17

Edgar estaba sentado en el balcón viendo pasar las espumosas aguas del Saluén cuando oyó ruido de cascos. Eran tres jinetes: el doctor Carroll, seguido de Nok Lek y un hombre al que no reconoció.

Un grupo de niños ayudó a desmontar a los recién llegados. Pese a estar lejos, Edgar vio que los tres estaban empapados. El doctor se quitó el casco y se lo puso debajo del brazo. Miró hacia arriba y vio al afinador frente a su habitación.

—Buenos días, señor Drake —gritó—. Venga, por favor. Quiero presentarle a una persona.

Edgar se levantó y bajó al claro. Cuando llegó, los niños ya se habían ido con los ponis y Carroll se estaba quitando los guantes. Llevaba una chaqueta de montar y unas polainas salpicadas de barro. Entre los labios tenía un cigarro, mojado pero encendido. Parecía muy cansado.

—Veo que ha sobrevivido sin mí.

—Sí, doctor, gracias. Ha llegado la lluvia. He trabajado un poco más en el piano; creo que ya puedo decir que está afinado.

—Excelente, señor Drake, excelente. Eso es justo lo que esperaba oír, y enseguida le explicaré por qué. Pero antes permítame presentarle a Yawng Shwe. —Miró a su acompañante, que se inclinó un poco antes de tenderle la mano a Edgar. Éste se la estrechó—. Como verá, conoce bien nuestras costumbres —comentó refiriéndose al visitante.

—Encantado de conocerlo, señor —dijo Edgar.

—No habla inglés; sólo da la mano —repuso Carroll con ironía—. Es un emisario del sawbwa de Mongnai. Seguro que ha oído hablar de ese territorio; está en el norte. Su gobernante siempre ha sido uno de los más poderosos de los estados que hay más allá del Saluén. Hemos venido a toda prisa porque mañana el príncipe visitará Mae Lwin, y yo lo he invitado a alojarse en el campamento. Es la primera vez que viene. —Se interrumpió un momento, se apartó el cabello mojado de la cara y añadió—: Vamos a buscar algo para beber antes de seguir hablando. Estamos muertos de sed después de toda una noche cabalgando; a pesar de la lluvia.

Se dirigieron los cuatro hacia el cuartel general. Carroll, que iba al lado de Edgar, dijo:

—Me alegro mucho de que el piano esté listo. Parece que lo vamos a necesitar antes de lo que creía.

—¿Cómo dice?

—Me gustaría que tocara usted para el sawbwa, señor Drake. —Vio que Edgar quería decir algo, pero se adelantó—: Ya se lo explicaré mejor más tarde. Él es un excelente músico, y le he hablado mucho del Erard.

Edgar se paró y dijo:

—Yo no soy pianista, doctor. Ya se lo he dicho muchas veces.

—Tonterías, señor Drake. Lo he oído tocar mientras afinaba. Quizá no esté preparado para una sala de conciertos de Londres, pero le sobra talento para la selva de Birmania. Además, no nos queda otro remedio. Le he contado al príncipe que había venido usted especialmente para él; y yo tengo que sentarme con mi huésped para explicarle la música. —Le puso una mano en el hombro y lo miró a los ojos—. Hay mucho en juego, señor Drake.

Edgar volvió a negar con la cabeza, pero Carroll no lo dejó hablar.

—Ahora, si no le importa, voy a ocuparme de que nuestro invitado se ponga cómodo. Iré a verlo más tarde a su habitación.

Le gritó algo en shan a un muchacho que estaba junto a la puerta del cuartel general. El emisario rió y ambos entraron juntos.

Edgar regresó a su cuarto y se quedó esperando al doctor. Iba de un lado a otro, nervioso, pensando: «Esto es ridículo; yo no tengo por qué participar en sus juegos, no he venido para esto. Ya se lo he explicado muchas veces: yo no toco el piano. Es igual que Katherine, no lo entiende».

Pasó una hora, quizá dos, aunque no estaba seguro, y ni siquiera podía satisfacer su costumbre de consultar el reloj estropeado, porque se lo había quitado y lo había dejado en una de sus bolsas, pues ya no había ninguna necesidad de conservar las apariencias.

Otra hora. Poco a poco su nerviosismo se fue reduciendo. «Quizá haya cambiado de opinión. Seguro que se lo ha pensado bien y se ha dado cuenta de que es una idea absurda, de que no estoy preparado para una actuación así». Siguió aguardando, cada vez más convencido de que era eso lo que había pasado. Salió al balcón, pero sólo vio a las mujeres que había en el río.

Al final oyó pasos en la escalera. Era uno de los sirvientes.

—El doctor Carroll le envía esto —dijo el chico; le entregó una nota e inclinó la cabeza.

Edgar abrió la carta, escrita en papel shan, como todas las que había visto, pero la letra no estaba tan pulida.

Señor Drake:

Le pido disculpas por no haber ido a verlo como le había prometido. El emisario exige más atenciones de las que yo esperaba, y por desgracia no voy a poder hablar con usted del concierto. Lo único que pretendo es esto: como usted sabe, el sawbwa de Mongnai es uno de los líderes de la Confederación Limbin, con la que el ejército británico, dirigido por el coronel Stedman, lleva dos meses en guerra. Quiero proponerle un tratado preliminar aprovechando su visita a Mae Lwin, y, lo que es más importante, sugerirle que organice un encuentro con la Confederación. A usted sólo le pido que elija y toque algo que inspire al príncipe sentimientos de amistad, para que se convenza de las buenas intenciones de nuestras propuestas. Confío plenamente en su capacidad para escoger e interpretar una pieza apropiada para semejante ocasión.

A. C.

Edgar levantó la cabeza, dispuesto a protestar, pero el chico ya se había marchado. Miró hacia el campamento, pero estaba vacío. Maldijo en voz alta.

Pasó la noche junto al piano, sentado en el banco, meditando, iniciando piezas y deteniéndose. «No, esto no lo puedo tocar», se decía; cavilaba, volvía a empezar. Pensaba en lo que podía interpretar, pero también se preguntaba qué significaba aquella visita, quién era el sawbwa y qué pretendía conseguir el doctor con la música y la reunión. Paró al amanecer; apoyó la cabeza en el teclado y se durmió.

Edgar se despertó por la tarde con la impresión de que se había quedado dormido en su taller de Inglaterra. Mientras volvía a su habitación lo sorprendió ver lo mucho que se había transformado el campamento durante la noche. Habían barrido del sendero los residuos que habían depositado en él las lluvias, y lo habían cubierto con maderas nuevas. Había banderines colgados entre las casas, que la brisa agitaba bajo la luz del atardecer. El único indicio de la presencia británica era la bandera que ondeaba frente al cuartel general, convertido ahora en comedor. Curiosamente, parecía fuera de lugar; Edgar nunca la había visto hasta entonces, lo cual, pensándolo bien, era bastante extraño pues, al fin y al cabo, aquello era un fuerte británico.

Entró en su dormitorio y esperó a que se hiciera de noche; entonces un muchacho llamó a su puerta. Edgar se lavó y se vistió, y el chico lo guió por la escalera hasta el cuartel general, donde un vigilante le ordenó que se quitara los zapatos antes de pasar. Una vez dentro, vio que habían retirado las mesas y las sillas, y que habían puesto cojines en el suelo, ante unas mesitas de mimbre. La sala estaba en silencio; el sawbwa y su comitiva todavía no habían llegado. Condujeron a Edgar hasta el fondo, donde estaban sentados Carroll y Khin Myo. El doctor vestía el atuendo shan: una chaqueta de algodón blanco de corte elegante y un paso de tela morada iridiscente. Aquella ropa le favorecía, y Edgar se acordó del día de su llegada, cuando lo vio de pie junto al río, vestido como sus hombres. Desde entonces, sólo lo había visto con indumentaria europea o con uniforme militar.

Entre Carroll y Khin Myo había un cojín vacío. El doctor mantenía una conversación con un anciano shan que estaba a su izquierda, y le hizo señas a Edgar para que se sentara. La joven hablaba con un muchacho que estaba en cuclillas a su lado, y el afinador la observó en silencio. Llevaba una blusa de seda, y su cabello parecía aún más oscuro, como si acabara de bañarse; se lo sujetaba el mismo alfiler de teca que le había visto el día del paseo. Por fin, cuando el chico se hubo marchado, Khin Myo se inclinó hacia él y le susurró:

—¿Ya sabe qué va a tocar?

Edgar esbozó una sonrisa y contestó:

—Ya veremos.

Echó un vistazo a la estancia; parecía increíble que fuera la misma que utilizaban como consultorio y oficina. En todos los rincones había antorchas encendidas que llenaban el espacio de luz y del aroma del incienso. Habían cubierto las paredes con alfombras y pieles de animales. Alrededor de la habitación había varios sirvientes de pie; reconoció a algunos. Todos llevaban pantalones holgados de tela fina y camisa azul, y el turbante limpio e impecablemente enrollado.

Hubo un ruido en el exterior, y el silencio se adueñó de la sala. Entró un individuo corpulento con fastuosas vestiduras.

—¿Es él? —preguntó Edgar.

—No, espere. El sawbwa no es tan alto.

Cuando Khin Myo acababa de decir eso, apareció en el comedor un hombre bajito y regordete que lucía una extravagante túnica cubierta de lentejuelas. Los criados shan que estaban junto a la puerta se arrodillaron y tocaron el suelo con la frente en señal de respeto. Hasta Carroll hizo una pequeña reverencia, igual que Khin Myo; Edgar miró de reojo al doctor para imitarlo y se inclinó también hacia delante. El príncipe y su séquito cruzaron el salón hasta el cojín vacío que había al lado de Carroll. Todos iban vestidos con el mismo uniforme: camisas plisadas con fajín, y turbantes blancos en la cabeza; todos excepto uno, un monje que se quedó un poco apartado de la mesa. Edgar comprendió que rechazaba los alimentos porque no le estaba permitido comer después del mediodía. Algo en él le llamó la atención; se quedó mirándolo y se dio cuenta de que llevaba un tatuaje azul que le cubría por completo la cara y las manos. Un sirviente encendió una antorcha y la colocó en el centro de la estancia; entonces la piel azul del monje se destacó contra la túnica de color azafrán.

Carroll se dirigió a su huésped en shan, y, aunque no entendía sus palabras, Edgar percibió los murmullos de aprobación que recorrieron la sala. Lo sorprendió la jerarquía en la distribución de los asientos, pues él estaba muy cerca del sawbwa, más que los representantes del poblado, y más próximo a Carroll que Khin Myo. Los criados les llevaron vino de arroz fermentado en vasos de metal labrado, y cuando todos estuvieron servidos, el doctor levantó su copa y volvió a hablar en shan. Los comensales aplaudieron con entusiasmo, y el príncipe pareció especialmente complacido.

—A su salud —dijo Carroll en voz baja.

—¿Quién es el monje? —preguntó Edgar.

—Los shan lo llaman el Monje Azul; supongo que ya ha visto por qué. Es el consejero privado del sawbwa, que no da ni un paso sin él; así que cuando toque usted esta noche, hágalo también con la intención de ganarse su corazón.

Les sirvieron la comida, un banquete que no podía compararse con nada de lo que Edgar hubiera visto desde su llegada: platos y más platos de salsas, currys, fideos con caldo, caracoles de mar cocinados con brotes de bambú, calabaza frita con cebolla y pimientos, cerdo salteado con mango, carne de búfalo picada con berenjenas dulces, ensalada de pollo con menta… Comían mucho y hablaban poco. De vez en cuando el doctor le hacía algún comentario a su invitado, pero la mayor parte del tiempo estaban callados, y el príncipe gruñía de satisfacción. Por último, tras una infinidad de platos, de los que cualquiera habría podido rematar la cena, les sirvieron una bandeja de frutos de betel; los shan empezaron a masticarlos enérgicamente y a lanzarlos a las escupideras que ellos mismos habían llevado. Al final el sawbwa se recostó, se puso una mano en el estómago y le dijo algo al doctor. Carroll se volvió hacia el afinador.

—El príncipe está listo para escuchar nuestra música. Si quiere puede ir usted primero, para prepararse. Por favor, cuando se levante, haga una pequeña inclinación, y al salir mantenga la cabeza agachada.

Fuera el cielo se había despejado, y la luna y las antorchas iluminaban el camino. Edgar subió con un nudo en la garganta y los músculos agarrotados por los nervios. Frente al aposento del piano había un guardián, un muchacho shan al que reconoció porque lo había visto muchas mañanas en el Saluén. Lo saludó con la cabeza, y el joven hizo una profunda reverencia, un gesto innecesario, pues el afinador iba solo.

Con la luz de las teas, la habitación parecía mucho más espaciosa que antes. El piano estaba a un lado, y habían repartido cojines por el suelo. «Parece un salón de verdad», pensó Edgar. Al fondo, las ventanas con vistas al río estaban abiertas, y se veía el curso del Saluén. Se acercó al Erard. Ya habían retirado la manta con que lo tapaban, y se sentó en el banco. Sabía que no podía pulsar las teclas: no quería revelar qué canción iba a tocar, ni que los demás pensaran que había empezado sin ellos. Así que permaneció sentado, con los ojos cerrados, y pensó en cómo se moverían sus dedos y en cómo sonaría la música.

Al poco rato oyó voces y pasos en el camino. Entraron Carroll, el príncipe y el Monje Azul, y a continuación, Khin Myo y otros. Edgar Drake se levantó e hizo una reverencia amplia, como los birmanos, como un concertista; pues en ese aspecto los pianistas tenían más cosas en común con las culturas del este que con las del oeste, que preferían saludar tomando la mano del visitante. Permaneció de pie hasta que los invitados se acomodaron en los cojines y luego se sentó en el taburete. Pensaba empezar sin realizar ninguna introducción, sin palabras. El nombre del compositor no le diría nada al sawbwa de Mongnai. Y Carroll ya conocía la pieza; él podía explicarle a su invitado qué significaba, o lo que le interesara que significase.

Empezó tocando el preludio y fuga en do sostenido menor, la cuarta pieza de El clave bien temperado de Bach. Era la obra por excelencia para un afinador, una exploración completa de las posibilidades del sonido del piano, y una serie que conocía muy bien debido a su profesión. Él siempre la había llamado «el legado para el arte de la afinación». Antes de la afinación temperada, el igualado del intervalo entre las notas, era imposible tocar todas las escalas con el mismo instrumento. Pero con las notas espaciadas por igual, las perspectivas eran infinitas.

Tocó el preludio; el sonido ascendía y descendía, y Edgar se mecía con la música. «Podría contarle tantas cosas al doctor sobre esta composición y sobre los motivos que me han llevado a elegirla… Podría explicarle que se ciñe a las estrictas normas del contrapunto, como todas las fugas; el tema no es sino una elaboración de una sencilla melodía, y se limita a seguir las pautas establecidas en las primeras líneas. Para mí eso significa que la belleza reside en el orden, en las reglas: él puede aplicar eso como quiera al terreno de las leyes y de la firma de tratados. Podría decirle que posee una melodía imponente; que en Inglaterra mucha gente la desprecia por considerarla demasiado matemática, y porque no tiene una tonada que se pueda recordar con facilidad ni tararear. Tal vez ya lo sepa. Pero si los shan no conocen nuestra música, así como a mí me han confundido sus ritmos, quizá al príncipe le desconcierten los nuestros. Por eso he escogido algo matemático: porque es universal. Todo el mundo sabe valorar la complejidad y el trance oculto en los diseños del sonido».

Había otras cosas que podría haber dicho; como por qué había empezado por el cuarto preludio y no por el primero: el cuarto es una canción de ambigüedad, y el primero, de logro, y es mejor emprender un cortejo con modestia. O que lo había seleccionado simplemente porque siempre se conmovía al oírlo. «Hay emoción en las notas; quizá sea menos accesible que otras piezas, pero tal vez por eso resulte mucho más intensa».

Comenzaba en tono grave, y a medida que iba adquiriendo complejidad entraban las voces de soprano; Edgar notó que todo su cuerpo se trasladaba hacia la derecha y que permanecía allí: un viaje por el teclado. «Soy como una de esas marionetas que vi en Mandalay, que se desplazaban por el escenario». Más seguro, siguió tocando y la canción se ralentizó; cuando acabó casi había olvidado que había gente observándolo. Levantó la cabeza y miró al sawbwa; éste le dijo algo al Monje Azul y luego le hizo una seña a Edgar para que continuara. Creyó ver que el doctor, sentado junto al príncipe, sonreía. Y volvió a empezar, primero en re mayor y luego en re menor, y así sucesivamente en todos los tonos, subiendo; cada melodía era una variación sobre su inicio, y la estructura cada vez ofrecía más posibilidades. Llegó hasta las tonalidades más remotas, como las llamaba su viejo maestro, y pensó en lo adecuada que era aquella palabra para interpretar aquel tema por la noche en medio de la selva. «Que nadie vuelva a decirme que Bach nunca salió de Alemania, porque no me lo creeré».

Tocó durante casi dos horas, hasta un punto donde, hacia la mitad de la pieza, hay un descanso, como una posada en una carretera solitaria, al final del preludio y fuga en si menor. Cuando sonó la última nota, sus dedos se pararon y reposaron sobre el teclado; Edgar se volvió y miró hacia el fondo de la habitación.