Dos días más tarde Edgar Drake recibió un mensaje del Ministerio de Defensa. Habían conseguido un camarote en un barco de la Irawadi Flotilla Company que transportaba teca. Zarparía de los muelles de Prome dos días más tarde, por lo que tendría que trasladarse hasta allí en tren; el viaje hasta Mandalay duraría una semana.
En los cuatro días que llevaba en Rangún apenas había deshecho el equipaje. Desde la cacería había permanecido en su habitación y sólo había salido cuando diversos funcionarios requerían su presencia, o alguna vez para dar un paseo. La burocracia de la organización colonial lo asombró. Después de lo acontecido, lo habían citado para firmar declaraciones en los departamentos de Justicia Civil y Criminal, en la comisaría de policía, en el departamento de Administración Municipal, en el de Medicina, e incluso en el de Bosques (porque, tal como especificaba la citación, «el accidente tuvo lugar durante una expedición de control de fauna salvaje»). Al principio le sorprendió que el suceso hubiera llegado a oídos de las autoridades. Era consciente de que si todos se hubieran puesto de acuerdo, habrían podido encubrirlo con facilidad; los aldeanos no habrían encontrado una forma de denunciar lo ocurrido y, aunque hubiera sido así, era difícil que los hubiesen creído, e incluso en ese caso no era probable que hubieran castigado a los oficiales.
Sin embargo, todos, incluido Witherspoon, insistieron en que había que informar del asunto. Éste aceptó una multa moderada que iría a parar a la familia de la víctima junto con los fondos del ejército reservados para aquel tipo de indemnizaciones. «Todo parece increíblemente civilizado —le contó Edgar a Katherine—; quizá esto sea una prueba de la influencia positiva de las instituciones británicas, pese a las ocasionales aberraciones que perpetran nuestros soldados». «O tal vez —escribió al día siguiente, tras firmar su séptimo testimonio— no sea más que un simple bálsamo, un método eficaz y probado para enfrentarse a semejante espanto, para absolver algo más profundo; pues aquella tarde ya empieza a desdibujarse tras la pantalla de la burocracia».
Witherspoon y Fogg partieron con destino a Pegu en cuanto terminó el papeleo, y llegaron a tiempo de relevar a un par de oficiales que regresaban a Calcuta con sus regimientos. Edgar no se despidió de ellos. Pese a que le habría gustado culpar a Witherspoon de la tragedia, no fue capaz de hacerlo. Porque éste se había precipitado, pero sólo dos segundos antes que el resto del grupo, pues todos compartían el afán de la cacería. Y, sin embargo, cada vez que Edgar lo veía, en las comidas o en las oficinas del gobierno, no podía contener el recuerdo: el rifle apoyado en la firme mandíbula y las gotas de sudor corriendo por la bronceada nuca.
Edgar no sólo evitó a Witherspoon, sino también a Dalton. La noche antes de su partida un mensajero le llevó una invitación del capitán para que lo acompañara al Pegu Club. Edgar la rechazó cortésmente y adujo que estaba agotado. En el fondo quería verlo, agradecerle su hospitalidad y decirle que no le guardaba ningún rencor. Pero la idea de revivir el incidente lo aterraba, y tenía la sensación de que en ese momento lo único que compartía con el joven era un instante de horror, y que reunirse con él supondría recordarlo. Así que se excusó, y el capitán no volvió a llamarlo; y aunque Edgar se dijo que siempre podía visitarlo cuando volviera a pasar por Rangún, sabía que no lo haría.
El día de su partida un coche fue a buscarlo a la puerta y lo llevó a la estación del ferrocarril, donde subió al tren de Prome. Mientras lo cargaban, Edgar observó el bullicio que había en el andén. Vio a un grupo de chiquillos que jugaban a pasarse una cáscara de coco. Sin pensarlo, sus dedos asieron la única moneda que le quedaba en el bolsillo izquierdo, y que guardaba desde la cacería: un símbolo de responsabilidad, de altruismo desatinado, el recordatorio de un error y, por lo tanto, un amuleto.
En medio del caos del duelo, cuando todos se marcharon y se llevaron al niño, Edgar distinguió la moneda en el suelo, sobre la huella que el cuerpo había dejado en la tierra. Supuso que nadie había reparado en ella, y la cogió sencillamente porque era del pequeño y no le pareció bien que se perdiera en aquel rincón de la selva. Edgar no sabía que se equivocaba: ni la habían pasado por alto ni la habían olvidado; brillaba como el oro bajo la luz del sol, y todos los críos la habían visto y la habían deseado. Pero lo que los niños sabían, y él no entendía, se lo podría haber explicado cualquiera de los mozos que cargaban cajones en el tren. Le habrían dicho que los talismanes más poderosos son los que se heredan, y que con ellos se transmite también la suerte.
En Prome lo recibió un representante de un oficial del distrito, que lo acompañó a los muelles. Allí Edgar embarcó en un pequeño vapor de la Irawadi Flotilla Company, cuyos motores ya habían empezado a girar. Le enseñaron su camarote, con vistas a la margen izquierda del río. Era pequeño pero limpio, y Edgar sintió que la ansiedad que le producía pensar en aquel viaje se calmaba. Mientras deshacía el equipaje advirtió que se apartaban de la orilla, y fue hacia la ventana para observar cómo desaparecían las riberas. Como todavía pensaba en la cacería del tigre, no se había fijado en Prome: sólo había visto algunas ruinas y un bullicioso mercado que había cerca del puerto. Entonces, en el río, notó que se quitaba un peso de encima, como si al separarse de las calurosas y abarrotadas calles de Rangún, y del delta, se alejara también de la muerte de aquel niño. Subió a cubierta. Había otros pasajeros y unos cuantos soldados; una pareja de ancianos italianos le dijo que habían ido a hacer turismo. Todo eran caras nuevas; no había nadie que estuviera al corriente del suceso, y Edgar se propuso olvidar aquella desgraciada experiencia y dejarla en el fango de las orillas.
Desde el centro del río la vista no tenía nada de particular, así que se puso a jugar a las cartas con los militares. Al principio vaciló en mezclarse con ellos, al recordar la altanería de los oficiales que había conocido en el barco de Marsella. Pero aquéllos eran reclutas, y cuando vieron que Edgar viajaba solo lo invitaron a jugar; a cambio, él los distrajo con novedades sobre la liga de fútbol: en Birmania, hasta las noticias de varios meses atrás eran bienvenidas. En realidad no entendía mucho de ese deporte, pero había afinado el piano del propietario de un club de Londres, que le había regalado entradas para varios partidos. Antes de marcharse, y por sugerencia de Katherine, memorizó algunos resultados para, como dijo ella, «poder participar en las conversaciones y conocer a gente». En ese momento disfrutaba con la atención que le prestaban los muchachos, y con el entusiasmo con que recibían sus noticias. Bebieron ginebra juntos, rieron y proclamaron a Edgar Drake «un buen hombre». Él pensó en lo felices que eran aquellos jóvenes que, sin embargo, también debían de haber presenciado el horror, pero que allí se conformaban con oír historias de los encuentros de fútbol jugados dos meses antes. Y siguió tomando ginebra con agua tónica; los soldados bromeaban diciendo que lo hacían «por prescripción médica», porque la quinina de la tónica combatía las fiebres palúdicas.
Aquella noche durmió profundamente, sin soñar por primera vez desde hacía varios días, y se despertó mucho después de que hubiera salido el sol, con un intenso dolor de cabeza debido al alcohol. Las boscosas orillas todavía estaban lejos, y en ellas sólo se veía alguna pagoda. Así que se unió a otra partida de cartas e invitó a los muchachos a unas cuantas rondas más de ginebra.
Pasaron tres días bebiendo y jugando, y cuando había repetido tantas veces los resultados de la liga que hasta el más borracho de los reclutas se los sabía de memoria, Edgar se arrellanó en la silla y dejó que le hablaran de Birmania. Uno de ellos había participado en la batalla del fuerte Minhla durante la tercera guerra, y relató su avance a través de la bruma y la feroz resistencia de los birmanos. Otro había formado parte de una misión en el estado de Shan, en el territorio del caudillo Twet Nga Lu, y contó su historia. Edgar la escuchó con atención porque había oído varias veces el nombre de aquel bandolero, y le preguntó al soldado: «¿Llegaste a ver a Twet Nga Lu?». El muchacho contestó que no, que caminaron varios días seguidos por la selva y que por todas partes encontraban señales de que los estaban vigilando: restos de hogueras, sombras que se movían entre los árboles… Pero nunca los atacaron, y regresaron sin derrota ni conquista; la tierra obtenida sin testigos no es una verdadera victoria.
Edgar le hizo más preguntas. ¿Había visto alguien a Twet Nga Lu? ¿Hasta dónde se extendía su territorio? ¿Eran ciertos los rumores que circulaban sobre su crueldad? El joven respondió que el bandido nunca se dejaba ver y que sólo enviaba mensajeros, por lo que mucha gente creía que no existía. Ni siquiera el señor Scott, el gobernador del estado de Shan, cuya facilidad para trabar amistad con tribus como los kachin era célebre, había logrado verlo. Y sí, su virulencia era cierta: él había visto con sus propios ojos a hombres crucificados en las cimas de las montañas, clavados en hileras de equis de madera. Y nadie conocía la superficie que dominaba. Algunos informes aseguraban que había tenido que refugiarse en las montañas, rechazado por el sawbwa de Mongnai, cuyo trono había usurpado. Pero la mayoría de la gente opinaba que esa pérdida de terreno era insignificante: era demasiado temido por sus poderes sobrenaturales, sus tatuajes y sus amuletos, los talismanes que llevaba bajo la piel.
Cuando la botella de ginebra estaba a punto de terminarse, el muchacho dejó de hablar y le preguntó a Edgar por qué le interesaba tanto Twet Nga Lu. El embriagador sentimiento de camaradería y aprobación pudo con la confidencialidad, y él les reveló que había ido a afinar el piano del comandante médico Anthony Carroll.
Al oír el nombre del doctor, los otros hombres, que estaban jugando a las cartas, se detuvieron y se quedaron mirándolo.
—¿Carroll? —gritó uno de ellos, con marcado acento escocés—. Cielo santo, ¿ha dicho usted Carroll?
—Pues sí… ¿Por qué? —repuso Edgar, sorprendido ante esa reacción.
—¿Por qué? —rió el soldado, y miró a sus compañeros—. ¿Habéis oído? Llevamos tres días en este barco suplicándole a este amigo que nos diga los resultados de la liga de fútbol, y hoy va y nos cuenta que es amigo del doctor, nada menos.
Todos rieron y entrechocaron los vasos.
—Bueno, amigo no, todavía… —los corrigió Edgar—. Pero no lo entiendo. ¿A qué viene tanta emoción? ¿Lo conocen ustedes?
—¿Que si lo conocemos? —repitió el joven riendo a carcajadas—. Ese hombre es tan legendario como Twet Nga Lu. ¿Qué digo?, ¡tanto como la reina!
Volvieron a brindar y se sirvieron más ginebra.
—¿En serio? —preguntó Edgar inclinándose hacia delante—. No sabía que fuera tan… famoso. No me extrañó que algunos oficiales lo conocieran, pero me dio la impresión de que muchos no lo apreciaban.
—Claro, porque es muchísimo más competente que ellos. Carroll es un verdadero hombre de acción. ¿Cómo va a caerles bien?
Más risas.
—Sin embargo, a ustedes sí les gusta.
—¿Gustarnos? Cualquiera que tenga que servir en el estado de Shan adora a ese bastardo. Si no llega a ser por él, ahora yo estaría perdido en alguna selva pestilente, cubierto de barro y peleando con una sanguinaria banda. No sé cómo lo hace, pero el caso es que a mí me rescató de la muerte, sobre eso no albergo ninguna duda. Si estalla una guerra de verdad en el estado de Shan, nos cuelgan a todos en cuestión de días.
Otro soldado levantó su vaso y dijo:
—Por Carroll. Al cuerno con sus poemas y su estetoscopio, pero que Dios bendiga a ese cabrón, porque me salvó la vida.
Los demás rugieron.
Edgar no podía creer lo que estaba oyendo.
—Que Dios bendiga a ese cabrón —gritó, y alzó su vaso.
Cuando hubieron bebido bastante, los hombres empezaron a hablar.
¿Quiere que le hablemos de Carroll? Yo nunca lo he visto. Ni yo. Ni yo. Sólo hemos oído cosas. Bueno, ninguno de nosotros lo conoce personalmente, eh, brindemos por eso, ese tipo no es más que un cuento de hadas. Dicen que mide más de dos metros y que echa fuego por la boca. En serio. Eso yo no lo sabía. Bueno, yo he oído decir lo mismo de tu madre. Venga, Jackson, no te pases, capullo, este caballero quiere datos reales sobre Carroll. En ese caso brindemos por la verdad, pues mira, yo respetaría menos a ese hombre si fuera un gigante y vomitara fuego. ¿Conocéis la historia de la construcción del fuerte? Es divertidísima. Cuéntala tú, Jackson, cuéntala tú. Bueno, vale. Silencio, bastardos. Señor Drake, perdone mi lenguaje, es que estoy un poco bebido. Venga, empieza ya, Jackson. De acuerdo, a eso voy, ¿cómo era? No, ¿sabéis qué? ¿Qué? Os contaré la expedición, me gusta más. Bueno, pues eso. Muy bien. La historia, Carroll llega a Birmania, pasan años, asuntos médicos, un par de viajes a la selva, pero el tipo sigue bastante fresco, es decir, no creo que haya disparado nunca un fusil ni nada parecido, y, sin embargo, se ofrece voluntario para montar un campamento en Mae Lwin, que entonces era materia secreta, sólo Dios sabe para qué quiere ir, pero el caso es que va. La región está plagada de bandas armadas, y, además, eso fue mucho antes de la anexión de la Alta Birmania, así que si necesita refuerzos, puede que ni siquiera reciba ayuda, pero de todos modos él va, nadie sabe por qué, cada uno tiene su teoría, yo creo que huía de algo, que quería irse lejos, muy lejos, pero no es más que mi opinión, no lo sé. ¿Qué pensáis vosotros? Quizá buscaba la fama. ¡O chicas! ¡A ese cabrón le gustan las muchachas shan! Gracias, Stephens, debí imaginar que dirías alguna barbaridad, éste es de los que se saltan la misa para ir al bazar de Mandalay a perseguir a las mingales pintadas, ¿Y tú, Murphy? ¿Yo? A lo mejor ese tipo sencillamente cree en la causa, ya me entiendes: civilizar a los salvajes, conseguir la paz, llevar la ley y el orden a tierras vírgenes…, no como nosotros, que somos unos borrachos desgraciados. Muy poético, Murphy, muy poético. Mira, tú querías mi parecer. Está bien, está bien, ¿cuánto va a durar esta historia? ¿Por dónde iba? Carroll se mete en la maldita selva. Sí, exacto, va con una escolta, quizá diez hombres, sí, él no acepta más, dice que no es una operación militar. Bueno, lo sea o no, antes de llegar a su destino los atacan, están atravesando un claro y de pronto una flecha pasa zumbando y se clava en un tronco. Los soldados se refugian detrás de los árboles y preparan sus rifles, pero Carroll se queda plantado en medio del llano, sin moverse, está completamente chiflado, eso os lo aseguro, solo pero tranquilo, mucho, tanto que un jugador de cartas tendría envidia, y pasa otra flecha, más deprisa todavía, y le hace una muesca en el casco. ¡Menudo chalado! ¿Y sabéis qué se le ocurre? Cuéntanoslo, Jackson. Sí, continúa, cabrón. Está bien, está bien. Pues el muy pirado se quita el casco, donde lleva atada una pequeña flauta que le gusta tocar durante las marchas, se pone el instrumento en la boca y empieza a soplar. ¿Está loco o no? ¡Loco de remate, diría yo! ¿Me vais a dejar terminar? Sí, venga, acaba ya. Pues ¿qué creéis que interpreta? ¿God Bless the Queen? No, Murphy, ¿The Woodcutter’s Daughter? Maldita sea, Stephens, nada de obscenidades. Le ruego que disculpe a mi amigo, señor Drake, lo siento, chicos, pero Carroll toca una extraña pieza que ningún soldado conocía, una cancioncilla absurda, una vez estuve con un colega que formaba parte de esa escolta y me contó que no había oído aquella música en su vida, que no tenía nada de especial, eran sólo unas veinte notas, y entonces Carroll se detiene y mira a su alrededor, sus hombres están arrodillados, con el rifle pegado a la mejilla, preparados para disparar a la que píe un pájaro, pero no sucede nada, todo está en silencio, y el doctor retoma la melodía, para y luego sigue, mientras observa la vegetación que rodea el claro. Nada, ni un murmullo, ni una flecha más, y él continúa, y de los matorrales sale un pitido que repite la tonada, y cuando termina la canción, Carroll vuelve a empezar, y esa vez se oyen más silbidos, y la toca tres veces más, hasta que todos se ponen a cantar juntos, él y los atacantes, y la tropa oye risas desde la selva, pero la maleza es muy densa y oscura y no se ve a nadie. Y al final Carroll deja de tocar y hace señas a sus hombres para que se levanten, y ellos obedecen, despacio, tienen miedo, como es lógico, montan, siguen su camino, y no vuelven a ver a los asaltantes, aunque el que me contó esto dijo que los oyó durante todo el trayecto, que estaban allí, vigilando al pelotón y a Carroll, y así fue como el doctor atravesó uno de los territorios más peligrosos del Imperio sin pegar ni un solo tiro, y llegaron a Mae Lwin, donde los esperaba el jefe local, que se ocupó de los caballos de los soldados y a ellos les ofreció cobijo, y después de tres días de deliberaciones, Carroll anunció que el caudillo les concedía permiso para construir un fuerte en Mae Lwin a cambio de protección contra los dacoits y atención médica. Y de más música.
Por fin se quedaron callados. Hasta el más alborotador de los reclutas se había calmado por el impresionante relato.
—¿Qué melodía era ésa? —preguntó Edgar, interrumpiendo el silencio.
—¿Cómo dice?
—¿Qué era lo que tocaba con la flauta?
—Ah, eso… Era una cancioncilla de amor de los shan. Cuando un muchacho corteja a su amada siempre interpreta la misma música. Es muy sencilla, pero obró un milagro. Más tarde Carroll le explicó al que me contó la historia que ningún hombre podía matar a otro que tocase una canción que le recordara la primera vez que se había enamorado.
—Es increíble.
Los jóvenes se habían quedado ensimismados, y algunos chascaron la lengua.
—¿Conocen alguna otra historia? —inquirió Edgar.
—¿Sobre Carroll? Ay, señor Drake, sabemos muchas, ¡muchísimas! —El soldado miró su vaso, que estaba casi vacío—. Pero mañana será otro día. Ahora estoy cansado. El viaje es largo, y tardaremos en llegar a nuestro destino. Lo único que tenemos para distraernos por el camino son relatos.
Navegaban río arriba y dejaban atrás pueblos cuyos nombres, recitados, parecían un conjuro. Sitsayan. Kama. Pato. Thayet. Allanmyo. Yahaing. Nyaungywagyi. A medida que avanzaban hacia el norte el terreno se fue volviendo más seco, y la vegetación, más escasa. Las verdes montañas Pegu pronto dejaron paso a una llanura donde la exuberancia se transformó en matas de espino y palmeras. Se detuvieron en muchos de aquellos puertos polvorientos, que tenían poco más que unas cuantas cabañas y un deslustrado monasterio. Allí recogían o descargaban paquetes, y de vez en cuando subían pasajeros, soldados generalmente: muchachos de rostro bronceado que participaban en las conversaciones nocturnas y aportaban sus propios datos.
Y todos conocían a Carroll. Las historias que contaban sobre él cada vez eran más fantásticas, bien porque el público iba aumentando, bien porque se acercaban a Mandalay; hasta que Edgar Drake empezó a preguntarse cuál era el punto en que la verdad se convertía en leyendas soñadas por unos jóvenes ansiosos por encontrar un héroe. Un muchacho de Kyaukchet conocía a un recluta que había estado en Mae Lwin en una ocasión, y que decía que el fuerte le recordaba las descripciones de los Jardines Colgantes de Babilonia. Aquel lugar no podía compararse a ningún otro. Estaba adornado con orquídeas rarísimas, sonaba música todo el día y no había necesidad de ir armado, porque no había dacoits en varios kilómetros a la redonda; los hombres se sentaban a la sombra junto al río Saluén y comían fruta; las muchachas reían, se peinaban el cabello y tenían unos ojos como los que se ven en los sueños. Un fusilero de Pegu contó que los narradores shan cantaban baladas sobre Anthony Carroll. Un soldado de infantería de Danubyu les aseguró que en Mae Lwin no había enfermedades, porque por el Saluén bajaba un viento refrescante, y se podía dormir al aire libre bajo el cielo iluminado por la luna y despertarse sin una sola picadura de mosquito; allí no existían ni las fiebres ni la disentería que habían matado a tantos amigos suyos mientras caminaban por selvas tórridas y se arrancaban sanguijuelas de los tobillos. Un joven que viajaba con su batallón a Hlaingdet había oído que Carroll había desmontado sus cañones y los había utilizado como tiestos para plantar flores; y que los rifles de los que tenían la suerte de llegar a Mae Lwin se oxidaban, pues los hombres se pasaban el día escribiendo cartas, engordando y escuchando las risas de los niños.
Cada vez había más personas que se sentaban a escuchar y a hablar, y a medida que el vapor avanzaba hacia el norte, Edgar Drake empezó a comprender que aquellos relatos, más que la historia que conocía cada uno, eran lo que los soldados necesitaban creer; que, aunque el gobernador declarara que había paz, para ellos sólo existía una paz que había que mantener, lo cual era muy diferente, y eso les producía temor, por lo que precisaban algo para ahuyentarlo. Y cuando se dio cuenta de eso descubrió otra cosa: que le sorprendía lo importante que la verdad había comenzado a ser para él mismo. A Edgar le hacía falta, quizá más que a cualquiera de aquellos pobres chicos, creer en el comandante médico que todavía no conocía.
Sinbaungwe. Migyaungye. Minhla. Una noche se despertó y oyó una misteriosa canción que la brisa arrastraba desde la ribera. Se incorporó en la cama. El sonido era distante, un simple murmullo que desaparecía bajo su propia respiración. Se quedó quieto y aguzó el oído. El barco siguió navegando.
Magwe. Yenangyaung. Y entonces, en Kyaukye, el largo y lento remontar del río quedó interrumpido por la llegada de tres nuevos pasajeros, encadenados.
Dacoits. Edgar Drake había oído muchas veces aquella palabra desde que había leído el primer informe en Londres: ladrones, caudillos, salteadores de caminos… Cuando Thibaw, el último rey de la Alta Birmania, subió al trono casi diez años antes, el país se sumió en el caos. El monarca era débil, y los birmanos empezaron a perder el dominio de su territorio, no ante un enemigo armado, sino ante una epidemia de anarquía. Por toda la nación bandas de maleantes atacaban a los viajeros solitarios y las caravanas, saqueaban poblados, exigían dinero a los campesinos a cambio de protección… Y eran famosos por su crueldad, de la que daban testimonio los cientos de pueblos arrasados y los cadáveres de los que habían opuesto resistencia, clavados en postes por los caminos. Con la anexión, los británicos heredaron los campos de arroz de la zona, pero también los dacoits.
Subieron a los cautivos a la cubierta, donde se sentaron: eran tres hombres llenos de polvo con cadenas que los unían por el cuello, las muñecas y los tobillos. Antes de que el barco se separara del desvencijado embarcadero ya se había formado un semicírculo alrededor de los prisioneros, que, con las manos colgando entre las rodillas, miraban fijamente y con desafío, como si no sintieran emoción alguna, a los soldados y los viajeros. Los vigilaban tres milicianos indios, y Edgar Drake sintió terror al imaginar qué habrían hecho para merecer semejante guardia. La respuesta no tardó mucho en llegar, pues, mientras los pasajeros contemplaban a los presos sin disimular su curiosidad, la mujer italiana se lo preguntó a un recluta, y éste interrogó a uno de los guardianes.
Les explicó que eran los líderes de una de las bandas más sanguinarias de dacoits que había aterrorizado a la población de las estribaciones del este de Hlaingdet, cerca del fuerte que los británicos habían establecido durante las primeras expediciones al estado de Shan. Edgar conocía ese nombre: allí tenía que recibir una escolta que lo acompañaría hasta Mae Lwin. Los bandoleros habían tenido la osadía de arremeter contra aldeas próximas al fuerte, cuyos habitantes creían que por estar cerca del ejército británico se encontrarían a salvo. Habían quemado arrozales y habían asaltado caravanas; finalmente habían atacado e incendiado un poblado, y habían violado a las mujeres y las niñas mientras amenazaban a sus hijos poniéndoles un cuchillo en el cuello. Era un grupo numeroso, compuesto por al menos veinte hombres. Cuando los torturaron, los bandidos señalaron a aquellos tres como sus líderes. En esos momentos los llevaban a Mandalay para que los interrogaran las autoridades militares.
—¿Y los otros? —quiso saber la italiana.
—Murieron durante el arresto —respondió el soldado, impasible.
—¿Los diecisiete? —preguntó la mujer—. Pero ¿no acaba de decir que los capturaron y confesaron…? —Dejó la frase sin terminar y se ruborizó intensamente—. Ah, ya —dijo con un hilo de voz.
Edgar se levantó y fue a observar a los prisioneros; intentó descubrir en sus semblantes algún indicio de sus terribles actos, pero no le revelaron nada. Estaban en cuclillas, atados con gruesas cadenas, y tenían el rostro cubierto por una gruesa capa de polvo más blanca que su piel. Uno de ellos parecía muy joven; llevaba un delgado bigote y el largo cabello recogido en un moño en la coronilla. La suciedad impedía ver los tatuajes, pero a Edgar le pareció distinguir el dibujo de un tigre en el pecho del muchacho. Su expresión, como la de los otros dos, era resuelta y provocadora; contemplaba sin pestañear a los que lo rodeaban y condenaban. Sus ojos se encontraron con los de Edgar, y el joven le sostuvo brevemente la mirada, hasta que el afinador apartó la vista.
Poco a poco los pasajeros perdieron interés por los cautivos y se marcharon a sus habitaciones. Edgar los imitó, pero todavía estaba impresionado por aquella historia. Decidió que no se la contaría a Katherine en la siguiente carta porque no quería asustarla. Mientras intentaba conciliar el sueño, imaginó el ataque y pensó en las aldeanas, en cómo debían de llevar a sus niños en brazos, preguntándose si serían vendedoras o si trabajarían en los campos, y si usarían thanaka. Procuró relajarse. No paraban de asaltarlo visiones de muchachas pintadas y de remolinos blancos sobre piel bronceada por el sol.
En cubierta, los dacoits seguían acuclillados con sus grilletes.
El vapor continuaba avanzando. Pasó la noche, y el día; y pasaron los pueblos.
Sinbyugyun. Sale. Seikpyu. Singu. Como un ensalmo. Milaungbya.
Pagan.
Por la tarde apareció el primer templo en la vasta llanura: un edificio aislado, ruinoso y cubierto de vegetación. Bajo sus deteriorados muros había un anciano sentado en la parte trasera de un carro, tirado por un par de jorobadas vacas de raza brahmán. El vapor se acercó a la orilla para evitar los bancos de arena del centro del río, y el viejo se volvió para verlo pasar. El polvo que la carreta había levantado reflejaba los rayos del sol y envolvía el santuario en una neblina dorada.
Una mujer pasó caminando bajo una sombrilla, sola, hacia algún misterioso destino.
Los muchachos le habían comentado a Edgar que el barco haría una parada «turística» en las ruinas de Pagan, la antigua capital de un reino que había gobernado Birmania durante varios siglos. Al final, tras casi una hora navegando junto a hileras de monumentos derrumbados, el río inició un lento giro hacia el oeste; atracaron en un sencillo muelle y varios pasajeros desembarcaron. Edgar siguió a la pareja italiana por la estrecha pasarela.
Los acompañó un oficial, que los guió por un camino polvoriento. Pronto aparecieron más pagodas, estructuras que la vegetación o la elevación de la ribera no les habían permitido ver desde el buque. El sol se ponía deprisa, y Edgar se agachó cuando un par de murciélagos pasó aleteando por encima de su cabeza. No tardaron en llegar a la base de una gran pirámide.
—Subiremos a ésta —dijo el soldado—. Desde arriba se consigue la mejor vista de todo Pagan.
La escalera era empinada. En lo alto había una amplia plataforma que rodeaba la aguja central. Si hubieran llegado diez minutos más tarde no habrían visto cómo el sol proyectaba sus rayos sobre la inmensa extensión salpicada de santuarios, que iba desde el río hasta las lejanas cimas que flotaban entre el polvo y el humo de las hogueras de los arrozales.
—¿Qué cordillera es ésa? —le preguntó Edgar al joven.
—Son las montañas Shan, señor Drake. Por fin las vemos.
—Las montañas Shan —repitió Edgar, y las miró.
Se elevaban abruptamente en la llanura, más allá de los templos que se alzaban como soldados en formación, y parecían suspendidas en el cielo. Pensó en un río que discurría a través de ellas, y también que en algún lugar, escondido en la oscuridad, esperaba un hombre que quizá estuviera contemplando en ese momento el mismo cielo; y que aún no sabía cómo se llamaba él.
El sol se puso. El manto de la noche se extendió por la planicie envolviendo las pagodas una a una; el soldado se dio la vuelta y los viajeros lo siguieron de nuevo hasta el barco.
Nyaung-U, Pakokku, y volvía a ser de día. Kanma, y la confluencia de los ríos Chindwin, Myingyan y Yandabo, y regresaba la noche. Y cuando las montañas Sagaing se elevaron al oeste, los pasajeros se acostaron sabiendo que durante la noche el vapor, en su viaje río arriba, pasaría por una antigua capital llamada Amarapura, que significa «ciudad de los inmortales». Antes de que amaneciera habrían llegado a Mandalay.