20

Llegaron al campamento poco después de mediodía. En el claro, un grupo de niños fue a recibirlos y se llevó los ponis. Reinaba un silencio inquietante. Edgar había creído que la noticia se anunciaría, que habría alguna muestra de satisfacción por lo que habían conseguido. Tenía la perturbadora sensación de que estaba presenciando un momento histórico, pero no hubo nada, sólo los saludos habituales. El doctor desapareció; Edgar fue a su habitación y se quedó dormido con la ropa puesta.

A medianoche se despertó sudando, desorientado; había soñado que todavía cabalgaba desde Mongpu. El corazón no volvió a latirle con normalidad hasta que reconoció su dormitorio, la mosquitera, su baúl, el montón de papeles y las herramientas de afinar.

Intentó volver a dormirse, pero no lo logró. A lo mejor era porque no podía dejar de pensar en el doctor, o por aquel sueño de un viaje interminable, o tal vez fuese sólo porque se había acostado a media tarde. Tenía calor, estaba sucio y muerto de sed, y respiraba entrecortadamente. «Quizá vuelva a estar enfermo», pensó. Se levantó y corrió hacia la puerta. Fuera se estaba fresco; inspiró hondo varias veces y procuró calmarse.

Todavía era de noche, y un gajo de luna corría por el cielo entre indecisas nubes de lluvia. Bajo el balcón fluía el oscuro Saluén. Edgar bajó la escalera y cruzó el claro. El fuerte estaba silencioso. Hasta el centinela que montaba guardia se había quedado dormido, sentado frente a su cabaña y con la cabeza apoyada en la pared.

Edgar iba descalzo, y la tierra se le metía entre los dedos de los pies. Atravesó los matorrales de flores y llegó a la playa. Caminaba deprisa, y mientras lo hacía se desprendió de la camisa y la arrojó a la arena. Se quitó los pantalones de montar. Sus pies tocaron el agua y se zambulló.

El agua estaba fría, y el limo la volvía suave y resbaladiza. Edgar subió a la superficie y se quedó flotando boca arriba. Un poco más lejos había un entrante rocoso; allí la corriente se interrumpía y formaba remolinos que se enroscaban a lo largo de la orilla. Nadó lentamente en aquella dirección.

Por fin salió del agua y se quedó de pie en la ribera. Volvió a ponerse la ropa sobre el cuerpo mojado; luego caminó descalzo hasta el borde de la playa, subió a las rocas y llegó a la enorme piedra lisa desde donde los pescadores lanzaban sus redes. Se tumbó sobre ella; todavía conservaba el calor del sol.

Debió de quedarse dormido, porque no oyó bajar a nadie, y de pronto oyó un chapoteo. Abrió los ojos despacio, preguntándose a quién se le habría ocurrido hacer también aquel peregrinaje nocturno hasta el Saluén. «Quizá sea otra vez aquella pareja de enamorados», pensó. Se volvió poco a poco, con cuidado, para no revelar su presencia, y miró hacia la orilla.

Era una mujer; estaba arrodillada de espaldas a él, y tenía el largo cabello sujeto en lo alto de la cabeza. Se estaba lavando los brazos: cogía agua ahuecando las manos y luego la dejaba correr por su piel. Sólo llevaba el hta main; pese a estar sola se bañaba con recato, como si quisiera protegerse de los lascivos ojos de los buhos. La falda se empapó y se adhirió a su cuerpo.

Tal vez Edgar ya sabía quién era antes de que ella se diese la vuelta y lo viera. Se quedaron paralizados, conscientes de su respectiva violación, de la compartida sensualidad del río, de la luna creciente… Entonces ella se levantó deprisa y recogió el resto de su ropa y su jabón. Echó a correr por el camino sin mirar atrás.

Las nubes se alejaron y reapareció la luna. Edgar volvió a la playa. En la arena había un peine de marfil, incandescente.

El doctor volvió a ausentarse en «misión diplomática» y Edgar siguió trabajando en el Erard. Con la llegada de las lluvias, la tabla armónica se había hinchado; era un cambio prácticamente imperceptible: quizá sólo podía apreciarlo alguien con ganas de afinar un piano.

Guardó el peine durante dos días.

Cuando estaba solo lo sacaba, lo examinaba y pasaba los dedos por los negros cabellos huérfanos entrelazados en los dientes de marfil. Sabía que debía devolvérselo a Khin Myo, pero lo retrasó; por indecisión, por esperanza o por una sensación de intimidad, que aumentaba con la demora y el silencio, y que se intensificaba con cada breve y torpe conversación que mantenían en las inevitables ocasiones en que se cruzaban.

Así que conservó aquel peine. Se convencía de que tenía que trabajar, y retrasaba el momento de entregárselo durante el día, mientras que por la noche decidía esperar a la mañana siguiente. «No puedo ir a verla a estas horas», se decía. La primera noche se quedó hasta tarde junto al piano, afinando y volviendo a afinar. La segunda, mientras tocaba a solas, oyó unos golpecitos en la entrada.

Supo quién era antes de que la puerta se abriese y Khin Myo entrara en la habitación, indecisa. Puede que fuera el delicado y paciente sonido de los nudillos, que en nada se parecía a los seguros golpes del doctor ni a los de los sirvientes, más vacilantes. Quizá se había levantado un viento que arrastraba el aroma a tierra mojada de las montañas, y por el camino se había impregnado del perfume de ella. O tal vez correspondían a una configuración ancestral y él reconoció su significado.

Del umbral llegó una voz de acento líquido:

—Hola.

—Hola, Ma Khin Myo —dijo él.

—¿Puedo pasar?

—Claro que sí.

La mujer cerró con suavidad.

—¿Lo interrumpo?

—No, qué va. ¿Por qué lo dice?

Ella ladeó un poco la cabeza.

—Parece usted preocupado. ¿Ocurre algo?

—No, no. —A Edgar le temblaba la voz, y forzó una sonrisa—. Sólo estaba matando el tiempo.

Khin Myo se quedó cerca de la puerta y juntó las manos. Llevaba la misma blusa ligera que el día que se habían reunido en el río; la luz dibujaba filigranas sobre las cenefas de las mangas. Edgar se fijó en que la joven acababa de pintarse la cara, y pensó que era una incongruencia, pues ya no hacía sol y, por lo tanto, no había motivo para usar el thanaka, aparte de por su belleza.

—¿Sabe una cosa? —dijo la mujer—. Desde que tengo amigos ingleses he oído tocar el piano a menudo. Me encanta su sonido. Yo… he pensado que quizá usted podría enseñarme cómo trabaja.

Edgar parpadeó, como si dudara de que aquella aparición fuera real.

—Por supuesto. Pero ¿no es un poco tarde? ¿No debería estar usted con…? —No terminó la frase.

—¿Con el doctor Carroll? No está en Mae Lwin.

Ella seguía de pie. A sus espaldas, su sombra se apoyaba en la pared describiendo curvas sobre las líneas de bambú.

—No lo sabía. ¿O sí? —Edgar cogió sus gafas y las limpió con la camisa. Luego respiró hondo—. Llevo todo el día encerrado aquí. Cuando pasas tantas horas con un piano acabas un poco… loco. Lo siento. Debería haberla buscado para hacerle compañía.

—Ya. Y, en cambio, todavía no me ha invitado a sentarme.

A Edgar lo sorprendió la franqueza de Khin Myo. Se apartó para dejarle sitio en el banco.

—Por favor…

La joven cruzó despacio la habitación hacia el piano; la sombra que su cuerpo proyectaba sobre la pared se alargó. Se recogió el hta main y se sentó al lado de Edgar, que se quedó mirándola un instante mientras ella contemplaba las teclas del instrumento. La flor que llevaba en el pelo despedía un intenso perfume, pues estaba recién cortada; se fijó en que tenía el cabello espolvoreado de diminutos granos de polen. Ella se volvió y lo miró.

—Perdóneme si me ve un poco distraído —dijo él—. Suele costarme un tiempo salir del trance en el que entro cuando afino un piano. Es otro mundo. Y siempre me sobresalta un poco que me interrumpan. No es fácil explicarlo.

—¿Como cuando lo despiertan a uno en medio de un sueño?

—Sí, quizá sí… Sólo que yo estoy despierto en el mundo de los sonidos. Y cuando se detienen es como si empezara a soñar otra vez… —Como ella no decía nada, añadió—: Ya sé que parece una tontería.

—No. —Khin Myo sacudió la cabeza—. A veces confundimos la realidad con los sueños.

Se quedaron callados. Ella levantó las manos y las apoyó sobre el teclado.

—¿Ha tocado alguna vez? —preguntó Edgar.

—No, pero siempre he querido hacerlo, desde que era pequeña.

—Ahora puede. Es mucho más interesante que verme afinar.

—Ah, no. No sé.

—Eso no importa. Inténtelo. Pulse las teclas.

—¿Cualquiera?

—Empiece donde tiene ahora el dedo. Ésa es la primera nota del preludio y fuga en fa menor de El clave bien temperado.

La nota rebotó en las paredes y regresó hacia ellos.

—¿Lo ve? —dijo Edgar—. Ya puede decir que ha interpretado algo de Bach.

La joven no apartaba la mirada del teclado. Edgar vio que se le arrugaban las comisuras de los ojos y que sus labios insinuaban una sonrisa.

—Suena tan diferente desde aquí… —observó ella.

—Así es. No puede compararse con nada. Por favor, déjeme enseñarle algunas notas más.

—No, no quiero molestarlo. Además, tiene razón: es tarde. No quería interrumpir su trabajo.

—No diga tonterías. Ahora ya está usted aquí.

—Pero no sé tocar.

—Insisto. Es un tema muy breve pero con un profundo significado. Por favor, ahora que hemos empezado no puedo dejarla marchar. La siguiente nota es ésta; dele con el dedo índice.

Khin Myo lo miró.

—Hágalo —la animó él, y señaló la tecla. Ella la pulsó. En el interior del piano, el macillo saltó hacia la cuerda—. Ahora la de la izquierda, y ahora la de encima. Vuelva a la primera. Eso es. La segunda otra vez. Bien. Y la de arriba. Exacto. Ahora repítalo, pero más deprisa.

Khin Myo obedeció.

—No suena muy bien —dijo.

—Suena de maravilla. Pruebe de nuevo.

—No sé… ¿Por qué no lo hace usted?

—No, toca usted muy bien. Pero le resultará mucho más fácil si utiliza la mano izquierda para las notas más bajas.

—No sé si podré… ¿Me enseña cómo hacerlo?

Se volvió hacia él; sus caras estaban muy cerca.

De pronto a Edgar se le aceleró el corazón, y por un instante temió que ella pudiera oírlo. Pero el sonido de la música lo envalentonó. Se puso en pie, se colocó detrás de Khin Myo y acercó los brazos a los de ella.

—Coloque las manos encima de las mías —dijo.

Ella las levantó despacio; hubo un instante en que se quedaron flotando, hasta que por fin las posó con suavidad sobre las de él. Permanecieron callados, quietos, sintiendo el contacto; el resto de sus cuerpos no era más que un indefinido contorno. Edgar veía su reflejo sobre la superficie de caoba lacada del panel frontal. Los dedos de Khin Myo eran la mitad de los suyos.

La composición empezaba despacio, tímidamente. La fuga en fa menor de la segunda parte de El clave bien temperado siempre le recordaba a flores que se abrían y amantes que se abrazaban; para él era una canción de comienzos. No la había tocado la noche de la visita del sawbwa; era la pieza número treinta y ocho, y él sólo había llegado a la veinticuatro. Por eso, al principio sus manos se movían despacio, con vacilación; sin embargo, gracias al ligero peso de los dedos de Khin Myo, tocaba cada compás con firmeza, y en el interior del piano los mecanismos se accionaban cada vez que pulsaba una tecla. Los macillos se levantaban y se volvían a posar, dejando que las cuerdas temblaran; hileras e hileras de diminutas y complejas piezas de metal y madera. Las velas se estremecían sobre la caja.

Mientras tocaban, a Khin Myo se le soltaron unos cabellos de debajo de la flor, y le rozaron el labio a Edgar. Él no se apartó, sino que cerró los ojos y acercó su cara a la de ella, de modo que el mechón le acariciara la mejilla, los labios otra vez, las pestañas…

El ritmo de la pieza se aceleró, y luego volvió a moderarse; la música se tornó más suave, más dulce, hasta llegar a su fin.

Apoyaron las manos sobre el piano. Ninguno de los dos se movió.

Ella volvió un poco la cabeza, con los ojos cerrados, y pronunció el nombre del afinador, con una voz que era sólo aliento.

—¿Es ésta la razón por la que ha venido esta noche? —preguntó él.

Hubo un breve silencio, y luego Khin Myo respondió con un susurro:

—No, señor Drake. El que ha venido es usted. Yo llevo una eternidad aquí.

Edgar apoyó los labios en la piel de la joven, fresca y húmeda de sudor. Se permitió el placer de aspirar el perfume de su cabello, de saborear la dulce sal de su cuello. Ella movió lentamente las manos y entrelazó sus dedos con los de él.

Hubo un momento en que todo se detuvo. El calor de los dedos de Khin Myo, la suavidad de su piel sobre las callosidades del afinador, la luz de la vela danzando sobre la tersa superficie de la mejilla de la mujer, en la que se proyectaba la sombra de la flor…

Fue ella la que rompió el abrazo soltando con cuidado las manos de Edgar, que todavía estaban posadas en el teclado. Lo acarició.

—Tengo que irme —dijo.

Y él volvió a cerrar los ojos, inhaló por última vez y la dejó marchar.