13

A la mañana siguiente Edgar se despertó antes de que llegaran los niños y bajó paseando hasta el río. Esperaba encontrar al doctor desayunando, o incluso a Khin Myo, pero no había nadie. Las aguas del Saluén acariciaban la arena de la orilla. Miró un momento hacia la otra ribera, por si veía algún pájaro; algo revoloteaba. «Otro martín pescador —pensó, y se sonrió—. Estoy empezando a aprender». Regresó al claro. Nok Lek bajaba en ese momento por la vereda que conducía a las casas.

—Buenos días, señor Drake —lo saludó el chico.

—Buenos días. Estaba buscando al doctor. ¿Podrías decirme dónde está?

—Una vez a la semana se queda en su… ¿Cómo lo llaman ustedes?

—¿La consulta?

—Sí, eso es. En la consulta. Me ha pedido que lo lleve hasta allí.

Guió a Edgar por el camino que iba al cuartel general. Cuando se disponían a entrar, una mujer mayor se les adelantó y pasó con un niño en brazos, que lloraba envuelto en una tela de cuadros. Ellos la siguieron.

La habitación estaba llena de gente; había docenas de hombres y mujeres con llamativos turbantes y chaquetas, agachados o de pie, con crios, mirando por encima de los hombros para ver al doctor. Edgar apenas alcanzó a distinguir la ventana que había al fondo, junto a la que estaba sentado Carroll. Nok Lek acompañó al afinador entre la multitud, hablando en voz baja para que los dejaran pasar.

Encontraron al doctor frente a un enorme escritorio, auscultándole el pecho a un recién nacido. Al verlos arqueó una ceja como saludo, pero siguió escuchando y no dijo nada. El niño yacía inerte en el regazo de una mujer; Edgar supuso que sería la madre. Era muy joven, una muchacha de no más de quince o dieciséis años, pero tenía los ojos hinchados y cansados. Como la mayoría de las mujeres, se recogía el cabello con un amplio turbante que parecía sostenerse precariamente sobre su cabeza. Llevaba un vestido atado por encima del pecho, de tela tejida a mano y con dibujos geométricos; aunque era elegante, cuando Edgar se acercó vio que tenía los bordes deshilachados. Pensó en lo que el doctor le había contado de la sequía.

Al final Carroll retiró el estetoscopio. Habló con la joven en shan y luego se puso a revolver en un armario que tenía detrás. Edgar estiró el cuello y vio varias hileras de frascos de boticario.

El doctor percibió su gesto de curiosidad.

—Tengo más o menos lo mismo que encontraría usted en cualquier farmacia inglesa —aclaró mientras le entregaba a la mujer una botellita con un elixir oscuro—: tintura de Warburg y arsénico para la fiebre, pildoras Cockle y clorodina, polvos de Goa para la tiña, vaselina, ungüento de Holloway, polvos de Dover y láudano para la disentería. Y luego esto. —Señaló una hilera de tarros sin etiquetar que contenían hojas y líquidos turbios, bichos aplastados y lagartos flotando en soluciones—. Medicamentos locales.

Volvió a meter la mano en la vitrina y extrajo una botella mayor llena de hierbas y un caldo humeante. Quitó el tapón y la habitación se llenó de un intenso y dulce perfume. Metió los dedos y sacó un montón de hojas, que colocó sobre el pecho del niño y que le resbalaron por los costados. Carroll extendió el fluido por el cuerpo de la criatura; tenía los ojos cerrados y empezó a susurrar algo, muy suavemente. Al cabo de un rato los abrió .Volvió a ponerle los pañales al bebé, pero sin retirar las hojas; luego le dijo algo a la muchacha, que se levantó, le dio las gracias y se marchó.

Edgar estaba perplejo.

—¿Qué ha pasado?

—Creo que el niño tiene tisis. Ese frasquito contiene Remedio Stevens —explicó—; me lo envían desde Inglaterra. No confío mucho en su eficacia, pero no tengo nada mejor. ¿Está usted al corriente de los descubrimientos de Koch?

—Sólo sé lo que he leído en los periódicos. Conozco el Remedio Stevens; se lo compramos a nuestra sirvienta porque su madre padece esa dolencia.

—Pues bien, ese alemán cree que ha encontrado el origen de la tisis en una bacteria, que él llama «bacilo del tubérculo». Pero de eso ya han pasado cinco años. Yo intento por todos los medios ponerme al día, pero aquí estoy tan aislado… Resulta difícil enterarse de los cambios que se van produciendo en la ciencia.

—¿Y la planta?

—Los curanderos la llaman mahaw tsi. Es un famoso preparado kachin, y ellos no lo comparten con los extranjeros. Tardé mucho en convencerlos de que me enseñaran esa planta. Estoy casi seguro de que se trata de una especie de Euonymus. La utilizan para combatir numerosas enfermedades; muchos creen que con sólo pronunciar las palabras mahaw tsi se pueden curar. Afirman que es especialmente eficaz en las afecciones relacionadas con el aire; y ese niño tenía tos. De todos modos, yo la mezclo con ungüento Holloway. Durante mucho tiempo desconfié de las hierbas, aunque he apreciado cierta mejoría en los que las utilizan; en los que utilizan eso y la oración.

Edgar se quedó mirándolo.

—¿A quién rezan? —le preguntó. Pero había llegado otro paciente, y el doctor no pudo contestar.

Era un pequeño que se sujetaba la mano izquierda contra el pecho. Carroll le pidió a Edgar que se sentara en una silla detrás de él. Fue a cogerle la mano al niño, mas éste se apartó; la madre le habló con severidad. Por fin el doctor le separó los brazos con delicadeza.

Tenía tres dedos casi completamente seccionados; sólo se mantenían unidos a la mano por los tendones desgarrados, y estaban cubiertos de sangre coagulada. Carroll examinó la herida con mucho cuidado, pero de todos modos el chico no paraba de hacer muecas de dolor.

—Esto no me gusta nada —murmuró, y se dirigió a la mujer en shan.

El crío rompió a llorar. Carroll se dio la vuelta y le dijo algo a Nok Lek, que sacó un paquete y lo abrió sobre el escritorio. Había un paño, vendajes y varias herramientas cortantes. El niño se puso a gritar.

Edgar, ansioso, echó un vistazo a la sala. Los otros enfermos estaban quietos y observaban con gesto inexpresivo.

El doctor tomó otra botella del armario, agarró la mano del chaval, la puso encima del paño que había extendido en la mesa y le vertió el contenido del frasco. El niño dio un brinco y chilló con todas sus fuerzas. Carroll le echó un poco más y frotó enérgicamente. Sacó un tarro menor, empapó una gasa con un líquido denso y luego la colocó sobre la herida. Casi de inmediato el crío empezó a calmarse.

El doctor miró a Edgar y dijo:

—Señor Drake, voy a necesitar su ayuda. El bálsamo que acabo de aplicarle le aliviará un poco el dolor, pero en cuanto vea la sierra el pequeño se pondrá a gritar. Suele haber una enfermera, pero ahora está ocupada con otros pacientes. Si no le importa colaborar, desde luego. Creo que sería interesante que viera cómo funciona nuestra consulta, dado lo importantes que son estos proyectos para las relaciones con los nativos.

—¿Relaciones con los nativos? —repitió Edgar con un hilo de voz—. ¿Va a realizar una amputación?

—No me queda otro remedio. He visto heridas como ésta que provocaban la gangrena de todo un brazo. Sólo voy a cortar los dedos afectados; la lesión de la mano no parece grave. Todo iría mucho mejor si tuviera éter, pero se me acabó la semana pasada y todavía no me han enviado más. Podría fumar opio, aunque seguiría doliéndole. Hay que actuar lo más deprisa posible.

—¿Qué quiere que haga?

—Sólo tiene que sujetarle el brazo. Es pequeño, pero le sorprenderá la fuerza con la que intentará soltarse.

Carroll se levantó y Edgar lo imitó. El doctor le cogió la mano al niño con suavidad y la depositó encima de la mesa. Le hizo un torniquete por encima del codo y le indicó a Edgar que lo agarrara; él obedeció, pero se sentía torpe y cruel. Entonces Carroll miró a Nok Lek y le hizo una señal con la cabeza; éste le retorció una oreja al chiquillo, que aulló y se llevó la mano libre a la cara. Antes de que Edgar se diera cuenta, el doctor ya había cortado uno, dos y tres dedos. El niño se quedó mirándolos, atónito, y luego volvió a chillar, mas Carroll ya le había envuelto la ensangrentada mano con el paño.

Durante toda la mañana fueron desfilando pacientes por la consulta: un hombre de mediana edad con cojera, una mujer embarazada y otra que no conseguía quedarse en estado, un niño al que Carroll diagnosticó sordera… Acudieron tres personas con bocio, dos con diarrea y cinco con fiebres que el doctor atribuyó a la malaria. A estas últimas les extrajo una gota de sangre, que colocó en un portaobjetos y examinó con un pequeño microscopio que captaba la luz que entraba por la ventana.

—¿Qué busca? —le preguntó Edgar, todavía conmocionado por la amputación.

Carroll lo dejó mirar.

—¿Ve esos pequeños círculos?

—Sí, están por todas partes.

—Son glóbulos rojos. Los tiene todo el mundo; pero si se fija bien descubrirá que dentro de esas células hay unos objetos más oscuros, como manchas.

—No veo nada —confesó Edgar con frustración.

—No se preocupe; al principio cuesta. Hasta hace unos siete años nadie sabía que existían, hasta que un francés averiguó que son los parásitos que provocan la enfermedad. Me interesa porque muchos europeos creen que aparece cuando se respira miasma, aire contaminado de los pantanos; por eso los italianos la llamaron mala aria, que significa «aire malo». Pero cuando estuve en la India tenía un amigo, un médico, que me tradujo parte de los Vedas hindúes, donde denominan esta dolencia «la reina de las enfermedades» y la atribuyen a la ira del dios Shiva. En cuanto a la transmisión, según los Vedas se debe al humilde mosquito. Pero hasta ahora nadie ha encontrado el parásito en esos insectos, así que no podemos estar seguros; y como viven en los humedales, resulta difícil separar ambas cosas. En realidad, es complicado disociar cualquiera de sus posibles orígenes en la selva. Los birmanos, por ejemplo, la llaman hnget pyhar, que significa «fiebre del pájaro».

—¿Y usted qué cree?

—Llevo mucho tiempo recogiendo mosquitos, diseccionándolos, moliéndolos y examinándolos con el microscopio, pero todavía no he hallado nada.

A los enfermos de malaria les entregó unas tabletas de quinina y un extracto de una planta que, según dijo, procedía de China, así como una raíz local para reducir la intensidad de las fiebres. A los que tenían diarrea les dio láudano o semillas de papaya molidas; a los que tenían bocio, tabletas de sal. Le enseñó al cojo cómo hacerse unas muletas. A la mujer embarazada le frotó el hinchado vientre con un ungüento. Al niño sordo no podía darle ningún remedio, y le confesó a Edgar que ver a un crío así lo entristecía más que cualquier otro enfermo, porque los shan no tenían lenguaje de signos, y, aunque lo tuvieran, el pequeño nunca podría oír las canciones de las fiestas nocturnas. Edgar se acordó de otro chiquillo sordo, el hijo de unos clientes suyos, que pegaba la cara al piano cuando su madre lo tocaba, para notar las vibraciones. También pensó en el vapor en el que había viajado hasta Adén, y en el Hombre de Una Sola Historia. «A veces la sordera tiene causas que ni siquiera la medicina puede comprender».

Respecto a la mujer que no podía concebir, Carroll se volvió hacia Nok Lek y habló con él largo rato. Cuando Edgar le preguntó qué le había recomendado, contestó:

—Es un caso difícil: la mujer es estéril y se pasea por su pueblo hablándole a un niño imaginario. No sé cómo curarla. Le he pedido a Nok Lek que la lleve a ver a un monje que vive en el norte y que es especialista en este tipo de problemas. A lo mejor él puede ayudarla.

Cuando era ya casi mediodía visitaron al que fue el último paciente, un hombre delgado al que acompañaba una mujer que debía de tener la mitad de años que él. Tras cruzar unas palabras con ella, Carroll se dirigió a los que esperaban y anunció algo en shan. Poco a poco, la gente se levantó y salió de la consulta.

—Esto podría llevarnos algo más de tiempo. Es una lástima que no pueda atenderlos a todos —dijo el doctor—; pero hay tantos enfermos…

Edgar examinó con atención al anciano. Llevaba una camisa apolillada y unos pantalones gastados; iba descalzo, y tenía los dedos de los pies nudosos y encallecidos; no usaba turbante; tenía la cabeza afeitada, y los ojos y los pómulos, hundidos. Se quedó mirando fijamente al afinador al tiempo que movía la mandíbula de forma lenta y rítmica, como si se mordiera la lengua o la parte interna de las mejillas. Le temblaban las manos.

Carroll habló largo rato con la mujer; luego miró a Edgar y explicó:

—Dice que está poseído. Viven en las montañas, en un pueblo que está a casi una semana de aquí, cerca de Kengtung.

—¿Por qué han venido hasta aquí? —preguntó Edgar.

—Los shan aseguran que hay noventa y seis enfermedades, y los síntomas que presenta su marido no corresponden a ninguna de ellas. Han visitado a todos los curanderos que hay cerca de Kengtung, y ninguno ha podido hacer nada. Ahora se ha corrido la voz de su dolencia, y los médicos lo temen porque creen que el espíritu que lo ha dominado es demasiado poderoso. Por eso están aquí.

—Pero usted no cree que esté poseído…

—No lo sé, aquí he visto cosas que jamás habría podido creer. —Hizo una pausa—. En algunas regiones del estado de Shan veneran a los hombres como éste, pues los consideran médiums. He estado en fiestas donde cientos de aldeanos iban a verlos danzar. En Inglaterra habríamos descrito sus contorsiones como baile de san Vito, porque es el patrón de los enfermos nerviosos. Pero no sé cómo llamarlo aquí, porque a san Vito no le llegan las oraciones desde Mae Lwin. Y no sé qué espíritu puede causar este tipo de posesión.

Se volvió hacia su paciente y se dirigió a él. El hombre se quedó mirándolo, como ausente. Permanecieron así largo rato, hasta que Carroll se levantó, lo cogió por el brazo y lo llevó afuera. No le dio ningún medicamento.

«San Vito —pensó Edgar—. El abuelo de Bach se llamaba Vito. Es curioso cómo todo está conectado, aunque sólo sea por el nombre».

Cuando el anciano se alejó despacio con su esposa, Carroll guió a Edgar hasta otra habitación, separada del cuartel general. Dentro había varias personas tumbadas en camastros.

—Esto es nuestro hospital —explicó—. No me gusta que mis pacientes se queden aquí, porque creo que se curan mejor en sus casas. Pero a veces tengo que vigilar algunos de los casos más graves, generalmente de diarrea o malaria. La señorita Ma es mi enfermera —añadió señalando a una muchacha que estaba frotando a un joven con un paño húmedo—. Se ocupa de ellos cuando yo no estoy.

Edgar la saludó inclinando la cabeza, y ella le devolvió el saludo.

Hicieron una ronda, y Carroll explicó lo que le pasaba a cada ingresado.

—Este hombre tiene una diarrea grave; me temo que podría ser cólera. Hace varios años hubo un brote terrible y murieron diez lugareños. Por suerte, es el único que lo ha contraído y lo retengo aquí para que no contagie a nadie… Este otro caso es tremendamente triste, y muy común, por desgracia: malaria cerebral. No puedo hacer casi nada por él. No vivirá mucho tiempo, pero quiero darle esperanzas a su familia, por eso permito que esté aquí… Esta niña tiene rabia. La mordió un perro enfermo; muchos médicos opinan que se transmite de esa forma, aunque, una vez más, estoy demasiado lejos de los centros del saber de Europa y no conozco los últimos estudios.

Se pararon junto a la cama de la pequeña, que se retorcía con los ojos abiertos como platos y una expresión aterrada. A Edgar le impresionó ver que le habían sujetado las manos por detrás de la espalda.

—¿Por qué está atada? —preguntó.

—La enfermedad provoca furia. De ahí viene su nombre: rabiem significa «ira» en latín. Hace un par de días intentó atacar a la señorita Ma, y tuvimos que inmovilizarla. Al fondo había una anciana.

—¿Qué le pasa? —inquirió Edgar, que empezaba a sentirse abrumado por aquella letanía de males.

—¿A ésta? —replicó el doctor. Le dijo algo en shan a la mujer, que se incorporó—. No le ocurre nada. Es la abuela de otro paciente, el que está sentado en ese rincón. Cuando viene a visitarlo, su nieto la deja descansar en el camastro porque ella lo encuentra muy cómodo.

—¿Y él no lo necesita?

—Sí, aunque no está en grave peligro, como el resto.

—¿Qué tiene?

—Seguramente diabetes. Hay personas que vienen a verme porque se asustan al ver que los insectos beben su orina, por el azúcar que contiene. A los shan los pone muy nerviosos, pues dicen que es como si se alimentaran de su sangre. Es otro diagnóstico antiguo, también de los brahmanes. En realidad no necesita permanecer en mi pequeño hospital, pero aquí se siente mejor, y de este modo su abuela tiene un sitio donde descansar.

Carroll habló con el hombre, y luego con la señorita Ma. Por último le hizo señas a Edgar para que lo acompañara afuera. Se quedaron de pie bajo el sol de la tarde.

—Creo que por hoy ya hemos terminado. Espero que haya merecido la pena, señor Drake.

—Claro que sí. Aunque reconozco que al principio estaba un poco impresionado. Esto no se parece a una clínica británica; no hay mucha intimidad.

—La verdad es que no puedo elegir. Pero es bueno que todo el mundo vea que un inglés puede hacer algo más que empuñar un rifle. —Hizo una pausa y agregó—: Ayer quería saber usted mis opiniones políticas, ¿no? Pues mire, ahí tiene una.

—Desde luego. Pese a las historias que he oído, todavía estoy asombrado…

—¿De qué, si no le importa que se lo pregunte?

Edgar miró a su alrededor y contestó:

—De que haya conseguido todo esto; de que haya traído su música y su medicina hasta aquí. Resulta difícil creer que no haya participado usted en ninguna batalla.

Anthony Carroll lo miró sin pestañear.

—¿Eso piensa? Es usted muy inocente, amigo mío.

—Quizá sí, pero en el vapor varios pasajeros afirmaban que usted no había disparado jamás un arma.

—Pues mire, puede alegrarse de haberme visto en el consultorio, y no cuando tengo que interrogar a los prisioneros.

Edgar sintió un escalofrío.

—¿Prisioneros? —preguntó.

El doctor bajó la voz y dijo:

—Todo el mundo sabe que los dacoits les arrancan la lengua a sus rehenes. Yo no llego a tanto… Pero no debería inquietarse por eso. Como usted mismo dice, ha venido aquí por la música.

Edgar sentía un ligero mareo.

—Yo… no sabía que…

Se miraron.

De pronto Carroll sonrió abiertamente, y sus ojos centellearon.

—Sólo era una broma, señor Drake. Ya le previne del peligro de hablar de política. No se lo tome todo tan en serio. Y no se preocupe: de aquí todo el mundo sale con la lengua intacta. —Le dio una palmada en la espalda—. Esta mañana ha venido a buscarme —dijo—. Supongo que sería por el Erard, ¿no?

—Así es —contestó Edgar con un hilo de voz—. Pero comprendo que éste no es el momento más oportuno. Ha sido una mañana muy dura…

—Tonterías, es la hora ideal. ¿Acaso afinar no es otra forma de curación? No perdamos más el tiempo. Sé que ha tenido que esperar usted mucho.