Estaba oscuro. Edgar no había vuelto a hablar después de oír las últimas palabras del capitán. Permaneció sentado en la silla, en medio de la habitación; los oficiales salieron y cerraron la puerta. Oyó la hueca resonancia de una cadena contra las cañas de bambú, el roce de una llave, y a los hombres que se alejaban en silencio. Vio cómo se apagaba el sol y sintió cómo se atenuaban los ruidos del campamento a medida que crecían los de los insectos. Se tocó la palma de la mano y pasó los dedos sobre las callosidades. «Son de la llave de afinar, Katherine. Eso ocurre cuando sujetas algo con demasiada fuerza».
No había luz, el sonido de los insectos fue subiendo de volumen, y por las rendijas de la pared entraba un aire pesado, cargado de bruma y de murmullos de lluvia. Edgar se puso a divagar. Pensó en el movimiento del río, en sus sombreadas riberas, y fue siguiéndolas contra la corriente. «Los pensamientos no obedecen las leyes del agua que cae». Llegó a la altura de Mae Lwin, y desde la orilla vio que las cabañas ardían: las llamas se agitaban sobre los tejados, lo consumían todo, lamían los árboles, y las ramas goteaban fuego. Oyó gritos. Miró hacia arriba y pensó: «Sólo es el sonido de la selva, los chirridos de los escarabajos». Percibió la sacudida de la cadena sobre el bambú.
La puerta se abrió y entró una figura; flotaba, parecía una sombra, oscura como la noche. Hola, Edgar.
El afinador no contestó. ¿Puedo entrar?, preguntó la sombra. La puerta se cerró suavemente. No debería estar aquí, dijo, y el afinador replicó: Yo tampoco, capitán.
Hubo un largo silencio. Luego la voz volvió a surgir de la oscuridad y dijo: Necesito hablar con usted.
Creo que ya hemos hablado suficiente.
Por favor, yo también estoy bajo sospecha. Si se enteran de que he venido me arrestarán también. Me han interrogado. ¿Lo dice para consolarme? Esto no es fácil, Edgar. Nada de esto lo es. Sólo quiero hablar. Pues hable. Deseo conversar como lo hacíamos usted y yo. Como hablábamos antes de que usted asesinara a esos chicos. Edgar, yo no he matado a nadie. Ah, ¿no? Mis tres acompañantes han muerto. Yo no soy responsable; les pedí que no dispararan contra nadie, pero me han suspendido de mis funciones. Nok Lek tenía quince años. Los otros sólo eran unos niños.
Se quedaron callados; volvió a entrar el coro de insectos, y Edgar se quedó escuchándolo. «Qué sonido más intenso. Y pensar que lo producen al frotar unas alas diminutas…»
Edgar, arriesgo mucho viniendo aquí para hablar con usted.
Prestó atención al soniquete. «Eso son batidos; surgen de la interacción de dos tonos desiguales. Un sonido que procede de la discordancia. Me sorprende no haberme fijado antes en él».
Necesito que me hable. Piense en su esposa.
«El sonido de la discordancia», se repitió Edgar, y respondió: No me ha formulado ninguna pregunta.
Precisamos que nos ayude a encontrarlo, dijo la sombra.
Los insectos enmudecieron de pronto, o eso le pareció al afinador, que levantó la cabeza. Creía que habían tomado Mae Lwin. Sí, así es, pero no atrapamos a Anthony Carroll. ¿Y Khin Myo? Ambos lograron escapar, y no sabemos dónde están.
Silencio.
Edgar, sólo queremos saber la verdad.
Por lo visto escasea.
En ese caso, quizá debería hablar conmigo; de ese modo impediríamos más derramamientos de sangre, y usted podría volver a su casa. Ya le he dicho lo que sé. Dígamelo de nuevo.
El doctor Carroll era un buen hombre.
Esas palabras no tienen sentido en momentos como éste. No lo tendrán para usted, capitán; quizá sea ésa la diferencia. Yo sólo quiero hechos; después ya decidiremos cómo definir al doctor. Lo hará usted; yo lo tengo claro. No creo que eso sea cierto. Hay muchas razones para desaparecer en las montañas, para llevar pianos a la selva, para negociar tratados…
Él adoraba la música.
Ésa es una, pero hay otras. ¿Tanto le cuesta admitirlo? Puedo aceptarlo, pero no puedo titubear. Nunca he dudado de él. No es verdad. Tenemos sus cartas. No le aconsejo que nos mienta; eso no lo ayudará.
¿Mis cartas?
Todo lo que escribió desde que abandonó Mandalay. Iban dirigidas a mi esposa. Recogen mis pensamientos, yo no…
¿No creyó que nos preguntaríamos qué había sido de un hombre desaparecido sin dejar rastro?
Así que ella no las recibió.
Hábleme de Carroll, Edgar.
Silencio.
Edgar…
Capitán, yo he puesto en duda las intenciones del doctor, pero nunca su lealtad. Eso lo admite. Sí, pero los propósitos y la lealtad no son lo mismo. No hay nada malo en cuestionarse las cosas. No debemos destruir todo aquello que no entendemos. Hábleme de esas preguntas, entonces. Mis preguntas. Sí, Edgar.
Por qué pidió un piano, por ejemplo.
No me extraña. He pensado en ello todos los días desde que salí de Londres. ¿Y ha dado ya con una respuesta? No. ¿Es necesario que la encuentre? ¿Qué más da por qué lo solicitó, por qué quiso que yo fuera? Quizá era fundamental para su estrategia. Tal vez, sencillamente, echaba de menos la música y se sentía solo.
¿Qué opina usted?
No creo que sea importante. Yo tengo mis propias ideas.
Yo también.
Dígame lo que piensa, capitán.
La sombra se movió. Anthony Carroll es un agente que trabaja para Rusia. Es un nacionalista shan. Es un espía francés. Quiere construir su propio reino en las selvas de Birmania. Posibilidades, Edgar. Al menos admita que lo son.
Firmamos un tratado.
Usted no habla shan.
Yo lo vi, vi a decenas, centenares de guerreros shan inclinándose ante Carroll. ¿Y eso no lo intrigó? No. No puedo creerlo.
Quizá me sorprendió un poco.
Y ahora ¿qué piensa? Él me dio su palabra.
Y después la Confederación Limbin atacó a nuestro ejército. Tal vez eran traidores.
Se quedaron callados, y el vacío volvió a atraer el sonido de la selva.
Yo también creía en él, Edgar, quizá incluso más que usted. En esta maldita guerra de oscuras intenciones, pensaba que él representaba lo mejor de nuestro país. Él era el motivo por el que yo permanecía aquí.
No sé si creerlo.
No se lo pido. Sólo le ruego que separe lo que él era de lo que nosotros queríamos que fuese; lo que ella era de lo que usted deseaba que fuese.
Usted no sabe nada de ella.
Ni usted, Edgar. ¿Qué expresaba aquella sonrisa? ¿Únicamente la hospitalidad debida a un invitado?
No lo creo.
Entonces, ¿piensa que con su afecto obedecía a Carroll, que sólo era una seducción para retenerlo a usted, que él no sabía nada?
No había nada que saber. No hubo ninguna transgresión.
O él tenía fe en ella. ¿Fe en qué? Sólo son suposiciones. Piense, Edgar, usted ni siquiera sabía lo que ella significaba para él.
No sabe de qué habla.
Ya se lo advertí: no se enamore.
No me he enamorado.
No, quizá no. Y, sin embargo, ella sigue enredada en todo esto.
No lo entiendo.
Nosotros vamos y venimos: los ejércitos, los pianos, las Grandes Intenciones… Y ella permanece en el mismo sitio, y usted cree que si logra entenderla, alcanzará todo lo demás. Piense, ¿era ella también producto de su imaginación? ¿Acaso no podía comprenderla porque no entendía sus propias fantasías, lo que usted quería ser? ¿No es demasiado suponer que incluso nuestros propios sueños se nos escapan?
Silencio otra vez.
Usted ni siquiera sabe qué ha sido esto para ella, lo que significa ser la creación de otra persona.
¿Por qué me dice eso? Porque ahora usted es diferente de cuando nos conocimos. ¿Qué más da? No estamos hablando de mí, capitán. Usted dijo que no sabía tocar el piano. Sigo sin saber. Pero tocó para el sawbwa shan.
¿Cómo se ha enterado?
Tocó para el príncipe de Mongnai; El clave bien temperado, pero sólo la fuga veinticuatro.
No puede saberlo. Yo nunca se lo he dicho.
Empezó con el preludio y fuga número cuatro, una pieza muy triste; el número dos es precioso. Usted creía que con su música traería la paz a este país, y no puede aceptar que Anthony Carroll sea un traidor porque eso negaría todo lo que usted ha hecho aquí.
Usted no sabe nada de esa pieza.
Sé mucho más sobre usted de lo que cree.
Usted no está aquí.
Edgar, no destruya lo que no es capaz de comprender. Son sus palabras.
Usted no está aquí. Yo no oigo nada, excepto el canto de los grillos; usted es un producto de mi imaginación.
Quizá, o puede que no sea más que un sueño, un truco de la noche, una broma. Tal vez usted mismo ha abierto el candado de la puerta. Posibilidades, ¿no? Quién sabe si disparamos cuatro veces desde la orilla, y no tres. A lo mejor he venido aquí no para hacerle preguntas a usted, sino a mí mismo.
La puerta está abierta. Váyase; no se lo impediré. Puede escapar.
¿Para eso ha venido?
No lo he sabido hasta ahora.
Me gustaría abrazarlo, pero de ese modo contestaría a una pregunta que todavía no quiero responder.
Usted quiere saber si soy real o sólo un fantasma.
¿Y?
Somos fantasmas desde que empezó todo esto, respondió la sombra.
Adiós, dijo Edgar.
El campamento estaba vacío; todos los centinelas dormían. Edgar salió sin hacer ruido y dejó la puerta de la cabaña abierta. Fue hacia el norte con una sola idea en la cabeza: alejarse de allí. Unas densas nubes de tormenta tapaban la luna, y el cielo estaba negro. Caminó un rato. Luego echó a correr.