6

Una mañana, tres días después de zarpar de Calcuta, avistaron tierra: un faro colgado en lo alto de una torre de piedra negra.

—El arrecife de Alguada —le dijo un anciano escocés a su acompañante—. Es muy difícil de salvar. Aquí han embarrancado cientos de buques.

Edgar sabía, gracias a los mapas, que sólo estaban a treinta y dos kilómetros al sur del cabo Negrais, y que pronto llegarían a Rangún.

En menos de una hora el barco pasó junto a unas boyas que señalaban los bajíos de la desembocadura del Rangún, uno de los cientos de ríos que desaguaban en el delta de Irawadi. Pasaron junto a varias embarcaciones ancladas; el anciano explicó que eran naves comerciales que intentaban evitar los derechos de puerto. El vapor viró hacia el norte y Edgar vio que los bancos de arena se convertían en playas bajas y boscosas. Allí el canal era más hondo, pero todavía tenía unos tres kilómetros de ancho, y de no ser por los enormes obeliscos rojos que había a ambos lados de la desembocadura, no se habría dado cuenta de que navegaban hacia el interior.

Remontaron el río durante varias horas. El terreno era llano, no destacaba por nada en particular, y, sin embargo, Edgar sintió una repentina emoción cuando pasaron junto a una serie de pequeñas pagodas con las paredes blancas y desconchadas. Un poco después vieron un conjunto de chabolas apiñadas al borde del agua, donde jugaban unos chiquillos. El cauce se estrechó y pudieron distinguir mejor ambas orillas; el buque seguía un curso tortuoso, pues había bancos de arena y curvas cerradas que entorpecían su progreso. Finalmente, después de doblar uno de esos recodos, divisaron unos barcos a lo lejos. Un murmullo recorrió toda la cubierta y varios pasajeros bajaron por la escalera para regresar a sus habitaciones.

—¿Hemos llegado ya? —le preguntó Edgar Drake al anciano.

—Sí, casi. Mire hacia allí. —El hombre levantó un brazo y señaló un edificio que había en lo alto de una colina—. Es la pagoda Shwedagon. Seguro que ya ha oído hablar de ella.

Edgar asintió con la cabeza. De hecho, la conocía antes de que le asignaran el encargo del Erard: en una revista había encontrado un artículo sobre su esplendor escrito por la mujer de un juez de Rangún. Sus descripciones estaban llenas de adjetivos: dorada, reluciente, fastuosa… Lo había leído por encima, preguntándose si mencionaría en algún momento un órgano o algún equivalente budista, pues imaginaba que un templo tan importante necesitaría música. Pero sólo halló datos sobre «centelleantes joyas doradas» y «pintorescos motivos birmanos», así que, cansado del texto, lo olvidó; hasta entonces. Desde aquella distancia el santuario parecía pequeño y decorado como un resplandeciente alhajero.

El buque redujo la velocidad. Los poblados que salpicaban las márgenes empezaron a aparecer entre la vegetación con regularidad. Un poco más allá, Edgar se sorprendió al ver elefantes trabajando; los guías iban sentados sobre su cuello mientras los animales levantaban troncos gigantescos del agua y los amontonaban en la orilla. Se quedó mirándolos, maravillado ante la fuerza de aquellas bestias y la facilidad con que cogían los árboles. Cuando se acercaron a la ribera, tuvo ocasión de apreciarlos mejor: el agua, de color marrón, chorreaba por su piel mientras ellos chapoteaban.

Por el río se habían cruzado con otros barcos, que cada vez pasaban con más frecuencia en todas direcciones: buques de vapor de dos pisos, viejas barcas de pesca con inscripciones en el alfabeto birmano, pequeños botes de remos y delgados esquifes, frágiles y con apenas espacio para una persona. También había veleros de formas que Edgar nunca había visto. Cerca de la orilla los adelantó una extraña nave con una enorme vela que se agitaba sobre otras dos menores.

En ese momento se aproximaban al muelle con rapidez, y aparecieron varios edificios gubernamentales de estilo europeo, sólidas estructuras de ladrillo y brillantes columnas.

El vapor se acercó a un embarcadero cubierto, conectado a la orilla mediante una larga plataforma de bisagra, donde esperaba un grupo de porteadores. El barco vaciló un momento y puso los motores en marcha atrás para reducir la velocidad. Uno de los marinos lanzó un cabo al amarradero, donde lo atraparon y lo ataron alrededor de un par de norays. Los mozos, que sólo llevaban unos taparrabos sujetos a la cintura y metidos entre las piernas, gritaron para que colocaran una pasarela desde el muelle. Ésta golpeó ruidosamente el suelo de la cubierta, y los hombres la cruzaron para ayudar a los pasajeros con el equipaje. Edgar se quedó de pie a la sombra del toldo, observándolos. Eran menudos y llevaban toallas enrolladas en la cabeza para protegerse del sol. Su cuerpo estaba cubierto de tatuajes que se extendían por el pecho y los muslos, donde se enroscaban hasta terminar en las rodillas.

Edgar contempló a los otros viajeros; la mayoría mataban el tiempo conversando; algunos señalaban las sedes oficiales y hacían comentarios sobre ellas. Siguió observando a los porteadores, que no paraban de moverse; los dibujos de sus tatuajes cambiaban a medida que los nervudos brazos se tensaban bajo los baúles de cuero. En la orilla, bajo los árboles, había un grupo de gente esperando junto al montón de maletas y paquetes, cada vez mayor. Un poco más allá vio los uniformes de color caqui de unos soldados británicos, que estaban de pie junto a una pequeña verja. Y detrás de ellos, en la penumbra de una hilera de exuberantes banianos que bordeaba la línea de la costa, había indicios de movimiento, sombras cambiantes…

Finalmente los porteadores terminaron de descargar el equipaje. Los pasajeros bajaron y se dirigieron a los coches que los aguardaban; las mujeres desembarcaban con sombrillas, y los hombres, protegidos con sombreros de copa o salacots. Edgar siguió al escocés con el que había hablado esa mañana y cruzó la destartalada pasarela intentando no perder el equilibrio. Llegó al embarcadero. Su itinerario decía que en el puerto lo recibiría personal militar, pero poco más. Durante unos instantes lo acometió un repentino ataque de pánico. «Quizá no sepan que he llegado», pensó.

Detrás de los guardias, algo se movía entre las sombras, como un animal al despertarse. Edgar sudaba muchísimo y sacó un pañuelo para secarse la frente.

—¡Señor Drake! —gritó alguien entre el gentío. Él trató de localizar aquella voz. Había un grupo de soldados resguardados del sol; vio una mano levantada—. Aquí, señor Drake.

Edgar se abrió paso entre los viajeros y los mozos, que ya se movían por el muelle con los equipajes. Un joven se adelantó y alzó una mano.

—Bienvenido a Rangún, señor Drake. Suerte que me ha visto; yo no habría podido reconocerlo. Capitán Dalton, Regimiento Herefordshire.

—¿Cómo está usted? La familia de mi madre es de Hereford.

El militar sonrió, encantado, y exclamó:

—¡Qué coincidencia!

Era un joven de piel bronceada, con los hombros anchos y el cabello rubio, peinado en diagonal.

—Desde luego —convino el afinador de pianos, y aguardó a que el oficial añadiera algo más.

Pero éste se limitó a reír, bien por aquella pequeña casualidad, bien porque lo habían ascendido hacía poco tiempo y estaba orgulloso de decir cuál era su rango. Edgar le devolvió la sonrisa, pues de pronto tuvo la impresión de que aquel viaje, tras más de ocho mil kilómetros, lo había conducido de nuevo a su país natal.

—¿Ha tenido usted una travesía agradable?

—Mucho.

—Espero que no le importe aguardar un momento. Debemos llevar otros bultos al cuartel general.

Cuando lo hubieron recogido todo, uno de los soldados llamó a los porteadores, que cargaron los baúles sobre los hombros. Pasaron por el lado de los guardias que había junto a la verja, la cruzaron y salieron a la calle, donde se encontraban los carruajes.

Más tarde Edgar le explicaría a Katherine en una de sus cartas que en aquellos quince pasos que separaban la valla de los coches, Birmania se mostró ante él como si surgiera tras el telón de un escenario. En cuanto puso el pie en la calle, la multitud se agolpó a su alrededor. Él se dio la vuelta. La gente se peleaba para acercarle cestos de comida. Las mujeres lo miraban fijamente, con la cara pintada de blanco y las manos llenas de guirnaldas de flores. Un mendigo, un muchacho cubierto de costras y llagas supurantes, le agarró una pierna; él se volvió de nuevo y tropezó con un grupo de hombres que llevaban cajones de especias colgados de unas largas pingas. Los militares, que iban delante, se abrían paso a empujones; de no ser por las ramas de los gigantescos banianos, desde los centros de oficinas habrían podido ver una fila de jóvenes vestidos de color caqui que atravesaba aquel mosaico, y a un hombre solo que avanzaba despacio, como si estuviera perdido. Edgar se volvió una vez más al oír una tos, y se quedó mirando a un vendedor de betel que había escupido cerca de sus pies, intentando discernir si se trataba de una amenaza o de una simple advertencia; hasta que uno de los soldados dijo:

—Usted primero, señor Drake.

Ya habían llegado. Edgar entró en el coche agachando la cabeza, y el mundo se esfumó tan deprisa como había aparecido. De pronto fue como si la calle nunca hubiera existido.

Tres oficiales lo siguieron; se sentaron frente a él y a su lado. Oyeron ruidos en el techo: estaban cargando el equipaje. El cochero se montó en el pescante; Edgar oyó gritos y el restallar de un látigo; se pusieron en marcha.

El afinador iba sentado en el sentido de la marcha, pero como la situación de la ventanilla le impedía ver bien el exterior, las imágenes pasaban en rápida sucesión, como si hojeara un libro de ilustraciones. Los jóvenes lo rodeaban, y el capitán seguía sonriendo.

Avanzaron despacio entre la multitud, y cuando empezaron a desaparecer los vendedores ambulantes, aligeraron el paso. Dejaron atrás más edificios del gobierno. Frente a uno de ellos había un grupo de ingleses con bigote y traje oscuro, hablando, mientras un par de sijs esperaban detrás de ellos. La calzada estaba macadamizada y era sorprendentemente lisa. Luego torcieron por una callejuela. Las amplias fachadas de las sedes administrativas dejaron paso a casas menores, que todavía eran de estilo europeo aunque tenían terrazas adornadas con lánguidas plantas tropicales y paredes manchadas por la oscura y musgosa pátina que Edgar ya había visto en muchas viviendas de la India. Pasaron por delante de una tienda donde había un montón de jóvenes sentados en pequeños taburetes alrededor de unas mesitas llenas de cazos y montañas de comida frita. El humo acre del aceite de freír se coló en el coche y le irritó los ojos. Parpadeó y perdió de vista el establecimiento; en su lugar apareció una mujer que llevaba unos cestos suspendidos de una larga caña de bambú y un ancho sombrero de paja. Se acercó al vehículo y miró en su interior. Como algunas vendedoras ambulantes de la ribera, tenía círculos blancos pintados en el rostro, que contrastaban con su tez oscura.

Edgar se volvió hacia el capitán.

—¿Qué es eso que lleva en la cara? —le preguntó.

—¿La pintura?

—Sí. Ya se la he visto a otras mujeres en el muelle; pero los dibujos eran diferentes. Es curioso…

—Lo llaman thanaka y está hecho de madera de sándalo molida. Casi todas lo usan, y también muchos hombres. A los bebés los untan de los pies a la cabeza.

—¿Para qué sirve?

—Dicen que los protege del sol y que los hace más atractivos. Nosotros lo llamamos maquillaje birmano. ¿Por qué se pintan las inglesas?

El coche se detuvo en ese momento. Fuera se oían voces.

—¿Hemos llegado?

—No, todavía estamos lejos. No sé por qué nos hemos parado. Espere un momento; voy a ver qué ocurre.

Abrió la puerta y se asomó, pero volvió a entrar rápidamente.

—¿Qué sucede?

—Un accidente; nada grave. Es el problema de tomar las callejuelas, pero hoy están pavimentando Sule Pagoda Road y por eso hemos tenido que venir por aquí. Quizá tardemos unos minutos. Si quiere, puede bajar y mirar.

Edgar sacó la cabeza por la ventanilla. Delante de ellos había una bicicleta tirada en medio de montones de lentejas verdes que habían caído de un par de cestos. Un individuo, que al parecer era el conductor del vehículo, se curaba una rodilla ensangrentada mientras el vendedor, un indio delgado vestido de blanco, intentaba con desesperación salvar las pocas lentejas que no se habían manchado con el estiércol que cubría la calzada. Ninguno de los dos hombres parecía especialmente enojado, y mucha gente se había parado con el pretexto de ayudar, cuando en realidad lo que querían era echar un vistazo. Edgar bajó del coche.

La calle era estrecha y a ambos lados había una ininterrumpida fila de casas. Delante de cada vivienda, unas empinadas escaleras de casi un metro de altura conducían a un estrecho patio lleno de curiosos. Los hombres llevaban turbante, no muy ceñido, y un trozo de tela atado a la cintura a modo de falda. Los turbantes eran distintos de los de los soldados sijs, y, recordando el relato de un viajero sobre Birmania, Edgar supuso que debían de ser gaung-baungs, y las faldas, pasos. Recordó que las que usaban las birmanas recibían otro nombre, hta main, unas sílabas extrañas que parecían un susurro, no una palabra. Todas las mujeres iban maquilladas con madera de sándalo: algunas lucían delgadas rayas paralelas que les cubrían las mejillas; otras, los círculos de la vendedora que acababan de ver; otras, volutas y líneas que descendían desde el puente de la nariz. A las que tenían la piel más oscura, esos dibujos les daban un aire fantasmal, y Edgar se fijó en que algunas también llevaban los labios pintados con carmín, con lo cual el thanaka adquiría un tono burlesco. Aquel maquillaje tenía algo inquietante que no alcanzaba a identificar; superada la sorpresa inicial, en la siguiente carta que le escribió a Katherine admitió que resultaba bastante agradable. Quizá no fuera lo más adecuado para el cutis inglés, pero a las birmanas les quedaba bien, y añadió con énfasis: «Desde un punto de vista puramente objetivo, como se contempla una obra de arte». No quería que hubiera malentendidos.

Edgar miró hacia arriba para examinar las fachadas de los edificios y sus ojos toparon con unos balcones cubiertos de jardines colgantes de helechos y flores. Allí también había espectadores, casi todos niños, que entrelazaban sus delgados brazos en las barandillas de hierro forjado. Algunos le gritaron, rieron y lo saludaron con la mano. Él les devolvió el gesto.

El conductor ya había cogido su bicicleta y estaba enderezando el torcido manillar, mientras que el chico de las lentejas había abandonado la tarea de recuperarlas y se había puesto a reparar uno de los cestos en medio de la calzada. El cochero le chilló y la gente rió. El vendedor se apartó corriendo hacia la acera. Edgar se despidió de los niños y montó en el carruaje. Se pusieron de nuevo en marcha y la estrecha calle desembocó en otra más ancha que rodeaba una enorme estructura dorada, adornada con sombrillas relucientes.

—Pagoda Sule —dijo el capitán.

Pasaron por delante de una iglesia, luego vieron los minaretes de una mezquita, y más adelante, junto al ayuntamiento, otro bazar montado en el paseo, junto a una estatua de Mercurio, el dios romano de los mercaderes; los británicos la habían levantado como símbolo de su comercio, pero en ese momento estaba rodeada de vendedores ambulantes.

La calzada se ensanchó y el coche aceleró. Pronto las imágenes que se colaban por la ventana lo hicieron demasiado deprisa para distinguirlas.

Después de media hora de viaje pararon en una vía adoquinada frente a un edificio de dos pisos. Los soldados se encorvaron y bajaron, uno a uno, mientras los mozos subían al techo para descargar los baúles. Edgar se quedó de pie y respiró hondo. Pese al fuerte sol, que ya empezaba a descender, en la calle el aire parecía fresco comparado con el del coche.

El capitán lo guió hasta el edificio. En la puerta había dos sijs de rostro impertérrito, con espadas al cinto. Edgar los saludó con la cabeza y entró apresuradamente. Dalton desapareció por un pasillo y volvió al poco rato con un montón de papeles.

—Señor Drake —dijo—, por lo visto hay un pequeño cambio de planes. La idea original era que lo recibiera el capitán Nash-Burnham, de Mandalay, que está al corriente de los proyectos del doctor Carroll. Estuvo aquí ayer para asistir a una reunión sobre los intentos de controlar a los dacoits del estado de Shan; pero por desgracia están reparando el barco que debía llevarlo a usted río arriba y el capitán tenía prisa por regresar, así que ha partido en otro buque que salía antes. —Hizo una pausa para examinar las notas que asía—. Pero no se preocupe. Cuando llegue a Mandalay dispondrá de tiempo suficiente para ponerse al corriente de todo. Eso sí, se marchará más tarde de lo esperado, pues el primer vapor en el que le hemos encontrado camarote es uno de la Irawadi Flotilla Company, que zarpa a finales de esta semana. Confío en que esto no suponga un gran inconveniente para usted.

—No, en absoluto. No me importa tener unos cuantos días para pasearme por aquí.

—Claro. De hecho, iba a invitarlo a participar en una cacería de tigres programada para mañana. Se lo comenté al capitán Nash-Burnham y éste dijo que le parecía una buena forma de pasar el tiempo, así como de familiarizarse con la región.

—Pero yo no sé cazar —protestó Edgar.

—Eso da igual. Es muy divertido; ya lo verá. En fin, ahora debe de estar cansado. Vendré a buscarlo esta noche.

—¿Hay algo más planeado?

—No, esta tarde no hay nada. El capitán Nash-Burnham pensaba estar aquí con usted. Si me lo permite, yo le aconsejaría que aprovechara para descansar en sus aposentos. El mozo le enseñará dónde están.

Le hizo una seña con la cabeza a un indio que esperaba.

Edgar le dio las gracias al oficial y siguió al muchacho, que salió por la puerta. Recogieron los baúles y fueron hacia el final de un sendero que conducía a una calle más espaciosa. Allí se cruzaron con un grupo de jóvenes monjes ataviados con túnicas de color azafrán. El chico no se fijó en ellos.

—¿De dónde han salido? —le preguntó Edgar, impresionado por la belleza de aquellas telas.

—¿Quiénes, señor?

—Los monjes.

Estaban de pie en la esquina; el mozo se volvió y señaló la dirección por la que habían aparecido.

—Pues de la Shwedagon, señor. En este barrio, todo el que no es soldado viene a ver la pagoda.

Edgar estaba en la base de una pendiente, flanqueada por docenas de pequeños santuarios, que conducía hasta la pirámide dorada que había visto brillar desde el río y que en ese instante parecía enorme, altísima. Una fila de peregrinos se arremolinaba a los pies de la escalera. Edgar había leído que el ejército británico se había instalado alrededor del templo, pero no se le había ocurrido pensar que estuviera tan cerca. Siguió a regañadientes al indio, que ya había cruzado la calle y seguía caminando por una callejuela. Llegaron a una habitación que se hallaba al final de un largo barracón. El muchacho dejó los baúles en el suelo y abrió.

Era un espacio sencillo que utilizaban los oficiales que estaban de paso, y el chico le dijo que los edificios que lo rodeaban también eran dependencias de la guarnición, de modo que si necesitaba algo no tenía más que llamar a cualquier puerta. Inclinó la cabeza y se marchó. Edgar esperó un momento, hasta que se perdió el sonido de los pasos del mozo; luego abrió, salió al callejón y fue hasta la escalera que conducía al templo. Había un letrero que rezaba: «PROHIBIDO ENTRAR CON ZAPATOS Y CON SOMBRILLA», y recordó lo que había leído acerca del inicio de la tercera guerra anglo-birmana, cuando los emisarios británicos se negaron a descalzarse en presencia de un miembro de la realeza nativa. Se arrodilló, se quitó las botas y, con ellas en la mano, empezó a subir la larga escalinata.

Las baldosas estaban frías y húmedas. A lo largo de la cuesta había vendedores ambulantes con todo tipo de artículos religiosos: pinturas y estatuas de Buda, guirnaldas de jazmín, libros, abanicos, cestos llenos de ofrendas de comida, manojos de varillas de incienso, pan de oro y flores de loto hechas de finísimo papel de plata… Los mercaderes languidecían a la sombra. Por todas partes había peregrinos que subían los escalones: monjes, mendigos y elegantes birmanas ataviadas con sus mejores galas. Al llegar arriba, Edgar pasó por debajo de un pórtico de intrincada decoración y llegó a una extensa plataforma de mármol blanco y cúpulas doradas de pagodas menores. La multitud de suplicantes circulaba en el sentido de las agujas del reloj, y todos reparaban en el alto inglés al pasar a su lado. Edgar se introdujo en aquella corriente humana y desfiló por delante de hileras de pequeñas capillas y fieles arrodillados que rezaban con unos rosarios de grandes cuentas. Sin detenerse, contempló la construcción principal, su delicada cúpula en forma de campana y rematada con un cilindro. Los destellos del oro, el reflejo del sol en el pavimento blanco y la masa latente de devotos lo deslumbraron. A medio camino de su recorrido se paró a descansar en la sombra, y se estaba secando el sudor de la cara cuando le llamó la atención un débil repiqueteo musical.

Al principio no supo de dónde procedía; las notas rebotaban en los pasillos de las capillas y se mezclaban con las oraciones de los peregrinos. Se metió por un pequeño callejón que discurría por detrás de una amplia explanada, donde un monje dirigía el rezo de un grupo de gente entonando las palabras de un idioma hipnótico que, como más tarde descubriría, no era birmano, sino pali. La música sonaba más fuerte en ese momento. Bajo las ramas de un baniano, Edgar divisó a los intérpretes.

Eran cuatro, y levantaron la cabeza al verlo. Él sonrió y estudió los instrumentos: un tambor, algo parecido a un xilófono, un largo cuerno y un arpa. Eso fue lo que más le llamó la atención, pues sabía que el clavicordio era el abuelo del piano. Se trataba de un arpa preciosa con forma de barco, o de cisne; las cuerdas estaban muy juntas, y se fijó en que eso era posible debido a su peculiar diseño. «Es muy ingenioso», pensó. El músico que la tocaba movía los dedos despacio; la melodía discordaba de forma inquietante, y a Edgar le resultó difícil descubrir su pauta. Reparó en la irregularidad con que recorría la escala; se concentró más, pero aun así la composición se le resistía.

Al poco rato llegó otro curioso, un birmano vestido con elegancia que llevaba a un niño de la mano. Drake los saludó inclinando la cabeza y se quedaron juntos escuchando la canción. La presencia de otro hombre le recordó a Edgar que el capitán Dalton había dicho que iría a buscarlo aquella noche y que, por lo tanto, debía bañarse y vestirse. Se alejó de los músicos de mala gana. Acabó de dar la vuelta entera al santuario y se mezcló con el gentío una vez más para cruzar el pórtico y bajar la escalera. Siguió a la multitud hasta la calle y se sentó en un peldaño para atarse las botas. A su alrededor, hombres y mujeres se ponían y quitaban las sandalias con facilidad. Mientras peleaba con sus cordones Edgar comenzó a silbar, intentando recuperar la tonada que acababa de oír. Luego se levantó, y entonces la vio.

Estaba sólo a un paso de él, sosteniendo a un bebé, cubierta con andrajos, con la mano extendida y el cuerpo pintado de amarillo intenso. Al principio Edgar parpadeó, creyendo que era una aparición: el color de la piel de la mujer parecía un reflejo del oro de la pagoda, como la ilusión que produce contemplar demasiado rato el sol. Ella lo miró a los ojos y se le acercó, y él vio que no llevaba pintura, sino un polvo dorado que le revestía la cara, los brazos y los pies. Se quedó contemplándola, y ella le tendió al niño, que dormía, sujetándolo con fuerza con sus manos amarillas. Edgar observó el rostro de la joven y los oscuros y suplicantes ojos bordeados de gualda; más tarde se enteró de que ese polvo era cúrcuma, que los nativos llamaban sa-nwin, con la que las birmanas se cubrían el cuerpo tras dar a luz para protegerse de los malos espíritus. Pero aquélla se la había puesto para mendigar, pues, según la tradición, una mujer que todavía lleva sa-nwin no debe salir de su casa durante varios días después del parto; si lo hace sólo puede significar que el recién nacido está enfermo. Pero entonces, allí, a los pies de la pagoda Shwedagon, Edgar no lo sabía, y no podía hacer otra cosa que mirar, hechizado, a la joven áurea, hasta que ella se aproximó un poco más. Vio las moscas que el niño tenía en la boca y una llaga en su diminuta cabeza, y retrocedió, horrorizado; buscó unas monedas en el bolsillo y se las puso a la mujer en las manos sin contarlas.

Edgar se alejó de allí con el corazón desbocado. A su alrededor los peregrinos continuaban desfilando sin prestar atención a la muchacha dorada que contaba el dinero, sorprendida, ni al alto y desgarbado inglés que miraba una vez más el templo y a la joven que permanecía bajo su altísima aguja, se metía las manos en los bolsillos y echaba a andar apresuradamente calle abajo.

Aquella noche pasó a verlo el capitán Dalton, que lo invitó al Pegu Club para jugar al billar con otros oficiales. Edgar declinó la propuesta alegando cansancio, y además dijo que hacía varios días que no escribía a su esposa. No le habló de la imagen que todavía conservaba en la retina, ni le confesó que no le parecía adecuado beber jerez y hablar de la guerra mientras pensaba en aquella muchacha y en su hijo.

—Bueno, tendrá tiempo de sobra para el billar —repuso Dalton—. Pero insisto en que mañana venga con nosotros a cazar. La semana pasada un soldado de infantería vio un tigre cerca de Dabein. Me he propuesto ir hasta allí con el capitán Witherspoon y el capitán Fogg, que han llegado hace poco de Bengala. ¿Vendrá con nosotros?

Se quedó plantado en el umbral, esperando una respuesta.

—Es que yo no he cazado nunca y no creo que…

—¡Por favor! No admito excusas. Se trata de una misión militar: ese tigre está aterrorizando a los aldeanos. Saldremos a primera hora de la mañana. Reúnase con nosotros en los establos, ¿sabe dónde están? No, no hace falta que lleve nada. El sombrero, quizá; tenemos muchas botas de montar, y rifles, por supuesto. Supongo que un hombre con unos dedos tan hábiles como los suyos debe de ser un estupendo tirador.

Y ante aquel cumplido, y porque ya había rechazado una invitación, Edgar aceptó.