El doctor Carroll no regresó al día siguiente, como estaba planeado, ni al otro. El campamento parecía vacío y Edgar no vio a Nok Lek ni a Khin Myo. Le sorprendió no haberse acordado de ella hasta entonces, y también lo ensimismado que había estado con la emoción del piano. Sólo la había visto una vez en los pocos días que llevaba en Mae Lwin. Ella había pasado junto a él mientras estaba con el doctor; lo había saludado con cortesía y se había detenido un momento para susurrarle algo en birmano a Carroll. Khin Myo estaba cerca del doctor mientras hablaba, pero miró al afinador, que desvió enseguida la vista hacia el río. Intentaba descubrir algo especial entre ellos, una caricia o una sonrisa que los delatara; pero la joven se limitó a despedirse con la cabeza y siguió su camino.
Edgar pasó la mañana realizando pequeños ajustes en el Erard, reafinando algunas cuerdas, retocando zonas de la tabla armónica que no habían quedado cubiertas con suficiente resina… Pero se cansó pronto. El piano estaba bien afinado, aunque debía admitir que seguramente aquél no había sido su mejor trabajo, pues no tenía todas las herramientas necesarias; pero, dadas las circunstancias, no podía hacer mucho más.
A mediodía dejó el Erard y bajó al Saluén. Una suave brisa soplaba siguiendo el curso del río y refrescaba la ribera. El cielo estaba despejado y hacía calor. En la orilla había varios pescadores sobre unas rocas que se adentraban en el agua; lanzaban sus redes, se agachaban y esperaban. Edgar extendió una manta, se sentó a la sombra de un sauce y se quedó mirando a dos mujeres que lavaban ropa golpeándola contra una piedra. Sólo llevaban puesto el hta main, y se lo habían subido y atado alrededor del pecho, para cubrírselo. Edgar se preguntó si aquello sería una costumbre shan o una importación británica.
Se puso a divagar; sus pensamientos cruzaron el río, las montañas, y llegaron a Mandalay, y más allá. Pensó qué opinaría el ejército de su ausencia. «Quizá ni siquiera se hayan percatado, pues Khin Myo también se ha marchado, y el capitán Nash-Burnham está en Rangún. ¿Cuántos días hace que salí de Mandalay?». Confiaba en que no se hubieran puesto en contacto con Katherine, pues ella sí se preocuparía, y sólo pudo consolarse pensando que su esposa estaba muy lejos, y que las noticias viajaban muy despacio. Intentó calcular el tiempo que llevaba fuera de casa, pero se sorprendió al ver que ni siquiera estaba seguro de cuántos días había pasado en Mae Lwin. El trayecto a través de la meseta Shan parecía intemporal, un momento, un caleidoscopio de templos dorados, frondosa selva, ríos fangosos y ágiles ponis.
«Sin tiempo —pensó, y se imaginó el mundo exterior suspendido—. Es como si me hubiera marchado de Londres esta mañana. —Le gustó esa idea—. Tal vez sea así. De hecho se me paró el reloj en Rangún. En Inglaterra, Katherine aún no ha vuelto a casa después de despedirse de mí en el puerto. La cama todavía conserva el calor de nuestros cuerpos; quizá aún esté tibia cuando llegue. —Y siguió pensando—: Un día saldré del valle del Saluén, regresaré a Mandalay atravesando las montañas y veré otro espectáculo de yôkthe pwè; esta vez la historia será diferente, de regreso, y volveré a embarcar en el vapor, descenderé por el río, beberé ginebra con los soldados y yo también contaré mis relatos. La travesía será más rápida porque viajaremos con la corriente, y cuando llegue a Rangún visitaré de nuevo la pagoda Shwedagon y veré cómo ha crecido el niño de la mujer pintada con cúrcuma. Subiré a otro buque, y mis bolsas pesarán más porque irán llenas de regalos, collares de plata, telas bordadas e instrumentos musicales para una nueva colección, y en el barco me pasaré el día contemplando las mismas montañas que vi al venir, sólo que esta vez me apoyaré en la barandilla de estribor. Cruzaré otra vez la India en tren, el sol se elevará a nuestras espaldas y se pondrá delante de nosotros, y lo perseguiremos. Quizá en alguna estación oiga el final de la narración del poeta-wallah. En el mar Rojo encontraré a un hombre y le diré que he oído canciones, pero no la suya. El mar estará seco y la humedad desaparecerá de mi reloj en vapores invisibles; volverá a funcionar, y las agujas empezarán a girar. No será mucho más tarde de lo que era el día de mi partida».
Oyó pasos que entraban en su fantasía y se dio la vuelta. Khin Myo estaba plantada bajo el sauce.
—¿Puedo hacerle compañía? —le preguntó.
—Ma Khin Myo. Qué agradable sorpresa —dijo Edgar saliendo de su ensimismamiento—. Siéntese, por favor. —Le dejó un sitio en la manta. Cuando Khin Myo se sentó y se cubrió las piernas con el hta main, él agregó—: Esta mañana he pensado en usted; se había esfumado. Apenas la he visto desde que llegamos.
—He preferido dejarlo solo con el doctor. Sé que tiene usted trabajo.
—Sí, es cierto; he estado ocupado. Pero la echaba de menos. —Sus palabras sonaron un poco afectadas, así que añadió—: Disfruté mucho conversando con usted en Mandalay.
Quería decir algo más, pero de pronto se sintió abrumado por su presencia. Casi había olvidado lo atractiva que era. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido con una aguja de marfil. La brisa que se colaba entre las ramas del árbol agitaba suavemente su blusa. Más allá de la cenefa de los puños asomaban sus brazos, y tenía las manos entrelazadas sobre el hta main.
—Nok Lek me ha comentado que ha terminado usted —dijo Khin Myo.
—Sí, esta mañana. Aunque todavía queda algo de trabajo. El piano estaba en pésimas condiciones.
—Ya lo sé; el doctor Carroll me lo dijo. Creo que se siente culpable.
Edgar se fijó en que la joven ladeaba un poco la cabeza cuando bromeaba, una costumbre que también había visto en muchos indios, pero ahora le llamó la atención. Era un gesto muy sutil, como si se estuviera riendo de un chiste que no compartía, mucho más gracioso y profundo de lo que sugerían sus palabras.
—Sí, lo sé. Pero no debería. De hecho estoy muy contento: el piano sonará estupendamente.
—El doctor me comentó que parecía usted contento. —Khin Myo sonrió y lo miró—. ¿Sabe qué va a hacer ahora?
—¿Ahora?
—Ahora que ha acabado. ¿Volverá a Mandalay? —preguntó.
Edgar rompió a reír.
—¿Si regresaré? Pues sí, claro. Tengo que volver, tarde o temprano, aunque quizá espere un poco. Quiero asegurarme de que el piano no tiene más problemas. Y una vez comprobado todo, y tras un viaje tan largo, creo que me merezco oír cómo lo tocan. Pero después… no lo sé.
Se quedaron callados contemplando el río. Con el rabillo del ojo Edgar vio que de pronto Khin Myo bajaba la cabeza, como si se hubiera avergonzado de algún pensamiento, y pasaba un dedo por la irisada seda de su falda. La miró y dijo:
—¿Le pasa algo?
Ella levantó la vista y se sonrojó.
—Sí, pensaba en otra cosa. —Silencio otra vez, y de pronto añadió—: Usted es diferente.
Edgar tragó saliva. Ella había hablado en voz tan baja que no estaba seguro de si había oído su voz o el susurro de las ramas del sauce.
—¿Cómo dice?
—He pasado muchas horas con usted en Mandalay —explicó Khin Myo—, y también viniendo aquí. Los otros visitantes siempre me hablaban de sí mismos pasados unos minutos. Y, en cambio, de usted sólo sé que es inglés y que ha venido a afinar un piano. —Se puso a acariciar el dobladillo de su hta main. Edgar se preguntó si aquello sería una señal de nerviosismo, como cuando un británico manosea el ala de su sombrero—. Perdóneme si soy demasiado franca con usted, señor Drake —añadió al ver que él no contestaba—. No se ofenda, por favor.
—No, no me importa —repuso al fin. Pero no estaba seguro de cómo tenía que reaccionar. Aquello lo había sorprendido, pero aún más el que ella, que hasta entonces siempre se había mostrado muy reservada, se lo hubiera planteado—. No estoy acostumbrado a que me pregunten sobre mí. Y menos aún a que lo haga… —se interrumpió.
—¿Una mujer?
Edgar no dijo nada.
—No me molesta que haya pensado eso; usted no tiene la culpa. Sé la fama que tienen las orientales. He leído las revistas inglesas y los entiendo cuando hablan, no lo olvide. Sé lo que dice la gente; he visto cómo nos dibujan en sus periódicos.
Edgar notó que se ruborizaba.
—Tienen muy mal gusto.
—No todos. Muchos hacen bien su trabajo. Además…, prefiero que me retraten como una hermosa y joven bailarina a como una salvaje, que es como representan a nuestros hombres.
—Eso son estupideces —insistió él—. Yo no les haría mucho caso…
—No, a mí no me preocupa; pero sí que la gente venga aquí con una idea equivocada.
—Estoy seguro de que en cuanto llegan descubren que estaban en un error —repuso Edgar.
—Y si no, nos cambian para que encajemos con la imagen que tenían.
—Yo…
Se interrumpió, impresionado por las palabras de Khin Myo. Se quedó mirándola, meditabundo.
—Lo siento, señor Drake. No era mi intención ser tan dura.
—No, no pasa nada… —Asintió con la cabeza, pensativo—. No, si yo quiero hablar con usted, pero me cuesta un poco; es mi carácter. En Londres también soy así.
—No me importa. Lo que pasa es que a veces me siento sola aquí. Hablo un poco de shan, y muchos aldeanos saben algo de birmano, pero somos muy diferentes. La mayoría no ha salido nunca de su pueblo.
—Pero usted tiene al doctor… —Inmediatamente lamentó haber dicho aquello.
—Eso es algo que me habría gustado contarle en Mandalay; aunque sólo hubiera sido para que no tuviese que preguntármelo.
De pronto Edgar sintió el repentino e incomparable alivio que sobreviene cuando se confirma una sospecha.
—Se ausenta a menudo —comentó.
Khin Myo levantó la cabeza y lo miró, como si sus palabras la hubieran sorprendido.
—Es un hombre importante —dijo.
—¿Sabe usted adónde va?
—No. —Ladeó la cabeza—. Sólo sé que se marcha. No es asunto mío.
—Yo creo que sí. Acaba de confesarme que se siente sola.
Khin Myo lo miró fijamente.
—Eso no tiene nada que ver —se limitó a decir.
Su voz tenía un dejo de tristeza, y él esperó a que añadiera algo más. Pero permaneció callada.
—Lo siento —se disculpó Edgar—. No quería ser impertinente.
—No. —Khin Myo agachó la cabeza—. Me pregunta usted muchas cosas. En eso también es distinto. —Una ráfaga de viento sacudió los árboles—. Usted tiene mujer, señor Drake…
—Sí, así es —confirmó, y se alegró de no tener que seguir hablando del doctor—. Se llama Katherine.
—Es un nombre muy bonito —replicó ella con naturalidad.
—Sí… Sí, supongo que sí. Estoy tan acostumbrado a él que ya no pienso que lo sea. Cuando se conoce tan bien a otra persona, parece que dejara de tener nombre.
Khin Myo le sonrió.
—¿Le importa que le pregunte cuánto tiempo llevan casados?
—Dieciocho años. Nos conocimos cuando yo era aprendiz de afinador. Fui a reparar el piano de sus padres.
—Debe de ser muy guapa, ¿no? —comentó.
—¿Guapa? —A Edgar le sorprendió la inocencia con que Khin Myo lo había formulado—. Sí, ya lo creo, aunque ya no somos muy jóvenes. —Siguió hablando, con cierta torpeza, aunque sólo fuera para llenar el silencio—. Cuando la conocí, Katherine era guapísima, desde luego, o al menos eso me parecía a mí… Cuando hablo de ella la echo muchísimo de menos.
—Lo siento…
—No, no pasa nada. En cierto modo me encanta. Muchos hombres que llevan dieciocho años casados ya no están enamorados de sus esposas… —Se interrumpió y se quedó mirando el río—. Supongo que es verdad que soy diferente. Quizá tenga razón, aunque no sé si me refiero a lo mismo que usted… Adoro la música, los pianos, la mecánica del sonido, y mi trabajo. Reconozco que en eso soy poco común. Y soy callado, tengo la mala costumbre de soñar despierto… Pero no quiero aburrirla hablando de mí.
—Pues hablemos de otra cosa.
—En realidad no me importa. Lo que pasa es que me asombra que usted se interese por mí. A la mayoría de las mujeres no les gusta oír lo que acabo de contarle. A las inglesas les encantan los hombres que se alistan en el ejército o que escriben poesía, los que se hacen médicos, los que saben manejar armas… —Sonrió—. No sé si me explico. Yo nunca he hecho nada de todo eso. Ahora, en Inglaterra vivimos una época en la que lo que se valora son las hazañas, la cultura, las conquistas… Y yo afino pianos para que otros puedan componer o tocar. Creo que muchas mujeres me considerarían insulso. Pero Katherine no es así. Una vez le pregunté por qué me había elegido a mí, siendo como soy, y me contestó que cuando escuchaba música oía mi trabajo en ella… Un comentario tonto y romántico, quizá, y éramos tan jóvenes…
—No, no es tonto.
Se quedaron callados un momento. Luego Edgar dijo:
—Es extraño; acabo de conocerla y ya le estoy contando cosas que nunca he confiado ni a mis amigos más íntimos.
—Quizá sea precisamente porque acaba de conocerme.
—Sí, tal vez.
Silencio de nuevo.
—Sé muy poco de usted —dijo entonces Edgar, y las ramas del sauce susurraron.
—Mi historia es breve —dijo Khin Myo.
Tenía treinta y un años, había nacido en 1855 y era hija de un primo segundo del rey Mindon. Edgar se admiró al oírlo, pero ella se apresuró a añadir:
—No significa gran cosa. La familia real es tan extensa que, en realidad, lo único que implicaba mi parte de sangre real era que, cuando Thibaw subió al trono, corríamos peligro.
—No me estará diciendo que aprueba el dominio británico, ¿verdad?
—Soy muy afortunada —se limitó a decir.
Edgar insistió:
—En Inglaterra mucha gente cree que las colonias deberían tener su propio gobierno. Yo, en cierto modo, estoy de acuerdo con esa opinión. Los británicos hemos hecho cosas espantosas.
—Y también otras buenas.
—No me imaginaba que una mujer birmana pudiera decir eso —replicó Edgar.
—Creo que uno de los errores de los dominadores consiste en creer que pueden cambiar a los dominados.
Expresó esa idea despacio, como agua que se derramara y se extendiera alrededor de ellos. Edgar esperó a que Khin Myo dijera algo más al respecto; pero ella le explicó que su padre la había enviado a un pequeño colegio privado de Mandalay para la élite birmana, y que en su clase sólo había dos chicas. Tuvo muy buenas notas en Matemáticas y en Inglés, y cuando terminó los estudios, la contrataron para enseñar Lengua a alumnos que sólo tenían tres años menos que ella. Le encantaba el trabajo, y se hizo muy amiga de las otras maestras, entre las que había varias británicas. El director, un sargento del ejército que había perdido una pierna en una batalla, se fijó en el talento de la muchacha, y le propuso darle clases particulares después de la jornada laboral. Khin Myo hablaba de él como si narrara una historia con un final misterioso, pero Edgar no quiso indagar más de la cuenta. El hombre enfermó; de pronto se le había gangrenado la herida de la amputación. Ella dejó el trabajo para ocuparse de él, pero el sargento murió tras pasar varias semanas con fiebres muy altas. La joven quedó destrozada, pero, aun así, regresó a la escuela. El nuevo director también la invitó a ir a su despacho después de las clases, pero con otras intenciones, añadió Khin Myo bajando la mirada.
La despidieron dos semanas más tarde. El director desdeñado la acusó de robar libros y venderlos en el mercado. Ella no podía hacer gran cosa para rebatir aquella falsedad, y de hecho ni siquiera lo intentó. Dos de sus amigas habían regresado a Gran Bretaña con sus maridos, y a ella le horrorizaba pensar que aquel hombre pretendiera manosearla. El capitán Nash-Burnham, que había sido íntimo amigo del padre de Khin Myo, apareció en su casa dos días después de que la echaran. Nash-Burnham no hizo ningún comentario sobre lo sucedido, y ella entendió que no pudiera hablar en su defensa. Pero le ofreció trabajo de ama de llaves en las dependencias de los invitados del cuartel general. «Casi siempre están vacías —le explicó—, de modo que si quiere puede invitar a sus amigas, o incluso dar clases». La joven se mudó aquella misma semana, y unos días más tarde empezó a enseñar inglés en la mesita que había debajo de los papayos. Allí había pasado cuatro años.
—¿Y cómo conoció al doctor Carroll? —le preguntó Edgar.
—Un día llegó como huésped a Mandalay, igual que usted.
Pasaron el resto de la tarde en la ribera, bajo los sauces; Khin Myo habló sobre todo de Birmania, de las fiestas populares o de historias de su infancia. Edgar le hizo muchas preguntas. No volvieron a nombrar ni a Katherine ni al doctor.
Mientras estaban allí, varias familias shan pasaron de camino al río, donde iban a lavar, a pescar o a jugar en la orilla, y si se fijaron en la pareja no dijeron nada. «Es natural que tratemos con hospitalidad al invitado; el hombre silencioso que ha venido a arreglar el elefante que canta es tímido y camina con el porte de las personas inseguras. Nosotros también lo acompañaríamos para que se sienta cómodo, pero no sabemos inglés. Él no habla shan, pero lo intenta; dice som tae-tae kha cuando se cruza con nosotros, y kin waan cuando encuentra la comida sabrosa. Som tae-tae kha significa “gracias”. Alguien debería decírselo; todos sabemos que él piensa que significa “hola”. Juega con los niños, y eso no lo ha hecho ninguno de los blancos que ha venido; quizá sea porque no tiene hijos. Habla poco, y los astrólogos dicen que está buscando algo; lo saben por la posición de las estrellas el día de su llegada, y porque había tres enormes lagartos taukte en su cama, que señalaban hacia el este y gritaron dos veces; la mujer que le limpia la habitación lo recordaba y fue a preguntarles qué significaba aquello. Dicen que es de esos hombres que tienen sueños; pero que no se los cuenta a nadie».
Empezaba a anochecer, y Khin Myo anunció:
—Tengo que marcharme.
Sin embargo, no explicó por qué. Edgar le dio las gracias por la compañía.
—Ha sido una tarde maravillosa. Espero volver a verla.
—Yo también —repuso.
Él pensó: «No hay nada malo en esto». Se quedó en el río hasta que el aroma a canela y coco se hubo disipado.
Edgar se despertó en plena noche, tiritando. «Hace frío —se dijo—, debemos de estar en invierno»; y se tapó con otra manta. Luego se quedó dormido.
Volvió a despertarse, esta vez sudando. La cabeza le ardía. Cambió de posición y se incorporó. Se pasó la mano por la cara y vio que la tenía empapada de sudor. Le costaba respirar; se quitó las mantas, apartó la mosquitera y se levantó. Todo le daba vueltas. Fue al balcón y respiró hondo; sintió náuseas y vomitó. «Estoy enfermo, sin duda», pensó; pegó las rodillas al pecho y notó que con la brisa que llegaba del río, el sudor se secaba y la piel se le enfriaba. Se durmió de nuevo.
Se despertó al notar una mano en el hombro. El doctor se agachó a su lado, con el estetoscopio colgado del cuello.
—¿Está usted bien, señor Drake? ¿Qué hace aquí fuera?
Había poca luz; estaba amaneciendo. Edgar rodó sobre sí mismo y se tumbó boca arriba, gimiendo.
—La cabeza… —murmuró.
—¿Qué ha sucedido?
—No lo sé, he pasado una noche terrible. Tenía mucho frío y tiritaba. Me he tapado y al poco rato me he despertado sudando. —Carroll le tocó la frente—. ¿Qué puedo tener? —le preguntó.
—Malaria. No estoy seguro, pero lo parece. Tendré que tomarle una muestra de sangre. —Se volvió y le dijo algo en shan a un muchacho que estaba detrás de él—. Voy a darle sulfato de quinina; eso lo aliviará. —Parecía preocupado—. Venga. —Lo ayudó a levantarse y lo llevó hasta su cama—. Mire, las sábanas todavía están empapadas. Le ha dado fuerte. Vamos, túmbese.
El doctor se marchó. Edgar se quedó dormido. Un joven entró en la habitación y lo despertó. Le llevaba agua y unas pequeñas pastillas que él se tragó. Volvió a dormirse. Cuando abrió los ojos ya era entrada la tarde, y Carroll estaba a su lado.
—¿Cómo está?
—Mejor, creo. Tengo mucha sed.
El doctor asintió y le dio un poco de agua.
—Ése es el curso normal de la enfermedad: primero, los escalofríos, y después, la fiebre; entonces se empieza a sudar. Y en general, como en su caso, de repente se encuentra uno mucho mejor.
—¿Se repetirá?
—Eso depende. A veces sólo aparece cada dos días, y otras, cada tres. Pero en ocasiones se presenta más a menudo, o es mucho más irregular. La fiebre es terrible, ya lo sé: yo he tenido malaria muchísimas veces; a mí me hace delirar.
Edgar intentó incorporarse, pero se sentía muy débil.
—Siga durmiendo —le aconsejó el doctor.
Se durmió.
Despertó y volvía a ser de noche. La señorita Ma, la enfermera, descansaba en un catre cerca de la entrada. Edgar notó de nuevo una presión en el pecho. Hacía calor, no corría ni una gota de aire, y de pronto sintió la necesidad de salir. Apartó la mosquitera e intentó levantarse. Estaba debilitado, pero podía caminar; fue de puntillas hacia la puerta. Las nubes tapaban la luna y todo estaba muy oscuro. Respiró hondo varias veces, alzó los brazos y se estiró. «Me hace falta caminar», pensó, y descendió a tientas la escalera. El campamento parecía vacío. Iba descalzo, y el contacto del frío suelo le resultó agradable; bajó por el camino que conducía al río.
En la orilla corría la brisa; Edgar se sentó y respiró profundamente. El aire fresco le sentaba bien. El Saluén fluía en silencio. De pronto oyó un crujido y un débil grito. «Parece un niño», pensó; se levantó y fue tambaleándose por la playa hasta llegar a un caminito que discurría junto al río y se perdía entre las matas.
Se acercó a los arbustos, y el ruido se intensificó. Hacia el final del sendero vislumbró algo que se movía en la ribera, dio un par de pasos más y entonces los vio; se quedó un momento allí plantado, conmocionado. Había una pareja de jóvenes shan tumbados en la orilla. Él tenía el cabello recogido en lo alto de la cabeza, y la mujer lo llevaba suelto, y se extendía sobre la arena. Su hta main estaba mojado; se lo había levantado para cubrirse los pechos, y había dejado al descubierto unas tersas caderas salpicadas de agua y tierra. Estaba abrazada al joven, y le arañaba la espalda tatuada. Ambos se movían en silencio; lo único que se oía era el agua que les acariciaba los pies. La muchacha volvió a gemir, ahora más fuerte, y empezó a arquear la espalda; se quitó el hta main; la arena húmeda se desprendía de sus caderas. Edgar retrocedió con paso inseguro hacia los arbustos.
Volvió la fiebre, esta vez más intensa. Edgar tiritaba de pies a cabeza, apretaba las mandíbulas, se oprimía el pecho con los brazos, intentaba sujetarse los hombros, pero le temblaban demasiado las manos; sacudía la cama y la mosquitera. Al moverse se tambaleaba la jofaina que había sobre la mesa. La señorita Ma se despertó, fue junto a su lecho y lo tapó, pero él seguía teniendo frío. Intentó darle las gracias, pero no podía hablar. La palangana fue traqueteando hasta el borde de la mesita.
De pronto volvió a sentir calor, igual que la noche anterior. Apartó las mantas. Ya no se estremecía. El sudor le cubría la frente y le resbalaba hasta los ojos. Se arrancó la camisa, que estaba empapada; los delgados calzones de algodón se le pegaban a las piernas, y sintió la necesidad de quitárselos también, pero se contuvo: «Tengo que conservar la decencia», se dijo; le dolía todo el cuerpo, y se enjugó con las manos el sudor de la cara, del pecho, de los brazos… Se dio la vuelta; las sábanas estaban húmedas y calientes; intentó respirar y arrancó la mosquitera. Oyó pasos y vio cómo la señorita Ma mojaba un paño, levantaba la red y se lo aplicaba en la cabeza. Estaba frío; se lo frotó por el resto del cuerpo, y el calor se redujo un poco, pero volvió en cuanto ella retiró el paño. La joven intentaba aliviar la fiebre, pero ésta era cada vez más alta. Edgar perdió el conocimiento.
Ahora flota y se ve a sí mismo en la cama. El agua resbala por su piel, forma charcos, empieza a moverse; ya no es sudor, sino hormigas que salen de sus poros y pululan. Está cubierto de ellas. Vuelve a caer en su cuerpo y grita, intenta ahuyentarlas, pero caen sobre las sábanas y se convierten en diminutas llamas, y cuando las aparta a manotazos llegan más, surgen de su piel como de un hormiguero, ni despacio ni deprisa, pero sin parar, hasta cubrirlo por completo. Edgar grita y oye un frufrú junto a su lecho, donde ahora hay varias figuras; cree reconocerlas: el doctor y la señorita Ma, y alguien más que permanece de pie detrás de las otras dos. La habitación está oscura y roja, como un fuego. Edgar ve las caras, pero se difuminan y se disuelven, y las bocas se transforman en hocicos de perro, bocas que ríen, y quieren alcanzarlo con las patas, y cada vez que lo tocan él siente un intenso frío, y grita e intenta alejarlos. Uno de los perros se inclina sobre él y apoya el morro contra su mejilla; su aliento apesta a calor y a ratones, y sus ojos queman, claros como el cristal, y en ellos ve a una mujer, está sentada en la orilla de un río contemplando a un par de cuerpos, y él también los ve: los brazos marrones abrazados a la ancha espalda blanca, pálida y llena de arena, los rostros pegados y jadeando. Hay una barca; ella se monta y se aleja remando, y él trata de ponerse en pie, pero ahora lo sujetan aquellos brazos marrones y percibe algo escurridizo, siente calor y algo que lo refresca, y nota que el hocico le separa los labios, y que una áspera lengua se introduce en su boca. Intenta levantarse, pero los otros lo rodean, quiere forcejear, pero se derrumba, agotado. Se queda dormido.
Se despierta varias horas más tarde y nota una toalla húmeda y fresca en la cabeza. Khin Myo está sentada junto a su cama. Con una mano le sujeta el paño sobre la frente. Edgar le coge la otra mano. Ella no la aparta.
—Khin Myo… —dice él.
—Duerma, señor Drake.