Ahora viajan más deprisa. En dos días Edgar Drake alcanza a ver la costa, que aparece con timidez en forma de diminutas islas boscosas que salpican la orilla como fragmentos desprendidos del continente. Son de color verde oscuro; no divisa nada a través del denso follaje y se pregunta si estarán habitadas. Se lo comenta a otro pasajero, un funcionario jubilado que le contesta que en una de ellas se levanta el templo que él llama Elephanta, donde los hindúes adoran a «un elefante con muchos brazos».
—Es un lugar extraño, lleno de supersticiones —añade el hombre, pero Edgar no dice nada.
Una vez, en Londres, afinó el Erard de un acaudalado banquero indio, hijo de un marajá, que le enseñó el santuario dedicado a esa divinidad que tenía en un estante, sobre el piano. «Escucha las canciones», le explicó su cliente, y a Edgar le gustó esa religión cuyos dioses disfrutaban con la música y en la que se podía utilizar un piano para rezar.
Más deprisa. Cientos de pequeñas barcas de pesca, esquifes, transbordadores, balsas, canoas y naves de vela latina se apiñan en la bocana del puerto de Bombay, hacia donde se dirige la proa del inmenso casco del vapor. El buque reduce la velocidad y entra en la dársena pasando entre los mercantes, menores que él. Los pasajeros desembarcan; en el muelle los esperan coches de la empresa naviera que los llevan a la estación de ferrocarril.
—No hay tiempo para pasear por la calle —dice un representante uniformado de la compañía—. El tren aguarda. Su vapor ha llegado con un día de retraso porque hacía mucho viento.
Entran por la puerta trasera de la estación. Edgar vigila mientras descargan y vuelven a cargar sus baúles; observa atentamente: si pierde las herramientas no podrá sustituirlas por otras. Al fondo donde se encuentran los coches de tercera clase, ve una masa de cuerpos que avanza por el andén. Una mano lo agarra por un brazo, lo sube a un vagón y le enseña su litera. Pronto están de nuevo en movimiento.
Más rápido aún. Dejan atrás los apeaderos, y Edgar Drake contempla una multitud que no puede compararse con nada que haya visto hasta entonces, ni siquiera en las zonas más pobres de Londres. El tren acelera y atraviesa barrios de chabolas que llegan hasta el borde de las vías; un grupo de niños descalzos corre junto a la locomotora. Edgar pega la cara al vidrio de la ventanilla para observar las casuchas, los desvencijados barracones cubiertos de moho, los balcones decorados con plantas colgantes y las calles llenas de miles de transeúntes que avanzan a empujones y miran cómo pasa el tren.
La máquina iba a toda velocidad hacia el interior de la India. Nasik, Bhusaval, Jubbulpore; los nombres de las ciudades cada vez eran más raros y melódicos. Cruzaron una inmensa meseta donde el sol salió y se puso sin que vieran moverse un alma.
De vez en cuando se paraban: la locomotora reducía la marcha y se detenía en estaciones solitarias y azotadas por el viento. De pronto aparecían unos vendedores ambulantes que se acercaban, se asomaban al interior y ofrecían a los pasajeros platos picantes de carne al curry, o con el aroma amargo de la lima y el betel, joyas, abanicos, postales de castillos, camellos y dioses hindúes, fruta, caramelos, cuencos de mendigo, vasijas rotas llenas de monedas sucias… A través de las ventanas llegaban los productos y las voces: «Compre, señor, por favor, compre, señor, para usted, señor, especial para usted». Y el tren volvía a moverse. Algunos vendedores, generalmente los más jóvenes, se colgaban de los vagones y reían hasta que un policía los obligaba a bajar de un bastonazo. En algunas ocasiones conseguían sujetarse durante más rato, y no saltaban hasta que empezaban a ir demasiado deprisa.
Una noche Edgar Drake se despertó cuando el tren entraba en un pequeño y oscuro apeadero, en algún lugar al sur de Allahabad. Muchos cuerpos se apiñaban en las grietas que había entre los edificios que flanqueaban las vías. El andén estaba vacío salvo por unos cuantos vendedores, que desfilaron por las ventanillas y se asomaron para ver si había alguien despierto. Se pararon, uno por uno, frente a la de Edgar.
—¡Mangos, señor, para usted!
—¿Quiere que le limpie los zapatos, señor? ¡Pásemelos por la ventana!
—¡Sarnosas, buenísimas, señor!
«Qué lugar tan triste para un limpiabotas», pensó Edgar Drake. Un joven se acercó y se detuvo; no dijo nada, pero se quedó esperando, atisbando el interior. Al final Edgar comenzó a sentirse incómodo bajo la atenta mirada del chico.
—¿Qué vendes tú? —le preguntó.
—Soy un poeta-wallah, señor.
—¿Un poeta-wallah?
—Sí, señor, deme un anna y le recitaré un poema.
—¿Cuál?
—El que usted quiera, señor. Me los sé todos, aunque para usted tengo uno especial, antiguo, de Birmania, donde lo conocen como «El cuento del viaje del leip-bya», pero yo lo llamo «El espíritu de la mariposa», porque lo he adaptado yo mismo. Sólo cuesta un anna.
—¿Cómo sabes que voy a Birmania?
—Lo sé porque conozco la dirección de las historias; mis poemas son hijos de la profecía.
—Aquí tienes el dinero. Rápido, el tren se mueve. —Y así era; las ruedas empezaban a rechinar—. Recítalo, deprisa —dijo, y de pronto sintió pánico—. Si has elegido mi vagón habrá sido por algún motivo.
La locomotora aceleraba y el viento empezó a agitarle el cabello al joven.
—Es un relato de sueños —gritó.
—Todos hablan de eso. ¡Date prisa!
Edgar oyó otras voces:
—Eh, chico, bájate del tren. Tú, polizón, bájate.
El afinador quiso gritar algo, pero entonces junto a la ventana apareció la figura de un policía con turbante, que también corría; el agente sacudió su bastón y el muchacho saltó, echó a correr trastabillando y se perdió en la noche.
El terreno descendió y se cubrió de vegetación, y pronto la ruta férrea se acercó a la del Ganges. Pasaron por la ciudad santa de Benarés, donde, mientras los pasajeros dormían, los hombres se levantaban al amanecer para bañarse en las aguas del río y rezar. Después de tres días llegaron a Calcuta, y una vez más los viajeros montaron en coches y se abrieron paso entre el enjambre de gente que abarrotaba las calles hasta los muelles. Allí Edgar subió a otro barco, menor en esta ocasión, pues eran pocos los que iban a Rangún.
De nuevo se pusieron en marcha los motores, y el vapor siguió la fangosa corriente del Ganges hacia la bahía de Bengala.
Las gaviotas volaban en círculo. La atmósfera era húmeda y pesada; Edgar se despegó la camisa del cuerpo y se abanicó con el sombrero. Hacia el sur empezaban a formarse nubes de tormenta. Calcuta desapareció pronto del horizonte. Las aguas marrones del Ganges se fueron destiñendo hasta perderse en el mar formando espirales de sedimentos.
Edgar sabía, por el itinerario que le habían entregado, que sólo faltaban tres días para llegar a Rangún. Empezó a leer otra vez. Llevaba una bolsa llena de papeles; algunos se los había proporcionado el Ministerio de Defensa, y otros, Katherine. Leyó expedientes militares, artículos de periódico, informes personales y capítulos de índices geográficos. Estudió minuciosamente varios mapas e intentó memorizar algunas frases en birmano. Había un sobre que rezaba: «Para el afinador de pianos. No abrir antes de llegar a Mae Lwin, A. O». Edgar había estado tentado de leerlo desde que abandonó Inglaterra, pero se había contenido por respeto al doctor; sin duda Carroll debía de tener buenos motivos para pedirle que esperara. Había dos documentos más largos: resúmenes históricos elementales de Birmania y del estado de Shan. El primero ya lo había leído en su taller, en Londres, y lo había vuelto a consultar después; era amedrentador: había muchísimos nombres desconocidos. Recordó que el segundo se lo había recomendado Katherine, y que estaba escrito por el propio Anthony Carroll. Le sorprendió no haberse acordado antes, y se lo llevó a la cama, dispuesto a leerlo. Le bastaron las primeras líneas para darse cuenta de lo diferente que era de los demás.
HISTORIA GENERAL DEL PUEBLO SHAN,
CON ESPECIAL ATENCIÓN AL MOMENTO
POLÍTICO DE LA INSURRECCIÓN
EN EL ESTADO DE SHAN
Redactada por el comandante médico Anthony Carroll, Mae Lwin, sur del estado de Shan.
(Del Ministerio de Defensa: por favor, tenga en cuenta que el tema de este informe está sujeto a rápidos cambios. Le recomendamos buscar las correcciones correspondientes disponibles en nuestra sede).
I. Historia general de los shan.
Si le preguntáramos a un birmano por la geografía de su país, seguramente lo primero que nos ofrecería sería una descripción de los nga-hlyin, los cuatro dragones que viven bajo tierra. Por desgracia, los memorandos oficiales no disponen de espacio para semejantes complejidades. Sin embargo, es imposible entender la historia de la región Shan sin tener en cuenta su fisonomía. La zona que ahora se conoce como el estado de Shan consiste en una extensa meseta que se alza al este del polvoriento valle central del río Irawadi. Se trata de una vasta y verde planicie que se despliega por el norte hasta la frontera de Yunnan, y hacia el este hasta Siam. La surcan imponentes ríos, que serpentean hacia el sur como la cola del dragón del Himalaya; el mayor es el Saluén. La importancia de las características topográficas y su relación con la historia (y, por tanto, con la actual situación política) reside en la afinidad de los shan con otras razas de la llanura, así como en su aislamiento respecto a los birmanos de las tierras bajas. La terminología, a veces confusa, requiere una explicación: cuando hablamos de birmanos podemos referirnos a un grupo étnico, o bien al reino y al gobierno de Birmania, así como a su idioma. Aunque a veces esa distinción queda encubierta, puede resultar crucial: no todos los reyes del país han sido de etnia birmana, pero todos han tenido súbditos no birmanos; como los kachin, los karen y los shan, que en su día tuvieron sus propios reinos dentro de las fronteras de la actual nación. Hoy en día, pese a que esas tribus están sacudidas por divisiones internas, todavía no han aceptado ser dominadas por otros. Como quedará claro en el resto de este documento, el alzamiento de los shan contra los británicos tiene su origen en una incipiente insurrección contra un monarca birmano.
Los shan, que se refieren a sí mismos como los tai o thai, comparten una herencia histórica con sus vecinos orientales: los siameses, los lao y los yunnan. Creen que su tierra ancestral estaba en el sur de China, y aunque algunos eruditos lo ponen en duda, existen numerosas pruebas de que hacia finales del siglo XII, en la época de las invasiones mongolas, el pueblo tai tenía varios reinos. Entre ellos estaba el debilitado territorio yunnan de Xipsongbanna, cuyo nombre significa «reino de diez mil campos de arroz», la antigua capital siamesa de Sukhothai y, lo más relevante para el tema de esta crónica, dos imperios dentro de las fronteras actuales de Birmania: el de Tai Mao, en el norte, y el de Ava, en las cercanías de lo que ahora es Mandalay. Su poder era considerable; los shan gobernaron gran parte de Birmania durante casi tres siglos: desde la caída de la capital, Pagan (cuyos inmensos templos, erosionados por el viento, todavía montan guardia silenciosamente en las orillas del río Irawadi), a principios del siglo XIII, hasta 1555, cuando el estado birmano de Pegu eclipsó al de Ava, y se iniciaron trescientos años de dominio que desembocaron en la Birmania de hoy.
Después de la caída de Ava y de que los invasores chinos destruyeran Tai Mao en 1604, los shan se dispersaron en pequeños principados, como pedazos de un hermoso jarrón de porcelana. Esa fragmentación continúa marcándolos. Sin embargo, pese a la desunión general, en ocasiones se movilizan contra su enemigo común birmano, como ocurrió en una revuelta popular que tuvo lugar en Hanthawaddy en 1564 o, más recientemente, en un levantamiento tras la ejecución de un líder de la ciudad norteña de Hsenwi. Aunque estos sucesos parezcan pertenecer a un pasado remoto, no puede subestimarse su importancia, pues en momentos de guerra estas leyendas se extienden por la meseta como llamas por una tierra agostada por la sequía, y se elevan con el humo de las hogueras cuando los ancianos las narran en voz baja ante un círculo de niños de ojos muy abiertos.
El resultado de ese fraccionamiento fue el desarrollo de estructuras políticas únicas que deben tenerse en cuenta porque desempeñan un papel fundamental en el presente. Los principados shan, que ellos llaman muang (y que eran cuarenta y uno en los años setenta de nuestro siglo), representaban el grado más alto del orden político en un sistema altamente jerarquizado de organización local; y estaban dirigidos por un sawbwa (transcripción birmana que utilizaré en el resto de este informe). Por debajo del sawbwa había una serie de divisiones, desde distritos a grupos de pueblos o aldeas; todos a su servicio. Esta dispersión era la causante de frecuentes guerras intestinas en la meseta Shan, y de que sus habitantes fueran incapaces de unirse para librarse del yugo birmano. Una vez más vuelve a resultar útil la analogía del jarrón roto: así como los trozos de porcelana no retienen el agua, los fragmentos de un gobierno no pueden controlar una anarquía cada vez mayor. Como resultado de ello, gran parte de la planicie está plagada de bandas de dacoits (palabra indostánica que significa «bandido»), un gran reto para la administración de esta región, aunque diferente de la resistencia organizada conocida como la Confederación Limbin, que es el tema del siguiente epígrafe.
II. La Confederación Limbín, Twet Nga Lu y la situación actual.
En 1880 surgió un movimiento shan organizado contra el gobierno birmano, que aún persiste (en ese momento, Inglaterra sólo controlaba la Baja Birmania. La Alta Birmania y Mandalay todavía estaban bajo el dominio del rey birmano). Aquel año, los sawbwas de los estados de Mongnai, Lawksawk, Mongpawn y Mongnawng se negaron a presentarse ante el monarca Thibaw en una fiesta anual que se celebraba con motivo del año nuevo. Éste envió una columna que no consiguió capturar a los insolentes. En 1882 el desafío adquirió un tono violento: el jerarca de Kengtung atacó y mató al residente birmano. Inspirados por este atrevimiento, el sawbwa de Mongnai y sus aliados se rebelaron abiertamente. En noviembre de 1883 asaltaron el fuerte de Mongnai y mataron a cuatrocientos hombres; pero su éxito fue breve. Los birmanos contraatacaron y obligaron a los jefes shan a huir a Kengtung, al otro lado del río Saluén, en cuyos abruptos desfiladeros y en cuyas densas selvas encontraron cobijo contra posteriores incursiones.
Aunque la revuelta iba dirigida contra el gobierno birmano, el objetivo no era la independencia, un hecho histórico que no siempre se ha entendido bien. En efecto, los sawbwas reconocían que sin un poder central fuerte el estado de Shan siempre estaría amenazado por las guerras. Su propósito principal era el derrocamiento de Thibaw y la coronación de un caudillo que eliminara el thathameda, un impuesto sobre la tierra que consideraban injusto. Pues bien, el candidato fue un birmano, el príncipe Limbin, un miembro sin derecho a voto de la casa de Alaungpaya, la dinastía que gobernaba entonces. Esta sublevación se conoce como la Confederación Limbin. En diciembre de 1885 el elegido llegó a Kengtung. Aunque el movimiento lleva su nombre, hay datos que indican que él sólo es una figura decorativa y que el verdadero poder lo detentan los sawbwas.
Entre tanto, mientras el príncipe recorría los solitarios caminos que conducían a las tierras altas, estalló una nueva guerra entre la Alta Birmania y Gran Bretaña: era la tercera y última contienda anglo-birmana. La derrota de los nativos en Mandalay a manos de nuestro ejército se produjo dos semanas antes de que Limbin alcanzara Kengtung, pero debido a la extensión y a la dificultad del terreno que separa los dos territorios, la noticia no les llegó hasta mediados de diciembre. Nosotros confiábamos en que la Confederación abandonara la resistencia y se sometiera a nuestro poder, pero en lugar de eso retomó sus propósitos originales y declaró la guerra a la Corona británica en nombre de la independencia de los shan.
Dicen que la naturaleza aborrece el vacío, y lo mismo puede decirse de la política. En efecto, la retirada de los confederados a Kengtung en 1883 había dejado tronos vacantes en muchos de los poderosos muang, que ocuparon de inmediato los caudillos autóctonos. Entre ellos destaca un guerrero llamado Twet Nga Lu, que se convirtió en el gobernante de facto de Mongnai. Este hombre, originario de Kengtawng (no hay que confundirlo con Kengtung; a veces uno se pregunta si los shan han bautizado sus ciudades con el único fin de despistar a los ingleses), un subestado de Mongnai, es un ex monje convertido en bandolero local, famoso en toda la región por su virulencia, que le ha valido el apodo de Príncipe Bandido. Antes de que el jefe de Mongnai se retirara, Twet Nga Lu había dirigido varios ataques contra esa provincia. Casi todos fracasaron, así que cambió de táctica y pasó del campo de batalla a la cama: finalmente consiguió el poder casándose con la viuda del hermano del sawbwa. Cuando éste huyó, el guerrillero, con el apoyo de los oficiales birmanos, se apoderó por completo de la región.
Este individuo, junto con otros usurpadores, gobernó hasta principios de este año, 1886, cuando las fuerzas de Limbin lanzaron una ofensiva y reclamaron parte de su territorio. Él huyó a su pueblo natal, donde continúa con su campaña de violencia; deja un reguero de poblaciones quemadas allí por donde pasa con su ejército. La enemistad entre él y el sawbwa de Mongnai representa uno de los mayores retos para el establecimiento de la paz. Mientras que el dirigente cuenta con el respeto de sus súbditos, Twet Nga Lu es famoso por su ferocidad y por su reputación de maestro de tatuajes y encantamientos; dicen que lleva incrustados en la piel cientos de amuletos que lo hacen invencible, por lo que lo temen y veneran (un inciso: esos talismanes son un aspecto importante de las culturas birmana y shan. Pueden ser cualquier cosa, desde piedras preciosas hasta conchas o esculturas de Buda, y se introducen bajo la piel mediante una incisión superficial. Los pescadores practican una variante particularmente curiosa: la implantación de piedras y cascabeles debajo de la piel de los genitales masculinos, cuyo propósito y función, el autor, de momento, no ha logrado elucidar).
En el momento de la redacción de este informe, la Confederación Limbin continúa consolidando su poder y Twet Nga Lu todavía anda suelto; hemos encontrado señales de su brutalidad en los restos de los pueblos incendiados y en los aldeanos asesinados. Todos los intentos de negociación han resultado infructuosos. Desde mi puesto de mando en el fuerte de Mae Lwin no he conseguido entrar en contacto con la Confederación Limbin, y mis intentos de comunicarme con Twet Nga Lu también han fracasado. Hasta la fecha pocos británicos han visto al guerrero; algunos se preguntan si existe en realidad o si es una simple leyenda, un personaje imaginario al que se atribuyen todas las barbaridades cometidas por diferentes grupos de dacoits. Con todo, se ha ofrecido una recompensa por el Príncipe Bandido, vivo o muerto; uno de los muchos intentos de conseguir la paz en la meseta Shan.
Edgar Drake leyó el documento sin interrupción. Había otras breves notas de Carroll, y todas eran parecidas, llenas de digresiones sobre etnografía e historia natural. En la parte superior de la primera página de un estudio sobre rutas comerciales el doctor había escrito: «Por favor, incluyan esto para instruir al afinador de pianos sobre la geografía del país». Dentro había dos apéndices, uno sobre la accesibilidad de ciertas pistas de montaña para el transporte de artillería, y otro con un listado de plantas comestibles, «por si un grupo se pierde y se queda sin alimentos», con dibujos de flores y el nombre de cada especie en cinco lenguas tribales diferentes.
El contraste que había entre los expedientes del doctor y los del ejército resultaba sorprendente, y Edgar se preguntó si no sería ésa, en parte, la razón de la antipatía que inspiraba Carroll. Sabía que la mayoría de los oficiales pertenecían a la aristocracia rural y que se habían educado en las mejores escuelas del país. De modo que entendía que sintieran animadversión hacia un hombre como el comandante médico, que procedía de una familia mucho más modesta, pero que parecía mucho más culto que ellos. «Quizá por eso me cae bien ya», se dijo. Cuando Edgar terminó sus estudios, dejó el hogar paterno y se fue a vivir y a trabajar con un afinador de pianos de Londres, un anciano excéntrico que creía que un buen profesional no sólo debía tener conocimientos de su oficio, sino también de física, filosofía y poesía. Así que cuando cumplió veinte años, Edgar, pese a no haber ido nunca a la universidad, tenía más educación que muchos universitarios.
«También hay otras coincidencias —pensó—. En muchos aspectos nuestras profesiones se asemejan; ambas son raras porque trascienden las diferencias de clase: todo el mundo enferma, y todos los pianos, tanto los de cola de concierto como los verticales, se desafinan». Se preguntó qué significaría eso para el doctor, pues él había aprendido enseguida que el que te necesitaran no quería decir que te aceptasen. Pese a que visitaba con frecuencia residencias de clase alta donde los propietarios de unos pianos carísimos entablaban con él conversaciones sobre música, nunca se sentía cómodo en aquellos ambientes. Y ese distanciamiento se extendía también en la otra dirección, pues él se mostraba excesivamente reservado cuando estaba con carpinteros, herreros o mozos, a los que su trabajo le exigía contratar con frecuencia. Recordaba haberle hablado a Katherine de esa sensación de estar fuera de lugar poco después de casarse, una mañana mientras paseaban por la orilla del Támesis. Ella se limitó a reír y lo besó; tenía las mejillas enrojecidas por el frío, y los labios, cálidos y húmedos. Se acordaba de esos detalles casi tan bien como de lo que le dijo su esposa: «Puedes pensar lo que quieras sobre dónde encajas y dónde no, Edgar; a mí lo único que me importa es que eres mío». Por lo demás, sus amigos eran personas con las que tenía intereses comunes, como por lo visto ocurría en ese momento, mientras navegaba hacia Rangún, con Carroll.
«Es una lástima que el doctor no haya escrito nada sobre el piano —pensó—, pues él es el verdadero héroe de toda esta empresa, y hasta ahora su ausencia es obvia en la narración». Esa idea se le antojó graciosa: Carroll obligaba al ejército a leer sus relatos sobre historia natural; por lo tanto, no había motivo para que no se vieran forzados a aprender también algo sobre pianos. En medio de un impulso creativo y de una creciente sensación de misión compartida, Edgar se levantó, cogió un tintero, pluma y papel, encendió otra vela, pues la primera casi se había consumido, y empezó a escribir.
Caballeros:
Les escribo a bordo del buque que me conduce a Rangún. Hoy es el decimocuarto día de mi viaje, y he disfrutado mucho con las vistas y con los interesantísimos informes que me ha facilitado su oficina. Sin embargo, me he fijado en que se ha escrito muy poco sobre el auténtico centro y propósito de nuestra operación, es decir, el piano. Por lo tanto, y con el fin de ilustrar a los miembros del Ministerio de Defensa, considero necesario relatar esta historia personalmente. Por favor, compártanla con quien les parezca oportuno. Y si necesitan algún otro dato, caballeros, no duden en consultarme, pues estaré encantado de proporcionárselo.
La Historia del piano Erard
Hay dos comienzos posibles: la historia del piano y la de Sébastien Erard. La primera es muy larga y enrevesada; fascinante, como es lógico, pero un reto excesivo para mi pluma, pues considero que sólo soy un afinador amante de la Historia. Baste decir que después de que Cristofori lo inventara en el siglo XVII, el piano sufrió importantes modificaciones, y el Erard, que es el tema central de esta carta, está en deuda con esa formidable tradición, como todos los ejemplares modernos.
Sébastien Erard era alemán, nacido en Estrasburgo, pero se marchó a París en 1768, a los dieciséis años, y trabajó como aprendiz con un fabricante de clavicémbalos. El chico era un prodigio, por decirlo así, y pronto dejó a su maestro y montó su propia tienda. Los otros artesanos parisinos se sintieron tan amenazados por el gran talento del muchacho que iniciaron una campaña para obligarlo a cerrar el taller después de que diseñara un clavecin mécanique, un instrumento con múltiples registros, con púas de pluma y cuero, que funcionaba con un ingenioso dispositivo de pedales que jamás se había empleado hasta entonces. Pero, pese al boicoteo, el diseño era tan original que la duquesa de Villeroi decidió patrocinar al joven. Erard empezó a fabricar pianofortes y los amigos aristócratas de la duquesa comenzaron a comprarlos. Esa vez provocó la ira de los importadores, cuyos pianos ingleses acusaron la competencia. Intentaron asaltar su casa, pero se lo impidieron nada menos que los soldados de Luis XVI. Era tan famoso que el rey le concedió plena libertad para comerciar.
Pese al patrocinio real, Erard acabó interesándose por otras naciones y a mediados de la década de los ochenta viajó a Londres, donde montó otra tienda en Great Marlborough Street. Allí estaba el 14 de julio de 1789, cuando tomaron la Bastilla, y tres años más tarde, cuando las purgas del régimen del Terror sacudieron Francia. Estoy seguro de que conocen bien esa historia; miles de burgueses huyeron del país o fueron condenados a morir en la guillotina. Mas hay un hecho que sabe muy poca gente: los que escaparon o fueron ejecutados dejaron millares de obras de arte, entre ellas muchos instrumentos musicales. Sin entrar en opiniones sobre el gusto francés, quizá valdría la pena señalar que, incluso en medio de una revolución, mientras a los eruditos y a los músicos les cortaban la cabeza, alguien decidió que había que proteger la música. Se organizó una Comisión Artística Temporal, y Antonio Bartolomeo Bruni, un mediocre violinista de la Comedie Italienne, fue nombrado responsable de inventario. Durante catorce meses se dedicó a recoger los instrumentos de los reos. En total llegó a reunir más de trescientos, y cada uno tiene su propia y trágica historia. Antoine Lavoisier, el gran químico, perdió la vida y su piano de cola Zimmerman francés; muchos otros pianos de linaje parecido todavía se usan hoy en día. De éstos, sesenta y cuatro son pianofortes, y la mayoría de los confiscados de procedencia francesa son Erards: doce en total. Eso demuestra tanto el buen gusto de Bruni como el de las víctimas, pero esa macabra distinción fue quizá lo que estableció con mayor solidez la reputación de Sébastien como el mejor fabricante de pianos. Es significativo que ni él ni su hermano Jean-Baptiste, que permaneció en París, fueran llamados a presentarse ante el Terror, pese a haber estado amparados por el trono. De esas doce piezas se conoce el paradero de once, y yo he afinado todas las que actualmente se encuentran en Inglaterra.
Sébastien Erard ya está muerto, por supuesto, pero su taller de Londres sigue funcionando. El resto es una historia de belleza técnica, y si no pueden entender ustedes la mecánica de lo que describo, al menos deben estimarla, igual que yo aprecio la función de sus cañones sin comprender las características químicas de los gases que les permiten disparar. Las innovaciones de Erard revolucionaron la construcción de pianos. El mecanismo de doble escape, el mécanisme a étrier, que los macillos estén unidos al apoyo individualmente en lugar de estarlo en grupos de seis como en los pianos Broadwood, los agrafes, las barras de refuerzo…; todo eso son aportaciones suyas. Napoleón tocaba con un Erard; Sébastien le regaló un piano de cola a Haydn; Beethoven también tocó uno durante siete años.
Espero que esta información le sirva a su personal para entender y valorar mejor el excelente instrumento que ahora se encuentra en las más remotas fronteras de nuestro Imperio. No sólo es digno de respeto y atención, sino también de ser protegido con el mismo celo con que preservaríamos las obras de arte de un museo. La calidad del Erard merece los servicios de un afinador, que quizá sean el primer paso de su posterior cuidado.
Su humilde servidor,
Edgar Drake
Afinador y armonizador de pianos
Especialista en Erards
Cuando terminó, se quedó sentado releyendo la carta mientras giraba la pluma entre los dedos. Pensó unos momentos, tachó «cuidado» y encima escribió «defensa»; al fin y al cabo, eran militares. Dobló la hoja, la metió en un sobre y guardó éste en su bolsa para enviarlo desde Rangún. Por fin empezaba a entrarle sueño.
«Espero que lean mi carta», pensó, y se quedó dormido con una sonrisa en los labios. Entonces no podía saber cuántas veces la iban a leer, inspeccionar, enviar a criptógrafos, examinar bajo lámparas y lupas… Porque cuando un hombre desaparece nos aferramos a cualquier rastro suyo, a cualquier cosa que haya dejado atrás.