El sol ya estaba alto y hacía calor, pese a la fresca brisa que ascendía del río. Edgar, todavía un tanto turbado, fue a su habitación para coger sus herramientas, y el doctor lo guió por un estrecho sendero hasta un pasillo que discurría entre los edificios y la ladera de la montaña. Le fastidiaba haberse tomado la broma de Carroll tan en serio, pero la perspectiva de ver el Erard lo animó enseguida. Desde su llegada a Mae Lwin se había preguntado dónde lo tendrían, y había atisbado en algunas estancias abiertas al caminar por el complejo. Se detuvieron frente a una puerta cerrada con un grueso candado metálico. Carroll se sacó una pequeña llave del bolsillo y la metió en la cerradura.
El cuarto estaba a oscuras. El doctor lo cruzó y fue hasta las ventanas para abrirlas; desde allí se veía todo el campamento y el río Saluén, marrón oscuro. El piano estaba cubierto con una manta del mismo material que Edgar había visto en la ropa de muchas mujeres, decorada con delgadas líneas multicolores. Carroll la retiró con un gesto triunfal.
—Aquí lo tiene, señor Drake.
El Erard apareció débilmente iluminado por la luz que entraba; la suave superficie de su cuerpo parecía casi líquida en contraste con las paredes de bambú.
Edgar se acercó y le puso una mano encima. Por un instante permaneció callado, mirándolo, y luego empezó a sacudir la cabeza.
—Es increíble —dijo—. De verdad…, estoy… aturdido… —Respiró hondo—. Supongo que hay una parte de mí que todavía no puede creerlo. Hace ya casi dos meses que me informaron de esto, pero creo que estoy tan sorprendido como si acabara de entrar en esta habitación y me lo hubiera encontrado… Lo siento, no creí que fuera a afectarme tanto. Es… es… precioso…
Se quedó frente al teclado. A veces se concentraba tanto en el diseño técnico de los pianos que olvidaba lo bonitos que eran. La mayor parte de los Erards construidos en aquel periodo estaban embellecidos con incrustaciones de madera, tenían las patas talladas y, a veces, incluso el panel frontal esculpido. Ése era más sencillo. La chapa era de caoba oscura, y las patas, curvadas y muy femeninas, estaban tan delicadamente trabajadas que casi resultaban lascivas; ahora entendía por qué en Inglaterra había quien insistía en que deberían cubrirlas. El frontis estaba ornamentado con una delgada y elegante línea de madreperla, que se enroscaba en los extremos y formaba dos ramilletes de flores. La caja era lisa, de un solo color, y su textura sólo se apreciaba donde se trababan las piezas del enchapado.
—Admiro su buen gusto, doctor —dijo al fin—. ¿Cómo se decidió por éste, en concreto? O por un Erard, de entrada.
—O por un piano.
Edgar chascó la lengua.
—Sí —admitió—, ya sé que sufro cierta deformación profesional, porque me parece lo más idóneo…
—Bueno, me conmueve su sentimiento. Veo que pensamos de forma parecida… Hay varias razones por las que elegí un piano: es bonito, imponente y despierta admiración. Se convierte en tema de largas discusiones entre los shan que conozco; dicen que es un honor escucharlo. Y es el más versátil de los instrumentos, algo que cualquiera sabe valorar. En cuanto al modelo, yo no pedí éste en especial; solicité un Erard, eso sí. Quizá mencioné la posibilidad de que fuera uno de mil ochocientos cuarenta, pues había oído decir que Liszt lo había tocado. Pero quien lo escogió fue el Ministerio de Defensa, o tal vez sólo tuve suerte y éste era el único que estaba a la venta. Estoy de acuerdo con usted en que es muy bonito. Me encantaría que me explicara algo acerca de sus aspectos técnicos.
—Sí, por supuesto… Pero ¿por dónde puedo empezar? No quiero aburrirlo.
—Le agradezco la humildad, señor Drake, pero estoy seguro de que no lo hará.
—De acuerdo, entonces… Pero si se cansa, haga el favor de interrumpirme. —Pasó la mano por la caja—. Este es un piano de gran cola Erard de mil ochocientos cuarenta, construido en el taller de Sébastien Erard en París, lo cual lo convierte en un ejemplar raro, pues la mayor parte de los que se encuentran en Inglaterra proceden del local de Londres. El chapado es de caoba. Tiene un mecanismo de doble escape, es el grupo de palancas que impulsan los macillos; está diseñado de modo que, después de golpear las cuerdas, el macillo pueda retroceder con facilidad, o «escapar». Es una innovación que introdujo Erard, pero ya la incorporan todos los pianos. El de los Erards es muy delgado, de ahí que los macillos se desajusten tanto. Las cabezas de éstos alternan el cuero y el fieltro, lo que dificulta mucho el trabajo respecto a los otros pianos, en los que sólo se usa fieltro. Sin haberlo examinado, ya me imagino que éste debe de estar terriblemente desafinado; no quiero ni pensar en lo que le habrá hecho la humedad.
»Hmmm… ¿Qué más quiere que le explique, doctor? Dos pedales, un una corda… Los apagadores llegan hasta la tecla del segundo si por encima de la octava media; eso es muy típico. En el Erard están situados debajo de las teclas y sujetos por un muelle, lo cual es poco habitual: en la mayor parte de los pianos se apoyan sobre las cuerdas. Ya lo sabré cuando mire en el interior, pero supongo que habrá barras de refuerzo entre el clavijero y el bastidor. Eso era bastante corriente en mil ochocientos cuarenta; servía para soportar la tensión de las cuerdas de acero, más fuertes, que se empleaban porque con ellas se conseguía un sonido más intenso. —Tocó el dibujo que había sobre el teclado—. Mire el panel: es de madreperla. —Levantó la cabeza y al ver el rostro de desconcierto de Carroll se echó a reír—. Discúlpeme, me estoy emocionando…
—Me alegra verlo tan contento. Tengo que confesar que temía que se enfadara usted.
—¿Enfadarme? Dios mío, ¿por qué?
—No lo sé, supongo que en parte me siento culpable del estado del Erard, por haberlo puesto en peligro trayéndolo aquí. Creí que un amante de los pianos podría molestarse por eso. No sé si se acuerda, pero pedí al Ministerio de Defensa que le entregara un sobre con instrucciones de que no lo abriera. —Hizo una pausa—. Ahora ya puede hacerlo. No es nada importante, sólo una descripción de cómo transporté el instrumento hasta Mae Lwin, pero no quería que la leyera hasta que viese que estaba a salvo.
—¿De eso trataba la carta? Sentía una gran curiosidad, desde luego. Creí que sería algo sobre los peligros que encontraría aquí, y que usted no quería que mi esposa leyera… Pero ¿una crónica del viaje del Erard? Quizá tenga razón, y debería enojarme; pero yo soy afinador: sólo hay una cosa que me guste más que los pianos, y es repararlos. De todos modos, el piano ya está aquí, y ahora que he llegado… —Se interrumpió y miró por la ventana—. Bueno, no se me ocurre ningún otro lugar más emocionante ni que merezca más la música de este instrumento. Además, las cuerdas pueden soportar condiciones increíbles, aunque tal vez no tan malas como las que han sufrido éstas, y desde luego no puedo decir lo mismo de las incrustaciones de madreperla. Lo que más me preocupa son el sol y la humedad, que pueden desafinarlo en pocos días. —Hizo una pausa—. Tengo que preguntarle una cosa, doctor. No he hablado de esto con usted, y tampoco he encontrado ninguna mención de ello en sus cartas: no sé si ha llegado a tocar el Erard, ni lo que ha conseguido con él.
—Ah, señor Drake. No lo hemos comentado porque no hay mucho que decir. Poco después de que el piano llegara hubo una celebración, una ocasión memorable, triste y alegre a la vez (ya lo leerá); el pueblo insistió, y yo accedí. Me hicieron tocar durante horas. Entonces me di cuenta de lo desafinado que estaba, por supuesto. Si algún shan también lo advirtió, fue muy educado y no lo dijo, aunque creo que el instrumento era demasiado extraño para ellos; lo que menos les preocupaba era si sonaba bien o no. Con todo, tengo grandes esperanzas depositadas en él. Debería haber visto usted las caras de los niños que vinieron a mirar.
—No lo ha vuelto a tocar.
—Un par de veces, pero está tan mal…
—Seguramente demasiado alto, si era su primer viaje a un país húmedo. Ahora debe de estar demasiado bajo, porque estamos en la estación seca.
—Entonces estaba altísimo, así que dejé de tocarlo. No lo podía soportar.
—Y, sin embargo, creyó que podría arreglarlo… —dijo Edgar, como si hablara solo.
—¿Cómo dice, señor Drake?
—Verá, alguien que entiende lo suficiente de pianos para elegir un Erard de mil ochocientos cuarenta debería saber que se desafinaría, sobre todo en la selva, y que necesitaría un profesional. Con todo, creyó que podría hacerlo usted mismo.
El doctor se quedó un rato callado y luego dijo:
—Eso es lo que le conté al ejército, pero hay otras razones. Estaba encantado de que hubieran aceptado mi demanda, y no me atreví a pedirles nada más. A veces mi entusiasmo sobrepasa mis capacidades. Había visto reparar algún piano, y pensé que primero podía intentar hacerlo solo; creí que, siendo cirujano, me resultaría fácil.
—No le tendré en cuenta lo que acaba de decir —repuso Edgar con simpatía—. Pero si quiere puedo enseñarle algunos conceptos fundamentales.
Carroll asintió.
—Por supuesto, pero no podemos entretenernos demasiado. Tengo cosas que hacer. Además, a mí me ha costado mucho acostumbrarme a que me observen cuando estoy en el consultorio. Supongo que aún ha de ser más difícil cuando se trata de trabajar con sonidos.
—Éstos son mis instrumentos. —Edgar abrió su bolsa y esparció las herramientas por el banco—. He traído un equipo básico: una llave para afinar, y destornilladores normales y corrientes; éste más delgado y el regulador de escape son para el mecanismo de percusión. Veamos…, ¿qué más? Alicates para aflojar las teclas y un espaciador de teclas, tenazas para curvar, dos hierros para doblar los apagadores, un gancho para ajustar los muelles, pinzas, el regulador del cabrestante especialmente fino que sólo se usa con los Erards (sin él es imposible graduar la altura de los macillos)… Como verá, no hay diapasón; tengo un oído excelente, así que no lo necesito. Hay cuñas para afinar forradas de cuero, y varios rollos de alambre de repuesto de diferente calibre. También hay otros utensilios; éstos son específicos para armonizar: un hierro, cola, y varios alfileres especiales, porque se doblan con facilidad.
—¿Armonizar? ¿Qué quiere decir? Es una palabra que ya le he oído utilizar.
—Lo siento, tiene usted razón. Significa tratar los macillos para que produzcan un tono correcto al golpear las cuerdas. Supongo que voy demasiado deprisa. Pero ¿no me ha dicho que había visto afinar un piano?
—¿Verlo? Sí, una o dos veces, pero no más. Aunque nunca me lo habían explicado con tanto detalle.
—Bueno, seguro que aprenderá deprisa. Esta labor tiene tres componentes básicos. Se suele empezar por la regulación, es decir, alinear el mecanismo de modo que todos los macillos estén a la misma altura, golpeen las cuerdas con brío y retrocedan con suavidad para que se pueda volver a tocar la misma nota. Por regla general ése es el primer paso. Sin embargo, a mí me gusta comenzar con una afinación provisional. Normalmente hay que repetir el proceso varias veces, pues al afinar una cuerda cambian las dimensiones de la tabla armónica y eso afecta a todas las demás. Hay maneras de evitar que eso ocurra: afinar las notas un poco más altas, por ejemplo, pero en mi opinión es imposible predecir los cambios. Además, las cuerdas tienden a recuperar la forma que tenían, así que es mejor dejar pasar una noche antes del segundo intento. De modo que yo hago una primera afinación, regulo y luego vuelvo a afinar; ésa es mi técnica, pero otros lo hacen de forma diferente. Después viene la armonización, es decir, la reparación del fieltro del macillo. Los expertos en Erards suelen ser buenos armonizadores, si me permite decirlo; la combinación del cuero y el fieltro dificulta el trabajo. También hay otras tareas de menor importancia. En este caso, por ejemplo, tendré que buscar algún modo de impermeabilizar la tabla armónica. Todo esto, por supuesto, dependerá de lo que no funcione bien.
—¿Y tiene usted idea de qué tendrá que reparar? ¿O no lo sabrá hasta que toque el piano?
—En realidad puedo imaginármelo. Supongo que es parecido a representarse la historia de un paciente antes de examinarlo. Si quiere se lo digo, y luego puede marcharse. —Se volvió hacia el piano y lo observó con atención—. Para empezar, tendremos dificultades con la tabla armónica, seguro. Lo que todavía no sé es si está agrietada. Es una gran suerte que este Erard sólo lleve un año en Birmania y que, por tanto, sólo haya tenido que soportar una estación húmeda. Si las fisuras son pequeñas podré repararlas fácilmente, o incluso dejarlas como estén; a veces no son más que una cuestión estética. Pero las mayores sí supondrían un problema.
Dio unos golpecitos en la caja.
—El piano estará desafinado, por supuesto; eso no hace falta decirlo. La estación seca habrá contraído la tabla armónica, las cuerdas estarán sueltas y el tono habrá bajado. Si ha descendido mucho, puede que deba subirlo un semitono y dejarlo reposar durante al menos veinticuatro horas antes de seguir. El inconveniente, por supuesto, es que cuando vuelva a llover, la tabla se dilatará, y el incremento de la tensión podría producir graves daños. Deberían haberlo tenido en cuenta, pero por lo visto a los militares no se les ocurrió. Tendré que pensar en eso; quizá necesite enseñar a alguien a afinarlo. —De pronto se interrumpió y dijo—: Dios mío, lo había olvidado. En la nota que me envió a Mandalay decía que habían disparado contra el piano. No puedo creer que no me haya acordado de ese detalle hasta ahora. Eso lo cambia todo. ¿Puedo ver dónde recibió el impacto, por favor?
El doctor se acercó al instrumento y alzó la tapa. Al instante salió un aroma acre que a Edgar no le resultaba familiar.
—Tendrá que disculparme por el olor, señor Drake —dijo Carroll—. Es cúrcuma. Uno de mis amigos shan me sugirió que la pusiera para protegerlo de las termitas. Seguro que eso no lo hacen en Londres. —Rió—. Pero por lo visto ha funcionado.
La cubierta se levantaba hacia la ventana, de modo que el interior del piano estaba oscuro, pero, aun así, Edgar vio inmediatamente el agujero de bala: un orificio ovalado a través del cual se veía el suelo. Carroll tenía razón en su carta: se habían roto las tres cuerdas de la tecla la de la cuarta octava, y se habían quedado sueltas, retorcidas hacia las clavijas de afinamiento como mechones de cabello despeinados. «Un balazo en el vientre», pensó Edgar, y quiso contarle al doctor las historias sobre el régimen del Terror, pero en lugar de eso siguió observando. Había una hendidura en la cara interna de la tapa, en la trayectoria del disparo, pero no había orificio de salida; no habría tenido suficiente impulso para atravesarla.
—¿Han sacado el proyectil? —preguntó, y para contestarse pulsó una tecla.
Hubo un tamborileo. En Londres, muchos clientes solicitaban sus servicios para solucionar «un ruido espantoso», que resultaba no ser más que una moneda o un tornillo que había caído accidentalmente dentro del cuerpo del piano, se había quedado sobre la tabla armónica y producía una vibración. Escudriñó la caja, encontró la bala y la sacó.
—Un recuerdo —dijo—. ¿Puedo quedármela?
—Por supuesto —contestó el doctor—. ¿Son graves los desperfectos?
Edgar se guardó la bala en el bolsillo y volvió a mirar.
—La verdad es que no mucho. Tendré que reponer las cuerdas rotas, y también necesito examinar la tabla armónica, pero creo que podré solucionarlo.
—No quiero entretenerlo más. Quizá debería empezar a trabajar.
—Sí, eso creo yo también. Espero no haberlo aburrido.
—Qué va, nada de eso, señor Drake. Ha sido un placer, y muy instructivo. Veo que he elegido bien a mi ayudante. —Le tendió la mano—. Suerte con su paciente. Si necesita algo, grite.
Se dio la vuelta, salió de la habitación y cerró. El suelo tembló un poco por el portazo; hubo un débil repique de macillos, que se estremecieron contra las cuerdas.
Edgar Drake volvió junto al banco. No se sentó; siempre les decía a sus aprendices que los pianos se afinaban mejor si permanecían de pie.
«Vamos allá», se dijo. Pulsó la tecla do de la octava media. Demasiado grave. Probó en una octava inferior, y luego tocó el do de las otras octavas. El mismo problema: ambos se encontraban casi un semitono por debajo. Las agudas todavía estaban peor. Tocó el primer movimiento de las Suites inglesas, pero sin pulsar la tecla que tenía las cuerdas rotas. Nunca se había considerado un pianista experto, aunque le encantaban el frescor del marfil y el vaivén de las melodías. Se dio cuenta de que hacía varios meses que no tocaba, y al cabo de unos compases se detuvo; el piano estaba tan desafinado que le dolían los oídos. Entonces entendió por qué el doctor no había querido tocarlo.
Su primera tarea consistiría en lo que a él le gustaba llamar «reparaciones estructurales». En el Erard significaba arreglar las cuerdas rotas y la tabla armónica. Lo rodeó y fue hasta las bisagras de la tapa; retiró las clavijas y se las guardó en el bolsillo. Tiró de la cubierta y la deslizó hasta el borde de la caja; dobló las rodillas, la levantó y la apoyó en una de las paredes, con cuidado. Una vez retirada, había suficiente luz para trabajar.
Por arriba era difícil ver los daños que había sufrido, así que se colocó debajo del piano e inspeccionó la parte inferior. Desde allí se veía mejor el balazo. Había una grieta que seguía el veteado de la madera, pero sólo tenía unos centímetros. «No está tan mal», pensó. Podía arreglar el orificio mediante un relleno, es decir, insertando una pieza de madera; con un poco de suerte, la rendija no afectaría al sonido. Aunque algunos afinadores aseguraban que esa reparación era necesaria para restablecer la tensión de la tabla, Edgar creía que era sobre todo cosmética, pues a los clientes no les gustaba ver largas fisuras en el interior de sus pianos. Por eso él no había llevado relleno (parecía superfluo estando donde estaba), y tampoco un cepillo para desbastar. Pero ante la belleza del Erard se lo replanteó.
Había otro problema. El relleno solía hacerse con pícea, una madera de la que no disponía. Echó un vistazo a la habitación y se fijó en las paredes. «Seré el primer afinador que utiliza bambú —pensó con cierto orgullo—. Y es tan resonante que a lo mejor el sonido es más bonito que el que se consigue con la pícea». Además, había visto que los birmanos arrancaban tiras de bambú, lo cual significaba que se le podría dar forma con una navaja y que no necesitaría un cepillo. De todos modos aquella posibilidad entrañaba sus riesgos: si utilizaba dos tipos de madera podía ser que reaccionaran de forma diferente a la humedad, y que la grieta volviera a abrirse. Pero le atraía la idea de innovar, así que decidió intentarlo.
Primero tenía que limar el agujero, lo que le llevó casi una hora. Trabajaba despacio; las rendijas podían extenderse y dañar toda la tabla armónica. Después se levantó y serró un trozo de bambú. Lo talló, lo cubrió con cola y lo encajó en el hueco; las cuerdas rotas le permitieron llegar hasta él desde arriba y pulirlo. Tardó mucho, pues la cuchilla era pequeña; mientras trabajaba se dio cuenta de que podía haberle pedido ayuda a Carroll, para que le proporcionara un cepillo de desbastar o un cuchillo mayor, o incluso otro tipo de madera. Pero, sin saber bien por qué, prefirió no hacerlo. Le gustaba la idea de arrancar un pedazo de pared del fuerte, un material relacionado con la guerra, y transformarlo en un mecanismo para producir sonidos.
Cuando terminó el relleno, se ocupó de las cuerdas rotas. Las retiró, las enroscó y se las guardó en el bolsillo. Otro recuerdo. En su bolsa encontró cuerda del calibre adecuado; la desenrolló, la pasó desde la clavija de afinamiento hasta la de sujeción y la llevó de nuevo a la anterior. Enganchó la tercera en su lugar correspondiente y luego la tensó entre sus dos compañeras. Al cortarla dejó cuatro dedos, suficiente para dar tres vueltas alrededor de la clavija de afinación. Las cuerdas nuevas brillaban junto a las viejas, y Edgar las afinó más altas de lo normal, teniendo en cuenta que luego se aflojarían.
Al finalizar volvió a la parte delantera. Para subir el tono en general empezó por el centro del teclado y fue avanzando hacia fuera, pulsando teclas y tensando cuerdas; ahora trabajaba muy deprisa. De todos modos, tardó casi una hora en afinarlo.
Cuando empezó a regular el piano ya era más de mediodía. El mecanismo de percusión, como había explicado muchas veces a sus clientes, era muy complejo; conectaba las teclas con los macillos y, por lo tanto, al pianista con el sonido. Retiró el panel frontal para llegar a él. Igualó la altura de los macillos, aflojó las palancas de escape y graduó la fuerza de toque. Hacía pequeños descansos para sustituir fieltros, aflojar teclas, ajustar el movimiento del pedal una corda… Cuando por fin se levantó, cansado y cubierto de polvo, el piano había mejorado mucho. Era una suerte que no hubiera tenido que hacer reparaciones importantes, como reconstruir un clavijero roto, por ejemplo; sabía que no tenía las herramientas necesarias para un arreglo así. No se había enterado del tiempo que llevaba trabajando, y sólo se dio cuenta al ver que el sol descendía con rapidez tras el bosque.
* * *
Cuando fue al despacho del doctor ya era de noche. En el escritorio había un plato de arroz con verdura a medio comer. Carroll estaba sentado ante un montón de papeles, leyendo.
—Buenas noches.
El doctor levantó la cabeza.
—Bueno, señor Drake, por fin ha terminado. El cocinero quería enviar a alguien a buscarlo, pero le he dicho que usted prefería que no lo molestaran. Ha protestado un poco cuando le he pedido que esperara, pero afortunadamente también es un gran amante de la música, y he conseguido convencerlo de que cuanto antes acabara usted su trabajo, antes podría él oír el piano. —Sonrió—. Siéntese, por favor.
—Perdone que no me haya lavado —dijo Edgar, y se sentó en un pequeño taburete de teca—. Estoy muerto de hambre. Pensaba darme un baño después de cenar y meterme en la cama; mañana quiero levantarme temprano. Pero quería preguntarle una cosa. —Se inclinó un poco hacia delante, como si quisiera hacerle alguna confidencia—. Ya se lo he comentado antes: no estoy seguro de si la tabla armónica podrá sobrevivir a otra estación de lluvias. Es posible que no todo el mundo estuviera de acuerdo conmigo, pero creo que deberíamos impermeabilizarla. En Rangún y en Mandalay vi varios instrumentos de madera que deben de sufrir los mismos problemas. ¿Sabe usted quién podría orientarnos al respecto?
—Desde luego. Hay un birmano que tocaba el laúd para el rey Thibaw y que tiene una esposa shan en Mae Lwin. Cuando se deshizo la corte, regresó aquí para cultivar la tierra. A veces toca cuando tengo visitas. Enviaré a buscarlo mañana mismo.
—Gracias. Pintar la parte inferior de la tabla armónica no será difícil; la superior es más complicada, porque están las cuerdas, pero hay espacio por el lado, y podría deslizar un trapo empapado de pintura. Espero que eso sirva para protegerla un poco de la humedad, aunque no sea lo ideal… Ah, otra cosa: mañana necesitaré algo para calentar el hierro de armonizar, una estufa pequeña, o algo así. ¿Podrá buscármelo?
—Desde luego, eso será mucho más fácil. Le pediré a Nok Lek que le lleve un brasero shan a la habitación. Calientan mucho, pero no son grandes. ¿Cómo es esa herramienta?
—Pequeña. No he podido traer muchas cosas.
—Estupendo —dijo el doctor—. De momento estoy muy satisfecho, señor Drake. Dígame, ¿cuándo calcula que habrá terminado?
—Oh, mañana por la noche ya se podrá tocar. Pero supongo que tendría que quedarme un poco más. Generalmente hago una visita de seguimiento dos semanas después de la primera afinación.
—Tómese todo el tiempo que necesite. ¿No tiene prisa por regresar a Mandalay?
—No, ninguna. —Edgar vaciló un instante y añadió—: ¿Quiere decir que debo volver a la ciudad en cuanto el Erard esté arreglado?
El doctor sonrió y dijo:
—La verdad es que corremos un enorme riesgo permitiendo que un civil venga aquí, señor Drake. —Vio que el afinador bajaba la cabeza y se miraba las manos—. Creo que está empezando a descubrir algunas de las razones por las que llevo tanto tiempo en Mae Lwin.
—¡Oh, no! Yo sería incapaz de vivir en un sitio como éste —intervino Edgar—. Lo que sucede es que, dado el estado del piano, temo que cuando empiecen las lluvias la tabla armónica se dilate y surjan todo tipo de problemas. No me gustaría recibir otra carta, pasadas dos semanas, en la que me pidieran que volviese para repararlo otra vez.
—Claro, claro. Tómese su tiempo.
Carroll asintió con la cabeza educadamente y volvió a concentrarse en la lectura.
Aquella noche Edgar no podía conciliar el sueño. Estaba tumbado bajo la mosquitera y pasaba los dedos por la dureza que acababa de formársele en la cara interna del índice; el callo del afinador, como lo llamaba Katherine: el resultado del constante punteado de las cuerdas.
Pensaba en el Erard. No era el instrumento más bonito que había visto en su vida, desde luego. Sin embargo, nunca había contemplado nada como aquella imagen del Saluén, enmarcada por la ventana y reflejada en la tapa. Se preguntó si el doctor lo habría planeado así, o si incluso habría diseñado aquella habitación a propósito. De pronto recordó el sobre sellado que le había mencionado por la tarde. Se levantó y revolvió en sus bolsas hasta que lo encontró. Encendió una vela.
«Para el afinador de pianos. No abrir antes de llegar a Mae Lwin. A. C.»
Empezó a leer.
23 de marzo de 1886
Informe del traslado de un piano Erard desde Mandalay hasta Mae Lwin, en el estado de Shan.
Comandante médico Anthony J. Carroll.
Caballeros:
A continuación informaré del transporte y la entrega, llevados a cabo con éxito, del piano de cola Erard de 1840 que su oficina remitió el 21 de enero de 1886 a Mandalay, y que posteriormente fue trasladado hasta mi campamento. Les ruego que me disculpen por la informalidad de parte de esta carta, pero considero necesario transmitir el dramatismo que envolvió esta difícil tarea.
El envío del piano desde Londres hasta Mandalay ya fue descrito por el coronel Fitzgerald. Me limitaré a reseñar que fue embarcado en un vapor correo con destino a Madrás y Rangún. La travesía fue bastante tranquila: se dice que desembalaron el Erard y que un sargento de una banda de regimiento lo tocó, para deleite de la tripulación y el pasaje. En Rangún lo subieron a otro buque, que iba hacia el norte por el río Irawadi. Ésa es la ruta habitual, y una vez más el viaje transcurrió sin incidentes. El piano llegó a Mandalay la mañana del 22 de febrero, donde yo pude recibirlo personalmente. Me consta que ha habido ciertas quejas por el hecho de que abandonara mi puesto por esa razón, así como críticas al esfuerzo, el coste y la necesidad de semejante encargo. Respecto a lo primero, el despacho del gobernador Scott puede atestiguar que me habían llamado a una reunión relacionada con recientes sublevaciones del monje U Ottama en el estado de Chin, y que por ese motivo me encontraba en Mandalay. Respecto a lo segundo, sólo puedo alegar que semejantes acusaciones no son más que ataques personales encubiertos, y sospecho que mis detractores sienten cierta envidia. Sigo controlando el único puesto de avanzada en el estado de Shan que no ha sido atacado por fuerzas rebeldes, y he conseguido los avances más importantes en nuestro principal objetivo: la pacificación y la firma de tratados.
Pero me estoy desviando del tema, caballeros, por lo cual les pido disculpas. Recogimos el piano en los muelles y lo llevamos en carro de caballos hasta el centro de la ciudad, donde empezamos a preparar su traslado de inmediato. La ruta que conduce a nuestro campamento atraviesa dos tipos de terreno. El primero, de Mandalay hasta el pie de las montañas Shan, es una llanura seca. Para esa zona encargué un elefante maderero birmano, pese a mi renuencia inicial a confiarle un instrumento tan delicado a un animal que se pasa el día levantando troncos. Me habían propuesto que empleara vacas de raza brahmán, pero en ocasiones el camino se estrecha demasiado para que pasen dos, y optamos por el elefante. El segundo tramo presentaba retos más desalentadores, pues los senderos son demasiado empinados y angostos para un animal tan grande. Decidimos que tendríamos que continuar a pie. Afortunadamente, el Erard era más ligero de lo que yo esperaba, y bastaban seis hombres para levantarlo y moverlo. Aunque al principio había pensado viajar con un grupo más numeroso, y quizá con escolta militar, no quería que los lugareños relacionaran el piano con un objetivo del ejército. Tenía suficiente con mis hombres; conocía muy bien la ruta y en aquellos meses se habían producido muy pocos ataques de dacoits. Enseguida hicimos una litera en la que realizar el transporte.
El 24 de febrero nos pusimos en marcha, en cuanto hube terminado mis asuntos oficiales en el cuartel general. Instalamos el instrumento en un carro de municiones que atamos al elefante, un animal gigantesco de ojos tristes que no parecía inmutarse lo más mínimo por aquella carga tan poco habitual. Caminaba deprisa; por suerte estábamos en la estación seca, y durante todo el viaje nos acompañó un tiempo excelente. Creo que si hubiera llovido, la operación habría resultado imposible, y el piano habría sufrido daños irreparables, por no hablar del desgaste físico que habrían tenido que soportar mis hombres. El trayecto ya es bastante difícil con buen tiempo.
Salimos de Mandalay seguidos de una fila de niños curiosos. Yo iba a caballo. Las rodadas del camino hacían que los macillos golpearan las cuerdas, lo que producía un agradable acompañamiento para tan ardua marcha. Al anochecer montamos el primer campamento. El elefante iba a buen ritmo, pero me di cuenta de que cuando tuviéramos que ir a pie avanzaríamos mucho más despacio. Eso me preocupaba: ya había pasado una semana entera en Mandalay. Me planteé la posibilidad de adelantarme y regresar antes a Mae Lwin; pero los hombres eran un poco bruscos con el piano y, pese a que les expliqué repetidamente que su mecanismo interno era muy frágil, de vez en cuando tenía que ordenarles que lo trataran con cuidado. Dado el gran esfuerzo que había hecho el ejército, y dada la importancia de la misión que tenía que cumplir, parecía una estupidez perder el instrumento sólo por culpa de la impaciencia cuando ya estábamos tan cerca de nuestra meta.
Cada vez que nos deteníamos atraíamos a un grupo de aldeanos que formaban un corro alrededor del piano y especulaban sobre su utilidad. Al comienzo de la expedición yo mismo o alguno de mis hombres les explicaba su función, y entonces nos rogaban que lo tocáramos para poder oírlo. Hasta tal punto insistían que me vi obligado a tocarlo nada menos que catorce veces los tres primeros días. Les encantaba esa música, pero yo me cansé, pues sólo se dispersaban cuando les decía que el instrumento «se había quedado sin aliento», aunque el agotado era yo, claro. Al final ordené a mis hombres que no le contaran a nadie para qué servía. Si alguien preguntaba, le contestaban que era un arma mortífera, y de ese modo nos dejaban en paz.
La forma más rápida para llegar a Mae Lwin consiste en viajar hacia el nordeste hasta el río Saluén, y seguir por él hasta el fuerte. Pero, debido a la sequía, el nivel del agua había descendido mucho y, temiendo por el piano, elegí bajar por la ribera, llegar a la altura del campamento y cruzar por allí. Pasados tres días, al abandonar la cuenca del Irawadi y ascender a la meseta Shan, el camino se volvió más abrupto. Descargamos el Erard y lo trasladamos a la litera, a la que habíamos dado la forma de los palanquines que utilizan los shan en sus fiestas: dos vigas paralelas que los hombres llevan sobre los hombros, con otras transversales debajo, de refuerzo. Pusimos el teclado hacia delante, para equilibrar mejor el peso. El guía del elefante volvió con su animal a Mandalay.
A medida que el sendero ascendía, me di cuenta de que la decisión de usar una litera había sido acertada: la ruta era demasiado difícil para la carreta que habíamos llevado por las tierras bajas. Pero mi satisfacción disminuía ante la visión de mis hombres, que resbalaban y tropezaban para impedir que la carga cayera al suelo. Sentía mucha lástima por ellos; hice cuanto pude para animarlos, y les prometí organizar una gran fiesta cuando llegáramos a Mae Lwin.
Pasaron los días, y la rutina se repetía. Nos levantábamos al amanecer, desayunábamos rápidamente, cogíamos la litera y nos poníamos en marcha. Hacía un calor asfixiante, y el sol era abrasador. He de admitir que, pese a lo poco que me gustaba hacer trabajar a mis hombres en esas condiciones, la imagen era asombrosa. Los seis chorreaban sudor y el piano relucía, como esas fotografías de tres colores que tan de moda están en Inglaterra ahora, y que a veces llegan hasta los mercados de aquí: los pantalones y los turbantes, blancos; los cuerpos, marrón oscuro; el Erard, negro.
Y entonces, cuando faltaban cuatro días para llegar, y cuando todavía teníamos que recorrer el tramo más empinado, se produjo el desastre.
Yo cabalgaba delante por un sendero de la selva particularmente erosionado, cortando la vegetación con la espada, cuando oí un grito y un fuerte estrépito. Retrocedí a toda prisa. Lo primero que vi fue el piano, y sentí un alivio momentáneo; por el estruendo creía que estaba destrozado. Pero entonces miré hacia la izquierda y vi cinco cuerpos tatuados agachados alrededor de un sexto. Al verme, uno de los hombres gritó: «Ngu!», es decir, «¡Serpiente!», y señaló al herido. Lo entendí de inmediato. El joven, preocupado sólo por seguir adelante, no había visto el reptil, al que yo debía de haber asustado al pasar, y el animal le había mordido en la pierna. El muchacho había soltado el piano y se había desplomado. Los otros habían hecho todo lo posible por mantener el Erard en equilibrio e impedir que cayera.
Cuando llegué junto al joven, ya empezaban a cerrársele los párpados, y la parálisis se estaba apoderando de él. Al parecer alguno de sus compañeros, o él mismo, había conseguido atrapar la serpiente y matarla; cuando llegué a donde se encontraban, la vi muerta junto al camino. Los hombres me hablaban de ella con una palabra shan que yo desconocía, pero también usaron el término birmano, mahauk, que nosotros conocemos como el género Naja, o cobra asiática. De todos modos, yo no estaba de humor para investigaciones científicas en aquel momento. La picadura todavía sangraba por dos profundos cortes paralelos. Todos creían que yo podría darles algún consejo médico, pero en realidad podía hacer poca cosa. Me agaché junto al moribundo y le sujeté una mano; las únicas palabras que logré articular fueron «lo siento», ya que iba a perder la vida por hacerme un favor. La muerte producida por la mordedura de una cobra es espantosa: el veneno paraliza el diafragma, y la víctima se asfixia. Aquel muchacho tardó una media hora en morir. En Birmania hay pocas serpientes, aparte de la cobra asiática, que maten tan deprisa. El remedio shan consiste en atar la herida, cosa que hicimos (aunque sabíamos que no conseguiríamos nada), succionar el veneno (lo hice yo) y aplicar una pasta de arañas trituradas (pero no teníamos, y la verdad es que siempre he dudado de la eficacia de esa cura). Uno de los shan rezó una oración. Junto al camino, las moscas ya habían empezado a posarse sobre el reptil. Algunas se acercaban al joven, y nosotros las ahuyentábamos.
Yo sabía que según la tradición shan no podíamos dejar el cuerpo en la selva; además, habríamos atentado contra el sentido de la camaradería que, en mi opinión, es uno de los principios más nobles de nuestras fuerzas armadas. Con todo, bastaba un sencillísimo ejercicio aritmético para comprender la dificultad de sacarlo de la jungla. Si seis hombres habían tenido que esforzarse tanto para transportar un piano, ¿cómo iban a cargar cinco con él y con su amigo? Comprendí que yo también tenía que colaborar. Al principio protestaron, y me propusieron que uno de ellos regresara al poblado más cercano y contratara a otros dos mozos. Pero yo me negué, pues ya llevábamos varios días de retraso.
Levantamos al joven y lo colocamos encima del piano. Busqué una cuerda, pero no teníamos bastante para atarlo debidamente. Uno de los porteadores se dio cuenta, le quitó el turbante a su amigo muerto y lo desenrolló. Le enroscó un extremo en una de las muñecas, lo pasó por debajo del piano y se lo amarró a la otra. Hizo lo mismo para sujetarle una pierna. Para la otra usamos el trozo de soga que yo había encontrado. La cabeza se le cayó sobre el teclado; todavía tenía el cabello recogido en un pequeño moño. Tuvimos suerte de encontrar la manera de atar el cadáver; ninguno de nosotros quería imaginárselo resbalando mientras avanzábamos. Si uno de ellos no hubiera sugerido que utilizáramos el turbante, no sé qué habríamos hecho. Esa idea también habría podido ocurrírseme a mí, pero quitarle el turbante a un shan vivo es un insulto mortal; y yo no conocía cuál era la tradición respecto a los muertos.
Nos pusimos de nuevo en marcha. Yo ocupé el lugar del fallecido, en el lado izquierdo, y sentí cierto alivio entre mis amigos; me imaginé que la superstición consideraba que aquélla era una posición maldita. Según mis cálculos, si continuábamos al ritmo de antes, tardaríamos cuatro días en llegar al fuerte, y para entonces el hedor del cadáver resultaría insoportable. Decidí avanzar también durante la noche, aunque no se lo dije a mis compañeros, pues notaba que tras la muerte de su amigo se estaban desanimando. Así que me uní a la fotografía tricromada, y echamos a andar, con el joven sobre el piano con los brazos extendidos, y el caballo atado detrás, donde podía ir a su ritmo y mordisquear los árboles a su antojo.
¿Qué puedo decir de las horas posteriores, sino que fueron de las más espantosas de mi vida? Avanzábamos a trompicones y la litera se nos clavaba en los hombros. Intenté protegérmelos con la camisa; me la quité y me la coloqué encima después de enrollarla, pero no conseguí evitar el roce de la madera, y la piel no tardó en abrirse y empezar a sangrar. Sentí lástima por los porteadores, pues ellos no habían pedido ni una sola vez algo para amortiguar la carga, y vi que tenían la piel en carne viva. El camino fue empeorando; uno de los que iban delante llevaba una espada en la mano que tenía libre para limpiarlo. Las lianas y las ramas se enredaban en el piano. Estuvimos a punto de caernos en varias ocasiones. En el joven empezaba a notarse el rigor mortis, y cuando se deslizaba sobre la cubierta parecía que tirara de las cuerdas; daba la impresión de que quería escapar, hasta que se le veían los ojos, abiertos y vacíos.
Cuando empezó a oscurecer les dije a mis hombres que continuaríamos durante la noche. Fue una decisión difícil, pues apenas podía mover las piernas. Pero ellos no protestaron; quizá estaban tan preocupados como yo por el cadáver. Así que, tras un breve descanso para cenar, proseguimos. Tuvimos suerte de estar en la estación seca, pues el cielo estaba despejado y una media luna nos iluminaba el camino. Pero en las zonas más profundas de la selva andábamos en medio de una oscuridad casi total, y tropezábamos continuamente. Yo tenía un farolillo; lo encendí y lo colgué de la tela con que le habíamos atado una de las piernas al muerto. La luz alumbraba la parte inferior del piano, y debía de parecer que flotaba.
Caminamos sin parar durante dos días. Por fin, una noche el que iba delante gritó, con alegría y cansancio, que había visto el Saluén entre los árboles. La noticia hizo que nuestra carga no resultara tan pesada, y aceleramos el paso. Al llegar al río, le gritamos al vigilante que había al otro lado, que se sorprendió tanto al vernos que echó a correr por el sendero que conducía al campamento. Dejamos la litera en la fangosa orilla y nos derrumbamos.
Poco después llegó un grupo de hombres a la otra ribera; se amontonaron en una piragua y cruzaron. La impresión que les produjo el cadáver quedó un tanto atenuada por el alivio que sintieron al ver que no nos había ocurrido lo mismo a todos. Por lo visto, hacía tiempo que nos daban por muertos. Tras una larga discusión, dos hombres regresaron a remo a la otra orilla y volvieron con una canoa más. Atamos las dos y colocamos el piano encima, con el joven. De este modo el Erard atravesó el Saluén. En la balsa sólo quedaba espacio para dos hombres, así que yo me quedé mirando junto al río. Era una imagen verdaderamente extraña: el piano flotando en medio de la corriente, con dos hombres debajo y el cadáver de un tercero encima. Cuando lo descargaron, la silueta del muerto me recordó el cuadro de Van der Weyden, Descendimiento de la Cruz; es algo que no se borrará jamás de mi memoria.
Y así fue como terminó nuestro periplo. Celebramos un funeral por el difunto y, dos días más tarde, una fiesta por la llegada del piano. Entonces tuve mi primera oportunidad de tocarlo para los aldeanos, pero sólo un poco porque ya estaba muy desafinado, un problema que intentaré corregir yo mismo. De momento lo hemos guardado en el granero, y hemos hecho planes para empezar cuanto antes la construcción de una sala de música independiente. Pero eso tendré que contárselo en otra carta.
Comandante médico Anthony J. Carroll
Mae Lwin, estado de Shan
Edgar Drake apagó la vela y se tumbó en la cama. No hacía calor. Fuera, las ramas de los árboles arañaban el tejado de paja. Intentó dormir, pero no podía dejar de darle vueltas a aquella historia, ni a su viaje hasta el campamento; pensaba en los campos quemados, en la escabrosa selva, en el ataque de los dacoits, en el tiempo que hacía que había salido de su país… Al final abrió los ojos y se incorporó. La habitación estaba a oscuras, y la mosquitera le impedía distinguir las formas.
Encendió la vela y volvió a mirar el documento. La luz de la llama proyectaba su sombra contra la parte interna de la tela, y Edgar empezó a leer de nuevo, pensando que quizá se lo enviaría a Katherine la próxima vez que le escribiera. Se prometió hacerlo pronto.
Cuando el Erard todavía estaba atravesando la meseta, la vela se consumió.
Edgar se despertó con la carta sobre el pecho.
No se molestó en lavarse ni afeitarse; se vistió a toda prisa y se dirigió directamente al cuarto del piano. Al llegar a la puerta se lo pensó mejor y decidió que lo correcto era darle los buenos días a Carroll, así que bajó hacia la ribera. A mitad de camino se cruzó con Nok Lek.
—¿Dónde está el doctor? ¿Desayunando en el río?
—No, señor, esta mañana no. El doctor se ha ido.
—¿Que se ha ido? ¿Adónde?
—No lo sé.
Edgar se rascó la cabeza.
—Qué extraño. ¿No te lo ha comentado?
—No, señor Drake.
—¿Se marcha a menudo?
—Sí, mucho. El doctor es importante, como un príncipe.
—Como un… —Se interrumpió—. ¿Y cuándo vuelve?
—No lo sé. No me lo ha dicho.
—Entiendo… ¿Te ha dado algún recado para mí?
—No, señor.
—Qué raro… Creía que…
—Ha dicho que usted afinaría el piano todo el día.
—Ya, claro. —Hizo una nueva pausa—. Bueno, me voy a trabajar.
—¿Le llevo el desayuno, señor Drake?
—Gracias, me harás un favor.
Empezó la jornada armonizando los macillos, para que produjeran un tono limpio. En Inglaterra solía terminar la afinación antes de armonizar, pero estaba preocupado por el tono: o era demasiado fuerte y brillante, o demasiado débil y apagado. Perforó el fieltro de los macillos más rígidos con la aguja, para suavizarlo, y trabajó el de los más blandos con el hierro de armonizar, para endurecerlo; dio forma a las cabezas de modo que presentaran una superficie uniforme a las cuerdas. Comprobó la armonización recorriendo todas las octavas cromáticamente, tocando arpegios entrecortados y, por último, pulsando las teclas una a una, para que se notara la parte más dura del fieltro.
Por fin estaba preparado para afinar en serio el piano. Empezó una octava por encima de la cuerda que la bala había roto. Colocó cuñas para silenciar las cuerdas laterales de cada nota de la octava, de modo que cuando tocaba una tecla sólo vibraba la intermedia. Pulsaba la tecla, metía la mano dentro de la caja y movía la clavija de afinamiento. Primero afinaba la cuerda del medio y después las de los lados, y cuando esa nota estaba afinada, pasaba a una octava inferior (primero había que construir los cimientos de la casa, les decía siempre a sus ayudantes), y volvía a empezar: ajustaba las clavijas, comprobaba el sonido, tecla-clavija-tecla…; un ritmo sólo interrumpido por alguna que otra palmada para aplastar un mosquito.
Una vez recorrida la octava, se dedicó a las notas centrales. El último paso era igualar el tono, de modo que todas las notas estuvieran espaciadas por igual a lo largo de la octava. Ése era un concepto que a muchos aprendices les costaba entender. Cada nota produce un sonido con una frecuencia determinada, les explicaba; si las cuerdas están afinadas respecto a las otras, pueden armonizar, pero, si no lo están, producen frecuencias que se superponen, una pulsación rítmica, o batido, una sincronía de sonidos algo discordantes. Si un piano está bien afinado en un determinado tono, no hay batidos al pulsar dos notas a la vez; pero entonces es imposible tocar en otra tonalidad. La afinación temperada permitió salvar ese escollo; con el sacrificio de que ningún tono estuviera afinado por completo. Consistía en crear batidos de forma deliberada, ajustando las cuerdas al máximo, de modo que sólo un oído muy experto pudiera discernir que estaban ligera aunque inevitablemente desafinadas.
Edgar tenía la costumbre de concentrarse por completo en su labor, lo cual a veces molestaba a Katherine. «¿Ves algo mientras trabajas?», le preguntó poco después de casarse. «¿Ver qué?», replicó él. «Pues no sé, algo; el piano, las cuerdas, a mí». «Claro que te veo»; estiró un brazo y la atrajo. «¡Edgar, por favor! Quiero saber cómo trabajas; hablo en serio. ¿Ves algo cuando estás afinando?». «¿Cómo no voy a ver? ¿Por qué lo dices?». «Parece que desaparecieras, que te marcharas muy lejos, al mundo de las notas». Edgar rió. «Qué mundo más extraño sería ése, querida». Se inclinó hacia ella y la besó. Pero en el fondo entendía lo que su mujer intentaba preguntarle. Edgar realizaba sus encargos con los ojos abiertos, pero al terminar, cuando pensaba cómo había pasado el día, nunca lograba recordar ni una sola imagen, sólo lo que había oído: un paisaje marcado por tonos y timbres, intervalos, vibraciones… Ésos eran sus colores.
Y en ese momento, mientras estaba manos a la obra, no se acordaba de su hogar, ni de Katherine, ni de la repentina desaparición del doctor, ni de Khin Myo. Tampoco advirtió que lo estaban observando: tres niños lo miraban por las rendijas que había en la pared de bambú. Hablaban en voz baja y reían, y si Edgar no hubiera estado perdido en un laberinto pitagórico de tonos y mecanismos, y si hubiera sabido la lengua de los shan, los habría oído preguntarse cómo podía ser aquél el gran músico, el hombre que iba a reparar su elefante musical. Qué raros son estos ingleses, dirían luego a sus amigos. Sus músicos tocan solos, y no puedes bailar ni cantar con esas extrañas y lentas melodías. Pero después de una hora, hasta la novedad del espionaje los aburrió; los chiquillos se marcharon apenados y bajaron al río a bañarse.
Pasaban las horas y se acercaba el mediodía. Nok Lek le llevó un gran cuenco con fideos de arroz bañados en una densa salsa que, según explicó, estaba hecha de un tipo de judías, carne picada y pimientos. También le entregó un tarro con una pasta de cáscaras de arroz quemadas, con la que Edgar pintó la parte inferior de la tabla armónica antes de hacer una pausa para almorzar. Comió un poco y siguió trabajando.
Por la tarde el cielo se nubló, pero no llegó a llover. La humedad impregnaba la habitación. Edgar siempre trabajaba despacio, pero ahora estaba sorprendido de su parsimonia. Volvió a acosarlo un pensamiento que ya había tenido cuando empezó la reparación: dentro de unas horas habría terminado y ya no lo necesitarían en Mae Lwin. No tendría más remedio que regresar a Mandalay, y de ahí a Gran Bretaña. «Pero eso es lo que quiero —se dijo—, porque significa que volveré a casa». Con todo, la inminencia de su partida se tornaba más real mientras trabajaba: los dedos, pelados de tanto tocar las cuerdas, aquella monotonía hipnotizadora, clavija, tecla, escuchar, clavija, tecla, escuchar… La afinación se iba extendiendo por el piano como la tinta derramada sobre un papel.
Cuando le quedaban tres teclas por afinar, las nubes se dispersaron; el sol entró por la ventana e iluminó la estancia. La noche anterior Edgar había colocado la tapa en su sitio, y la mantenía abierta; pudo ver otra vez el reflejo del paisaje en la brillante superficie de caoba. Se incorporó y se quedó mirando cómo el Saluén fluía por su cuadrado de luz sobre la cubierta. Fue hasta la ventana y se asomó para contemplar el río.
Le había dicho al doctor que tenía que esperar dos semanas y volver a afinar el piano. Lo que no le había comentado era que ahora que el Erard estaba afinado, regulado y armonizado, resultaría relativamente fácil mantenerlo así; podía enseñar al doctor, o incluso a alguno de sus ayudantes shan. Sí, eso estaría bien; podía dejarles la llave de afinar. Y luego pensó: «Llevo mucho tiempo fuera de casa, quizá demasiado».
Sí, podía decirle eso, pensaba hacerlo en su momento, pero se dijo que tampoco había ninguna necesidad de precipitarse.
«Además, acabo de llegar».