Al día siguiente Edgar encontró al capitán frente a los establos. Había otros cinco hombres con él, dos ingleses y tres birmanos. Al ver acercarse al afinador, Dalton salió de debajo de un caballo, donde estaba cinchando la silla de montar. Se secó la mano en los pantalones y se la tendió.
—Una mañana espléndida, ¿no, señor Drake? El clima es una maravilla cuando la brisa llega hasta aquí; resulta muy refrescante. Eso quiere decir que este año las lluvias podrían adelantarse.
Se irguió y miró el cielo como si quisiera confirmar su pronóstico. A Edgar le impresionó lo guapo y atlético que era: tenía la cara bronceada; el cabello, peinado hacia atrás; la camisa, arremangada; y los antebrazos, descubiertos.
—Señor Drake, le presento al capitán Witherspoon y al capitán Fogg. Caballeros, el señor Drake, el mejor afinador de pianos de Londres. —Le dio una palmada en la espalda a Edgar y añadió—: Es un buen hombre; su familia es de Hereford.
Los otros dos le alargaron la mano amablemente.
—Encantado de conocerlo, señor Drake —dijo Witherspoon; Fogg asintió con un gesto.
—Enseguida acabo de ensillar esta yegua —comentó Dalton, y volvió a meter la cabeza bajo el vientre del animal—. Es un poco traviesa, y no me gustaría caerme si hay un tigre cerca.
Levantó la mirada y guiñó un ojo. Los otros rieron. A escasa distancia, los birmanos permanecían sentados en cuclillas con sus amplios pasos a cuadros.
Subieron a los caballos. A Edgar le costó trabajo pasar la pierna por encima de la silla y el capitán tuvo que ayudarlo. Ya fuera de la cuadra, uno de los sirvientes se adelantó con su montura y pronto lo perdieron de vista. Dalton guiaba el pequeño grupo, lo seguían los dos capitanes y después iba Edgar; los otros dos birmanos cabalgaban en último lugar, en el mismo animal.
Aún era temprano y el sol todavía no había despejado la bruma de las lagunas. A Edgar lo sorprendió la rapidez con que Rangún terminó y aparecieron las tierras de labranza. Se cruzaron con varios carros de bueyes que se dirigían a la ciudad. Los carreteros se paraban al borde del camino para dejar pasar a los jinetes, pero por lo demás no les hacían ningún caso. A lo lejos Edgar vio a unos pescadores que impulsaban sus botes por los pantanos y que entraban y salían de la niebla. Había garcetas cazando en las marismas, cerca del sendero: levantaban las patas y volvían a posarlas con gran precisión. Witherspoon preguntó si podían detenerse para disparar contra ellas.
—Aquí no —contestó Dalton—. La última vez que matamos pájaros, los aldeanos se pusieron furiosos. Las garcetas forman parte de los mitos ancestrales de Pegu: da mala suerte abatirlas, amigo mío.
—Eso son supersticiones absurdas —gritó Witherspoon—. Tenía entendido que los educábamos para que abandonasen esas creencias.
—Sí, así es. Pero personalmente prefiero cazar un tigre a pasarme la mañana discutiendo con un cacique local.
—¡Ja! —dijo Witherspoon, burlón; pero en realidad aquella respuesta pareció satisfacerlo.
Siguieron su camino. A lo lejos, los pescadores lanzaban espirales de redes; al chocar contra el agua despedían pequeñas gotas que formaban arcos luminosos.
Cabalgaron durante una hora. Los pantanos dejaron paso a una escasa maleza. El sol ya calentaba mucho y Edgar notaba el sudor que le goteaba por el pecho. Cuando la carretera describió una curva y se adentró en la selva, sintió un gran alivio. El calor seco del sol fue sustituido por una pegajosa humedad. Sólo llevaban unos minutos por la espesura cuando se reunió con ellos el birmano que se había adelantado. Mientras éste hablaba con los otros dos, Edgar miró a su alrededor. De pequeño había leído muchas historias sobre exploradores y había pasado horas imaginándose ingentes legiones de animales feroces y un caos de flores que dejaban caer gotas de agua. «Esto debe de ser otro tipo de jungla —se dijo—. Está demasiado tranquila y oscura». Escudriñó la vegetación y sólo alcanzó a distinguir unos cinco metros del laberinto de lianas.
Finalmente los nativos dejaron de deliberar y uno de ellos se acercó a Dalton para hablar con él. Edgar estaba demasiado distraído para seguir la conversación. Se le empañaron las gafas, así que se las quitó y las secó con la camisa. Luego se las puso y se le nublaron de nuevo. Se las volvió a quitar. Después del tercer intento, las dejó donde estaban y contempló la selva a través de una delgada capa de vapor condensado.
Dalton había terminado de consultar con el birmano.
—Muy bien —gritó, y se dio la vuelta con su caballo; el animal pisoteó la maleza—. He hablado con el guía —anunció—. Ha ido hasta la aldea más cercana y ha preguntado a sus habitantes por el tigre. Al parecer lo vieron ayer destrozándole el cuello a la cerda del porquerizo. El poblado entero está consternado; uno de los adivinos dice que es el mismo que mató a un niño hace dos años. Están organizando su propia cacería, quieren obligarlo a salir de la jungla, y no tienen inconveniente en que nosotros intentemos atraparlo. Esta mañana lo han visto a cinco kilómetros hacia el norte. ¡Ah!, y también dicen que podemos ir a unos humedales que hay un poco más al sur, donde abundan los jabalíes.
—Yo no he venido hasta aquí para tirotear cerdos —intervino Fogg.
—Ni yo —coincidió Witherspoon.
—¿Qué dice usted, señor Drake? —le preguntó Dalton.
—Oh, yo no pienso disparar. Sería incapaz de acertarle a un cerdo relleno y asado aunque lo tuviera en la mesa delante de mis narices, y no digamos a un jabalí. Decidan ustedes.
—Bueno, yo hace meses que no cazo ningún tigre —dijo Dalton.
—No se hable más —sentenció Witherspoon.
—Vigilen a donde apuntan —les recomendó Dalton—. No todo lo que se mueve son tigres. Y señor Drake, cuidado con las serpientes: no coja nada que parezca un palo sin asegurarse de que no tiene colmillos.
Espoleó su caballo y los demás lo siguieron abriéndose camino por la selva.
La vegetación cada vez era más densa, y el grupo se paraba con frecuencia para que el jinete que iba en cabeza cortara las lianas suspendidas sobre el camino. Daba la impresión de que crecían más plantas en las alturas que en el suelo, retorcidas enredaderas que trepaban por las ramas hacia la luz del sol. De los árboles mayores colgaban líquenes, orquídeas y sarracenias, cuyas raíces se perdían en la confusión boscosa que se entrecruzaba por el cielo. A Edgar siempre le habían gustado los jardines y se enorgullecía de conocer los nombres científicos de muchas plantas, pero en ese momento buscaba en vano una sola que pudiera identificar. Hasta los árboles eran desconocidos, enormes, con troncos gigantescos que extendían por la tierra fortísimas raíces, lo bastante altas para ocultar un tigre.
Siguieron cabalgando durante media hora más y pasaron por las ruinas de una pequeña estructura, envueltas en la maraña. Los ingleses no se detuvieron. A Edgar le habría gustado preguntarles qué eran aquellos restos, mas sus compañeros ya se habían alejado demasiado. Se volvió para mirar las piedras, ocultas entre el musgo. Los birmanos que iban detrás también se habían fijado en ellas. Uno de los dos, que llevaba una pequeña corona de flores, desmontó rápidamente y la colocó en la base de las ruinas. Drake se volvió mientras su caballo avanzaba. A través del mosaico que formaban las lianas alcanzó a ver que el hombre inclinaba la cabeza, aunque entonces lo perdió de vista: las ramas se cerraron detrás de él, y su montura siguió andando.
Los otros se habían adelantado y Edgar estuvo a punto de chocar contra ellos tras una curva del camino. Se habían congregado junto a un árbol inmenso. Dalton y Witherspoon discutían en voz baja.
—Un solo disparo —decía Witherspoon—. No podemos perder una piel así. Le prometo que sólo necesito un tiro.
—Ya se lo he explicado: por lo que nos han dicho, el tigre podría estar observándonos. Si dispara ahora, lo ahuyentará.
—Bobadas —repuso Witherspoon—. Ese animal ya está asustado. Llevo tres años aquí y todavía no tengo una buena piel de mono.
Son todas muy viejas, y la única decente que conseguí me la estropeó un desollador inepto.
Edgar miró hacia arriba intentando averiguar qué había provocado ese debate. Al principio no vio nada, sólo un montón de hojas y lianas. Pero entonces notó que algo se movía, y vislumbró la pequeña cabeza de un mono joven que asomaba por un liquen. Oyó que cargaban un rifle, y también la voz de Dalton:
—Se lo digo en serio, déjelo en paz.
En la copa del árbol, el mico debió de percibir que algo no iba bien, pues se irguió y se dispuso a saltar. Witherspoon levantó el arma y Dalton insistió:
—No dispare, maldita sea.
Pero el salto del animal coincidió con el movimiento del dedo de Witherspoon, el fogonazo del cañón y la detonación. Hubo una breve pausa, un silencio, mientras en lo alto se desprendían ramas y hojas que cayeron sobre el claro. Y entonces Edgar oyó otro ruido justo encima de su cabeza, un débil chirrido; alzó la vista y vio una figura, destacada contra el fondo de árboles y fragmentos de cielo, que se desplomaba. Descendía despacio: el cuerpo giraba en el aire, con la cola hacia arriba, agitándose, como si volara. Se quedó mirando, petrificado, cómo el mono se derrumbaba a su lado, a menos de tres palmos, y se estrellaba contra la maleza. Se produjo una larga pausa, y luego Dalton maldijo en voz alta y espoleó su caballo. Uno de los birmanos desmontó, recogió la presa y se la mostró a Witherspoon, que examinó brevemente la piel, ensangrentada y manchada de barro. A continuación le hizo un signo afirmativo al hombre, que metió el mono en un saco de lona. Entonces Witherspoon aguijoneó también su montura y el grupo se puso en marcha. Edgar, que iba detrás, contemplaba la diminuta silueta del animal en la bolsa, que se balanceaba junto a la ijada del caballo, y cómo las cambiantes sombras de la selva jugaban sobre la mancha roja que se iba extendiendo por la tela.
Siguieron adelante. Cerca de un arroyo atravesaron un enjambre de mosquitos, y Edgar intentó ahuyentarlos de su cara. Uno se posó en su mano, y él observó, fascinado, cómo le tanteaba la piel buscando un lugar donde picar. Era mucho mayor que los que había visto en Inglaterra y tenía las patas atigradas. «Hoy voy a ser el primero en matar al tigre», pensó, y lo aplastó de una palmada. Otro aterrizó en su brazo y Edgar dejó que lo picara: se quedó mirando cómo bebía y cómo se le hinchaba el abdomen, luego lo despachurró también, y se manchó con su propia sangre.
La jungla se fue aclarando y al cabo de un rato llegaron a unos campos de arroz. Había varias mujeres inclinadas sobre el fango, plantando semillas. El camino se ensanchó y a lo lejos divisaron un poblado, una masa desordenada de casas de bambú. Al acercarse, un hombre salió a recibirlos. No llevaba encima nada más que un viejo paso rojo, y habló muy emocionado con el guía birmano, que tradujo sus palabras.
—Es uno de los jefes. Dice que han visto el tigre esta mañana. Sus hombres se han unido a la cacería y nos pide que vayamos nosotros también; tienen pocas armas. Nos traerá a un chico para que nos oriente.
—Estupendo —dijo Dalton, incapaz de controlar su entusiasmo—. Y yo que creía que por culpa de la precipitación de Witherspoon habíamos perdido nuestra oportunidad…
—Así tendré una piel de tigre además de la de mono —terció Witherspoon—. ¡Qué día tan maravilloso!
Hasta Edgar Drake sintió que se le agitaba la sangre. La fiera estaba cerca de allí, y era peligrosa. El único ejemplar que había visto en su vida era uno del zoo de Londres, un animal delgado, patético, que estaba perdiendo el pelo por culpa de una enfermedad que ni los mejores veterinarios de la ciudad habían sabido diagnosticar. Su malestar por tener que matar a un ser vivo, empeorado por la caza de la cría de mono, se desvaneció. Dalton tenía razón: aquella gente los necesitaba. Contempló a un grupo de mujeres que había cerca; cada una llevaba un bebé en brazos. Notó que algo le tiraba de la bota, miró hacia abajo y vio a un chiquillo desnudo que le tocaba el estribo.
—Hola —dijo el afinador, y el niño alzó la vista. Llevaba la cara manchada de polvo y mocos—. Eres muy guapo, pero te hace falta un baño.
Fogg lo oyó y se volvió hacia él.
—Observo que ha hecho un amigo, señor Drake —comentó.
—Eso parece —respondió Edgar, y le dijo al pequeño—: Toma. Rebuscó en su bolsillo hasta que encontró un anna, y se lo lanzó. El niño extendió el brazo, pero no logró coger la moneda, que fue a parar a un pequeño charco que había junto al camino. Se arrodilló, metió las manos en el agua y la buscó con expresión afligida. De pronto agarró algo, sacó la pieza y la contempló, triunfante. Escupió y la limpió; luego corrió a enseñársela a sus amigos. Unos segundos más tarde estaban todos alrededor del caballo de Edgar.
—No, no hay más monedas —añadió.
Miró al frente e intentó hacer caso omiso de las manitas que le tendían los críos.
El aldeano que había hablado con ellos los dejó y regresó unos minutos más tarde con un muchacho que se montó en el caballo del guía. Tomaron un camino que salía del pueblo y discurría entre los arrozales y la selva. Detrás de ellos, el grupo de niños corría alegremente; sus pies descalzos tamborileaban por el sendero. Al llegar al pie de la pendiente, se apartaron de las plantaciones y siguieron por un claro que rodeaba la espesura. Llegaron junto a dos hombres que esperaban al borde de la jungla. Iban desnudos de cintura para arriba; uno llevaba una mala imitación de un casco británico y una escopeta vieja y oxidada.
—Un soldado —bromeó Witherspoon—. Espero que no le haya quitado el arma a una de sus víctimas.
Edgar frunció el entrecejo. Fogg chascó la lengua y dijo:
—Yo no me preocuparía. Los productos defectuosos de nuestras fábricas de Calcuta suelen acabar en sitios donde hasta a nuestros hombres les da miedo viajar.
Dalton se adelantó con su guía.
—¿Han visto el tigre? —le preguntó después Fogg.
—Hoy no, pero la última vez que lo avistaron estaba cerca de aquí. Deberíamos cargar los rifles. Usted también, Edgar.
—Francamente, creo que yo no…
—Si ese animal nos ataca vamos a necesitar la máxima potencia de fuego. Bueno, ¿dónde se han metido todos esos chiquillos?
—No lo sé. Se han ido hacia la jungla persiguiendo un pájaro.
—Estupendo. No nos interesa un séquito de niños ruidosos.
—Lo siento, no pensé que…
De pronto Witherspoon alzó una mano y chistó:
—¡Chist!
Dalton y Edgar lo miraron.
—¿Qué pasa?
—No lo sé. Hay algo en los matorrales, en el otro extremo del claro.
—Vamos, muévanse con cuidado —ordenó Dalton picando a su yegua.
Avanzaron lentamente.
—¡Ahí está! ¡Ya lo veo! —exclamó el guía levantando un brazo y señalando unas densas matas. Los caballos se pararon. Estaban a menos de veinte metros de la espesura.
Edgar Drake advirtió que el corazón le latía con fuerza mientras miraba hacia donde el hombre apuntaba. Sintió como si todo se ralentizara para intensificar el silencio; agarró el fusil y notó la presión que ejercía su dedo índice contra el gatillo. Witherspoon, que estaba a su lado, levantó el arma.
Aguardaron. Los arbustos temblaron.
—Diablos, no veo nada. Podría estar en cualquier sitio.
—No dispare si no está seguro de que es el tigre. Ya se ha arriesgado bastante con el mono. Ahora tenemos otra oportunidad, y hemos de abrir fuego todos a la vez.
—Ahí está.
—Despacio.
—Maldita sea, prepárense. Se está moviendo otra vez. —Witherspoon amartilló el rifle y pegó el ojo a la mira. Algo se deslizaba entre las matas; la agitación de las hojas cada vez era más evidente—. Viene hacia aquí. Apunten.
—De acuerdo, apunten. Usted también, señor Drake. Sólo podemos disparar una vez. ¿Fogg?
—Listo. Cuando usted dé la orden, capitán.
Edgar notó un sudor frío por todo el cuerpo. Le temblaban los brazos. Apenas tenía fuerzas para levantar la culata hasta el hombro.
Un buitre voló por encima de ellos, observando la escena: siete hombres y cinco caballos en la hierba seca del claro, rodeados de la densa vegetación selvática que se extendía por las colinas. Detrás, por los campos de arroz, un grupo de mujeres se dirigía hacia ellos; cada vez caminaban más deprisa, hasta que echaron a correr.
El caballo de Edgar estaba en la retaguardia. Él se dio la vuelta y vio a las aldeanas; le pareció que gritaban. Se volvió y llamó:
—¡Capitán!
—Silencio, Drake, se está aproximando.
—Espere, capitán.
—Cállese, Drake —le espetó Witherspoon sin apartar los ojos del visor.
Pero entonces ellos también oyeron el clamor, y Dalton se volvió.
—¿Qué sucede?
Los birmanos dijeron algo. Edgar miró hacia los arbustos, que en ese instante se estremecían con más fuerza. Oyó ruido de pasos sobre la maleza que cubría el suelo.
Las mujeres se pusieron a chillar.
—¿Qué demonios ocurre?
—Que alguien las haga callar. Lo van a ahuyentar.
—Witherspoon, baje el rifle.
—No lo estropee, Dalton.
—Witherspoon, obedézcame. Pasa algo raro.
Las mujeres se habían acercado a ellos gritando.
—¡Maldición! Que alguien les cierre la boca. ¡Fogg, haga algo!
Edgar vio que Witherspoon apuntaba con su fusil. Fogg, que hasta entonces había permanecido callado, se volvió con la pistola en la mano.
—¡Alto! —aulló. Pero ellas siguieron corriendo, vociferando, mientras se sujetaban el bajo de los hta mains—. ¡Alto! ¡Maldita sea!
Todo estaba borroso: gente que corría, que gritaba; el sol, implacable…
Edgar volvió la vista hacia la selva.
—¡Ahí está! —exclamó Fogg nuevamente.
—¡Capitán! ¡Baje el arma! —bramó Dalton, y espoleó su caballo hacia donde estaba Witherspoon, que sujetó con fuerza el rifle y disparó.
El resto permanece congelado, un recuerdo descolorido por el sol, una inclinación. Hay lamentos y gritos, mas es la postura lo que obsesiona a Edgar, el increíble ángulo del dolor, el gesto de la madre hacia el hijo, los brazos extendidos, buscando, apartando a los que intentan retenerla. Es una posición que nunca había visto, pero que, aun así, reconoce. Ha visto piedades, y urnas griegas con diminutas figuras que aúllan «Oi moi».
Se queda quieto y observa largo rato; pero pasarán días hasta que comprenda el horror de lo acaecido y éste le golpee el pecho y penetre en él como si de pronto lo hubiera poseído. Ocurre en la recepción de oficiales celebrada en la residencia del gobernador, cuando ve a una criada con su hijo en brazos. Es entonces cuando recibe el impacto: siente que se ahoga, que se asfixia, y tiene que murmurar improvisadas excusas ante los desconcertados asistentes, que le preguntan si se encuentra bien. Él contesta: «Sí, no se preocupen; sólo me he mareado un poco, nada más». Y sale tambaleándose y baja la escalera que conduce al jardín, donde se arrodilla y vomita entre los rosales. Los ojos se le llenan de lágrimas y rompe a llorar, sollozando, temblando, y siente un dolor inconmensurable, tanto que más tarde reflexionará y se preguntará si no lo afligía alguna otra cosa.
Pero aquel día, en aquella quietud, no se mueve mientras observa lo sucedido. El niño, la mujer, el murmullo de las ramas agitadas por una dulce brisa que sopla sobre la calma, y los gritos… Edgar y los otros hombres están inmóviles, pálidos. Contemplan la escena que se desarrolla ante ellos: la madre sacude el cuerpecito de su hijo, lo besa, le pasa las manos ensangrentadas por la cara, después por la suya, y gime en un tono sobrenatural que resulta extraño y familiar al mismo tiempo. Hasta que oye un susurro cerca y ve que las otras mujeres se aproximan corriendo, se arrodillan junto a ella y la apartan del pequeño. Ella se resiste; forcejean. A su lado, un hombre con el rostro iluminado de lleno por el sol da un paso hacia atrás, se tambalea un poco, y recupera el equilibrio apoyando la culata del rifle en el suelo.
Esa noche Edgar se despierta desorientado. Faltan dos días para que se derrumbe en el jardín, entre los rosales, pero ya nota que algo ha empezado a romperse; y es irreparable, como los pedacitos de pintura que se lleva el viento cuando se rasga un lienzo. «Lo ha cambiado todo —piensa—. Esto no forma parte de mi plan, de mi contrato, de mi encargo». Recuerda haberle escrito a Katherine al llegar a Birmania que no podía creer que ya estuviera allí, que en realidad todavía estaba muy lejos. «Ahora esa carta seguramente viaja en un tren correo camino de Londres. Y yo aquí, solo, en Rangún».