24

Cuando sólo habían pasado unos minutos empezó a llover. Edgar corría, estaba casi sin aliento cuando le cayeron encima las primeras gotas: uno, dos, tres puntos de humedad en la piel caliente. Y entonces, sin vacilar, el cielo se abrió como una presa, y las nubes se deshicieron, como si se hubieran roto. Las gotas de lluvia caían como carretes de hilo que se desenredara.

Mientras iba corriendo, Edgar intentaba imaginarse un mapa del río, pero le fallaba la memoria. Aunque habían viajado durante casi dos días, el piano los había obligado a ir más despacio de lo normal, y no podían haber recorrido más de treinta y dos kilómetros. Además, el cauce describía amplias curvas, lo cual significaba que seguramente Mae Lwin estaba aún más cerca por tierra. Tal vez. Trató de recordar el terreno, pero de pronto la distancia le pareció menos importante que la dirección. Aceleró el paso bajo el aguacero mientras movía los brazos como si separara cortinas de cuentas.

Y de pronto se paró.

El piano. Estaba de pie en un claro. La lluvia, cada vez más copiosa, le golpeaba el cuerpo, le empapaba el cabello, corría por sus mejillas formando riachuelos… Cerró los ojos. Vio el Erard flotando junto a la orilla, tal como lo habían dejado los soldados, temblando sobre el agua. Los vio bajar a recogerlo, subirlo a tierra, sujetarlo y manosearlo con sus manazas manchadas de grasa de rifle. Lo vio en un salón, recién barnizado y afinado; le habían quitado un trozo de bambú de las entrañas y lo habían sustituido por un pedazo de pícea. Se quedó inmóvil. Cada vez que respiraba, de su boca salía un pequeño y tibio surtidor de lluvia. Abrió los ojos y se dio la vuelta. Fue hacia el río.

En las márgenes había una selva muy frondosa, tanto que resultaba prácticamente imposible caminar. Edgar se metió en el agua, cuya superficie se agitaba a causa de la tormenta. Dejó que la corriente lo arrastrara río abajo. No estaba lejos, y se acercó a la orilla sujetándose a las ramas de los sauces. La lluvia le azotaba la cara. Trepó al borde.

A su alrededor el agua caía en forma de láminas inmensas que el viento sacudía. La balsa estaba atada a un árbol de la ribera, y tiraba de él con fuerza; el río espumeaba a su alrededor y amenazaba con arrastrarla. El piano seguía allí. Se habían olvidado de taparlo y las gotas golpeaban la caja de caoba.

Edgar se quedó un momento parado; notaba la corriente que le empujaba las piernas y el aguijoneo de la lluvia a través de la camisa. Contempló el piano. No había luna, y bajo aquellas violentas cortinas líquidas, el Erard aparecía y desaparecía; las enormes gotas, al chocar contra la oscura madera, marcaban su silueta, y las patas se tensaban y se doblaban debido a la inclinación de las planchas.

No tardarían en darse cuenta de que había huido; quizá ya lo sabían y lo único que les impedía encontrarlo era el diluvio. Aterrado, Edgar caminó hasta donde estaba la balsa y se arrodilló. La cuerda que la sujetaba ya había empezado a hendir la corteza del tronco. Intentó deshacer el nudo con las manos, pero estaba demasiado tenso y el afinador, que tenía los dedos entumecidos, no consiguió ni siquiera aflojarlo.

La plataforma tiraba de las amarras, el agua borboteaba por encima de los maderos; podía volcar en cualquier momento. El lamento del Erard parecía proclamarlo: el vaivén lanzaba los macillos contra las cuerdas, que aportaban su crescendo al rugido del río. Entonces Edgar se acordó del saco de herramientas que se había llevado de Mae Lwin. Se agarró a la cuerda, fue hacia la balsa y una vez allí buscó el baúl. Lo abrió y metió un brazo; sus dedos pronto tocaron el cuero seco de la bolsa.

La abrió a tientas y revolvió en su interior, desesperado, hasta dar con la navaja. La canción del piano cada vez era más intensa: todas las cuerdas sonaban a la vez, todos los arpegios… Lanzó la bolsa al agua y ésta flotó un poco en el remolino que se había formado junto a las tablas; luego Edgar volvió a la ribera. Perdió el equilibrio, tropezó con la soga y cayó de rodillas. Se le escaparon las gafas; las atrapó en el agua y volvió a colocárselas. Sujetó la cuerda con una mano, abrió la navaja con la otra y empezó a cortar. El bramante se fue pelando con facilidad debido a la tensión, hasta que Edgar llegó a las últimas fibras, que se rompieron por sí solas. La embarcación dio una sacudida, el piano cantó y las teclas se hundieron con el impulso. La balsa se detuvo un instante en medio del río y viró atrapada en las ramas de los sauces, cuyas hojas acariciaban la superficie de caoba. Luego cayó otra cortina de lluvia y el Erard desapareció.

Edgar avanzó por la orilla haciendo un gran esfuerzo. Se guardó la navaja en el bolsillo y echó a correr otra vez. Pasaba entre los matorrales apartando las ramas de su cara y atravesaba a toda velocidad los claros inundados. Se imaginaba el piano flotando, la lluvia golpeando la caja, el viento levantando la tapa, los dos tocando un dueto… Vio espuma, la corriente que lo impulsaba río abajo, su paso por otros poblados, niños que lo señalaban, pescadores que salían con sus redes…

Cayó otro relámpago e iluminó a un hombre con gafas, con la ropa hecha jirones y el cabello pegado a la frente, que corría hacia el norte, por la selva; y a un piano de cola de caoba negra que se bamboleaba hacia el sur, por el río, con incrustaciones de madreperla que reflejaban la luz. Se alejaban como si los hubieran lanzado de un determinado punto donde, en ese momento, un perro guardián tiraba de su correa y los soldados de una patrulla de reconocimiento preparaban sus faroles.

Corría chapoteando en el barro. El sendero atravesaba un denso bosque, y Edgar continuó avanzando en la penumbra, sin mirar, tropezando con las ramas. Se tambaleaba, caía rodando sobre el lodo, se levantaba, seguía adelante jadeando…

Pasada una hora torció hacia el río. Quería esperar hasta estar más cerca de Mae Lwin para cruzarlo, pero temía que los perros olieran su rastro.

El Saluén bajaba lleno por la lluvia. Edgar no distinguía la otra orilla por culpa de la oscuridad y el aguacero. Se quedó vacilando al borde del agua, intentando escudriñar la ribera opuesta. Tenía las gafas mojadas, lo que le dificultaba aún más la visión; se las quitó y se las guardó en el bolsillo. Permaneció de pie, escuchando la corriente. Sólo veía negrura; y entonces oyó el ladrido de un perro a lo lejos. Cerró los ojos y se lanzó al río.

Bajo el agua reinaban un silencio y una calma asombrosos. Nadó a ciegas por la corriente, rápida pero tranquila. Al principio se sintió a salvo; el agua, fría, acariciaba su cuerpo, y la ropa se esponjaba con cada una de sus brazadas. Y entonces empezaron a arderle los pulmones. Continuó, combatiendo la necesidad de ascender, y nadó hasta que ya no pudo soportar aquella sensación y tuvo que salir a la superficie, donde lo recibieron la lluvia y el viento. Descansó un instante, respiró y notó que el río lo arrastraba. Pensó en lo fácil que sería dejarse llevar, abandonar. Pero entonces estalló un relámpago y fue como si el río ardiera en llamas; Edgar se puso a nadar otra vez dando amplias brazadas, y cuando ya no podía más, su rodilla tocó unas rocas. Abrió los ojos y vio una playa. Subió y se derrumbó sobre la arena.

La lluvia le golpeaba el cuerpo. Edgar respiraba con hondas y rápidas bocanadas, tosía y escupía agua del río. Hubo otro relámpago. Sabía que podían verlo; se puso en pie y echó a correr.

Siguió avanzando por la jungla, topando con los troncos derribados, poniendo los brazos al caer entre las lianas, a ciegas, presa del pánico; había creído que encontraría un camino por la margen izquierda del río, al sur de Mae Lwin, una ruta por la que nunca había ido, pero de la que había oído hablar al doctor. Pero allí no había nada, sólo selva. Bajó por una pendiente esquivando árboles, y llegó a un riachuelo, un afluente del Saluén. Trastabilló, resbaló en el barro, cayó en lugar de correr hasta que la ladera se niveló, volvió a erguirse; cruzó el arroyo por un árbol caído, trepó a la otra orilla arrancando terrones con las manos; al llegar arriba resbaló otra vez, se desplomó, se levantó, corrió, y de pronto se le enredaron los pies en unas zarzas y se derrumbó de nuevo. La lluvia caía con fuerza. Cuando intentó incorporarse oyó un gruñido.

Se dio la vuelta lentamente, esperando encontrarse con las polainas de un soldado británico. Pero lo que vio, a escasos centímetros de su cara, fue un perro, un animal sarnoso, empapado, que le enseñaba unos dientes rotos. Intentó apartarse, pero se le había quedado una pierna enganchada en los matorrales. El animal gruñó otra vez y se impulsó hacia delante mientras mordía el aire; entonces una mano salió de la oscuridad, lo sujetó por la piel del cuello y tiró de él. El perro ladraba, furioso. Edgar miró hacia arriba.

Era un hombre que sólo llevaba unos pantalones shan enrollados que dejaban al descubierto unas piernas musculosas y nervudas, chorreantes de agua. No dijo nada; Edgar Drake se agachó, liberó el pie y se levantó. Se quedaron un momento de pie frente a frente, mirándose a los ojos. «Ambos somos un fantasma para el otro», pensó Edgar, y un relámpago iluminó el cielo. El afinador vio que el hombre tenía el cuerpo cubierto de tatuajes: fantásticas formas de bestias de la jungla que cobraban vida y se movían, relucientes bajo la lluvia. Y entonces todo volvió a oscurecerse; Edgar corría de nuevo entre los arbustos; la selva cada vez era más espesa, hasta que de pronto salió a una carretera. Se secó el barro de los ojos y echó a correr hacia el norte; aminoraba el paso, cansado, seguía. Llovía copiosamente, y el agua lo empapaba.

Por el este empezaba a clarear. Amaneció. La lluvia fue amainando hasta parar del todo. Edgar, agotado, dejó de correr y continuó caminando. Iba por una vieja senda de carros invadida por la maleza. Había dos estrechos surcos paralelos, desiguales, labrados por los gastados bordes de las ruedas. No veía a nadie; todo estaba en silencio, y los árboles goteaban a ambos lados del camino. La vegetación ya no era tan densa. Cada vez hacía más calor.

Mientras andaba, Edgar no pensaba mucho; se limitaba a buscar indicios que pudieran conducirlo hasta Mae Lwin. El calor se hizo sofocante, y las gotas de sudor se mezclaron con las de lluvia que le resbalaban por el cabello. Empezó a sentirse mareado. Se arremangó la camisa y se la desabrochó; al hacerlo notó algo en el bolsillo: un trozo de papel doblado. Intentó recordar qué era, y entonces le vinieron a la memoria los últimos momentos con el doctor, y la carta que éste le había entregado. Desdobló la hoja sin dejar de caminar. Se la puso frente a la cara y se detuvo.

Era una página arrancada del ejemplar de La Odisea de Anthony Carroll, un texto impreso con anotaciones en el alfabeto shan realizadas con tinta china, y unas líneas subrayadas:

Mis hombres siguieron adelant

y encontraron a los comedores de loto,

y éstos no tenían intención alguna de destruir

a nuestros compañeros, y sólo les ofrecieron lotos

para que los probaran.

Pero a todo el que saboreaba aquel dulce fruto

dejaba de interesarle volver con un mensaje o marcharse

de allí. Todos querían quedarse con aquella gente

comiendo loto; y olvidaban el camino de regreso.

A través del papel mojado, casi transparente, vio algo más escrito, y le dio la vuelta. El doctor había anotado al dorso: «Para Edgar Drake, que lo ha probado». Releyó el texto; bajó lentamente la mano, y la hoja quedó ondeando junto a su costado, movida por la brisa. Se puso en marcha de nuevo, ya sin tanta premura, despacio, quizá sólo porque estaba cansado. A lo lejos el terreno se elevaba y se convertía en cielo; tierra y aire se mezclaban con las pinceladas de acuarela de lejanas tormentas. Levantó la cabeza y vio las nubes; le dio la impresión de que ardían, de que aquellas almohadas de algodón se convertían en cenizas. Notó que el agua de su ropa se evaporaba, y que lo abandonaba como el espíritu al cuerpo.

Remontó una pendiente con la esperanza de ver el río, o quizá Mae Lwin, pero sólo había una larga carretera que se extendía ante él hacia el horizonte, y decidió seguirla. En la lejanía distinguió una única mancha en el paisaje; se acercó y comprobó que era una capillita. Se detuvo ante ella. «Qué lugar más extraño para hacer ofrendas —pensó—. No hay montañas, ni casas; aquí no hay nadie». Miró los cuencos de arroz, las flores marchitas, las varillas de incienso y la fruta, ya podrida. Dentro había una desteñida estatua de madera, la representación de un espíritu con una triste sonrisa y una mano rota. Edgar sacó la hoja que llevaba en el bolsillo y la leyó una vez más. La dobló y la depositó junto a la imagen.

—Aquí te dejo una historia —dijo.

Siguió andando; el cielo estaba despejado, pero Edgar no veía el sol.

Por la tarde divisó a una mujer a lo lejos. Llevaba una sombrilla.

La mujer avanzaba pausadamente por el camino, y Edgar no estaba seguro de si se acercaba o se alejaba. A su alrededor todo estaba muy tranquilo, y de pronto recordó un día de verano en Inglaterra, cuando le dio la mano a Katherine por primera vez y pasearon juntos por Regent’s Park, entre el gentío. No hablaron mucho: se limitaron a observar a la gente, los coches, a otras parejas jóvenes… Ella se despidió con un susurro: «Mis padres me esperan. Volveremos a vernos pronto», y desapareció por aquella verde extensión bajo una sombrilla blanca que reflejaba la luz del sol y que la brisa movía con suavidad.

Rememoró aquel momento, el sonido de la voz de Katherine, cada vez más nítido, y de pronto aceleró el paso, empezó a correr, hasta que le pareció oír ruido de cascos a sus espaldas, y luego una voz que lo ordenaba parar; pero no se dio la vuelta.

El grito se repitió:

—¡Alto!

A continuación oyó un ruido mecánico y un tintineo de metal, distantes. Otro grito, y luego un disparo. Edgar Drake cayó al suelo.

Tumbado en el camino, notaba un calor que se extendía por debajo de él; volvió la cabeza y miró hacia el sol, que había regresado, pues en 1887, como cuentan las historias, una terrible sequía azotó la meseta Shan. Y si no hablan de las lluvias, ni de Mae Lwin, ni de un afinador de pianos, es por el mismo motivo: porque llegaron y desaparecieron, y la tierra volvió a secarse enseguida.

La mujer atraviesa un espejismo, el fantasma de luz y agua que los birmanos llaman than hlat. A su alrededor el aire tiembla, descompone su silueta, la separa, la ondula. Y entonces también ella se desvanece. Ahora sólo quedan el sol y la sombrilla.