30 de noviembre de 1886
Querida Katherine:
Hace ya cinco días que salí de Londres. Perdona que no te haya escrito hasta ahora, pero Alejandría es nuestra primera escala desde Marsella, y he decidido esperar para no enviarte cartas que sólo habrían expresado ideas antiguas.
Mi querida, mi amada Katherine, ¿cómo puedo describirte lo que han significado estos últimos días para mí? ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí para ver juntos todo lo que estoy viendo! Ayer por la mañana, por ejemplo, apareció una nueva costa a estribor del barco y pregunté a uno de los marineros qué era. «África», me contestó, y me dio la impresión de que lo sorprendí bastante. Me sentí un poco ridículo, desde luego, pero es que no podía controlar mi entusiasmo. Este mundo parece a la vez tan pequeño y tan enorme…
Tengo muchas cosas que contarte, pero antes de nada déjame decirte cómo ha ido el viaje hasta ahora, empezando por el momento en que nos despedimos. En el trayecto de Londres a Calais no hubo incidentes. Había una niebla muy espesa que pocas veces se levantó el tiempo suficiente para permitirnos ver algo que no fueran las olas. La travesía sólo duró unas horas. Cuando atracamos en Calais ya era de noche, y nos llevaron en coche hasta la estación, donde tomamos el tren de París. Como ya sabes, siempre había soñado con visitar la ciudad de adopción de Sébastien Erard. Pero en cuanto llegamos me subieron a otro tren que se dirigía hacia el sur. Francia es un país hermoso, y nuestra ruta nos condujo por pastos dorados, viñas e incluso campos de lavanda (con la que fabrican sus famosos perfumes, de los que prometo llevarte una muestra a mi regreso). En cuanto a los franceses, mi opinión no es muy positiva, pues ninguno de los lugareños con los que hablé había oído mencionar siquiera a Erard, ni el mécanisme a étrier, su gran innovación. Cuando se lo preguntaba, se quedaban mirándome como si estuviera loco.
En Marsella nos embarcamos en otro buque de la misma compañía naviera, con el que no tardamos en surcar las aguas del Mediterráneo. ¡Me encantaría que pudieras ver lo bello que es este mar! Sus aguas son de un azul que jamás había visto. El color más parecido que se me ocurre es el del cielo al anochecer, o quizá el de los zafiros. La cámara es un invento maravilloso, desde luego, pero me gustaría que pudiéramos tomar fotografías en color, pues así podrías comprobar tú misma lo que quiero decir. Tienes que ir a la National Gallery y buscar El «Temerario» remolcado a dique seco, de Turner; es lo más cercano a esto que puedo imaginar. Hace mucho calor, y ya he olvidado los fríos inviernos ingleses. Pasé gran parte del primer día en la cubierta y acabé quemado por el sol. Tengo que acordarme de ponerme el sombrero.
El segundo día atravesamos el estrecho de Bonifacio, que separa las islas de Cerdeña y Córcega. Desde el barco pudimos ver la costa italiana, que parece muy tranquila y apacible. Cuesta creer que en esas colinas se desarrollara una historia tan tumultuosa, que ése sea el país natal de Verdi, Vivaldi, Rossini y, sobre todo, de Cristofori.
¿Cómo podría describirte mi jornada? Aparte de sentarme en la cubierta y contemplar el mar, he pasado muchas horas leyendo sobre Anthony Carroll. Resulta extraño pensar que ese hombre, que ocupa mis pensamientos desde hace varias semanas, todavía no sepa siquiera mi nombre. Con todo, he de reconocer que tiene un gusto extraordinario. Abrí uno de los paquetes de partituras que me dieron para él y descubrí que contenía el concierto para piano número uno de Liszt y la tocata en do mayor de Schumann, entre otras. Hay unas cuya música no he identificado; cuando intento tararearla no puedo descifrar ninguna melodía. Tendré que preguntarle a él por ese particular cuando lo vea.
Mañana haremos escala en Alejandría. Ahora la costa está muy cerca y se ven minaretes a lo lejos. Esta mañana hemos pasado junto a una pequeña barca de pesca: su ocupante se ha puesto de pie para ver cómo echábamos vapor, y se ha quedado embobado mientras una red le colgaba de las manos; estaba tan cerca que he podido distinguir la sal reseca que recubría su piel. ¡Y pensar que hace sólo una semana estaba en Londres! Lástima que vayamos a permanecer muy poco en el puerto y que no tenga tiempo para visitar las pirámides.
Hay tantas cosas que quiero contarte… Ahora la luna está casi llena, y por la noche suelo salir a contemplarla. He oído decir que los orientales creen que hay una liebre en la luna, pero yo sigo sin verla: sólo veo a un hombre que parpadea, con la boca abierta por la sorpresa. Y creo que ahora entiendo por qué pone esa cara: si todo parece asombroso desde un barco, imagínate cómo debe de verse desde allí. Hace dos noches no podía dormir por el calor y la emoción, y subí a la cubierta de madrugada. Estaba admirando el océano cuando, poco a poco, a menos de noventa metros del buque, el agua empezó a brillar. Al principio creí que era el reflejo de las estrellas, pero entonces el destello comenzó a tomar forma; relucía como un millar de diminutas hogueras, como las calles de Londres por la noche. Supuse que debía de haber algún extraño animal marino, pero el resplandor flotaba en la superficie, amorfo, se extendió hasta alcanzar casi dos metros y luego se alejó; cuando me puse a buscarlo por el mar comprobé que había desaparecido. Pues bien, anoche volví a ver aquella bestia luminosa, y un naturalista que viaja en el barco y que había salido a observar el cielo me explicó que esa luz no era de un monstruo, sino de millones de ellos, unas criaturas microscópicas que él llamó diatomeas; y me contó que unos seres parecidos son los que tiñen el mar Rojo. Katherine, qué mundo tan extraño es éste en el que lo invisible puede iluminar las aguas y colorear el mar de púrpura.
Ahora tengo que dejarte, cariño. Es tarde y te echo terriblemente de menos; espero que no te sientas sola. No sufras por mí, te lo ruego. He de confesar que cuando me marché estaba un poco asustado, y que a veces, tumbado en la cama, me pregunto por qué he emprendido este viaje. Todavía no tengo respuesta. Recuerdo lo que me dijiste en Londres: que se trata de una noble tarea, que se lo debo a mi país…, pero eso no puede ser. Cuando era joven no me alisté en el ejército, y me interesa muy poco nuestra política exterior. Ya sé que te enfadaste conmigo cuando insinué que lo hacía por el piano y no por la Corona, mas sigo pensando que Carroll está cumpliendo con su obligación, y que si yo puedo ayudarlo en la causa de la música, quizá ése sí sea mi deber. En parte mi decisión se basa, desde luego, en la confianza que tengo en el doctor, y en la sensación de que comparto una misión con él y con su deseo de llevar la música que yo considero hermosa hasta lugares donde a otros sólo se les ha ocurrido enviar armas. Ya sé que esos sentimientos, muchas veces, pierden valor cuando se contrastan con la realidad. Te extraño muchísimo, y espero no haberme embarcado en una aventura quijotesca. Sabes que no me gusta correr riesgos innecesarios. Creo que estoy más atemorizado que tú por las historias que oigo contar sobre la guerra y la selva.
¿Por qué malgasto las palabras hablando de mis miedos y mis inseguridades cuando tengo tantas cosas bonitas que decirte? Supongo que es porque no tengo a nadie más con quien compartir estos pensamientos. La verdad es que ya empiezo a sentir una felicidad que hasta ahora desconocía. Lo único que lamento es que no estés aquí para disfrutar este viaje conmigo.
Volveré a escribirte pronto, mi amor.
Tu devoto marido,
Edgar
Envió la carta desde Alejandría, una parada breve donde embarcaron nuevos pasajeros, en su mayoría hombres vestidos con amplias túnicas, que hablaban un idioma que parecía salir de lo más profundo de su garganta. Permanecieron unas horas en el puerto, y sólo tuvieron tiempo para pasear un rato por los muelles, entre el olor de los pulpos puestos a secar y los aromáticos sacos de los comerciantes de especias. Pronto emprendieron de nuevo la marcha, pasaron por el canal de Suez y llegaron a otro mar.