2

Una densa bruma se extendía por Pall Mall cuando Edgar Drake salió del Ministerio de Defensa. Siguió a un par de muchachos que portaban antorchas a través de la niebla, tan espesa que los niños, envueltos en gruesos harapos, no parecían ser los dueños de las manos que sostenían las vacilantes luces.

—¿Necesita un coche, señor? —le preguntó uno de ellos.

—Sí, voy a Fitzroy Square, por favor —respondió él, pero luego cambió de idea—. No, será mejor que me acompañéis hasta la escollera.

Se abrieron paso entre la multitud, atravesaron los serios pasillos marmolados de Whitehall y volvieron a salir a través de un revoltijo de coches de caballos llenos de abrigos negros y chisteras y salpicados de acentos patricios y humo de puros.

—Esta noche hay baile en uno de los clubs, señor —le confió uno de los chicos, y Edgar asintió con la cabeza.

En los edificios que los rodeaban, unos grandes ventanales dejaban entrever paredes cubiertas de cuadros al óleo, iluminados por arañas colgadas de altos techos. Él conocía algunos locales; tres años antes había afinado un Pleyel en Boodle’s y un Erard en Brooks’s, un precioso instrumento con marquetería de un taller de París.

Dejaron atrás a un grupo de gente bien vestida y con las mejillas y la nariz enrojecidas por el frío y el coñac. Los caballeros reían bajo sus oscuros bigotes, y las damas, apretadas en sus corsés de ballenas, se levantaban el dobladillo del vestido para no mancharlo con el agua de lluvia y las boñigas de caballo que cubrían la calle. Un coche vacío los esperaba al otro lado de la calzada, y había un anciano indio con turbante junto a la puerta. Edgar se volvió. «Quizá él haya visto lo que yo voy a ver», pensó, y tuvo que contener el impulso de hablar con él. A su alrededor el grupo empezaba a dispersarse, y Edgar, que se había alejado de la luz de las teas, tropezó.

—¡Vigila por dónde vas, amigo! —le gritó uno de aquellos hombres.

A continuación, una mujer añadió:

—¡Estos borrachos!

Los demás rieron, y Edgar vio que al indio le brillaban los ojos: la modestia era lo único que le impedía compartir la risa con sus pasajeros.

Los chicos lo esperaban junto al murete que discurría a lo largo de la escollera.

—¿Adonde vamos ahora, señor?

—Ya está bien, gracias —repuso Drake, y les lanzó una moneda.

Los dos saltaron para cogerla, pero se les cayó, rebotó en el irregular pavimento y se coló por una rejilla. Los niños se arrodillaron.

—Toma, aguanta las antorchas —dijo uno.

—Ni hablar; si las sujeto te quedarás con el dinero. Nunca compartes nada.

—El que no comparte nada eres tú. Esa moneda es mía; he sido yo el que le ha preguntado si…

Abochornado, Edgar buscó otras dos monedas en el bolsillo.

—Lo siento, chicos. Tomad éstas.

Se alejó de allí y los muchachos siguieron discutiendo junto a la reja. Pronto sólo quedó la luz de sus teas. Edgar se detuvo y miró hacia el Támesis.

Oyó ruidos en la superficie del agua. «Quizá sean barqueros», supuso, y se preguntó adónde irían o de dónde procederían. Pensó en otro río, lejano, desconocido; hasta el nombre era nuevo y extraño: Saluén. Lo susurró y luego, avergonzado, se volvió rápidamente para ver si estaba solo. Oyó a unos hombres y el ruido de las olas al chocar contra las rocas. La niebla empezaba a disiparse sobre el agua. No había luna, pero gracias a la luz de los farolillos que se balanceaban en los remolcadores pudo distinguir la imprecisa línea de la orilla, la inmensa y pesada arquitectura que poblaba el río. «Como animales en un abrevadero —se dijo, y le gustó aquella comparación—. Tengo que contárselo a Katherine». Y al pensar en ella se dio cuenta de lo tarde que era.

Echó a andar a lo largo del malecón y pasó junto a un grupo de vagabundos, tres individuos vestidos con andrajos y apiñados alrededor de una pequeña hoguera. Cuando pasó a su lado lo miraron y él los saludó con la cabeza, un tanto intimidado. Uno de los mendigos levantó la vista y sonrió abiertamente mostrando sus dientes rotos.

—Buenas, señor —dijo con una voz de marcado acento cockney y cargada de whisky.

Los otros no dijeron nada y volvieron a contemplar el fuego.

Edgar cruzó la calle y se alejó del río abriéndose camino entre grupos de gente que se agolpaba delante del Metropole. Siguió por Northumberland Avenue hasta Trafalgar Square. Allí la muchedumbre se movía alrededor de los coches y omnibuses; los policías intentaban en vano que la multitud circulase; los cobradores gritaban para atraer a los clientes; los látigos restallaban y los caballos defecaban, y había letreros que pregonaban:

«CORSÉS SWANBILL PARA TODO TIPO DE FIGURAS»

«CIGARROS DE LA ALEGRÍA: UNO SOLO PROPORCIONA ALIVIO INMEDIATO HASTA EN LOS PEORES CASOS DE ASMA, TOS, BRONQUITIS Y FALTA DE ALIENTO»

«CERVEZA AMARGA, CERVEZA AMARGA»

«ESTA NAVIDAD, CUANDO SUENEN LAS CAMPANAS DE LA IGLESIA, REGÁLESE UN RELOJ ROBINSON»

Bajo el resplandor de las fuentes que rodeaban la Columna de Nelson se detuvo para observar a un organillero, un italiano con un mono escandaloso. El mico llevaba un sombrero de Napoleón, y no paraba de brincar en torno al instrumento y de agitar los brazos mientras su amo giraba la manivela. A su alrededor, un grupo de niños aplaudía: portadores de antorchas, deshollinadores, mendigos y los hijos de los vendedores de fruta. Un policía se acercó agitando el bastón.

—Fuera de aquí todos, y tú llévate a ese animal repugnante. Vete a tocar a Lambeth; éste no es lugar para la gentuza.

Se dispersaron lentamente, entre protestas. Edgar se dio la vuelta. Otro simio, gigantesco y sonriente, se peinaba ante un espejo adornado con piedras preciosas: «JABÓN DEL MONO BROOKE: EL ESLABÓN PERDIDO DE LA LIMPIEZA DOMÉSTICA». El anuncio se alejó, enganchado en el lateral de un tranvía. El mozo voceaba:

—¡Fitzroy Square, vamos a Fitzroy Square!

«Ahí es donde vivo», pensó Edgar Drake, y lo vio pasar de largo.

Dejó la plaza y siguió andando por el torbellino, cada vez más oscuro, de comerciantes y coches; se metió en Cockspur, que desembocaba en el barullo de Haymarket; ahora llevaba las manos en los bolsillos de la chaqueta y se arrepentía de no haber tomado el ómnibus. Al final de la calle los edificios se apretaban más y los callejones se volvían más sombríos: había entrado en Narrows.

Continuó caminando sin saber exactamente dónde estaba, con sólo una vaga idea de la dirección en que debía avanzar. Dejó atrás negras hileras de casitas de ladrillo, se cruzó con varias personas que regresaban corriendo a sus casas, atravesó todo tipo de penumbras y vislumbró algún destello en los delgados charcos que discurrían entre los adoquines como delgadas venas; vio tejados abuhardillados que desprendían agua y algún que otro parpadeante farol que proyectaba sombras de telarañas aumentadas y deformes. No paró hasta que todo se oscureció de nuevo y las calles se estrecharon, y entonces se encogió de hombros. Lo hizo porque tenía frío y para imitar a los edificios.

Cuando el barrio de Narrows desembocó en Oxford Street, las vías se iluminaron y se tornaron reconocibles. Edgar pasó ante el Oxford Music Hall y tomó Newman, Cleveland, Howland Street, una, dos manzanas; luego torció a la derecha por una calle muy pequeña, tanto que no aparecía en los planos más recientes de Londres, lo cual había disgustado mucho a sus vecinos.

El número catorce de Franklin Mews era la cuarta casa de la fila de adosados, una construcción prácticamente idéntica a la del señor Lillypenny, el vendedor de flores que vivía en el número doce, y a la del señor Bennett-Edwards, el tapicero del dieciséis: todas compartían una pared y una fachada de ladrillo. La entrada estaba al nivel de la calle. Detrás de una verja de hierro, un corto sendero marcaba un espacio abierto entre la calzada y la puerta principal, junto a la cual había una escalera metálica que bajaba al sótano, donde Edgar tenía su taller. Había tiestos de flores colgados de la valla y en las ventanas. En algunos había crisantemos que habían florecido pese al frío del otoño y que ya empezaban a marchitarse. Otros, vacíos o medio llenos de tierra, estaban en ese momento cubiertos de una humedad que reflejaba el parpadeo del farolillo que había junto a la puerta. «Katherine debe de haberlo dejado encendido», pensó.

Llegó hasta allí y se puso a dar vueltas a las llaves para retrasar, deliberadamente, su entrada en la casa. Se volvió y miró hacia la calle. Estaba oscura. La conversación que había mantenido en el Ministerio de Defensa parecía algo muy lejano, casi irreal, y durante un segundo pensó que quizá se esfumase, como un sueño, y que no podía contársela a su esposa mientras él siguiera dudando de su realidad. Notó que su cabeza se movía sin querer: era aquel gesto afirmativo, otra vez. «Eso es lo único que he sacado de la reunión».

Abrió y encontró a Katherine esperando en el salón, leyendo un periódico a la débil luz de una lámpara. Hacía frío, y llevaba un delgado chal de lana blanca sobre los hombros. Edgar cerró la puerta sin hacer ruido, se detuvo y colgó el sombrero y la chaqueta en el perchero, sin decir nada. No había necesidad de anunciar su llegada a bombo y platillo; era mejor entrar a hurtadillas. «Quizá así crea que ya llevo un rato en casa», pensó, aunque en el fondo sabía que no podía ser, igual que sabía que Katherine no estaba leyendo.

Al otro lado de la habitación, ella seguía con la vista clavada en el diario que tenía en las manos. Era el Illustrated London News, y más tarde le contaría a su marido que había leído el artículo «Recepción en el Metropole», donde describían la música de un piano nuevo, aunque no especificaban la marca ni, como de costumbre, quién lo había afinado. Siguió hojeándolo un minuto más. No dijo nada; era una mujer de una serenidad impecable, una virtud ideal para vérselas con esposos que volvían tarde. Muchas de sus amigas eran diferentes. «Eres demasiado tolerante con él», solían decirle, pero ella no les hacía caso. «El día que regrese oliendo a ginebra o a perfume barato me enfadaré. Edgar se retrasa porque su trabajo lo absorbe, o porque se pierde cuando vuelve caminando».

—Buenas noches, Kathenne —dijo Edgar.

—Buenas noches, Edgar —repuso ella—. Llegas casi dos horas tarde.

Él estaba acostumbrado a aquel ritual: las excusas inocentes, las explicaciones… «Ya lo sé, querida, amor mío, lo siento; tenía que terminar todas las cuerdas para poder reafinarlas mañana», o «Es urgente», o «Me pagan muy bien», o «Me he perdido por el camino; la casa está cerca de Westminster y me he equivocado de tranvía», o «Es que tenía tantas ganas de tocarlo… Era un Erard de mil ochocientos treinta y cinco, un instrumento muy raro, precioso, por supuesto; pertenece a la familia del señor Vincento, el tenor italiano», o «Es de lady Neville, un ejemplar único, de mil ochocientos veintisiete. Ojalá pudieras venir a tocarlo tú también». Y si alguna vez mentía, era sólo porque cambiaba una razón por otra. Que era un trabajo urgente cuando en realidad se había parado para escuchar a unos músicos callejeros. Que se había equivocado de tranvía cuando se había quedado tocando el piano del tenor italiano.

—Ya lo sé, lo siento, todavía estoy trabajando en el encargo de los Farrell.

Y con eso bastó. Vio que Kathenne cerraba el Illustrated London News y cruzó la sala para sentarse a su lado, con el corazón acelerado. «Sabe que pasa algo raro», se dijo. Fue a besarla, pero ella lo apartó, intentando disimular una sonrisa.

—Llegas tarde, Edgar; he tenido que recalentar la carne. Basta ya, no creas que puedes presentarte a estas horas y engatusarme con palabras cariñosas. —Se volvió, pero él la sujetó por la cintura—. Creía que ya habías terminado ese arreglo —añadió.

—No, el piano está en muy malas condiciones y la señora Farrell insiste en que se lo afine «como si fuera a dar un concierto» —replicó subiendo la voz una octava para imitar a la dama.

Ella rió, y Edgar la besó en el cuello.

—Dice que su pequeño Roland será el nuevo Mozart.

—Ya lo sé, hoy me lo ha dicho otra vez; hasta me ha obligado a oír tocar a ese granuja.

Katherine se volvió hacia su marido.

—Pobrecillo. Aunque me lo proponga, no consigo estar mucho tiempo enfadada contigo.

Él sonrió y se relajó un poco. Miró a su esposa mientras ella intentaba componer una expresión de falsa severidad. «Qué guapa es aún», pensó. Los rizos dorados que tanto lo habían hechizado cuando la vio por primera vez se habían desteñido ligeramente, pero seguía llevando el cabello suelto, y los bucles recuperaban el color y el brillo de antaño cuando les daba el sol. Se habían conocido cuando Edgar, todavía aprendiz, había ido a reparar el Broadwood vertical de la familia de Katherine. El instrumento no lo impresionó (era bastante barato), pero sí las delicadas manos que lo tocaban, y también la dulzura de la joven que se había sentado a su lado, frente al teclado, una presencia que aún lo estremecía. Se inclinó hacia ella y volvió a besarla.

—Basta —dijo ella riendo—. Ahora no, y ten cuidado con el sofá: ese damasco es nuevo.

Edgar se recostó. «Está de buen humor —pensó—. Quizá debería contárselo en este momento».

—Tengo un nuevo encargo —anunció.

—Tienes que leer este artículo, Edgar —dijo Katherine alisándose el vestido y estirando un brazo para coger el News.

—Es un Erard de mil ochocientos cuarenta. Dicen que está destrozado. Debería sonar maravillosamente.

—Ah, ¿sí?

Su mujer se levantó y fue hacia la mesa del comedor. No quiso saber de quién era el piano ni dónde estaba; ésas no eran cosas que acostumbrara a preguntar, pues desde hacía dieciocho años las únicas respuestas que recibía eran doña Tal y la calle Tal o Cual de Londres. Edgar se alegró de que no lo interrogara; el resto no tardaría en salir: él era un hombre paciente y no le gustaba precipitarse, pues con ello sólo se conseguían cuerdas de piano demasiado tensadas y esposas furiosas. Además, acababa de ver el ejemplar del Illustrated London News, donde, bajo el artículo del Metropole, había otro sobre «Las atrocidades de los dacoits», firmado por un oficial del tercer regimiento de gurkas. Era una noticia breve que describía una escaramuza sostenida contra unos bandidos que habían saqueado un poblado amigo: la clásica columna sobre los esfuerzos de pacificación en las colonias, y Edgar no se habría fijado en ella si no hubiese sido por el nombre, «Apuntes sobre Birmania». Ya la conocía, pues aparecía casi todas las semanas, pero hasta entonces nunca le había prestado atención. Arrancó la hoja y escondió el periódico bajo un montón de revistas que había en la mesa de centro. No quería que Katherine lo viera. Del comedor llegaba ruido de platos y cubiertos y olor a patatas hervidas.

* * *

A la mañana siguiente, Edgar se sentó ante una pequeña mesa para dos mientras Katherine preparaba el té y las tostadas y llevaba los tarros de mermelada y la mantequilla. Edgar estaba callado, y ella, mientras se movía por la cocina, llenaba el silencio hablando de la interminable lluvia otoñal, de política, de noticias…

—¿Te has enterado del accidente de ómnibus que hubo ayer? ¿Y de la recepción celebrada en honor del barón alemán? ¿Y de la joven madre del East End a la que han detenido por el asesinato de sus hijos?

—No —contestó él. «Tenía otras cosas en la cabeza; estaba distraído»—. No, cuéntamelo.

—Es horrible, absolutamente horrible. Su marido, transportista de carbón, si no me equivoco, fue quien encontró a los niños, dos chicos y una chica, acurrucados en su cama; avisó a un agente de la policía y arrestaron a la esposa. Pobrecilla. El desdichado hombre no podía creer que lo hubiera hecho ella. Imagínate, perder a tu mujer y a tus hijos al mismo tiempo. Y ella dice que lo único que hizo fue darles un específico para ayudarlos a dormir. Yo creo que al que tendrían que detener es al que se lo vendió. Estoy segura de que dice la verdad. Tú también, ¿no?

—Por supuesto, querida. —Se acercó la taza a la boca y aspiró el vapor.

—No me escuchas —dijo Katherine.

—Claro que sí. Es terrible.

La escuchaba, y lo encontraba espantoso. Se imaginó a los tres niños, pálidos, como crías de ratón, con los ojos cerrados.

—¡Ay!, ya sé que no debería leer esas historias —comentó ella—. Me afectan mucho. Hablemos de otra cosa. ¿Vas a terminar el encargo de los Farrell hoy?

—No, creo que iré otro día. Tengo una cita a las diez en Mayfair, en casa de un miembro del Parlamento: un Broadwood de cola; no sé qué le pasa. Y antes de marcharme tengo que terminar unas cosas en el taller.

—Procura no llegar tarde esta noche. Ya sabes que no soporto tener que esperarte.

—Lo sé.

Edgar estiró un brazo y le cogió una mano a su esposa.

«Un gesto exagerado», pensó ella, pero no le dio más importancia.

Su sirvienta, una joven de Whitechapel, había tenido que regresar a su hogar para ocuparse de su madre, que estaba enferma de tisis, así que Katherine se levantó y subió a arreglar el dormitorio. Normalmente se quedaba en casa durante el día para ayudar con las labores domésticas, recibir a los clientes de Edgar, organizar los encargos y planear actos sociales, una tarea que su marido, que siempre se había sentido más cómodo entre cuerdas y macillos, delegaba en ella de buen grado. No tenían hijos, aunque no porque no lo intentaran. Es más, eran una pareja muy apasionada, un hecho que a veces sorprendía a Katherine cuando veía a su esposo paseando distraído por la casa. Aunque al principio esa destacable «ausencia de niños», como lo describía su madre, los había entristecido, habían acabado acostumbrándose, y en ocasiones Katherine pensaba que esa circunstancia los había unido aún más. Además, a veces admitía ante sus amigas que sentía cierto alivio, pues Edgar ya le daba suficiente trabajo.

Cuando Katherine abandonó la mesa, su esposo se terminó el té y bajó la empinada escalera que conducía al sótano. Casi nunca trabajaba en casa. Transportar un instrumento por las calles de Londres podía resultar desastroso, y era mucho más fácil llevarse todas sus herramientas a donde fuera. El taller lo utilizaba, básicamente, para sus propios proyectos. Era un espacio reducido con el techo bajo, una maraña de polvorientos armazones de piano, utensilios colgados de los muros y del techo, como los cuchillos en una carnicería, y dibujos descoloridos de pianos y retratos de pianistas clavados en las paredes. Había estantes llenos de teclas inservibles que parecían hileras de dientes. Katherine lo había llamado en una ocasión «el cementerio de elefantes»; él le había preguntado si lo decía por las inmensas cajas vacías o por los rollos de fieltro, que parecía cuero, y ella le había contestado: «Eres demasiado poético; lo decía sólo por el marfil».

Al bajar estuvo a punto de tropezar con un mecanismo de percusión desechado que estaba apoyado en la pared. Además de la dificultad de mover un piano, ése era otro motivo por el que no llevaba a sus clientes al taller. Para quienes estaban acostumbrados al brillo de las cajas instaladas en salones floreados, siempre resultaba un tanto desconcertante ver un piano abierto y darse cuenta de que algo tan mecánico podía producir un sonido celestial.

La habitación estaba escasamente iluminada por un ventanuco que había en lo alto. Edgar Drake fue hacia un pequeño escritorio y encendió una lámpara. La noche anterior había escondido el paquete que le habían entregado en el Ministerio de Defensa debajo de un montón de papeles viejos sobre técnicas de afinación. Abrió el sobre. Había una copia de la carta original que le había enviado Fitzgerald, un mapa y un contrato donde se especificaba su misión. También había unas instrucciones impresas, que le habían dado a instancias del doctor Carroll, tituladas en letras mayúsculas: «HISTORIA GENERAL DE BIRMANIA, CON ESPECIAL ATENCIÓN A LAS GUERRAS ANGLO-BIRMANAS Y LAS ANEXIONES BRITÁNICAS». Se sentó y se puso a leer.

La historia le resultaba familiar. Había oído hablar de aquellos conflictos, notables por su brevedad y por los considerables avances territoriales arrancados a los reyes birmanos tras cada victoria: los estados costeros de Arakan y Tenasserim después de la primera guerra; Rangún y la Baja Birmania al finalizar la segunda; la Alta Birmania y el estado de Shan tras la tercera. Y mientras que las dos primeras, que terminaron en 1826 y 1853, respectivamente, las había estudiado en la escuela, de la tercera se había enterado por los periódicos el año anterior, pues la última anexión no la habían anunciado hasta enero. Pero, aparte de esas generalidades, desconocía la mayoría de los datos: que la segunda contienda empezó, por lo visto, tras el secuestro de dos capitanes de barco ingleses; que la tercera fue producto, en parte, de las tensiones creadas tras la negativa de unos emisarios británicos a quitarse los zapatos para ser recibidos en audiencia por el rey birmano… Había otros apartados que incluían historias de los monarcas, una vertiginosa genealogía complicada por la multitud de esposas y por lo que, al parecer, era una práctica muy común: matar a todos los parientes que pudieran aspirar al trono. Estaba aturdido por tantas palabras desconocidas, por nombres con sílabas extrañas que no lograba pronunciar, y se concentró en la biografía del último rey, Thibaw, al que destronaron y que se exilió a la India cuando las tropas británicas invadieron Mandalay. Según el informe del ejército, era un líder débil e inepto, manipulado por su esposa y su suegra, y su reinado estuvo marcado por la anarquía, cada vez mayor en las regiones más lejanas. Eso se tradujo en una plaga de ataques por parte de bandas armadas de dacoits, un término con el que se designaba a los bandoleros que Edgar Drake ya había visto en el artículo que había arrancado del Illustrated London News.

Oyó los pasos de Katherine en el piso de arriba e hizo una pausa, preparado para meter los pliegos en el sobre. Las pisadas se detuvieron en lo alto de la escalera.

—Son casi las diez, Edgar —anunció su mujer.

—¿Tan tarde? ¡Tengo que irme! —exclamó él.

Apagó la lámpara, guardó los documentos y volvió a esconderlos entre el montón de papeles, sorprendido de su propia prudencia. Katherine lo esperaba con su abrigo y su bolsa de herramientas.

—Esta noche llegaré pronto, te lo prometo —dijo Edgar mientras deslizaba los brazos por las mangas del gabán.

Besó a su esposa en la mejilla y salió a la calle.

Pasó el resto de la mañana con el Broadwood de cola del miembro del Parlamento, que, en la habitación de al lado, hablaba a gritos de la construcción de un nuevo manicomio para ricos. No tardó mucho en acabar; habría podido entretenerse más afinándolo, pero tenía la impresión de que no lo tocaban mucho. Además, la acústica de la sala era pésima, y la política del parlamentario, muy desagradable.

Se marchó a primera hora de la tarde. Las calles estaban llenas. El cielo se había nublado y amenazaba lluvia. Edgar se abrió paso entre el gentío y cruzó la calzada para esquivar a un grupo de obreros que levantaban los adoquines con picos e interrumpían el tráfico. Alrededor de los coches parados, los vendedores de periódicos y los pequeños comerciantes anunciaban a gritos su mercancía; un par de chiquillos se pasaban una pelota entre la gente y huían cada vez que el balón golpeaba el costado de un vehículo. Empezó a chispear.

Edgar caminó un rato, con la esperanza de encontrar un ómnibus, pero la llovizna se convirtió pronto en un aguacero. Se refugió en la puerta de un pub, cuyo nombre estaba escrito en el vidrio esmerilado; a través de las ventanas empañadas se veía la espalda de hombres con traje y mujeres con la cara empolvada. Se levantó el cuello del gabán, se lo ciñó y miró la lluvia. Dos conductores dejaron un carro al otro lado de la calle y la atravesaron tapándose la cabeza con la chaqueta. Edgar se hizo a un lado, y cuando entraron en el pub, la puerta de batiente dejó escapar un humeante olor a perfume, sudor y ginebra derramada. Oyó cantar a unos borrachos. La puerta volvió a cerrarse; él esperó contemplando la calle. Y volvió a pensar en el informe.

Cuando iba al colegio nunca le habían interesado mucho ni la historia ni la política; prefería las artes, sobre todo la música, por supuesto. Sus tendencias políticas, si es que las tenía, se orientaban hacia Gladstone y el apoyo de los liberales al autogobierno, aunque esa convicción no era fruto de un análisis concienzudo. La desconfianza que sentía hacia los militares era algo más visceral; no le gustaba la arrogancia con que actuaban en las colonias ni la que mostraban al regresar. Además, le desagradaba aquella opinión generalizada de que los orientales eran vagos e ineptos. Tal como le había explicado a Katherine, la historia del piano demostraba que esa concepción era falsa. Las teorías matemáticas de la afinación temperada habían ocupado a muchos pensadores, desde Galileo Galilei hasta el padre Marin Mersenne, autor del clásico La armonía universal. Y, sin embargo, Edgar sabía que las cifras correctas las había publicado por primera vez un príncipe chino llamado Tsaiyu, lo cual resultaba sorprendente; por lo que él conocía, la música china, con su falta de énfasis armónico, no requería una armonización temperada. Evitaba comentar ese detalle en público, por supuesto. Le disgustaban las discusiones, y tenía suficiente experiencia para saber que había poca gente capaz de valorar la belleza técnica de semejante innovación.

La lluvia amainó un poco y Edgar salió de su refugio. Pronto llegó a una calle más ancha por donde pasaban autobuses y coches de caballos. «Todavía es temprano —pensó—; Katherine estará contenta».

Subió a un ómnibus y se quedó atrapado entre un apuesto caballero que llevaba un grueso abrigo y una joven de rostro lívido que tosía sin cesar. Avanzaban a trompicones. Edgar buscaba una ventana, pero el vehículo estaba abarrotado y no consiguió ver pasar las calles.

No olvidará ese momento.

Llega a casa. Abre la puerta y encuentra a Katherine sentada en un extremo del sofá, al borde del semicírculo de damasco que cubre los cojines, igual que el día anterior. Pero esta vez la lámpara no está encendida. La mecha está negra; habría que cortarla, mas la sirvienta está en Whitechapel. Sólo entra un poco de luz a través de las cortinas de encaje de Nottingham, y queda atrapada en las partículas de polvo suspendidas en el aire. Ella mira por la ventana; debe de haber visto la silueta de Edgar al pasar por la calle. Tiene un pañuelo en la mano, acaba de secarse apresuradamente las mejillas. Él ve las lágrimas, el rastro que no ha llegado a enjugar.

Hay un montón de hojas desparramadas por la mesa de caoba, y un envoltorio marrón que conserva la forma de lo que antes contenía, atado aún con cordel y abierto con cuidado por un extremo, como si hubieran examinado su contenido de forma disimulada. O mejor dicho, como si hubieran querido hacerlo, pues los papeles esparcidos no están en absoluto ocultos, como tampoco los ojos hinchados o las huellas del llanto.

Ninguno de los dos se mueve ni dice nada. Él todavía lleva el gabán en la mano. Ella sigue sentada en el borde del sofá, retorciendo el pañuelo con los dedos, nerviosa. Él comprende de inmediato por qué llora; ella lo sabe, pero, aunque no sea así, debería serlo: las noticias hay que compartirlas. Se lo tendría que haber contado la noche anterior; sabía que irían a su casa, ahora recuerda que antes de marcharse del Ministerio de Defensa el coronel se lo dijo. De no haber estado tan abrumado por la magnitud de la decisión que tenía que tomar, no lo habría olvidado. Debería haberlo planeado, podría habérselo comunicado con más delicadeza. Edgar nunca se guarda un secreto, y cuando lo hace éste se convierte en una mentira.

Le tiemblan las manos al colgar el gabán. Se da la vuelta.

—Katherine —dice.

Quiere preguntarle qué le ocurre, algo innecesario porque ya conoce la respuesta. La mira; todavía hay interrogantes por aclarar: «¿Quién ha traído esos papeles? ¿Cuándo ha venido? ¿Qué dicen? ¿Estás enfadada?».

—Has llorado.

Ella guarda silencio, pero empieza a sollozar débilmente. Tiene el cabello suelto sobre los hombros.

Edgar no se mueve, no sabe si acercarse: no es como el día anterior, ésta no es una ocasión para abrazos.

—Katherine, quería contártelo, intenté hacerlo anoche, pero no me pareció un buen momento…

Ahora se decide a cruzar la habitación, pasa entre el sofá y la mesa y se sienta junto a su esposa.

—Cariño… —Le toca el brazo con suavidad, intentando que se vuelva hacia él—. Katherine, amor mío, quería decírtelo; mírame, por favor.

Ella gira la cabeza despacio, lo mira, tiene los ojos enrojecidos, lleva mucho rato llorando. Él espera que diga algo, no sabe de qué se ha enterado, quién le ha entregado los papeles, qué le han explicado.

—¿Qué ha sucedido? —Ella no contesta—. Por favor, Katherine.

—Edgar, ya sabes qué ha sucedido.

—Lo sé y no lo sé. ¿Quién ha traído esto?

—¿Qué más da?

—Katherine, cariño, no te enfades conmigo; quería hablarte de esto, por favor, Katherine…

—No estoy enojada, Edgar —replica ella.

Él se mete una mano en el bolsillo y saca un pañuelo.

—Mírame. —Se lo acerca a la mejilla.

—Antes sí me he disgustado, cuando ha venido.

—¿Quién?

—Un soldado del Ministerio de Defensa, que ha preguntado por ti y ha dejado este paquete. —Lo señala.

—¿Y qué ha dicho?

—Nada, sólo que eran los documentos para tu preparación, que debería estar orgullosa, que estabas haciendo algo muy importante… Al decir eso no he entendido de qué me estaba hablando. «¿Qué quiere decir?». Y sólo me ha dicho: «Señora Drake, ¿sabe que su esposo es un hombre muy valiente?». Yo he tenido que replicar: «¿Por qué?». Me he sentido como una imbécil, Edgar; se ha mostrado sorprendido, se ha reído y se ha limitado a decir que Birmania está muy lejos. He querido preguntarle a qué se refería, he estado a punto de decirle que se había equivocado de casa, de marido, pero le he dado las gracias y se ha marchado.

—Y los has leído.

—Bueno, sólo algunos. No hacía falta verlos todos. —Se queda callada.

—¿Cuándo ha venido?

—Esta mañana. Ya sé que no debía haber mirado tu correo; lo he dejado sobre la mesa, no era mío, y he subido para intentar terminar el bordado de nuestra colcha, pero estaba distraída, me pinchaba todo el rato, no podía dejar de pensar en lo que me había dicho ese soldado… Así que al final he bajado, me he pasado casi una hora aquí sentada, preguntándome si debía abrirlo, diciéndome que no tenía importancia, pero sabía que sí la tenía; y entonces me he acordado de anoche: estabas muy raro.

—Te diste cuenta.

—Ayer no, pero esta mañana sí. Creo que te conozco demasiado bien.

Edgar le coge las manos.

Se quedan largo rato allí sentados, con las rodillas juntas, las manos de ella en las de él. Katherine repite:

—No estoy enfadada.

—Tienes derecho a estarlo.

—Antes sí lo estaba; la rabia iba y venía. Sólo lamento que no me lo contaras; no me importa lo de Birmania, no me parece mal, bueno, sí que me preocupa, pero… No sé por qué no me lo dijiste, quizá creyeras que te prohibiría hacerlo; eso es lo que más me duele: yo estoy orgullosa de ti, Edgar.

Las palabras se quedan suspendidas ante la pareja. Edgar le suelta las manos a su esposa y ella rompe a llorar de nuevo. Se seca las lágrimas.

—Mira, me estoy portando como una niña.

—Todavía no he tomado una decisión —dice Edgar.

—No se trata de eso; yo no quiero que cambies de idea.

—¿Quieres que vaya?

—No, no quiero, pero sé que tienes que ir. Hace tiempo que espero que pase algo así.

—¿Que me envíen a Birmania a afinar un piano?

—No, me refiero a esto, a algo diferente; es una idea maravillosa: utilizar la música para lograr la paz. Me pregunto qué canciones tocarás allí.

—Sólo voy a arreglar un Erard; yo no soy pianista, voy porque es un encargo.

—Pero éste es distinto, y no sólo porque te vas lejos.

—No te entiendo.

—No es como tus otros proyectos: es una buena causa.

—Así que no crees que la labor que hago aquí valga la pena.

—No, no he dicho eso.

—Sí lo has dicho.

—Yo te observo, Edgar, y a veces es como si fueras mi hijo. Estoy orgullosa de ti: tienes un don del que otros carecen, posees un oído excepcional, eres hábil para los trabajos mecánicos, consigues que la música suene de maravilla, y con eso basta.

—Parece mejor de lo que es.

—Edgar, por favor, ahora eres tú el que está molesto.

—Sólo te pido que te expliques; nunca me habías dicho eso. Éste no es más que otro trabajo, y yo no soy más que un mecánico; no vamos a atribuirle el mérito de los cuadros de Turner al individuo que le hace los pinceles.

—Ahora hablas como si no estuvieras seguro de querer ir.

—Pues claro que no lo sé, pero ahora mi esposa me dice que debo ir para demostrar algo.

—Sabes perfectamente que eso no es lo que te estoy diciendo.

—Esto no es más que otro servicio, Katherine.

—Sé que no es eso lo que piensas.

—Ya he tenido propuestas raras en otras ocasiones.

—Pero ésta es diferente; es la única que has mantenido en secreto.

Fuera el sol desaparece por fin tras los tejados, y de pronto la habitación se sume en la oscuridad.

—No me esperaba esto de ti, Katherine.

—¿Qué esperabas?

—No lo sé; es la primera vez que hago una cosa así.

—Suponías que me pondría a llorar como ahora, que te suplicaría que no aceptaras el encargo, porque así es como se comportan las mujeres cuando pierden a sus maridos, que temería quedarme sola porque no estarías a mi lado para cuidarme, que tendría miedo de no volver a verte…

—Katherine, no es cierto; si no te lo he contado antes no es por esa razón.

—Creíste que me asustaría, arrancaste una página del Illustrated London News porque había un artículo sobre Birmania.

Se produce un largo silencio.

—Lo siento, ya sabes que esto es nuevo para mí.

—Lo sé, también lo es para mí. Creo que deberías ir, Edgar; ojalá yo también pudiera. Ha de ser fabuloso ver el mundo. Tienes que ir; y volver para contarme un montón de historias.

—No es más que un trabajo.

—Di lo que quieras, pero sabes perfectamente que no lo es.

—El barco no zarpa hasta dentro de un mes. Es mucho tiempo.

—Hay muchas cosas que preparar.

—Birmania está muy lejos, Katherine.

—Ya lo sé.

Los días pasaron deprisa. Edgar terminó el encargo de los Farrell y rechazó uno nuevo que consistía en armonizar un hermoso Streicher de 1870 con un viejo mecanismo vienés.

A menudo iban a verlo a su casa oficiales del Ministerio de Defensa que le entregaban nuevos impresos: informes, programas, listas de artículos que tenía que llevarse a Birmania… Tras las lágrimas del primer día, Katherine parecía plantearse la misión de su marido con verdadero entusiasmo. Edgar le estaba profundamente agradecido; había creído que su mujer se llevaría un disgusto enorme, y, además, nunca había sabido organizarse. Katherine siempre se burlaba de él diciendo que, al parecer, la ordenación exacta de las cuerdas del piano exigía un caos absoluto en los demás aspectos de su vida. En un día normal llegaba un soldado con más pliegos mientras Edgar estaba ausente. Katherine los cogía, los leía y luego los clasificaba en el escritorio de su marido en tres grupos: formularios para rellenar y devolver al ejército, informes generales y documentos específicos para aquella misión. Luego Edgar regresaba, y tras unos minutos los montones estaban desordenados, como si se hubiera limitado a buscar algo entre ellos. Katherine sabía que ese «algo» era los datos sobre el piano, pero no llegaban, y transcurridos tres o cuatro días, ella lo saludaba y decía:

—Hoy han traído más cosas: mucha información militar, pero nada sobre el Erard.

Aquello desmoralizaba a Edgar, mas ayudaba considerablemente a mantener la mesa arreglada. A continuación él recogía lo que había en lo alto del montón de papeles y se sentaba en su butaca.

Poco después Katherine lo encontraba dormido con la hoja en el regazo.

Estaba admirada de la cantidad de informes que le estaban proporcionando, al parecer a petición de Carroll; ella los leía con avidez y copiaba incluso algunos pasajes de una historia del estado de Shan escrita por el propio doctor. Al principio pensó que sería aburrida, pero resultó emocionante; eso le dio confianza en el hombre al que consideraba responsable de velar por la seguridad de su marido. Se la recomendó a Edgar, pero él le dijo que prefería esperar, porque cuando estuviera solo necesitaría cosas para distraerse. Por lo demás, Katherine casi nunca le comentaba sus lecturas. Los relatos y las descripciones de la gente la fascinaban; las narraciones de lugares lejanos le habían encantado siempre, desde pequeña. Pero, pese a que disfrutaba y fantaseaba leyendo, se alegraba de no ser ella la que tenía que viajar a aquel remoto país. Le confesó a una amiga suya que lo consideraba un juego absurdo para hombres que no habían dejado de ser niños, como los cuentos de Boy’s Own, o aquellas novelas por entregas de indios y vaqueros que importaban de América.

—Y, sin embargo, dejas ir a Edgar —repuso su amiga.

—Él nunca ha jugado a esas cosas —replicó Katherine—. Quizá todavía no sea demasiado tarde. Además, nunca lo había visto tan emocionado, tan concentrado en un objetivo. Es como si volviera a ser joven.

Pasados unos días llegaron otros paquetes, esta vez con anotaciones del coronel Fitzgerald, que Edgar tenía que entregar al comandante médico Carroll. Daba la impresión de que contenían partituras y él empezó a abrirlos, pero Katherine se lo impidió. Estaban cuidadosamente envueltas con papel marrón, y Edgar las desordenaría. Por suerte, los nombres de los compositores estaban escritos en la parte exterior, y él se consoló al saber que si se perdía en la jungla, al menos Liszt le haría compañía. Esa muestra de buen gusto hizo que se ilusionara con su misión.

La partida estaba prevista para el 26 de noviembre, un mes después de haber aceptado el encargo. Esa fecha se aproximaba como un ciclón, tanto por los apresurados preparativos que la precedían como por la calma que reinaría después. Edgar pasaba el día terminando trabajos y ordenando el taller; mientras tanto Katherine le hacía el equipaje y corregía las recomendaciones del ejército con la sabiduría propia de la esposa de un experto en Erards. Así, a la lista de artículos como ropa impermeable, ropa de vestir y un surtido de píldoras y polvos para «disfrutar mejor del clima tropical», ella añadió pomada para los dedos, agrietados de afinar, y unas gafas de repuesto, pues Edgar se sentaba encima de las suyas una vez cada tres meses aproximadamente. También incluyó una chaqueta de frac.

—Por si te piden que toques —explicó.

Pero Edgar le dio un beso en la frente y la sacó del baúl.

—Me halagas, cariño, pero yo no soy pianista; no te hagas ilusiones, por favor.

Katherine volvió a meterla. Estaba acostumbrada a ese tipo de protestas. Desde niño Edgar había notado que tenía un don especial para la música, aunque muy joven comprendió, con tristeza, que no poseía aptitudes para la composición. Su padre, que era carpintero, había sido un apasionado músico diletante: coleccionaba y reconstruía instrumentos de todo tipo de formas y sonidos; saqueaba los bazares en busca de extrañas piezas folclóricas importadas del continente. Cuando se dio cuenta de que su hijo era demasiado tímido para tocar ante sus invitados, invirtió toda su energía en la hermana de Edgar, una niñita delicada que más tarde se casaría con un cantante de la D’Oyly Carte Company, que actuaba en las operetas de los señores Gilbert y Sullivan. De modo que, mientras ella soportaba largas lecciones de música, Edgar se pasaba el día con su padre, un hombre del que recordaba sobre todo sus enormes manos, demasiado grandes, como él mismo decía, para los trabajos delicados. Y así fue como empezó a reparar la colección paterna, cada vez más extensa, cuyos instrumentos, para satisfacción del niño, estaban muy estropeados. Cuando, siendo ya un muchacho, conoció a Katherine y se enamoró de ella, sintió el mismo deleite al oírla tocar, y así se lo dijo cuando se le declaró. «Espero que no me estés pidiendo que me case contigo porque así tendrás a alguien para probar lo que arregles», le dijo ella, con la mano posada sobre su brazo, y él contestó, ruborizado por el contacto de sus dedos: «No te preocupes, si no quieres tocar, no toques. La música de tu voz es suficiente».

Edgar recogió sus herramientas. El ejército todavía no le había dado información sobre el piano, así que fue a la tienda donde lo habían comprado y habló largo rato con el propietario de sus características, de la amplia reconstrucción a que había sido sometido, de qué partes originales se habían conservado… Como el espacio que tenía era limitado, sólo podía llevarse utensilios y piezas de recambio específicas para aquel Erard. Aun así, llenó medio baúl.

Una semana antes del viaje, Katherine celebró una cena de despedida en honor de su marido. Edgar tenía pocos amigos, la mayoría de los cuales se dedicaban a lo mismo que él: el señor Wiggers, especialista en Broadwoods; el señor d’Argences, un francés cuya gran pasión eran los pianos verticales vieneses; y el señor Poffy, que en realidad no era afinador, pues sobre todo reparaba órganos. En una ocasión Edgar le explicó a Katherine que era bueno que hubiese variedad en las amistades, aunque las suyas no cubrían, ni mucho menos, la categoría de «personajes relacionados con los pianos». En el directorio de Londres, sin ir más lejos, había fabricantes de pianos, de mecanismos de piano, de trastes de pianoforte, de fieltro para macillos y apagadores, de apoyos de macillos, blanqueadores y cortadores de marfil, fabricantes de teclas, de clavijas, de cuerdas de piano, armonizadores… En la reunión fue notoria la ausencia del señor Hastings, que también era un experto en Erards, y que no saludaba a Edgar desde que éste había colgado un letrero en la entrada de su casa que rezaba: «ESTOY EN BIRMANIA AFINANDO UN PIANO POR ENCARGO DE SU MAJESTAD. POR FAVOR, CONSULTEN AL SEÑOR CLAUDE HASTINGS PARA PROBLEMAS MENORES QUE NO PUEDAN ESPERAR HASTA MI REGRESO».

En la fiesta todo el mundo estaba entusiasmado con la misión, y los invitados especularon hasta bien entrada la noche sobre lo que podía pasarle al instrumento. Al final, aburrida con la discusión, Katherine dejó a los hombres y se fue a la cama, donde leyó unas páginas de Los birmanos, una maravillosa obra de etnografía escrita por un periodista recién destinado a la Comisión Birmana. El autor, un tal señor Scott, había adoptado como pseudónimo el nombre birmano Shway Yoe, que significa «verdad dorada». Ese detalle, pese a que para ella constituía una prueba más de que la guerra sólo era un juego de niños, hizo que se sintiese inquieta, y antes de quedarse dormida pensó que tenía que pedirle a Edgar que no regresara con un nuevo y ridículo nombre.

A medida que pasaban los días Katherine temía quedarse sin tiempo para ultimar los preparativos, pero tres días antes del señalado, Edgar y ella se despertaron y se dieron cuenta de que ya no había nada más que hacer. El equipaje estaba listo; las herramientas, limpias y ordenadas; el taller, cerrado.

Edgar llevó a Katherine hasta el Támesis; se sentaron en la escollera y se quedaron viendo pasar las barcas. El cielo tenía una claridad inequívoca, como el tacto de la mano de su esposa en la suya. «Lo único que falta para completar este momento es música», pensó él. Desde que era niño tenía la costumbre de asociar sentimientos a canciones, y canciones a sentimientos. Katherine se enteró de ello en una carta que él le envió poco después de visitar su casa por primera vez, en la que describía sus emociones «como un alegro con brío de la sonata número cincuenta en re mayor de Haydn». Entonces ella se rió y se preguntó si lo decía en serio o si era la clase de broma que sólo les hacía gracia a los aprendices de afinación. Sus amigas, por su parte, decidieron que se trataba de una humorada, por extraña que fuera, y ella no tuvo más remedio que darles la razón; hasta que más tarde se compró la partitura de aquella sonata y la tocó. Del piano, recién reparado, salió una alegre canción que la llevó a pensar en mariposas: no de las que llegan después de la primavera, sino de las pálidas y revoloteadoras que viven en el estómago de los jóvenes enamorados.

Mientras estaban allí juntos, a Edgar le acudían a la mente fragmentos de melodías, como si hubiera cerca una orquesta calentando los instrumentos, hasta que, poco a poco, una empezó a dominar y las otras la siguieron. Se puso a tararear.

—Clementi, sonata en fa menor sostenido, opus veinticinco, número cinco —dijo Katherine, y él asintió con la cabeza.

En una ocasión Edgar le había dicho que le recordaba a un marinero perdido en el mar, mientras su amada lo esperaba en la playa. Las notas eran el sonido de las olas y de las gaviotas.

Se quedaron sentados, escuchando.

—¿Él regresa?

—En esta versión sí.

En el río había trabajadores descargando cajas de las barcas empleadas para el tráfico fluvial. Las gaviotas gritaban, esperando residuos de comida y llamándose mientras volaban en círculo. Edgar y Katherine echaron a andar por la orilla. Cuando dieron media vuelta y empezaron a alejarse del Támesis, él entrelazó sus dedos con los de su esposa. «Los afinadores son buenos maridos —les había dicho a sus amigas cuando regresaron de su luna de miel—. Saben escuchar, y sus caricias son más delicadas que las de los pianistas, porque sólo ellos conocen el interior del piano». Las jóvenes rieron ante las escandalosas insinuaciones de aquellas palabras. En ese momento, dieciocho años más tarde, ella sabía dónde tenía él callosidades y de qué eran. En una ocasión le había explicado el origen de cada una de ellas, como un hombre tatuado relata la historia de sus ilustraciones: «Ésta que discurre por la parte interior del pulgar es del destornillador; los arañazos de la muñeca son de la caja, porque suelo apoyar el brazo así cuando toco. Las durezas del índice y del anular de la mano derecha son de apretar las clavijas antes de utilizar los alicates; nunca uso el dedo corazón, no sé por qué, quizá sea una costumbre de juventud. Las uñas rotas son de las cuerdas; es una señal de impaciencia».

Volvieron dando un paseo, hablando de cosas intrascendentes, como con cuántos pares de calcetines contaba Edgar, con qué frecuencia escribiría, qué regalos llevaría a su regreso, qué debía hacer para no caer enfermo… La conversación se fue apagando poco a poco; no parecía lógico llenar de banalidades una despedida como ésa. «En los libros es diferente; y en el teatro», pensó él, y sintió la necesidad de hablar del deber, de la misión, del amor… Llegaron a casa, cerraron la puerta y él no le soltó la mano a Katherine. Cuando las palabras no sirven, siempre queda el tacto.

Faltan tres días, luego dos, y Edgar no puede dormir. Sale temprano para pasear, cuando todavía está oscuro; deja el cálido refugio de las sábanas, que huelen a sueño. Su esposa se da la vuelta, soñando quizá.

—¿Edgar?

—Duerme, mi amor.

Y ella se duerme, se acurruca de nuevo bajo las mantas, emite un murmullo de satisfacción. Él posa los pies en el suelo, nota el frío beso de la madera en las plantas y cruza la habitación. Se viste deprisa. Se lleva las botas en la mano para no despertar a Katherine, sale sin hacer ruido y baja la escalera, cubierta con una alfombra, hasta la puerta.

Fuera hace frío y la calle está vacía, salvo por un grupo de hojas que revolotean atrapadas en una ráfaga de viento que se ha equivocado y ha torcido por Franklin Mews; gira sobre sí misma, se retuerce e intenta retroceder. No se ven estrellas. Edgar se sube el cuello del abrigo y se cala el sombrero. Sigue al viento en su retirada. Pasa ante vías adoquinadas, desiertas, hileras de casas adosadas, cortinas echadas como ojos cerrados y dormidos… Algo se mueve: un gato callejero, quizá, o un hombre. Está oscuro, y en esa zona todavía no hay luz eléctrica, así que Edgar ve las lámparas y las velas escondidas en las profundidades de las casas. Se ajusta más el gabán y sigue andando; la noche deja paso al amanecer.

Faltan dos días, uno… Ella lo acompaña, se levanta con él de madrugada, y juntos caminan por el extenso Regent’s Park. Están prácticamente solos. Se dan la mano mientras el viento sopla por los amplios paseos, roza la superficie de los charcos y mueve las hojas húmedas que hay enredadas entre la hierba. Se paran y se sientan en una glorieta, y desde allí observan a los pocos que se han atrevido a salir pese a la lluvia, ocultos bajo paraguas que el vendaval estremece: ancianos que deambulan solos, parejas, madres que van brincando con sus hijos por el parque, quizá al zoo.

—¿Qué animales hay, mami?

—¡Chist! Pórtate bien; hay tigres de Bengala y serpientes pitón birmanas que se comen a los niños malos.

Pasean por el oscuro parque; las flores gotean lluvia, hay nubes bajas, las hojas están amarillas. Katherine lleva de la mano a Edgar a través de las vastas extensiones de césped, fuera de la larga avenida: dos diminutas figuras que recorren un mar de color verde. Él no pregunta adónde van, pero oye cómo el barro se le pega a la suela de las botas y produce un desagradable ruido. El cielo está gris y cargado, y no se ve el sol.

Ella lo guía hasta una pequeña pérgola, donde no se mojan, y él le aparta el cabello húmedo de la cara. Katherine tiene la nariz fría. Edgar recordará ese detalle.

El día deja paso a la noche, imperceptiblemente.

Y llega el 26 de noviembre de 1886.

Un coche se detiene en el Royal Albert Dock. Dos individuos con impecables uniformes del ejército se apean y les abren las puertas a un hombre y una mujer de mediana edad. La pareja baja con vacilación, como si fuera la primera vez que viaja en un vehículo militar: los escalones son más altos, y las ruedas son más anchas para que pueda circular por terrenos accidentados. Uno de los reclutas señala el barco; el hombre lo contempla y luego mira a la mujer. Se quedan de pie el uno junto al otro y él la besa con dulzura. Luego se da la vuelta y sigue a los soldados hacia la nave. Cada joven lleva un baúl, y el hombre, una bolsa pequeña.

No hay mucho bullicio; no estrellan botellas contra la proa: esa costumbre se reserva para los bautizos de viajes inaugurales y para los borrachos que duermen en el puerto, que de vez en cuando bajan al río a lavar sus cosas. De pie en la cubierta, los pasajeros dicen adiós con la mano a la multitud que se ha congregado en el muelle y que les devuelve el gesto.

Los motores empiezan a rugir.

La niebla se cierra como una cortina sobre el Támesis y borra los edificios, el embarcadero y a la gente que ha ido a despedir el barco de vapor. En medio de la corriente se vuelve más espesa, invade el buque e impide incluso que los viajeros se vean.

Lentamente, uno a uno, los pasajeros vuelven adentro, y Edgar Drake se queda solo. Se le empañan los cristales de las gafas; se las quita para secárselas en el chaleco. Intenta escudriñar la bruma, pero no logra distinguir la ribera. Detrás de él, la neblina engulle la chimenea del barco, y Edgar tiene la impresión de que está flotando en el vacío. Extiende un brazo y contempla los remolinos blancos que se enroscan alrededor de sus dedos formando corrientes de gotas diminutas.

Blanco. Como una hoja de papel, como el marfil sin tallar, todo es de color blanco cuando empieza la historia.