4

Aquella noche, mientras el barco surcaba lentamente las aguas del mar Rojo, Edgar no podía conciliar el sueño. Al principio intentó leer un documento que le había entregado el Ministerio de Defensa, un ampuloso relato sobre las campañas militares durante la tercera guerra anglo-birmana, pero el aburrimiento lo venció. En el camarote hacía un calor sofocante, y por el pequeño ojo de buey apenas entraba aire. Al final se vistió y recorrió el largo pasillo hasta llegar a la escalera que conducía a la cubierta.

Fuera hace frío, el cielo está despejado y hay luna llena. Semanas más tarde, cuando haya oído las leyendas, comprenderá por qué ese detalle era importante. Aunque los ingleses llaman luna nueva a unas delgadas y anémicas rodajas de luz, ésa no es más que una forma posible de interpretarlas. Cualquier niño del estado de Shan, de Wa o de Pa-O diría que la nueva es la luna llena, porque brilla y destella como el sol, y que esos finos gajos son la luna vieja, frágil y próxima a la muerte. Por eso las lunas llenas marcan los principios, los momentos de cambio, y se debe prestar mucha atención a los presagios.

Sin embargo, faltan muchos días para que Edgar Drake llegue a Birmania, y todavía no conoce las adivinaciones de los shan. No sabe que existen cuatro tipos de augurios: los del cielo, los de los pájaros, los de las aves de corral y los del movimiento de las bestias de cuatro patas. Él no conoce el significado de los cometas, de los halos, de las tormentas ni de los meteoritos; no sabe que la profecía puede hallarse en la dirección del vuelo de una grulla, que deben buscarse señales en los huevos de las gallinas y en los enjambres de abejas, y que hay que estar atento por si a uno le cae encima un lagarto, una rata o una araña. Si el agua de una laguna o de un río se vuelve roja, el país padecerá una guerra devastadora; esa señal fue la que predijo la destrucción de Ayutthaya, la antigua capital de Siam. Si un hombre coge algo con la mano y se le rompe sin motivo aparente, o si se le cae el turbante, no tardará en morir.

Edgar Drake no tiene necesidad de pensar en esos vaticinios, al menos todavía. No lleva turbante y pocas veces se le rompen las cuerdas cuando afina y repara un piano. De pie en la cubierta ve cómo el mar refleja la luz de la luna con un resplandor plateado sobre su azul oscuro.

Aún se distingue el trazado de la costa, y hasta el lejano parpadeo de un faro. El cielo está despejado y salpicado de miles de estrellas. Edgar se queda mirando el mar, donde las olas juegan con la reverberación de los astros.

Al día siguiente por la noche Edgar se sentó en el comedor, en el extremo de una larga mesa vestida con un mantel blanco muy limpio. En el techo, una lámpara de araña delataba el movimiento del barco. «Es muy elegante —le contó a Katherine—; no han escatimado lujos». Se sentó solo y se puso a escuchar la animada conversación de dos oficiales sobre una batalla que había ocurrido en la India y en la que no había intervenido ninguno de ellos, pero sobre la que ambos tenían firmes opiniones. Edgar dejó de interesarse por esos combates y se puso a pensar en Birmania, en Carroll, en su oficio, en pianos, en su casa…

Una voz a su espalda lo devolvió a la realidad.

—¿Es usted el afinador de pianos?

Edgar se dio la vuelta y vio a un hombre alto vestido de uniforme.

—Sí —contestó; se tragó la comida que tenía en la boca y se levantó para estrecharle la mano—. Drake. ¿Y usted, señor?

—Tideworth —respondió el individuo mostrando una atractiva sonrisa—. Soy el capitán del barco desde Marsella hasta Bombay.

—Por supuesto, capitán, he reconocido su nombre. Es un honor para mí conocerlo.

—No, señor Drake, el honor es mío. Lamento que no hayamos podido reunirnos hasta ahora. Llevo varias semanas intentando hablar con usted.

—¿Conmigo? ¿Para qué?

—Debía habérselo dicho al presentarme: soy amigo de Anthony Carroll. Él me escribió y me pidió que lo recibiera a bordo. Está deseando verlo.

—Y yo a él. De hecho, él es mi misión —añadió riendo.

El capitán señaló las sillas.

—Sentémonos, por favor —dijo—. No era mi intención interrumpir su cena.

—No se preocupe, ya había terminado. Las comidas son muy abundantes. —Se sentaron a la mesa—. ¿De modo que el doctor Carroll le ha hablado de mí? Me encantaría saber qué le decía en esa carta.

—Poca cosa. Creo que ni siquiera le han revelado su nombre. Pero me contó que usted es un excelente profesional, y que para él es de suma importancia que llegue sano y salvo a su destino. También me pidió que lo cuidara si se encontraba mal durante el viaje.

—Es usted muy amable. De momento me siento bien; aunque sin una guerra india a mis espaldas no puedo dar mucha conversación. —Inclinó la cabeza hacia los militares que estaban a su lado.

—Ah, son los pelmazos de siempre —repuso el capitán bajando el tono de voz, una precaución innecesaria, pues los oficiales estaban ya muy borrachos y ni siquiera se habían percatado de su presencia.

—De todos modos, espero no estar alejándolo de sus obligaciones.

—En absoluto, señor Drake. Navegamos sin problemas, como solemos decir nosotros. Si no surgen imprevistos, calculo que llegaremos a Adén dentro de seis días. Si me necesitan, ya me llamarán. Dígame, ¿le está gustando el viaje?

—Lo encuentro maravilloso. De hecho, es la primera vez que salgo de Inglaterra. Todo es mucho más bonito de lo que yo imaginaba. Hasta ahora lo único que conocía del continente era su música o, mejor dicho, sus pianos. —Tideworth no dijo nada, y Edgar agregó, un tanto abochornado—: Soy especialista en Erards. Es un modelo francés.

El capitán lo miró con curiosidad.

—¿Y qué le ha parecido el trayecto hasta Alejandría? Aunque me temo que por aquí no debe de haber muchos pianos.

—No, no los hay —confirmó Edgar, riendo—. Pero, en cambio, hay un paisaje espectacular; me he pasado horas en cubierta. Es como si volviera a ser joven. No sé si me explico.

—Por supuesto. Todavía recuerdo la primera vez que hice esta ruta. Hasta escribí poemas sobre la travesía, ridículas odas en las que describía la navegación entre dos continentes, extensos y yermos, con kilómetros y kilómetros de desiertos y ciudades legendarias que se elevaban hacia el cielo, hacia levante, hacia el Congo… Seguro que se lo imagina. El mar sigue siendo emocionante para mí, aunque por fortuna hace tiempo que abandoné la poesía. Dígame, ¿ya ha trabado amistad con alguien?

—No soy muy extravertido. Me dedico a disfrutar del viaje, sin más. Todo es tan nuevo para mí…

—Es una lástima que no haya conocido a nadie. Los viajeros suelen ser personajes extraordinarios. Sin ellos, creo que hasta yo me aburriría de este paisaje.

—¿Extraordinarios? ¿En qué sentido?

—Ah, ojalá tuviera tiempo de contarle todas sus historias. Embarcan en puertos muy exóticos; no sólo de Europa o Asia, sino también de las miles de escalas que hay a lo largo del Mediterráneo, del norte de África, de Arabia… Esta ruta se conoce como «el eje del mundo». Pero… ¡hay cada caso! Me basta con echar un vistazo a la sala… Por ejemplo… —Se aproximó un poco más a Drake—. Allí, en la mesa del fondo, ¿ve a ese caballero que está cenando con una dama de cabello cano?

—Sí, ya me he fijado en él. Debe de ser el pasajero de más edad del barco.

—Se llama William Penfield. Era oficial de la Compañía de las Indias Orientales. Lo llamaban Bill el Sangriento. Me atrevería a decir que es el soldado más condecorado y salvaje que ha servido en las colonias.

—¿Ese anciano?

—Como lo oye. La próxima vez que se acerque a él, repare en su mano izquierda: le faltan dos dedos; los perdió en una escaramuza ocurrida durante su primer periodo de servicio. Sus hombres solían bromear diciendo que segó mil vidas por cada dedo.

—Es terrible.

—Y eso no es nada, pero le ahorraré los detalles. Y ahora, mire hacia la izquierda. A ese joven moreno lo llaman Harry Madera de Teca; no sé cuál es su verdadero nombre. Es un armenio de Bakú. Su padre era maderero y daba los permisos para que los vapores transportaran madera siberiana de la costa norte del mar Caspio a la del sur. Dicen que durante un tiempo controló todo el tráfico con destino a Persia, hasta que lo asesinaron, hace diez años. Su familia tuvo que huir, parte a Arabia, parte a Europa. Harry Madera de Teca se fue hacia el este, al mercado indochino. Tiene fama de aventurero. Se rumorea que financió la expedición de Garnier que tenía como objetivo buscar el nacimiento del Mekong, aunque no hay pruebas de ello; y si es cierto, Harry ha sido muy discreto para preservar sus contratos de transporte. Lo más probable es que viaje con usted hasta Rangún, aunque allí con seguridad tomará un vapor de su propia compañía hasta Mandalay. Posee una mansión, o mejor dicho, un palacio lo bastante fastuoso para despertar la envidia de los reyes de Ava. Y por lo visto así ha sido: dicen que Thibaw intentó matarlo dos veces, pero que el armenio logró escapar. Quizá vea su sede central en Mandalay. La teca es su vida; no es fácil conversar con él, a menos que se esté introducido en ese negocio. —El capitán hablaba sin detenerse apenas para respirar—. El individuo corpulento que está sentado junto a él es un francés, Jean-Baptiste Valerie, profesor de Lingüística de la Sorbona. Dicen que domina veintisiete idiomas, tres de los cuales no los habla ningún otro hombre blanco, ni siquiera los misioneros.

—¿Y el que está a su lado, el que lleva tantos anillos? Es muy gallardo, por cierto.

—Ah, ése es Nader Modarress, un persa especialista en alfombras de Bakhtiari. Suele viajar con dos amantes, lo cual es insólito, porque en Bombay tiene tantas esposas que, sólo para mantenerlas, debería pasar todo el tiempo dedicado a su negocio. Se aloja en el camarote real; nunca ha tenido problemas para pagar el pasaje. Como ya ha visto usted, lleva anillos de oro en todos los dedos; le recomiendo que intente verlos de cerca: tienen incrustadas gemas extraordinarias.

—Embarcó con otro caballero, un tipo enorme y rubio.

—Su guardaespaldas; me parece que es noruego. Aunque no creo que sea muy bueno. Se pasa la mayor parte del tiempo fumando opio con los fogoneros; es un hábito muy desagradable, pero impide que se quejen demasiado. Modarress tiene contratado a otro personaje, un tipo con gafas, un poeta de Kiev que compone odas para sus esposas. Por lo visto el persa se las da de romántico, pero no se aclara con los adjetivos. ¡Ay!, discúlpeme, estoy chismorreando como una colegiala. Venga, vamos a tomar un poco el aire antes de que tenga que regresar al trabajo.

Se levantaron, salieron a cubierta y se apoyaron en la barandilla. En la proa había una figura de pie, sola, envuelta en una larga túnica blanca que ondeaba alrededor de su cuerpo.

Edgar la miró y observó:

—Creo que no se ha movido de ahí desde que zarpamos de Alejandría.

—Quizá sea el más extraño de nuestros pasajeros. Nosotros lo llamamos el Hombre de Una Sola Historia. Lleva años recorriendo esta ruta, y siempre está solo. No sé quién le paga el billete ni a qué se dedica. Viaja en los camarotes inferiores; embarca en Alejandría y baja en Adén. Nunca lo he visto hacer el viaje de regreso.

—¿Y por qué lo llaman así?

El viento azotaba el mar y levantaba la blanca espuma. El capitán chascó la lengua y respondió:

—Es un nombre que viene de lejos. En las raras ocasiones en que se ha decidido a hablar, sólo ha contado una historia. Yo la escuché una vez y no la he olvidado. Él no entabla una conversación; sólo empieza a narrar y no para hasta que ha terminado. Es extraño, como si uno estuviera escuchando un fonógrafo. En general está callado, pero los que han oído su relato… nunca vuelven a ser los mismos.

—¿Habla inglés?

—Uno muy lento y meditado: el de un narrador.

—¿Y qué es lo que cuenta?

—Ah señor Drake… Eso tendrá que descubrirlo usted mismo si es que está escrito que así sea.

Y, como si se tratara de una escena teatral ensayada, en ese momento llamaron al capitán. Edgar tenía otras preguntas que formularle sobre Anthony Carroll, sobre el Hombre de Una Sola Historia… Mas Tideworth se despidió apresuradamente, desapareció en el comedor y lo dejó solo, respirando el aroma del aire marino, cargado de sal y premoniciones.

A la mañana siguiente Edgar Drake se despertó temprano debido al calor. Se vistió, recorrió el largo pasillo y salió. El cielo estaba despejado y notó el sol, aunque apenas empezaba a asomar por detrás de las colinas que se veían hacia el este. El tramo de mar era ancho, y todavía se distinguían vagamente ambas orillas. Vio que hacia la popa había otro pasajero apoyado en la barandilla; la ondeante túnica destacaba su silueta contra el sol.

Edgar tenía por costumbre dar la vuelta a la cubierta todas las mañanas hasta que el calor empezaba a apretar. Durante uno de esos paseos vio por primera vez a ese hombre desenrollando una alfombrilla para rezar junto a otros; cada día marcaban un ángulo diferente respecto a la proa del barco, como la aguja de una brújula que señalara La Meca. Edgar pasaba a su lado, pero nunca le había dicho nada.

Aquella cálida mañana, mientras realizaba la ruta acostumbrada y se acercaba al hombre de la túnica blanca, sintió que le temblaban las piernas.

«Tengo miedo», pensó, e intentó convencerse de que aquel recorrido matutino no era diferente respecto al del día anterior, pero en el fondo sabía que no era verdad. El capitán había hablado con una ligereza que no acababa de encajar con aquel alto y sereno marinero. Por un instante Edgar creyó que quizá hubiese imaginado aquella conversación, que Tideworth se había despedido de él en el comedor y que él había subido solo a la cubierta. O tal vez el capitán sabía que el nuevo viajero y el narrador acabarían conociéndose; a lo mejor se refería a eso al hablar de la gravedad de las historias.

De pronto se encontró junto a él.

—Hermosa mañana, señor —dijo.

El anciano asintió con la cabeza. Tenía el cutis oscuro y una barba del mismo color que la ropa que llevaba. Edgar no sabía qué decir, pero hizo un esfuerzo y permaneció junto a él, en la barandilla. El pasajero guardaba silencio. Edgar se puso a mirar cómo las olas chocaban contra la proa del barco. El estruendo de los motores de vapor engullía el sonido del mar.

—Es la primera vez que navega usted por el mar Rojo —dijo el hombre con voz grave y acento extraño.

—Sí, así es; de hecho es la primera vez que salgo de Inglaterra…

El anciano lo interrumpió:

—Debe enseñarme los labios cuando hable. Soy sordo.

Edgar se dio la vuelta y repuso:

—Lo siento, no lo sabía…

—¿Cómo se llama?

—Drake… Tome…

Metió la mano en el bolsillo y sacó una de las tarjetas que había encargado con ocasión de aquel viaje.

EDGAR DRAKE

AFINADOR DE PIANOS - ESPECIALISTA EN ERARDS

FRANKLIN MEWS, 14

LONDRES

Al ver la pequeña cartulina y su nombre escrito con elegante caligrafía en las arrugadas manos de aquel hombre, Edgar se sintió avergonzado. Pero él la examinó y dijo:

—Un afinador de pianos inglés. Un hombre que conoce los sonidos. ¿Le gustaría oír una historia, señor Edgar Drake? ¿La de un viejo sordo?

Hace treinta años, cuando era mucho más joven y no sufría los achaques de la edad, trabajaba como marinero y hacía este mismo trayecto, desde Suez hasta el estrecho de Babelmandeb. A diferencia de los buques de vapor de hoy, que atraviesan el mar en línea recta sin detenerse, nosotros viajábamos a vela y echábamos el ancla en innumerables y minúsculos puertos de ambas costas, la africana y la arábiga; pueblos con nombres como Fareez, Gomaina, Tektozu o Weevineev, muchos de los cuales han acabado invadidos por la arena, donde parábamos para comerciar con los nómadas, que nos vendían alfombras y cacharros que habían rescatado de poblaciones del desierto abandonadas. Haciendo ese recorrido nuestra nave quedó atrapada en una tormenta; era una embarcación vieja y deberían haber prohibido que viajase. Arriamos las velas, pero el casco empezó a hacer agua y acabó partiéndose. Cuando eso sucedió, caí, me golpeé la cabeza y quedé inconsciente.

Desperté tumbado en la arena de una playa, solo, rodeado de restos del navío a los que debí de aferrarme de puro milagro. Al principio me costó moverme y temí haberme quedado paralítico, pero luego comprendí que se me había enrollado el turbante alrededor del cuerpo, como los pañales de un niño o como las momias que desentierran en Egipto. Tardé mucho en recobrar los sentidos. Estaba magullado, y cuando intenté respirar noté un fuerte dolor en las costillas. El sol ya estaba alto en el cielo, y yo tenía la piel cubierta de sal marina, y la garganta y la lengua, resecas e hinchadas. Un agua de color azul claro mojaba mis pies y un trozo de casco roto donde todavía se veían las tres primeras letras árabes del nombre del barco.

Al final conseguí desprenderme del turbante y me lo até de nuevo a la cabeza. Me levanté. A mi alrededor el terreno era llano, pero a lo lejos vi montes, secos y áridos. Como todos los que hemos crecido en el desierto, sólo podía pensar en una cosa: el agua. Sabía por nuestros viajes anteriores que la costa estaba salpicada de pequeños estuarios. La mayoría eran salobres, aunque algunos, según los nómadas, se mezclaban con el agua dulce de los arroyos que se nutrían de los acuíferos o de la nieve que había caído en las cimas de remotas montañas. Así que decidí seguir el litoral con la esperanza de encontrar uno de esos ríos. Al menos el mar me permitiría orientarme, y tal vez, con suerte, divisaría algún barco.

Mientras caminaba, el sol se elevó sobre las colinas, lo que significaba que estaba en África. Fue un descubrimiento sencillo y aterrador. Todos nos hemos perdido en alguna ocasión, pero es raro que no sepamos a qué continente pertenece la orilla por la que vagamos. No conocía el idioma ni el terreno de África, no como los de Arabia. Sin embargo, había algo que me daba valor para continuar; quizá la juventud, quizá el delirio provocado por el sol.

Todavía no llevaba una hora andando cuando llegué a un punto de la costa donde una porción de mar torcía hacia un lado e invadía la arena. Probé el agua. Aún estaba salada y, sin embargo, a mi lado había una rama de arbusto que había llegado río abajo, con una sola hoja, seca, que el viento agitaba. Durante mis viajes y mis negocios había aprendido algo de botánica, pues cuando atracábamos en Fareez y Gomaina comerciábamos con hierbas con los nómadas. Y enseguida supe que pertenecía a una planta que llamamos belaidour, y que los beréberes conocen como adil-ououchchn, cuya infusión produce sueños del futuro, y cuyos frutos vuelven grandes y oscuros los ojos de las mujeres. En ese momento no me interesaban las decocciones, pero sí la especie; porque la belaidour es muy cara, pues no crece en las costas del mar Rojo, sino en las montañas boscosas que hay a muchos kilómetros hacia el oeste. Eso me hizo albergar esperanzas de que allí hubiese habido hombres alguna vez; y, por tanto, quizá también habría agua.

De modo que con esa única idea me dirigí hacia el interior, siguiendo el entrante de mar hacia el sur. Rezaba para encontrar la procedencia del arbusto y, con ella, el agua que saciaba la sed de los que comerciaban con esa planta.

Caminé hasta que anocheció. Todavía me acuerdo del arco que describió la luna al cruzar la bóveda celeste. Aún no estaba llena, pero el cielo despejado no ofrecía refugio de la luz que se proyectaba sobre el agua y la arena. Lo que no recuerdo es que en algún momento de la noche me tumbé para descansar y me quedé dormido.

Me desperté al notar los golpecitos del bastón de un cabrero, y, al abrir los ojos, vi a dos muchachos que sólo llevaban taparrabos y collares. Uno de ellos se agachó y me miró fijamente con expresión burlona. El otro, que parecía más joven, se quedó de pie a su lado, aunque no paraba de mirar hacia atrás por encima de un hombro. Los dos permanecimos un rato así: ninguno se movía, sólo nos observábamos; él, en cuclillas y sujetándose las rodillas, me contemplaba con curiosidad, desafiándome. Yo estaba tumbado boca arriba, y él estaba a mi izquierda. Me incorporé despacio y me quedé sentado, sin desviar la vista ni un instante. Luego levanté una mano y lo saludé en mi propia lengua.

El chico no se movió. Sus ojos se dirigieron a mi mano, la examinaron un poco y luego regresaron a mi cara. El otro niño dijo algo en un idioma que no entendí, y el mayor asintió con la cabeza, sin apartar sus pupilas de las mías. Alzó la mano que tenía libre y la llevó hacia atrás; su compañero se descolgó un odre del hombro y se lo dio. El muchacho desató un delgado cordón que cerraba la boca de la bolsa y me la ofreció. Me la acerqué a los labios sin dejar de vigilarlo, hasta que cerré los ojos y empecé a beber.

Tenía tanta sed que habría podido vaciarla diez veces. Pero el calor exigía prudencia; yo no sabía de dónde había salido aquella agua, ni cuánta quedaba. Cuando terminé, bajé el odre y se lo devolví al silencioso cabrero, que lo ató sin mirar, enrollando el cordel de cuero con los dedos. Después se puso en pie y se lo entregó al pequeño. Se dirigió a mí en voz alta; aunque yo no conocía aquella lengua, el tono autoritario de un niño que se enfrenta a una responsabilidad es universal. Esperé. El chico volvió a hablar subiendo el tono. Me señalé la boca y negué con la cabeza, como hago ahora con las orejas para indicar que soy sordo. Entonces todavía no lo era; esa historia viene después.

Me gritó de nuevo con brusquedad, como si se sintiera frustrado, y golpeó el suelo con el bastón. Aguardé un momento y entonces me levanté, despacio, para indicarle que lo hacía por mi propia voluntad y no porque él estuviera vociferando. No pensaba permitir que un chiquillo me diera órdenes.

Ya de pie, tuve ocasión por primera vez de examinar el paraje donde nos encontrábamos. Me había quedado dormido junto al agua, y a no más de treinta pasos de distancia vi un pequeño arroyo que terminaba en el estuario entre borbotones. En la desembocadura había plantas que se aferraban a las rocas. Me detuve para beber. Los chicos esperaron sin decir nada; nos pusimos de nuevo en marcha y subimos por un risco donde un par de cabras mordisqueaban la hierba. Los chicos las hicieron moverse y seguimos por el lecho seco de un torrente que en la estación de las lluvias debía de alimentar el río.

Era temprano, pero ya hacía un calor considerable; a ambos lados del arenoso camino se alzaban las paredes del cañón, que intensificaban el bochorno y el ruido de nuestros pasos. Las voces de los niños, que les hablaban a las cabras, resonaban produciendo un extraño sonido que recuerdo a la perfección. Ahora que soy viejo, me pregunto si ese efecto se debía a alguna característica física del desfiladero, o a que en menos de dos días iba a dejar de oír.

Recorrimos varios kilómetros por ese barranco, hasta que al llegar a una curva idéntica a otros cientos por las que habíamos pasado los animales se metieron instintivamente por un sendero que había en una de las paredes. Los chicos fueron tras ellos con destreza y escalaron sin mucha dificultad. Yo hice cuanto pude para seguirlos, pero resbalé y me pelé una rodilla antes de encontrar un punto de apoyo sólido; por fin, utilizando las manos y los pies conseguí remontar aquella senda por la que los niños habían subido con tanta agilidad. Recuerdo que al llegar arriba me detuve para mirarme la pierna; tenía una herida pequeña, superficial, y con aquel calor no tardaría en secarse. Pero no me acuerdo de ese momento porque tuviera alguna importancia, sino por lo que ocurrió a continuación. Cuando levanté la cabeza vi que los niños bajaban corriendo por una amplia pendiente, persiguiendo a las cabras. Abajo se extendía una de las imágenes más asombrosas que he visto jamás. Si poco después me hubiera quedado ciego en lugar de sordo, creo que me habría contentado, pues nada, ni siquiera el rompiente de Babelmandeb, podía compararse con el espectáculo que se desplegaba ante mí. La ladera descendía hasta convertirse en una enorme y desierta llanura que llegaba hasta un horizonte emborronado por los vendavales. Y por aquella densa superficie, cuyo silencio no dejaba traslucir la furia que conoce todo el que se ha quedado atrapado alguna vez en el terror de una tormenta de arena, desfilaban legiones de caravanas, procedentes de todos los puntos cardinales: largas, oscuras hileras de caballos y camellos que salían de la masa borrosa que recorría el valle y lo convertían en un campamento levantado a los pies de la colina.

Debía de haber ya cientos de tiendas, quizá llegarían a miles contando las comitivas que se acercaban. Pude contemplarlas desde mi posición privilegiada en lo alto de la montaña. Había algunos estilos que conocía. Las carpas blancas y puntiagudas de los borobodo, que iban a menudo a los puertos donde hacíamos escala para negociar con pieles de camello. Las anchas y lisas de los yus, una tribu guerrera que se movía por el sur del Sinaí, famosa entre los egipcios por los asaltos a los comerciantes; eran tan violentos que muchas veces los barcos no echaban el ancla si los veían en la orilla. Los rebez, una raza árabe que cavaba hoyos en la arena sobre los que extendía pieles a modo de techo, y clavaba un palo largo en el umbral de las casas; esa vara era su seña de identidad y servía de baliza si las dunas, al desplazarse, enterraban una vivienda y a sus ocupantes. Sin embargo, junto a esos entoldados había diversas estructuras que yo nunca había visto, lo cual debía de indicar que pertenecían a pueblos de remotas regiones del interior de África.

Oí un agudo silbido procedente de la falda de la colina. A medio camino entre mi puesto de observación y la ciudad de tiendas, el mayor de los muchachos gritaba y agitaba su bastón. Eché a correr y no tardé en alcanzarlos; descendimos juntos lo que quedaba de camino. Pasamos ante un grupo de niños que jugaban con piedras y palos, y mis amigos los saludaron gritando. Me fijé en que mantenían la cabeza erguida y me señalaban con frecuencia; supongo que yo era una especie de aparición imponente para ellos. Llegamos a las primeras carpas, frente a las que estaban amarrados los camellos. Alcancé a ver luz de lumbre en el interior de algunas, pero nadie salió a recibirnos. Dejamos muchas atrás, y mientras seguía a mis escoltas hacia un destino misterioso, los caminos empezaron a animarse. Pasé junto a nómadas encapuchados cuyo rostro no pude ver, oscuros africanos engalanados con lujosas pieles, mujeres con velo que me miraban y agachaban rápidamente la cabeza cuando nuestros ojos se encontraban… Es decir, que causé una considerable conmoción en aquel enclave. En dos ocasiones me crucé con hombres a los que oí hablar en árabe, pero mi vergüenza, mi desaliño y la prisa que tenían los niños me impidieron detenerme a conversar con ellos. Pasamos ante varias hogueras donde unos músicos tocaban canciones que yo no conocía. Los chicos se detuvieron un momento junto a una, y oí que el mayor cantaba en voz baja mientras observaba a los músicos. Luego volvimos a adentrarnos en el laberinto de callejones de arena. Por fin llegamos a un gran pabellón circular con el techo plano y un agujero en el centro del que salían penachos de humo y resplandor de fuego que se perdían en el cielo nocturno. Los muchachos ataron las cabras a un poste que se encontraba frente a él, donde ya había dos camellos. Abrieron la portezuela y me hicieron señas para que entrara.

Antes de fijarme en las personas que estaban sentadas junto al fuego me impresionó el rico aroma procedente del asador central. El hecho de que me interesara más el trozo de carne que se estaba cocinando que mis nuevos anfitriones era testimonio del hambre que tenía. Se trataba de una pata de cabrito; desprendía gotas de sangre que se hinchaban antes de caer a las llamas. Los chicos, a mi lado, hablaban deprisa y me señalaban. Se dirigían a una anciana de rostro arrugado que estaba reclinada en una delgada alfombra de piel de camello, sobre una cama cerca del borde de la tienda. Llevaba el cabello envuelto en un chal fino, casi transparente, y con ese tocado parecía una oscura tortuga del desierto; tenía una larga pipa en la boca y fumaba con aire pensativo. Cuando los niños terminaron, la mujer guardó silencio durante un rato. Por fin les regaló unas breves palabras; ellos inclinaron la cabeza y se retiraron al otro extremo, se sentaron en una estera con las rodillas pegadas al pecho y se quedaron mirándome. Allí había otras personas, quizá diez rostros silenciosos.

—Vienes de muy lejos —dijo la anciana.

—¿Habla usted árabe? —le pregunté, sorprendido.

—El suficiente para comerciar. Siéntate, por favor. —Le hizo señas a una muchacha que estaba cerca de la puerta. La niña se puso en pie, cogió una alfombrilla y la colocó en la arena para mí. Me senté—. Mis nietos dicen que te han encontrado cerca de la costa del mar Rojo.

—Así es. Me han dado agua, y de ese modo me han salvado la vida.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —inquirió con voz severa.

—He sufrido un accidente. Viajaba en un barco de Suez a Babelmandeb; nos sorprendió una tormenta y la nave se hundió. No sé qué ha sido de mis camaradas, pero temo que hayan muerto.

La mujer tortuga se volvió hacia el resto de ocupantes de la tienda y les habló. Los otros asintieron y charlaron apresuradamente entre sí.

Cuando ella hubo terminado de hablar, intervine de nuevo.

—¿Dónde estoy?

La anciana sacudió la cabeza. Me di cuenta de que tenía un ojo desviado. Ese defecto suele resultar desagradable, pero en ella daba una impresión de extrema vigilancia; parecía que, mientras me miraba, también estaba observando la habitación.

—Ésa es una pregunta peligrosa —me respondió—. Ya hay quien cree que la fama de la aparición se ha extendido mucho, y que si viene demasiada gente Ella no volverá. Puedes considerarte dichoso por haberme encontrado. Aquí hay algunos que te habrían matado.

Al oír esas palabras, el alivio de haber dado con gente civilizada fue sustituido por un miedo atroz.

—No lo entiendo —confesé.

—No quieras saber demasiado. Has llegado en una feliz ocasión: los astrólogos bantúes dicen que Ella aparecerá mañana y que cantará. Entonces tus preguntas hallarán respuesta.

Dicho eso se llevó la pipa a la boca una vez más y dirigió un ojo, y luego el otro, hacia el fuego. Nadie habló conmigo durante el resto de la velada. Comí cabrito asado y bebí un dulce néctar hasta que me quedé dormido junto a la hoguera.

A la mañana siguiente me desperté y encontré la tienda vacía. Recé mis oraciones; luego levanté la portezuela y salí. El sol brillaba en lo alto del cielo; estaba tan agotado que había dormido casi hasta el mediodía. Los camellos seguían amarrados, pero las cabras ya no estaban. Entré de nuevo; no tenía agua para lavarme, pero hice lo que pude para arreglarme el turbante. Volví a salir.

Los callejones estaban casi vacíos; debían de estar todos refugiándose del sol. Vi a un grupo de hombres que ensillaba unos camellos para salir a cazar y, cerca de ellos, a unas muchachas vestidas de azul intenso que molían grano. Hacia el límite del poblado distinguí a unos recién llegados, algunos de los cuales debían de haber aparecido al amanecer; todavía estaban descargando los toldos de los lomos de sus estoicos camellos. Fui hacia donde la ciudad terminaba, bruscamente, y donde habían trazado una línea, la barrera ritual que muchas tribus dibujan para separar su campamento del desierto. Más allá, éste se extendía sin interrupción hasta el horizonte. Rememoré las palabras de la anciana. Mucho tiempo atrás, cuando yo era niño, acompañé a mi hermano a Adén, donde pasamos la noche con unos beduinos. Ellos hablan su propio dialecto, pero yo lo entendía un poco, pues me crié en los bazares, donde los jóvenes aprenden una sorprendente diversidad de lenguas. Recordé que nos reunimos con aquella familia alrededor del fuego, y que el abuelo nos contó la historia de un congreso de tribus. A la luz de la hoguera describió con todo detalle a cada una: la ropa que llevaba, sus costumbres, sus animales, el color de sus ojos… Yo estaba hechizado, pero me quedé dormido antes de que el anciano terminara su relato; no me desperté hasta que mi hermano me zarandeó para que entráramos en la tienda. En ese momento, al borde del desierto, algo de lo que nos había contado aquel hombre volvió a mí, una mera sensación, como el recuerdo de un sueño.

A lo lejos, detrás de una pequeña duna, vi revolotear un trozo de tela roja agitada por el viento. Fue muy breve, como el corto vuelo de un pájaro, pero esas visiones son raras en el desierto. Crucé la línea, pues aquello era una superstición de infieles, o eso pensaba yo; ahora ya no estoy tan convencido. Subí el promontorio y bajé por el otro lado hasta una llanura de arena. No vi a nadie. Luego noté una presencia a mi espalda y me di la vuelta: era una mujer. Estaba allí plantada, observándome a través de un velo carmesí. Tenía la piel oscura y pensé que debía de pertenecer a una tribu etíope, pero ella me saludó en árabe:

Salaam aleikum.

Wa aleikum al-salaam —repliqué yo al tiempo que intentaba identificar su acento—. ¿De dónde eres?

—De la misma tierra que tú —me contestó.

—Estás lejos de casa —añadí.

—Tú también.

Me quedé boquiabierto, hechizado por la dulzura de sus palabras, por la belleza de sus ojos.

—¿Qué haces sola en el desierto? —le pregunté.

Ella tardó un rato en contestar. Mis ojos siguieron la caída de su velo hasta su cuerpo, cubierto con gruesas túnicas rojas que no permitían adivinar la silueta que se ocultaba debajo. La tela llegaba hasta el suelo, donde se posaba, y donde el viento ya la había tapado con una capa de tierra, lo que creaba la ilusión de que la mujer había surgido de las dunas. Luego volvió a hablar.

—Tengo que ir a buscar agua —dijo, y miró la vasija de arcilla que tenía apoyada en una cadera—. Me da miedo perderme. ¿Me acompañas?

—Pero yo no sé dónde encontrar agua —me excusé, aturdido por la franqueza de su proposición y por lo cerca que estaba de mí.

—Yo sí —me respondió.

Mas no nos movimos. Yo nunca había visto unos ojos como aquéllos: no eran marrón oscuro, como los de las mujeres de mi país, sino más claros, más suaves; de color arena. Sopló una ráfaga de viento y su tocado se sacudió; le vi un poco la cara, que me pareció extraña, aunque no supe por qué, pues parpadeé y el velo se la cubrió de nuevo.

—¿Qué haces aquí? —inquirí.

—Ven —me dijo ella, y echó a andar.

El viento nos envolvió y nos disparó una arena que se nos clavaba en la piel como un millar de alfileres.

—Quizá deberíamos regresar —sugerí—. Podríamos perdernos en la tormenta.

Ella siguió caminando.

La alcancé. El temporal empeoraba.

—Volvamos al campamento —insistí—. Aquí corremos peligro.

—No podemos —repuso ella—. Nosotros no somos de aquí.

—Pero el vendaval…

—Quédate conmigo.

—Pero…

Se dio la vuelta.

—Tienes miedo —afirmó.

—No. Conozco el desierto; podemos volver más tarde.

—Ibrahim —dijo ella.

—Ése es mi nombre.

—Ibrahim —repitió, y se acercó a mí.

Yo tenía los brazos colgando.

—Sabes cómo me llamo…

—Tranquilo. La tormenta amainará.

Y de pronto el viento se detuvo. Diminutas partículas de arena quedaron paralizadas en el aire como pequeños planetas; suspendidas, inmóviles, tiñendo de blanco el cielo, el horizonte, y borrándolo todo excepto a ella.

Dio un paso más hacia mí y dejó la vasija en el suelo.

—Ibrahim —dijo de nuevo, y levantó el velo que le ocultaba el rostro.

Nunca he visto nada tan bello y tan espantoso al mismo tiempo. Me miraba con ojos femeninos, pero le tembló la boca, como si fuera un espejismo, y no tenía la boca y la nariz de una mujer, sino las de un ciervo, con la piel cubierta de suave pelusilla. Yo no podía hablar; el viento volvió a soplar y la arena se puso en movimiento, girando alrededor de nosotros y haciendo borrosa la figura de la mujer. Me tapé los ojos.

Y entonces la arena se paró otra vez.

Bajé las manos, indeciso. Estaba solo, en suspenso bajo el sol. Mis ojos no sabían dónde enfocar ni en qué dirección estaban el cielo o el desierto.

Salaam —susurré.

Entonces, desde algún lugar que yo no podía ver, me llegó el sonido de una mujer que cantaba. Empezó despacio, y al principio no me di cuenta de que se trataba de una canción. Era dulce y suave como el vino, prohibida y embriagadora; no podía compararse a ninguna que hubiera oído hasta entonces. No entendía la letra, pero la melodía era extrañísima. Y, sin embargo, había en ella algo tan íntimo que me sentí desnudo y avergonzado.

El lamento se intensificó y la arena volvió a rodearme. En medio de aquel torbellino vislumbré algunas imágenes. Pájaros que volaban en círculo, el campamento, el poblado de tiendas, el sol que se ponía deprisa desprendiendo astillas luminosas y convirtiendo el desierto en una llama gigantesca que se extendía por las dunas, lo envolvía todo y luego se retiraba, dejando únicamente algunas fogatas diseminadas. Y de pronto había anochecido y alrededor de las hogueras se reunían viajeros, bailarines, músicos, tambores, un millar de instrumentos cuyo sonido gemía como la arena al arrastrarse, cada vez más alto. Y ante mí un encantador de serpientes tocaba un UD, con la cabeza echada hacia atrás, como extasiado, mientras los reptiles le trepaban por las piernas, se retorcían, se entrelazaban, se arrellanaban en su abdomen y lo vaciaban. Había muchachas que danzaban junto al fuego con la piel reluciente, untada con perfume y grasa, y de pronto me di cuenta de que estaba contemplando a un gigante con cicatrices como estrellas, el cuerpo tatuado con historias, y los costurones se convirtieron en hombres vestidos con pieles de lagarto y niños de arcilla que bailaban, y los muchachos se rompían. Luego se hizo de día y las visiones se desvanecieron; sólo quedaban la arena y un aullido, y de pronto éste cesó. Tapé el sol con la mano y grité:

—¿Quién eres? —Pero ya no oía mi voz.

Noté una mano sobre el hombro; abrí los ojos y me hallé tumbado al lado del mar, con las piernas sumergidas a medias en el agua. Había un joven agachado junto a mí; vi que movía la boca, pero no lo oía. Otros hombres me observaban desde la playa. El marinero me habló de nuevo, mas yo no percibía nada, ni su voz ni el ruido de las olas que me acariciaban. Me señalé las orejas y sacudí la cabeza.

—No te oigo —confesé—. Estoy sordo.

Se aproximó otro hombre y entre los dos me pusieron en pie. Había una barca en la orilla, con la proa clavada en la arena y la popa flotando en el agua. Me llevaron hasta la embarcación y me metieron en ella. Si dijeron algo, no me enteré. Empezaron a remar hacia el mar Rojo, hacia un barco que esperaba, un mercante de Alejandría.

El anciano no había apartado la vista de la cara de Edgar durante toda la narración. Entonces miró hacia el mar.

—Le he contado esta historia a mucha gente —dijo— porque quiero encontrar a alguien que haya oído la canción que me dejó sordo.

Edgar le tocó suavemente el brazo para que el hombre se volviera y pudiera leerle los labios.

—¿Cómo sabe que no fue un sueño? ¿Que no se golpeó la cabeza durante el naufragio? Las canciones no tienen esos efectos.

—Oh, ojalá lo hubiera soñado. Pero es imposible. La luna había cambiado y según el calendario del barco, que tuve ocasión de ver a la mañana siguiente durante el desayuno, habían pasado veinte días desde el hundimiento de mi navío. Pero yo ya lo sabía, porque aquella noche, cuando me desvestí para acostarme, me fijé en lo gastadas que estaban mis sandalias. En Reweez, nuestra última escala antes del accidente, me había comprado un par nuevo. Además, no creo que fuera la melodía lo que me produjo la sordera. Creo que después de haber escuchado algo tan hermoso dejé de captar el sonido, sin más, porque sabía que jamás volvería a oír nada tan perfecto. No sé si eso tiene algún sentido para un afinador de pianos.

El sol ya estaba muy alto; Edgar Drake notaba su calor en la cara. El anciano continuó.

—Mi relato ha terminado y ya no tengo nada más que contar, pues, al igual que ya no puede haber sonido alguno después de aquella canción, para mí ya no puede haber más historias después de aquélla. Y ahora hemos de entrar, porque el sol es capaz de provocar delirios hasta en los cuerdos.

Siguieron navegando por el mar Rojo. Las aguas se volvieron más claras y cruzaron el estrecho de Babelmandeb, cuyas orillas bañaba el océano índico. Atracaron en el puerto de Adén, que estaba lleno de naves que se dirigían a todos los rincones del mundo, y por cuyas sombras corrían diminutas barcas árabes de vela latina. Edgar Drake, de pie en la cubierta, contemplaba el muelle y a la gente ataviada con túnicas que subía y bajaba del buque. No vio partir al Hombre de Una Sola Historia, pero, cuando lo buscó en el sitio donde solía sentarse, ya se había marchado.