por un momento creyó que eran de la tripulación. Pero entonces le pareció que aquellos sonidos procedían de más lejos. Subió a la cubierta. La luna estaba casi llena y proyectaba una luz azulada sobre los hombres que empujaban barriles hacia la pasarela. La orilla estaba bordeada de cabañas. Por segunda vez aquella noche, Edgar Drake llegó a Mandalay.
En tierra lo recibió el capitán Trevor Nash-Burnham, cuya idea original había sido la de reunirse con Edgar en Rangún, y al que éste ya conocía como el autor de varios expedientes sobre el comandante médico Carroll. Los informes contenían abundantes descripciones de Mandalay, del río, de las tortuosas sendas que conducían al campamento del doctor… Edgar estaba deseando conocer a Nash-Burnham, pues la mayoría de los burócratas con los que había tropezado después de la cacería lo habían decepcionado: su insipidez en medio de tanto color lo sorprendía. Recordó que en Rangún, en el frenesí administrativo posterior al accidente, al regresar a sus habitaciones con un funcionario tras una reunión, habían visto a un montón de gente que trataba de mover el cuerpo de un adicto al opio: se había quedado dormido debajo de un carro, y éste lo había aplastado al ponerse en marcha. El hombre gritaba, con un lamento comedido y aletargado, mientras un grupo de comerciantes, por turnos, intentaban que los caballos avanzaran o que la carreta retrocediera. A Edgar le entraron náuseas, pero, en cambio, su acompañante ni siquiera dejó de hablar de los troncos de teca que habían cogido en los diferentes distritos de la colonia. Cuando Edgar quiso saber dónde podían buscar ayuda, le asombró que el funcionario no preguntara por qué (lo cual le habría parecido insensible mas al menos predecible), sino «¿Para quién?». Y eso que el afinador apenas pudo oírlo por culpa de los gritos del herido.
De pie en la orilla, Edgar se sentía incómodo. Mientras el capitán leía una carta del Ministerio de Defensa, una detallada lista de provisiones y horarios, él escudriñó el rostro del hombre que había descrito el Irawadi como «la centelleante serpiente que se lleva nuestros sueños y nos trae otros nuevos de las montañas». Era un individuo achaparrado, con la frente ancha, que resollaba cuando hablaba demasiado deprisa, completamente distinto del joven y atlético capitán Dalton. Era una situación extraña para una reunión oficial. Edgar consultó el reloj de bolsillo que Ka-therine le había regalado antes de su partida. Eran las cuatro, y entonces se acordó de que el reloj se había parado tres días después de su llegada a Rangún, y a partir de ese momento, como le había escrito a su esposa en broma, sólo daba la hora correcta dos veces al día, aunque lo conservaba «para guardar las apariencias». Recordó aquel anuncio que había visto en Londres: «ESTA NAVIDAD, CUANDO SUENEN LAS CAMPANAS DE LA IGLESIA, REGÁLESE UN RELOJ ROBINSON».
El río empezaba a cobrar vida y se veía un torrente de vendedores que bajaban hacia él. Ellos siguieron ese mismo camino hasta un coche y se dirigieron a la ciudad; el centro de Mandalay, como Edgar explicaría en su siguiente carta a casa, se hallaba a poco más de tres kilómetros del Irawadi. Cuando la capital se trasladó de Amarapura, que estaba junto al río, los reyes buscaron un emplazamiento alejado del ruido de los barcos de vapor extranjeros.
La carretera era oscura y tenía profundos surcos. Edgar se quedó contemplando las formas que pasaban hasta que el cristal se volvió opaco por la condensación. Nash-Burnham estiró un brazo y lo limpió con un pañuelo.
Cuando el coche entró en la ciudad empezaba a amanecer y las calles se estaban llenando de gente. Atravesaron un bazar. Los curiosos miraban por la ventanilla, a la que pegaban las manos. Un mozo que llevaba dos bolsas de especias colgando de una pinga se apartó para dejarlos pasar y los sacos oscilaron; uno de ellos rozó la ventanilla y desprendió un poco de curry que brilló al atrapar la luz del sol: el cristal se tiñó de oro.
Mientras avanzaban, Edgar intentó imaginarse en uno de los planos de Mandalay que había estudiado en el barco. Pero estaba perdido, y se dejó llevar por las emociones de la llegada, la curiosidad y el nerviosismo de ver por primera vez su nuevo hogar.
Pasaron junto a unas costureras que habían montado sus mesas en medio de la calle. También había mercaderes con bandejas de frutos de betel pelados y tazas de tila; afiladores de cuchillos; vendedores de dientes postizos e iconos religiosos, de sandalias, de espejos, de pescado seco y cangrejos, de arroz, de pasos, de sombrillas… De vez en cuando el capitán señalaba algo que se veía a lo lejos: una capilla famosa, un edificio del gobierno… Y Edgar Drake contestaba: «Sí, he leído sobre eso», o «Al natural es más bonito que en las ilustraciones», o «Quizá tenga ocasión de visitarlo».
Por fin el coche se detuvo delante de una modesta casita.
—Éste será su hogar de momento, señor Drake —anunció el capitán—. Normalmente alojamos a los invitados en el cuartel que hay dentro del palacio de Mandalay, pero es mejor que se quede aquí. Póngase cómodo y considérese en su casa, por favor. Hoy comeremos en la residencia del comisario de guerra de la División Norte; hay una recepción especial para celebrar la anexión de Mandalay. Vendré a buscarlo a mediodía.
Él le dio las gracias y bajó. El cochero le llevó los baúles hasta la puerta, llamó y salió una mujer. El afinador la siguió desde el vestíbulo hasta una estancia de elevado suelo de madera en la que sólo había una mesa y un par de sillas. La joven le señaló los pies a Edgar, quien, al ver que ella había dejado las sandalias en la entrada, se sentó en el escalón y se quitó los zapatos con torpeza. A continuación, la mujer lo guió por una puerta que había a la derecha y que conducía a una habitación dominada por una gran cama cubierta con una mosquitera, y dejó el equipaje en el suelo.
Junto al dormitorio había un cuarto de baño con una jofaina y toallas planchadas. Otra puerta llevaba a un pequeño patio, donde había una mesita bajo un par de papayos. Todo muy agradable y muy inglés, pensó Edgar, excepto los árboles y la mujer que estaba de pie junto a ellos.
—¿Edgar naa meh. Naa meh be lo… lo… kaw dha le? —articuló, volviéndose hacia ella, y la interrogación se refería tanto a la corrección de su birmano como a la pregunta en sí: «¿Cómo se llama usted?».
La mujer sonrió y respondió:
—Kyamma naa meh Khin Myo.
Lo pronunció suavemente, y la «m» y la «y» se fundieron en una sola letra.
Edgar Drake le tendió la mano; ella volvió a sonreír y la cogió entre las suyas.
* * *
Según su reloj seguían siendo las cuatro. A juzgar por la posición del sol, llevaba tres horas de retraso, y estaba libre hasta que llevara ocho: entonces tendría que reunirse con el capitán para ir a comer. Khin Myo había empezado a calentarle agua para el baño, pero Edgar la interrumpió.
—Me voy… Paseo… Me voy a dar un paseo.
Le hizo señas con los dedos, y ella asintió. «Creo que me entiende», pensó el afinador. Sacó el sombrero de la bolsa y fue hacia la antesala, donde tuvo que volver a sentarse para atarse los cordones de los zapatos.
Khin Myo lo esperaba en la puerta con una sombrilla. Edgar se paró a su lado, sin saber qué debía decir. Ella le había gustado al instante. Tenía un bonito porte, sonreía y lo miraba a los ojos, a diferencia de la mayoría de los criados, que se escabullían en cuanto habían terminado sus tareas. Tenía los ojos castaño oscuro y unas gruesas pestañas, y lucía unas líneas de thanaka en las mejillas. Se había puesto una flor de hibisco en el pelo, y al acercarse a ella, Edgar olió un dulce perfume, una mezcla de canela y coco. Llevaba una blusa blanca de encaje y un hta main de seda morada atado con esmero.
Para su sorpresa, la mujer salió con él. Ya en la calle, Edgar intentó de nuevo componer algunas frases en birmano:
—No se preocupe por mí, ma… thwa… um. No hace falta que… ma paseo…
«Lo hace sólo por cortesía —se dijo—, y no quiero ser una carga para ella».
Khin Myo rió.
—Habla muy bien el birmano. Y eso que sólo lleva dos semanas aquí.
—¿Cómo? ¿Habla usted inglés?
—No demasiado bien, mi acento es muy malo.
—Nada de eso, es excelente.
La dulce voz de la mujer lo cautivó de inmediato; era como un susurro, pero más profundo, como el sonido del viento en la boca de una botella.
Ella sonrió, y entonces sí bajó la vista.
—Gracias. Continúe, por favor; no pretendo interrumpir su paseo. Puedo acompañarlo, si lo desea.
—Es que no querría molestarla…
—Para mí no supone ninguna molestia. Me encanta andar por mi ciudad a esta hora de la mañana. Y, de todos modos, no puedo permitir que se vaya solo; el capitán Nash-Burnham comentó que podría perderse.
—Bueno, gracias, muchas gracias. La verdad es que estoy asombrado.
—¿De mi inglés, o de que a una birmana no le dé vergüenza hablar con usted? No se preocupe; me ven a menudo con visitantes.
Caminaron por la calle y pasaron por delante de otras viviendas con caminos de tierra cuidadosamente barridos. Frente a una de las casas había una mujer tendiendo ropa en una cuerda. Khin Myo se paró para hablar con ella.
—Buenos días, señor Drake —dijo la mujer.
—Buenos días —respondió él.
—Todas las… —Edgar se interrumpió, sin saber qué palabra debía emplear.
—¿Si todas las sirvientas hablan inglés?
—Sí…
—No, no todas. Yo enseño a la señora Zin Nwe cuando su amo no está. —Khin Myo se contuvo, y agregó—: Bueno, eso no se lo diga a nadie, por favor. Me temo que he sido demasiado franca con usted.
—No se inquiete; no diré nada. ¿Enseña usted inglés?
—Lo enseñaba antes. Es una larga historia y no deseo aburrirlo, francamente.
—Dudo que lo hiciera. ¿Cómo lo aprendió?
—Quiere saber muchas cosas, señor Drake. ¿Tanto le extraña?
—Perdone, no pretendía ofenderla; pero es que no he conocido a muchas…
Khin Myo, que mientras andaban iba ligeramente rezagada, guardó silencio, aunque luego añadió en voz baja:
—Lo siento. Ahora he sido yo la maleducada.
—No —replicó Edgar—. Es cierto que hago muchas preguntas. Lo que ocurre es que aún no he podido conocer a muchos nativos; ya sabe usted cómo son los oficiales.
—Sí, lo sé —contestó Khin Myo con una sonrisa.
Al llegar al final de la calle se detuvieron. Edgar tenía la impresión de que estaban recorriendo el mismo camino por el que él había llegado.
—¿Adónde le gustaría ir, señor Drake?
—Lléveme a su lugar favorito —respondió él, admirado por la inusitada intimidad de aquella respuesta.
Si a ella también le chocó, supo disimularlo.
Tomaron una ancha carretera en dirección oeste; el sol se elevaba a sus espaldas, y Edgar veía cómo sus sombras los precedían por la calzada, como serpientes. Hablaron poco y anduvieron sin parar durante casi una hora. Al llegar a un pequeño canal se detuvieron para contemplar un mercado flotante.
—Creo que éste es el rincón más bonito de Mandalay —afirmó Khin Myo.
Y Edgar, que llevaba menos de cuatro horas en aquella ciudad, dijo que opinaba lo mismo. Debajo de ellos las barcas se desplazaban cerca de la orilla.
—Parecen flores de loto flotando en el agua —señaló él.
—Y los vendedores son como las ranas que croan encima.
Estaban de pie en un pequeño puente, observando las embarcaciones que pasaban.
—¿Es verdad que ha venido aquí para reparar un piano? —dijo entonces Khin Myo.
Edgar vaciló, sorprendido por aquella pregunta.
—Sí, así es. ¿Cómo lo sabe?
—Te enteras de muchas cosas si los demás creen que no entiendes su lengua.
Edgar la contempló con atención.
—Ya… Sí, me lo imagino… ¿Le parece extraño? Ya sé que es mucha distancia para afinar un piano.
En ese momento él miró hacia el canal. Dos canoas se habían parado para que una mujer pesara una especia amarilla en una bolsita; se derramó un poco, y cayó en las negras aguas como si fuera polen.
—No, no es tan raro. Estoy convencida de que Anthony Carroll sabe lo que hace.
—¿Lo conoce usted?
Ella se quedó callada; Edgar se giró y vio que tenía la mirada perdida. Abajo, los comerciantes impulsaban sus botes por un agua que se asemejaba a la tinta, entre islas de jacintos, mientras anunciaban a gritos el precio de las especias.
Regresaron a la casa. El sol estaba más alto, y Edgar se preocupó al pensar que quizá no tuviera suficiente tiempo para bañarse antes de que Nash-Burnham llegara para acompañarlo a la recepción. Khin Myo llenó de agua la tina del cuarto de baño y le llevó jabón y una toalla. Edgar se lavó, se afeitó y se puso una camisa y unos pantalones limpios que ella le había planchado mientras tanto. Cuando salió, el afinador la encontró arrodillada junto a una palangana, ocupándose ya de su ropa sucia.
—Señorita Khin Myo, no es necesario que haga eso.
—¿El qué?
—Lavarme la ropa.
—¿Quién va a hacerlo si no?
—No lo sé; es que…
Ella lo interrumpió:
—¡Mire! Ha llegado el capitán Nash-Burnham.
Edgar lo vio; acababa de doblar la esquina.
—¡Hola! —gritó el afinador.
Nash-Burnham iba con su traje de oficial —casaca roja, chaleco y pantalones azules— y llevaba una espada colgada del cinto.
—¡Hola, Edgar! Espero que no le importe caminar un poco. Necesitaban el coche para unos invitados que están en peor forma física. —Entró en el patio y miró a la joven—. Ma Khin Myo —dijo, e hizo una reverencia—. Oh, huele usted de maravilla.
—Huelo a jabón de lavar.
—Ojalá las rosas se bañaran en él.
«Por fin —pensó Edgar— el hombre que describió el Irawadi como una serpiente centelleante».
La residencia del comisario de guerra estaba a veinte minutos a pie. Mientras iban hacia allí, el capitán tamborileaba con los dedos en la vaina de su espada.
—¿Cómo ha pasado la mañana, señor Drake?
—Bien, muy bien. He dado un paseo encantador con la señorita Khin Myo. No es como el resto de las mujeres birmanas, ¿verdad? Son todas muy tímidas. Y ella habla un inglés excelente.
—Sí, es fabulosa. ¿Le ha contado cómo aprendió nuestro idioma?
—No, se lo he preguntado, pero ella no me ha revelado nada y yo no he querido insistir.
—Es usted muy prudente, señor Drake, aunque no creo que a ella le hubiera importado decírselo. De todos modos, valoro su discreción; no se puede imaginar los problemas que he tenido con otros invitados. Es una mujer muy hermosa.
—Sí, lo es; como la mayoría de las que he visto aquí. Pero yo ya no soy joven.
—Bueno, tenga cuidado. No sería usted el primer británico que se enamora y no regresa a Inglaterra. A veces creo que la única razón por la que buscamos nuevas colonias es por las mujeres. Permítame recomendarle que no se meta en líos de faldas.
—Oh, no tiene por qué preocuparse —repuso Edgar—. En Londres tengo una esposa a la que adoro.
El capitán lo miró con recelo. Edgar rió y pensó: «Pues es la verdad; añoro a Katherine».
Siguieron el trazado de una valla que bordeaba una amplia extensión de césped en cuyo centro se alzaba una majestuosa mansión. En la entrada había un indio con uniforme de policía montando guardia. El capitán lo saludó con la cabeza y él abrió la verja. Recorrieron un largo sendero donde había varios coches con los caballos enganchados.
—Bienvenido, señor Drake —dijo Nash-Burnham—. Confío en que la tarde será soportable si sobrevivimos al almuerzo y al recital poético de rigor. Cuando las damas se hayan retirado podremos jugar alguna partidita de cartas; somos un poco quisquillosos, pero en general nos llevamos bastante bien. Usted limítese a actuar como si estuviera en Inglaterra. Aunque debo darle un consejo: no se le ocurra hablarle a la señora Hemmington de nada relacionado con Birmania. Tiene opiniones muy desagradables sobre lo que ella llama «el carácter de las razas oscuras» que a muchos de nosotros nos resultan violentas. En cuanto alguien menciona un templo o la comida nativa, ella se pone a hablar y no hay forma de pararla. Cuéntele chismes de Londres, háblele de ganchillo o de lo que sea, pero de nada relacionado con este país.
—Pero si yo no sé hacer ganchillo…
—No se preocupe; ella sí. —Casi habían llegado al pie de la escalinata—. Tenga cuidado con el coronel Simmons si bebe demasiado. Y no haga preguntas militares: recuerde que usted es un civil. Y una última cosa… Debería habérselo dicho antes: la mayoría de los invitados sabe a qué ha venido usted aquí; lo acogerán con la hospitalidad debida a un compatriota, pero no está entre amigos. Por favor, procure no hablar de Anthony Carroll.
En la puerta los recibió un mayordomo sij. Nash-Burnham lo saludó exclamando:
—¡Pavninder Singh, buen hombre! ¿Cómo está usted?
—Muy bien, sahib, muy bien —respondió él, sonriente.
El capitán le entregó su espada.
—Pavninder, le presento al señor Drake. —Señaló a Edgar.
—¿El afinador de pianos? —susurró el mayordomo.
Nash-Burnham rió y se llevó una mano al vientre.
—Pavninder es un músico de gran talento —reveló—; un excelente intérprete de tabla.
—¡Oh, sahib, qué generoso es usted!
—Cállese, y deje de llamarme sahib; ya sabe que no lo soporto. Entiendo de música. En la Alta Birmania hay miles de indios al servicio de Su Majestad, y usted es el mejor de todos con la tabla. Tendría que ver cómo se derriten por él las muchachas, señor Drake. Quizá puedan tocar ustedes un dueto si el señor Drake se queda en la ciudad el tiempo suficiente.
Entonces le tocó a Edgar protestar.
—La verdad, capitán, es que soy un verdadero inepto al piano. Sólo sé afinarlos y repararlos.
—Eso son bobadas. Ambos pecan de excesiva modestia. De todos modos, actualmente los pianos parecen un tema muy delicado, así que se ha librado usted. Pavninder, ¿han empezado ya a comer?
—No, señor, pero están a punto. Llegan ustedes a tiempo.
Los condujo a una sala llena de oficiales y damas por la que corrían la ginebra y los chismorreos. «Tiene razón: es como estar otra vez en Londres —pensó Edgar—. Da la impresión de que han importado el ambiente».
Nash-Burnham se abrió paso con gran dificultad entre dos mujeres corpulentas y bastante achispadas, cubiertas de vaporosa muselina y una cascada de bandas prendidas como mariposas en la tela del vestido. Luego colocó una mano en un grueso codo con hoyuelos.
—¿Cómo está usted, señora Winterbottom? Permítame que le presente al señor Drake…
Se movían despacio entra la gente y el capitán guiaba a Edgar por los torbellinos de conversación con la destreza de un barquero; su expresión pasaba rápidamente de reflejar precaución mientras escudriñaba la sala, a componer una amplia sonrisa cada vez que apartaba a una empolvada dama de su círculo para presentarle al afinador con un soliloquio:
—Lady Aston, querida, no la veía desde la fiesta que celebró el comisario de guerra en marzo. Qué hermosa está usted hoy; es por el mes que ha pasado en Maymyo, ¿verdad? ¡Lo sabía! Tengo que ir allí un día de éstos, aunque para un soltero no es muy divertido, ¡hay demasiada tranquilidad! Pero iré de todos modos… Un momento, permítame que le presente a un invitado, el señor Drake, de Londres.
—Encantado de conocerla, lady Aston.
—Igualmente, no sabe usted cómo echo de menos la ciudad.
—Yo también, señora, y sólo llevo un mes fuera.
—¿En serio? Pues bienvenido; tiene que conocer a mi esposo. ¡Alistair! Alistair, éste es el señor Drick, que acaba de llegar de Londres.
Un individuo alto con patillas largas y rectas le tendió la mano.
—Encantado, señor Drick…
—Drake, lord Aston. Es un honor —replicó Edgar pensando que hasta él sabía que aquella exagerada moda ya estaba desfasada en Inglaterra.
Siguieron paseándose entre los asistentes.
—Quiero presentarle al señor Edgar Drake, recién llegado de Londres. Señor Drake, la señorita Hoffnung, quizá las manos más hábiles de toda la Alta Birmania.
—Oh, capitán, me halaga usted. No se crea ni una sola palabra de lo que le diga, señor Drake.
—Señora Sandilands, el señor Drake. Señora Partridge, Edgar Drake, de Londres. Edgar, la señora Partridge, y la señora Pepper.
—¿De qué zona de Londres es usted, señor Drake?
—¿Juega al tenis sobre hierba?
—¿A qué se dedica usted?
—Vivo en Franklin Mews, cerca de Fitzroy Square. Y no, no domino ese deporte, señora Partridge.
—Pepper.
—Le ruego que me disculpe. De todos modos, sigo sin saber jugar al tenis sobre hierba, señora Pepper.
Risas.
—Fitzroy Square, eso está cerca del Oxford Music Hall, ¿no es así, señor Drake?
—Exacto.
—Lo dice como si lo conociera. No será usted músico, ¿verdad, señor Drake?
—No, no lo soy, aunque podríamos decir que estoy relacionado de alguna forma con la música…
—Señoras, les ruego que no le hagan más preguntas a mi amigo. Creo que está muy cansado.
Se quedaron en un rincón de la sala, protegidos de la gente por las anchas espaldas de un alto oficial vestido con falda escocesa. El capitán bebió un rápido sorbo de ginebra.
—Espero que no le agote tanta conversación.
—No, no se preocupe. Pero reconozco que estoy impresionado; todo es tan… calcado.
—Confío en que se divierta. Seguro que será una tarde agradable. El cocinero es de Calcuta, uno de los mejores de la India, según dicen. Yo no vengo siempre a estas celebraciones, pero hoy es un día especial. Espero que se sienta como en su casa.
—Como en mi casa… —dijo Edgar, y estuvo a punto de añadir: «Tan en casa como me siento en la mía».
Pero en ese momento sonó un gong en el vestíbulo, y pasaron al comedor.
Una vez bendecida la mesa se sirvió la comida. Edgar estaba sentado enfrente del comandante Dougherty, un individuo obeso que no paraba de reír y resollar; le preguntó por su viaje, y bromeó sobre el estado de los barcos de vapor que hacían las rutas fluviales. La señora Dougherty, una mujer larguirucha y empolvada que estaba a la izquierda de su marido, quiso saber si Edgar seguía la política británica, y él contestó indirectamente contando algunas noticias sobre los preparativos del jubileo de la reina.
Como ella insistía, el capitán la interrumpió al cabo de unos minutos; chascó la lengua y dijo:
—Querida, estoy seguro de que uno de los motivos del señor Drake para venir a Birmania era huir de la política nacional. ¿Me equivoco?
Todos rieron, incluida la señora Dougherty, que siguió tomándose la sopa, satisfecha con la poca información que le había sonsacado al recién llegado. Edgar se puso algo tenso porque aquel tema se había inclinado un poco, como un equilibrista, hacia el verdadero motivo de su viaje. Afortunadamente, la señora Remington, que estaba a su izquierda, intervino enseguida para regañar al capitán por burlarse de aquellas cosas.
—Eso no es insustancial. Nosotros, como subditos británicos, debemos estar al corriente de esos asuntos porque aquí el correo llega con mucho retraso. ¿Cómo está la reina, por cierto? Y me han comentado que lady Hutchings ha contraído la tuberculosis: ¿cuándo fue eso, antes o después del baile de disfraces de Londres?
—Después.
—Bueno, mejor así, no por ella, sino por la fiesta, porque al fin y al cabo es preciosa. ¡Cómo me habría gustado asistir!
Algunas de las otras mujeres gorjearon y luego iniciaron una charla sobre el último baile de sociedad al que habían acudido; Edgar se arrellanó en el asiento y se puso a comer.
«Son muy educados —se dijo—. Y pensar que en Inglaterra jamás me habrían invitado a una comida como ésta…» Estaba muy tranquilo con el cariz que había tomado la conversación, pues ¿qué podía estar más lejos de temas tan delicados como pianos y médicos estrafalarios que un baile?, cuando la señora Remington le preguntó, con un tono completamente inofensivo:
—¿Asistió usted, señor Drake?
Y él contestó:
—No.
—Sabe tantos detalles que pensaba que había ido —añadió ella.
—No —replicó él, y agregó—: Sólo afiné el Erard de cola que tocaron en la fiesta. —Y de inmediato se dio cuenta de que no debía haber pronunciado esas palabras.
—¿Cómo dice? ¿El qué de cola?
Y él no pudo evitar explicar:
—El Erard, es un tipo de piano, uno de los mejores de Londres. Tenían uno de mil ochocientos cincuenta y cuatro, un instrumento precioso; yo mismo lo había armonizado un año antes, pero había que afinarlo para la ocasión —aclaró.
Ella se quedó contenta con la explicación y no dijo nada más. Se produjo uno de esos silencios que presagian un cambio de tema, pero entonces la mujer comentó con inocencia:
—¿Erard? Ah, sí, es el que toca el doctor Carroll.
Incluso entonces la conversación habría podido salvarse si, por ejemplo, la señora Dougherty hubiera intervenido deprisa para preguntarle al recién llegado qué opinaba del clima birmano y oír cómo éste decía que lo encontraba espantoso; o si el comandante Dougherty se hubiera puesto a hablar de un ataque protagonizado por dacoits cerca de Taunggyi; o si la señora Remington hubiera insistido con el baile, que no estaba ni mucho menos agotado, pues ella quería saber si su amiga la señora Bissy había estado allí. Pero el coronel West, que estaba a la derecha del comandante Dougherty y que no había abierto la boca en toda la comida, murmuró algo que todos pudieron oír:
—Debimos haber arrojado ese trasto al agua.
—Disculpe, coronel, ¿cómo dice? —repuso Edgar volviendo la cabeza hacia él.
—Que ojalá hubiéramos lanzado ese instrumento infernal al Irawadi, o lo hubiésemos convertido en leña, por el bien de Su Majestad.
El silencio se apoderó de la mesa, hasta que Nash-Burnham, que estaba hablando con otra persona, intervino finalmente.
—Por favor, coronel, ya hemos comentado eso otras veces.
—No me diga de qué tengo que hablar y de qué no, capitán. Los dacoits mataron a cinco de mis hombres por culpa de ese piano.
—Con todos mis respetos, coronel, todos lamentamos muchísimo aquel ataque. Yo, sin ir más lejos, conocía a uno de aquellos soldados. Pero creo que el Erard no tiene relación con ese asunto, y el señor Drake es nuestro invitado.
—¿Pretende explicarme lo que sucedió, capitán? —Por supuesto que no, señor. Lo único que sugiero es que lo discutamos en otra ocasión.
El coronel miró a Edgar y le explicó:
—Los refuerzos destinados a mi puesto se retrasaron dos días porque tuvieron que escoltar ese cacharro. ¿No le ha contado el Ministerio de Defensa esa historia, señor Drake?
—No.
A Edgar se le había acelerado el pulso y se sintió un poco mareado. Por su mente pasaron imágenes de la cacería de Rangún. «De eso tampoco me hablaron», pensó.
—Por favor, coronel, el señor Drake está suficientemente informado.
—Ni siquiera debería haber venido a Birmania. Todo esto es un disparate.
El silencio se extendió de nuevo por el comedor, y todas las miradas se dirigieron hacia los dos oficiales. Nash-Burnham apretó las mandíbulas, rojo de ira, pero no perdió el control: se quitó la servilleta del regazo y la depositó sobre el mantel con suavidad.
—Gracias por el almuerzo, coronel —dijo al tiempo que se levantaba—. Si no le importa, señor Drake, creo que será mejor que nos marchemos. Tenemos… unos asuntos que atender.
En ese instante todos miraron fijamente al afinador.
—Sí, capitán, por supuesto…
Edgar se apartó de la mesa y oyó algunos murmullos de decepción.
—Yo deseaba que me contara cosas de la fiesta —masculló una dama.
—Con lo agradable que es…
—Los hombres siempre acaban estropeando estas reuniones hablando de la guerra y de política.
Nash-Burnham se acercó a Edgar y le puso una mano en un hombro.
—Señor Drake…
—Gracias por el almuerzo, gracias a todos. —Se levantó y agitó una mano con torpeza.
En la puerta, el mejor intérprete de tabla de la Alta Birmania le entregó la espada al capitán, que la recibió con el entrecejo fruncido.
En la calle se cruzaron con una mujer que llevaba dos grandes cestos colgados de una pinga. Nash-Burnham, enojado, pegó una patada y clavó la puntera de la bota en el suelo.
—Siento mucho lo ocurrido, señor Drake. Sabía que el coronel estaría en la comida. No he debido llevarlo; ha sido un error.
—Por favor, capitán, no diga eso. —Continuaron andando—. Yo no sabía lo de sus hombres.
—Lo sé. Lo que les pasó no tiene nada que ver con el piano.
—Pero el coronel ha dicho…
—Sé lo que ha dicho, pero los refuerzos no tenían previsto viajar a las minas de rubíes para reunirse con su patrulla hasta una semana más tarde. El ataque no está relacionado con el Erard. El doctor Carroll lo llevó a Mae Lwin personalmente. Pero yo no podía discutir con él: es mi superior. Marcharme antes de tiempo ya ha sido un gesto de insubordinación. —Edgar se quedó callado—. Perdone que me haya puesto así, señor Drake —agregó el capitán—. A veces me tomo demasiado a pecho lo que dicen los demás sobre el doctor Carroll. A estas alturas ya debería haberme acostumbrado a los comentarios de algunos oficiales. Tienen celos, o quieren guerra: cuando hay paz es difícil ascender. El doctor… —Se dio la vuelta y miró a Edgar—. Me atrevería a decir que él y su música les impiden invadir… En fin, no debería haberlo implicado en esto.
«Creo que ya estoy involucrado», pensó el afinador, mas no dijo nada. Se pusieron de nuevo en marcha y no hablaron hasta que llegaron a su casa.