Edgar dobló la carta y siguió a Khin Myo. Ella no le dio más explicaciones; se limitó a dejarlo frente a la puerta del cuartel general, y luego bajó apresuradamente por el sendero.
El doctor estaba dentro, junto a la ventana, contemplando el campamento. Al oír a Edgar se dio la vuelta.
—Siéntese, señor Drake, por favor. —Señaló una silla, y él se sentó en el otro lado del amplio escritorio que habían utilizado para practicar la amputación—. Lamento molestarlo; parecía muy tranquilo allí abajo, junto al río. Usted se merece más que nadie un momento de reposo: anoche tocó de maravilla.
—Era una pieza técnica.
—Era mucho más que eso.
—¿Y el sawbwa? —preguntó Edgar—. Espero que él opinara igual que usted.
El mandatario se había marchado aquella mañana, majestuoso en un trono montado sobre un elefante, mientras los destellos de sus lentejuelas se perdían en la espesura de la selva. Lo escoltaban dos jinetes que iban a ambos lados del animal y cuyos ponis llevaban la cola teñida de rojo.
—Estaba encantado. Quería oírlo tocar otra vez, pero yo insistí en que ya encontraríamos otra ocasión.
—¿Consiguió el tratado que quería?
—No lo sé. Todavía no se lo he propuesto. Con los príncipes no conviene ser demasiado directo. Me limité a explicarle cuál era nuestra situación y a no pedirle nada; comimos juntos y usted tocó para nosotros. La… «consumación», por llamarla así, de nuestro cortejo está supeditada a la aprobación de otros gobernantes. Pero con el apoyo de éste mejoran nuestras posibilidades. —Se inclinó hacia delante y añadió—: Lo he hecho venir a mi oficina para solicitar su ayuda una vez más.
—No, doctor, no puedo volver a tocar.
—No, señor Drake, esta vez no tiene nada que ver con los pianos, sino con la guerra, pese a mi empeño en unir las dos cosas. Mañana por la noche se celebrará una reunión de príncipes shan en Mongpu, al norte de aquí. Quiero que usted venga conmigo.
—¿En calidad de qué?
—De acompañante, sin más. Es un viaje de un día, y el encuentro no durará más de un día o una noche, dependiendo de cuándo empiece. Iremos a caballo. Debería venir usted, aunque sólo fuera por el trayecto: tendrá ocasión de contemplar uno de los paisajes más bonitos del estado de Shan. —Edgar fue a decir algo, pero el doctor no le dio ocasión para rechazarlo—. Saldremos esta tarde —dijo.
Ya fuera, Edgar se dio cuenta de que Carroll no lo había invitado a salir del fuerte desde su excursión al barranco que cantaba.
Pasó el resto de la mañana junto al río, reflexionando, molesto por lo inesperado del viaje y preocupado por el apremio que había detectado en la voz del doctor. Pensó en Khin Myo y en el paseo que había dado con ella bajo la lluvia. «Quizá no quiera dejarnos solos —pensó, pero descartó rápidamente esa idea—. No, tiene que ser otra cosa; yo no he hecho nada malo, nada indebido».
El cielo se nubló. En el Saluén las mujeres golpeaban las piedras con la ropa.
* * *
Salieron a primera hora de la tarde. Por primera vez desde la llegada de Edgar, el doctor se había puesto una chaqueta de patrulla azul, con galones negros y una insignia de oro. El atuendo le daba un aspecto regio e imponente; llevaba el cabello peinado y engominado. Khin Myo salió a despedirse, y Edgar la observó con atención mientras hablaba con el doctor, en una mezcla de birmano e inglés. Carroll la escuchó; luego sacó la lata de sardinas del bolsillo y eligió un cigarro. Cuando la joven se volvió hacia Edgar no le sonrió, sino que se limitó a mirarlo como si no lo viera. Los ponis estaban lavados y peinados, pero les habían quitado las flores de la crin.
Salieron del campamento seguidos de Nok Lek y cuatro jinetes shan más. Todos iban armados con rifles. Edgar se preguntó para qué necesitaban tantos hombres, pero no hizo ningún comentario. Subieron por el camino principal hacia la cresta, y luego torcieron en dirección norte. Hacía un bonito día, fresco, con reminiscencias de lluvia. El doctor llevaba el casco en la silla de montar y fumaba con aire meditabundo.
Edgar iba pensando en la carta que le había escrito a Katherine y que se había quedado doblada en el fondo de su baúl.
—Está usted más callado que de costumbre, señor Drake —observó Carroll.
—Un poco ensimismado, es cierto. Esta mañana le he escrito a mi mujer por primera vez desde que llegué: sobre el concierto, el piano…
Siguieron cabalgando.
—Es curioso —dijo el doctor tras una pausa.
—¿El qué?
—El amor que siente usted por el Erard. Es el primer inglés que no me ha preguntado para qué quiero un piano en Mae Lwin.
Edgar se volvió.
—Para mí eso nunca ha sido un misterio. No se me ocurre ningún otro, sitio mejor para él. No —agregó—, lo que no entiendo es qué hago yo aquí.
El doctor lo miró de reojo.
—Y yo que creía que el piano y usted eran inseparables… —Rió abiertamente.
Edgar rió también.
—No, no… Es posible que a veces lo parezca, pero ahora hablo en serio. Hace semanas que terminé mi trabajo. ¿No debería haberme marchado ya?
—Creo que sólo usted puede responder a eso. —Sacudió la ceniza de la punta de su cigarro—. Yo nunca lo he retenido.
—No —insistió Edgar—. Pero tampoco me ha animado a irme. Yo esperaba que me pedirían que me fuese en cuanto hubiera afinado el piano. Recuerde que aquí soy «un riesgo» para ustedes; usted mismo lo dijo.
—Me gusta su compañía, señor Drake. Vale la pena el peligro.
—¿Mi compañía? ¡Vamos! Me halaga usted, doctor Carroll, pero, con franqueza, tiene que haber algo más. ¿Y para qué me quiere? ¿Para hablar de música? Creo que sólo sirvo para eso. Además, hay otras personas que saben más del tema que yo; en la India, en Calcuta, incluso en Birmania. Y si sólo busca conversación, hay muchos naturalistas, antropólogos… ¿Por qué iba a interesarle que yo permaneciera aquí? Podrían venir otros…
—Y han venido.
Edgar se volvió para mirarlo.
—¿Se refiere a invitados?
—Verá, señor Drake, llevo doce años aquí. Me han visitado otros: naturalistas y antropólogos, como usted dice. Venían y se quedaban un tiempo, pero nunca demasiado, sólo el suficiente para recoger muestras o hacer dibujos, y contradecir cualquier teoría que no encajara con sus opiniones sobre la biología, la cultura y la historia del estado de Shan. Y luego regresaban a su país.
—Me cuesta creerlo. Esto es tan maravilloso…
—Creo que se está respondiendo usted solo, señor Drake.
Se pararon en lo alto de una cuesta para ver cómo una bandada de pájaros emprendía el vuelo.
—En Rangún hay un afinador —dijo Carroll cuando se pusieron de nuevo en marcha—. Yo ya lo sabía mucho antes de reclamar que lo trajeran a usted aquí. Es un misionero; el ejército no sabe que arregla pianos, pero yo lo conocí hace mucho tiempo. Habría acudido a Mae Lwin si yo se lo hubiera pedido.
—Supongo que así le habría ahorrado esfuerzos a mucha gente.
—Sí, tiene usted razón. Y él habría venido y no habría estado más tiempo del estrictamente necesario. Luego se habría vuelto a ir. Yo buscaba a alguien para quien esto fuera nuevo. No quiero engañarlo, desde luego: ésa no era mi principal intención cuando exigí que lo enviaran aquí. —Agitó el cigarro—. No, yo quería que mi piano lo afinara el mejor especialista en Erards de Londres, y sabía que esa solicitud obligaría al ejército a admitir hasta qué punto depende de mí, y que conoce mis métodos de trabajo: que mediante la música, igual que con la fuerza, se puede conseguir la paz. Pero también sabía que si alguien venía desde Inglaterra para satisfacer mi petición, sería una persona que creería en la música tanto como yo.
—¿Y si no hubiera venido? —preguntó Edgar—. Usted no me conocía, no podía estar seguro.
—Lo habría hecho otro, quizá el misionero de Rangún, o algún visitante. Y se habría marchado al cabo de unos días.
Siguieron cabalgando en silencio.
—¿Ha pensado alguna vez en regresar a Inglaterra? —preguntó Edgar.
—¿Quién, yo? Sí, desde luego. La recuerdo con agrado.
—¿En serio?
—Por supuesto. Es mi patria.
—Sin embargo, continúa aquí.
—Hay demasiadas cosas que me retienen en Birmania: proyectos, experimentos…; demasiados planes. Yo no me propuse vivir aquí. Al principio vine a trabajar; la posibilidad de algo más era muy remota. O quizá sea más sencillo que eso: tal vez no me marcho porque me da miedo entregarle el mando a otra persona. Mi sucesor no haría esto… de forma pacífica. —Hizo una pausa y se quitó el puro de la boca. Se quedó mirando el humo que salía por el extremo y agregó—: A veces tengo mis dudas.
—¿Sobre qué? ¿Sobre la guerra?
—No, creo que no me estoy expresando bien. No me cuestiono lo que he hecho aquí; sé que está bien. Hablo de lo que he dejado por esto. —Dio vueltas al cigarro entre los dedos—. Cuando lo oigo hablar de su esposa… Yo también estuve casado, y tuve una hija, una niña que sólo vivió un día. Los shan dicen que cuando uno muere es porque ya ha encontrado lo que buscaba, y porque merece un mundo mejor. Cuando oigo eso pienso en mi hija.
Edgar vio que el doctor se quedaba mirando a lo lejos.
—Lo siento —dijo—. El coronel me lo contó. Pero no me pareció oportuno preguntarle…
—No, es usted muy considerado… Pero le pido disculpas, señor Drake. Estos pensamientos son tristes y lejanos. —Se enderezó en la silla y prosiguió—: Además, usted desea saber por qué sigo aquí. Es muy difícil contestar. Quizá no sea verdad que no quiero abandonar el campamento; tal vez sólo continúo aquí porque no puedo marcharme.
—¿Qué quiere decir?
Carroll volvió a ponerse el cigarro en la boca.
—No lo sé exactamente. Una vez lo intenté. Poco después de empezar a trabajar en el hospital de Rangún, llegó otro comandante médico con su batallón; iba a quedarse allí un año y luego tenía previsto desplazarse hacia el interior. Hacía años que yo no iba a Inglaterra, y me plantearon la posibilidad de regresar a casa durante unos meses. Reservé un camarote en un vapor y fui desde Rangún hasta Calcuta, y allí tomé el tren hacia Bombay.
—Ésa es la misma ruta que hice yo.
—Entonces ya sabe lo asombrosa que es. Pues bien, ese viaje fue aún más sorprendente. Cuando estábamos a unos cuarenta y ocho kilómetros de Delhi, el tren se paró junto a una pequeña estación de suministros y vi una nube de polvo que se elevaba sobre el desierto. Era una caravana de jinetes, y cuando se aproximaron advertí que eran pastores rajastaníes. Las mujeres llevaban unos velos preciosos, de un rojo intenso que todavía brillaba pese al polvo que los cubría. Supongo que vieron el ferrocarril desde lejos y se acercaron a examinarlo por simple curiosidad. Iban de un lado a otro señalando las ruedas, la locomotora, a los pasajeros, y sin parar de hablar en una lengua que yo no entendía. Me quedé contemplándolos, admirado de tanto colorido; y sin dejar de pensar subí al vapor que debía llevarme hasta Inglaterra. Pero cuando el barco llegó a Adén, desembarqué y tomé el primer buque que encontré con destino a Bombay, y allí cogí el primer tren que salió hacia Calcuta. Una semana más tarde volvía a estar en mi puesto de Pegu. Todavía no sé bien por qué ver a aquellos pastores me hizo dar media vuelta. Pero la idea de regresar a las oscuras calles de Londres mientras aquellas imágenes seguían danzando en mi cabeza parecía imposible. Lo último que yo quería era convertirme en uno de esos penosos veteranos que aburren a todo el que se pone a tiro con inconexos relatos sobre lugares que nadie conoce. —Dio una honda calada—. Ya le he dicho que estoy traduciendo La Odisea, ¿verdad? Yo siempre la interpreto como un relato trágico sobre la lucha de su protagonista para buscar el camino de regreso a su casa. Cada vez entiendo mejor lo que escribieron sobre ella Dante y Tennyson: Odiseo no estaba perdido, sino que después de ver tantas maravillas no podía, o no quería, volver a su hogar.
—Eso me recuerda algo que oí una vez —comentó Edgar.
—Ah, ¿sí?
—Sí, no hace mucho. Tres meses, quizá, al salir de Inglaterra. Cuando atravesábamos el mar Rojo coincidí con un anciano árabe.
—¿El Hombre de Una Sola Historia?
—¿Sabe quién es?
—Por supuesto. Lo conocí hace mucho tiempo, en Aden. He oído a mucha gente hablar de él. Ningún militar deja escapar un buen relato de guerra.
—¿De guerra?
—Llevo años oyendo a los soldados explicar la misma historia. Casi podría repetirla palabra por palabra; las imágenes de Grecia son tan vividas… Y resulta que es real: su hermano y él eran sólo unos niños cuando los otomanos mataron a su familia; y trabajaron de espías durante la guerra de la Independencia. Una vez me encontré con un viejo veterano que me aseguró que había oído hablar de ellos y de su valor. Todo el mundo quiere escuchar esa narración. Creen que es un buen augurio, que así tendrán suerte en la batalla.
Edgar se quedó mirando fijamente al doctor.
—¿Grecia…?
—¿Cómo dice?
—¿Está usted seguro de que era sobre la guerra de la Independencia de Grecia?
—Claro que sí. ¿Por qué? ¿Le sorprende que todavía la recuerde después de tantos años?
—No, en absoluto… Yo también me acuerdo como si la hubiera oído ayer mismo; también me la sé casi de memoria.
—Entonces, ¿qué pasa?
—No, nada; supongo —respondió despacio—. Sólo pensaba en el relato. —Y se dijo: «¿Me contó uno diferente sólo a mí? Es imposible que yo solo me imaginara todo aquello».
Siguieron avanzando, y atravesaron un bosquecillo con largas y retorcidas vainas que tintineaban al sacudirse. El doctor dijo:
—Iba a decir usted algo. Que el Hombre de una Sola Historia le recordaba algo que yo había dicho.
—Ah… —Edgar estiró el brazo, cogió una hoja y la examinó—. No importa. Sólo es una historia, supongo.
—Sí, señor Drake. —Carroll miró al afinador de pianos con gesto burlón—. Como todo.
El sol ya estaba muy bajo cuando subieron a una pequeña colina y contemplaron un grupo de cabañas que se veía a lo lejos.
—Mongpu —anunció el doctor.
Se pararon junto a una capilla polvorienta. Edgar vio que Carroll desmontaba y dejaba una moneda en la base de una casita donde había un icono de un espíritu.
Iniciaron el descenso; los cascos de los ponis chapoteaban en el barro del camino. Oscurecía. Salieron los mosquitos, formando nubes que se fragmentaban y volvían a fusionarse como sombras danzarinas.
—Repugnantes criaturas —masculló el doctor pegando manotazos. El cigarro había quedado reducido a una colilla; sacó otra vez la lata de sardinas—. Le recomiendo que fume, señor Drake; es la única forma de ahuyentarlos.
Edgar recordó el ataque de malaria y aceptó la invitación. El doctor encendió un puro y se lo pasó. Tenía un sabor líquido, embriagador.
—Supongo que debería explicarle algo sobre la reunión —comentó Carroll mientras se ponían de nuevo en marcha—. Como ya sabe, desde la anexión de Mandalay ha habido una resistencia activa por parte de una coalición militar llamada Confederación Limbin.
—Hablamos de eso cuando nos visitó el sawbwa de Mongnai.
—Así es. Pero hay algo que no le he contado. En los dos últimos años he estado negociando en secreto con los sawbwas de la Confederación…
Edgar se quitó el cigarro de la boca con torpeza.
—Usted escribió que nadie se había reunido con…
—Ya sé lo que escribí, y lo que le conté a usted. Pero tenía mis motivos. Como ya debe de saber, mientras su barco surcaba el océano índico, el ejército británico estableció tropas en Hlaingdet bajo el mando del coronel Stedman: varias compañías del Regimiento Hampshire, una de gurkas, soldados del Cuerpo de Ingenieros de Bombay… Y con George Scott como gobernador, lo cual me hizo albergar esperanzas de que no se convertiría en una guerra abierta; Scott es un buen amigo mío, y no conozco a nadie más cuidadoso en las relaciones con los nativos. Sin embargo, desde el mes de enero nuestros soldados han tenido que combatir cerca de Yawnghwe. Ahora el gobernador cree que la única forma de controlar el estado de Shan es con la fuerza. Yo, en cambio, a raíz de las tentativas de acercamiento del sawbwa de Mongnai, opino que todavía podemos negociar la paz.
—¿Está el ejército al corriente de esta reunión?
—No, señor Drake. Y por eso necesito que lo entienda usted muy bien. El ejército se opondría a su celebración; no confía en los príncipes. Se lo diré claramente: estoy desobedeciendo las órdenes militares, y usted también. —Dejó que el afinador asimilara sus palabras y agregó—: Antes de que diga usted nada, quiero añadir otra cosa. También hemos hablado un poco de un dacoit shan llamado Twet Nga Lu, conocido como el Príncipe Bandido, que en una ocasión conquistó el estado de Mongnai, pero que después se retiró, y ahora se dedica a aterrorizar a los poblados dominados por el verdadero sawbwa de esa región. Dicen que muy pocos han llegado a verlo. Lo que no le han contado nunca es lo que no saben: yo me he reunido muchas veces con él.
Agitó la mano para ahuyentar una nube de mosquitos y continuó:
—Hace varios años, antes de la rebelión, a Twet Nga Lu lo mordió una serpiente cerca del Saluén. Un hermano suyo que a veces viene a comerciar a Mae Lwin sabía que nosotros sólo estábamos a unas horas río abajo. Me trajo al enfermo, y yo le administré una cataplasma de hierbas autóctonas que un curandero local me había enseñado a preparar. Cuando llegó estaba casi inconsciente, y al recobrar el conocimiento y ver mi cara pensó que lo habían capturado. Se puso tan furioso que su hermano tuvo que sujetarlo y aclararle que yo le había salvado la vida. Al final se tranquilizó; entonces se fijó en el microscopio y me preguntó qué era. Cuando intenté explicárselo no me creyó, así que tomé una muestra del agua de pantano que había estado examinando, la coloqué en el portaobjetos y lo invité a mirar. Al principio tuvo problemas con el instrumento (abría el ojo que tenía que cerrar, y esas cosas), y creo que estaba a punto de arrojarlo al suelo cuando la luz del sol, reflejada en el espejo inclinado, llegó a su retina y le mostró esas imágenes de diminutas criaturas que conocen todos los colegiales ingleses. La impresión que le causó no habría podido ser mayor. Retrocedió tambaleándose hasta su cama, murmurando que desde luego yo debía de tener poderes mágicos para encontrar aquellos monstruos en el agua estancada. Qué pasaría, exclamó, si se me ocurriera sacarlos de aquella máquina y liberarlos… Ja! Por lo visto ahora está convencido de que tengo una especie de visión mágica, que, según los shan, sólo proporcionan los más poderosos amuletos. Yo no pienso llevarle la contraria, por descontado. El caso es que desde aquel día ha vuelto a visitarme varias veces para que lo deje mirar por el microscopio. Es muy inteligente, y está aprendiendo inglés muy deprisa, como si supiera bien quién es su enemigo. Aunque todavía no puedo confiar del todo en él, ahora parece haber aceptado que yo, personalmente, no tengo ningún plan respecto a Kengtawng. En agosto del año pasado parecía cada vez más distraído, y me preguntó si yo podía hacer algo para bloquear la firma de un tratado con la Confederación Limbin. Luego desapareció durante tres meses. No volví a saber nada de él hasta que recibí un informe de los servicios de inteligencia de Mandalay sobre una ofensiva contra un fuerte que tenemos cerca del lago Inle.
—Y entonces atacó Mae Lwin —dijo Edgar—. Me lo dijeron en Mandalay.
Hubo una larga pausa.
—No, no fue él —dijo entonces Carroll; hablaba despacio, como ensimismado—. Yo estaba con Twet Nga Lu el día del asalto. Eso no lo saben en Mandalay. La gente del poblado dice que los atacantes eran karenni, otra tribu. No he informado de eso porque el ejército enviaría tropas, y es lo último que necesitamos aquí. Pero no fue Twet Nga Lu. —Adoptó un tono más ligero y prosiguió—: Le he hablado con sinceridad, y ahora necesito su ayuda. Pronto llegaremos a Mongpu. Será la primera vez, desde hace mucho tiempo, que el Príncipe Bandido se reúna con el sawbwa de Mongnai. Si no pueden conciliar sus diferencias, no dejarán de combatir hasta que muera uno de los dos, y nos veremos obligados a intervenir. En el Ministerio de Defensa mucha gente está deseando que haya una guerra, porque le aburre la paz que ha seguido a la anexión. Si hay alguna posibilidad de paz, la destruirán. Hasta que se haya firmado el tratado, nadie puede saber que estoy aquí.
—Nunca lo había oído hablar con tanta franqueza de la guerra —comentó Edgar.
—Ya lo sé. Pero tengo mis motivos. La Confederación Limbin cree que obedezco órdenes de mis superiores británicos. Si se enteran de que estoy solo no me temerán. De modo que hoy, si alguien lo pregunta, diremos que usted es el teniente coronel Daly, oficial civil de la Northern Shan Column, con base en Maymyo, representante del señor Hildebrand, comisario del estado de Shan.
—Pero el sawbwa de Mongnai me ha visto tocar.
—Él ya lo sabe y está dispuesto a guardar el secreto. Es a los otros a quienes tengo que convencer.
—Eso no me lo explicó antes de partir —dijo Edgar, que estaba cada vez más enojado.
—Si se lo hubiera dicho, usted no habría venido.
—Lo siento, doctor. No puedo hacerlo.
—Señor Drake…
—No, doctor. El señor Hildebrand es…
—Él nunca lo sabrá. Usted no tendrá que hacer ni decir nada.
—No puedo. Esto es sedicioso… Es…
—Señor Drake, pensaba que después de casi tres meses en Mae Lwin lo comprendería, y que podría ayudarme. Creí que usted no era como los demás.
—Doctor, una cosa es creer que un piano pueda contribuir a conseguir la paz y a firmar tratados con otros pueblos, y otra muy diferente es suplantar a otra persona y desobedecer a la reina. Existen normas y leyes…
—Señor Drake, su desacato empezó en el momento en que vino a Mae Lwin. Ahora se le considera desaparecido; quizá ya esté bajo sospecha.
—¿De qué…?
—¿De qué va a ser? Lleva mucho tiempo ilocalizable.
—Yo no tengo por qué participar en esta farsa. He de regresar a Mandalay cuanto antes. —Sujetó con fuerza las riendas.
—¿Desde aquí, señor Drake? Ahora no puede dar media vuelta. Y yo sé tan bien como usted que no quiere volver a la ciudad.
Edgar sacudió la cabeza con rabia.
—¿Por eso me reclamó desde Mae Lwin? ¿Porque necesitaba un inocente?
Había oscurecido, y se quedó mirando al doctor, cuya cara iluminaba el débil resplandor del cigarro.
—No, señor Drake, quise que viniera para afinar un piano. Pero las situaciones cambian. Al fin y al cabo estamos en guerra.
—Y yo me dirijo a la batalla desarmado.
—¿Desarmado? Nada de eso, señor Drake. No subestime mi importancia.
El poni de Edgar sacudía las orejas para ahuyentar los mosquitos que zumbaban alrededor de su cabeza, y eso era lo único que se oía. Le tembló la crin.
Se oyó un grito en el camino. Un hombre se acercó a caballo.
—¡Bo Naw, amigo mío! —exclamó Carroll.
El hombre inclinó la cabeza sin desmontar.
—Doctor, los príncipes ya han llegado con sus ejércitos. Sólo falta usted.
Carroll miró al afinador, que le sostuvo la mirada, y sus labios compusieron una tímida sonrisa. Edgar se enroscó las riendas en los dedos y no mudó la expresión.
El doctor tomó su casco, se lo puso y se ató la cinta sobre la barbilla, como un soldado. Se quitó el puro de la boca y lo lanzó al aire, donde describió una trayectoria dorada; luego silbó.
Edgar se quedó un momento esperando, solo. Luego suspiró hondo, cogió su cigarro y lo tiró al suelo.
Era casi de noche y bajaban galopando por un sendero que discurría entre unos afloramientos rocosos. A lo lejos Edgar vio el resplandor de unas antorchas. Atravesaron una barricada y distinguieron las siluetas de unos guardias armados. Al poco rato la vereda empezó a ascender, y se acercaron a un fuerte oculto entre los árboles.
Era bajo y alargado, y estaba rodeado por una empalizada de bambú. Junto a ella había varios elefantes atados. Unos vigilantes saludaron a los jinetes; éstos se detuvieron junto a la entrada, y un centinela salió a recibirlos. Observó a los recién llegados con desconfianza. Edgar miró hacia el interior del recinto. El camino que conducía hasta el edificio estaba flanqueado por dos hileras de hombres; la vacilante luz de las teas le permitió atisbar el resplandor de lanzas, alfanjes, rifles…
—¿Quiénes son? —preguntó en voz baja.
—Los ejércitos. Cada sawbwa ha traído a sus soldados.
A su lado, Bo Naw hablaba en shan. El guarda dio unos pasos hacia delante y cogió las riendas de sus ponis. Los ingleses desmontaron y entraron.
Cuando trasponían la muralla, Edgar percibió un movimiento de cuerpos, y por un instante creyó que habían caído en una trampa. Pero los hombres no se habían movido de donde estaban: sólo se habían inclinado hasta tocar el suelo con la frente, en señal de respeto hacia el doctor; sus espaldas relucían, cubiertas de sudor, y las armas tintineaban.
Carroll avanzó deprisa, y Edgar lo alcanzó al llegar a la puerta; todavía estaba perplejo. Mientras subía la escalera del fuerte, miró hacia atrás y volvió a contemplar a los guerreros, la poderosa empalizada y, más allá, la selva. Se oía el cricrí de los grillos, pero en la mente del afinador sólo resonaba una palabra. El centinela no se había dirigido a Carroll llamándolo «doctor», ni «comandante», sino «Bo», un término que, como él sabía, estaba reservado a los jefes guerreros. Anthony Carroll se quitó el casco y se lo puso bajo el brazo. Pasaron dentro.
Se quedaron allí plantados unos instantes, escudriñando la oscuridad, hasta que unas formas se movieron lentamente y salieron de la zona de penumbra. Había varios príncipes sentados en semicírculo, ataviados con los ropajes más lujosos que Edgar había visto en Birmania, trajes cubiertos de joyas que se parecían a los de las marionetas del yôkthe pwè: chaquetas revestidas de lentejuelas, con alas repletas de brocados en los hombros, y coronas con forma de pagoda. Cuando entraron los ingleses, los hombres enmudecieron. Carroll guió a Edgar alrededor del círculo hasta dos cojines vacíos, en el otro extremo de la sala. Detrás de cada dirigente había otros individuos de pie en las sombras, a los que las pequeñas llamas de las velas apenas alcanzaban a iluminar.
Se sentaron, y el silencio se prolongó; hasta que uno de los sawbwas, un anciano con un bigote muy bien peinado, habló largamente. Cuando terminó, contestó Carroll. Hubo un momento en que señaló al afinador de pianos, que distinguió las palabras «Daly, teniente coronel, Hildebrand», pero no entendió nada más.
Cuando Carroll finalizó su introducción, otro mandatario tomó la palabra. El doctor miró a Edgar:
—No se preocupe, teniente coronel. Es usted bien recibido.
Empezó la reunión, y la noche se convirtió en un vago recuerdo de túnicas cubiertas de joyas, luz de velas y un canto de extrañas lenguas. Al poco rato Edgar notó que se adormilaba, y la escena se impregnó de la calidad de las ensoñaciones. «Un sueño dentro de otro —se dijo. Se le caían los párpados—. Quizá haya estado soñando desde Adén». Le pareció que los príncipes flotaban a su alrededor, pues los candelabros, unos recipientes cóncavos, impedían que la luz alumbrara el suelo. Carroll sólo se dirigía a él de vez en cuando, aprovechando las pausas de la conversación.
—Ese que habla ahora es Chao Weng, el sawbwa de Lawksawk; a su lado está Chao Khun Kyi, de Mongnai, al que ya debe de haber reconocido. Aquél es Chao Kawng Tai, de Kengtung, que ha recorrido una larga distancia para venir. Junto a él está Chao Khun Ti, de Mongpawn. Y el que está a su lado es Twet Nga Lu.
—¿Twet Nga Lu? —preguntó Edgar.
Pero Carroll había vuelto a la discusión, y tuvo que contentarse con observar, incrédulo, al hombre del que tanto había oído hablar desde el viaje en el vapor; un hombre que no existía, según muchos, que había logrado escapar de numerosas incursiones británicas, que era, quizá, una de las últimas figuras que se interponían entre Gran Bretaña y la consolidación del Imperio. Edgar se quedó mirando al caudillo shan. Tenía algo que le resultaba familiar, pero que no conseguía identificar. Era bajito, y tenía el rostro redondeado, incluso bajo aquella tenue luz que endurecía las facciones. No pudo ver ninguno de sus tatuajes ni de sus talismanes, y se fijó en que, aunque hablaba poco, cuando lo hacía los demás se apresuraban a callar, y en que su voz denotaba una inquietante seguridad; su media sonrisa se proyectaba en la atmósfera cargada de humo como una amenaza. Entonces comprendió por qué le había parecido reconocer aquel aplomo, aquel aire escurridizo: había visto la misma expresión en Anthony Carroll.
En su sueño de los príncipes shan entró un nuevo personaje: un hombre al que Edgar creía conocer, pero que parecía tan inescrutable como aquellos sawbwas enjoyados que estaban ante él; que hablaba un idioma desconocido, y que inspiraba el mismo respeto y temor que los gobernantes de aquellas tribus. Se volvió y miró al doctor, al hombre que tocaba el piano, recogía flores y leía a Hornero, pero sólo oyó una lengua compuesta de tonos extraños, de palabras que ni siquiera alguien que controlaba a la perfección la complejidad de las notas musicales podía entender. Y hubo un breve y aterrador instante, cuando las velas vacilaron y cubrieron de sombras el rostro del doctor, en que Edgar creyó ver los altos pómulos, la larga frente y la intensidad de la mirada y del habla que, según los otros pueblos, eran propios de los shan.
Pero aquella impresión sólo duró un instante, y desapareció tan deprisa como había llegado. Anthony Carroll seguía siendo Anthony Carroll; volvió la cabeza y sus ojos emitieron un destello.
—¿Todo bien, amigo? ¿Cree que aguantará?
Era tarde, y la sesión duraría varias horas.
—Sí, todo bien —contestó Edgar—. Resistiré.
El debate se prolongó hasta el amanecer, cuando la luz del sol empezó a filtrarse, por fin, a través de las vigas del techo. Edgar no estaba seguro de si se había quedado dormido cuando oyó moverse algo a su alrededor y uno de los príncipes shan, y luego otro, se levantaron y abandonaron la sala, después de despedirse de los ingleses con una inclinación. Cuando se alzaron los otros, hubo más formalidades, y Edgar se fijó en lo chillones que resultaban aquellos ropajes a la luz del día; su extravagancia superaba la pompa y la solemnidad de los que los vestían. Finalmente ellos también se pusieron en pie y siguieron a los mandatarios. En la puerta Edgar oyó una voz a sus espaldas, y al volverse se encontró cara a cara con Twet Nga Lu.
—Sé quién es usted, señor Drake —le dijo en un inglés pausado; y sus labios dibujaron una sonrisa.
Pronunció algo en shan y levantó las manos. Edgar dio un paso atrás, asustado, y el Príncipe Bandido, riendo, puso las palmas hacia abajo y empezó a mover los dedos como un pianista.
Edgar se volvió para comprobar si Carroll lo había visto, pero el doctor estaba hablando con otro sawbwa. Al pasar Twet Nga Lu, Carroll se volvió, y ambos se miraron fijamente. Fue un breve contacto, después del cual el caudillo salió de la habitación; fuera lo esperaba un grupo de guerreros shan que formó detrás de él.
Por el camino de regreso a Mae Lwin no hablaron mucho. El doctor escrutaba la neblina que cubría el sendero. Edgar estaba agotado y aturdido. Quería preguntar muchas cosas sobre la reunión, pero Carroll parecía abstraído. Hubo un momento en que se paró y señaló un grupo de flores rojas que había al borde de la carretera, pero durante el resto del viaje permaneció callado. El cielo estaba nublado; el viento arreciaba y azotaba los solitarios peñascos y la desprotegida senda. Cuando por fin ascendían la colina detrás de la cual estaba Mae Lwin, Carroll le dijo al afinador de pianos:
—No me ha preguntado qué ha pasado en el encuentro.
—Lo siento —se disculpó Edgar—. Es que estoy un poco cansado.
Anthony Carroll volvió a mirar hacia delante.
—Anoche recibí una rendición condicional de la Confederación Limbin y de Twet Nga Lu. Prometen poner fin a su resistencia al dominio británico en el plazo de un mes, a cambio de la garantía de autonomía limitada por parte de Su Majestad. La sublevación ha terminado.