12

Un porteador guió a Edgar Drake por un caminito que se adentraba en una zona de espesa vegetación. Más allá había luces que parpadeaban, enmarcadas por las ramas de los árboles. El sendero era estrecho, y los arbustos le arañaban los brazos. «Debe de ser difícil dirigir una columna de soldados por aquí», pensó. Como si le hubiera leído el pensamiento, el doctor Carroll, que iba detrás, dijo con voz fuerte y segura, y con un acento que Edgar no supo identificar:

—Tendrá que disculparnos por el estado del camino: es nuestra primera línea de defensa desde el río. Con esta maleza no hay necesidad de construir fortificaciones. Ya se puede imaginar lo difícil que fue traer un Erard hasta aquí.

—Ya es bastante complicado moverlos por las calles de Londres.

—Lo supongo. De todos modos, esta espesura es muy bonita; la semana pasada llovió un poco, lo cual es raro en esta época, y las plantas se cubrieron de flores. Mañana podrá apreciarlo mejor.

Edgar se detuvo para mirar con más atención, pero al ver que el mozo se alejaba, se puso otra vez en marcha acelerando el paso. No volvió a levantar la cabeza hasta que de pronto desaparecieron los matorrales y entraron en un claro.

Más tarde intentaría recordar cómo había soñado que sería Mae Lwin, pero la primera visión que tuvo superó con creces cualquier idea anterior. La luna iluminaba un grupo de estructuras de bambú que se aferraban a la ladera. El fuerte se hallaba al pie de un escarpado monte y colonizaba unos noventa metros de la pendiente. Muchos edificios estaban conectados mediante escaleras o puentes colgantes; había faroles en las vigas de los tejados, aunque con la luz de la luna parecían innecesarios. Quizá había veinte barracas en total. Era menor de lo que Edgar había imaginado, y lo rodeaba una espesa selva. Por los informes que había leído, sabía que había un poblado shan de varios centenares de habitantes detrás de la montaña.

El doctor Carroll estaba junto a él, con la luna detrás y el rostro en sombras.

—Impresionante, ¿verdad, señor Drake?

—Ya me lo habían dicho, pero no creí que fuera tan… El capitán Dalton intentó describírmelo en una ocasión, pero…

—Dalton es un militar. El ejército todavía no ha enviado ningún poeta a Mae Lwin.

«Sólo a un afinador de pianos», pensó Edgar, y se volvió para admirar el campamento. Un par de pájaros cruzó el claro, gorjeando; como si contestara a su canción, el hombre que había transportado las bolsas desde el río dijo algo desde el balcón de la segunda hilera de casas. El doctor contestó en un idioma extraño que no parecía birmano; era menos nasal, con un tono de diferente textura. El porteador desapareció.

—Le aconsejo que vaya a acostarse —dijo Carroll—. Tenemos mucho de que hablar, pero podemos esperar hasta mañana.

Edgar fue a decir algo, pero el doctor parecía dispuesto a marcharse, así que se despidió con una inclinación de cabeza y le deseó buenas noches. Atravesó el llano y subió por la misma escalera que el mozo. Una vez en la terraza se detuvo para tomar aliento. «Debe de ser la altitud», pensó. Miró alrededor y volvió a inspirar hondo.

Ante él la tierra descendía hacia el río con suavidad a través de un paisaje de bosques y matorrales. En la arenosa ribera había unas cuantas piraguas colocadas una al lado de otra. La luz de la luna era casi cegadora, y Edgar buscó la liebre, como había hecho muchas noches desde que cruzó el Mediterráneo. Ahora la vio por primera vez, corriendo, como si bailara y, al mismo tiempo, intentara escabullirse. Debajo de ella se extendía la selva, densa y oscura; y el Saluén fluía silencioso, mientras el cielo nadaba casi imperceptiblemente en sus aguas. El campamento estaba en silencio. Edgar no había visto a Khin Myo desde su llegada. «Deben de haber ido todos a dormir», pensó. Corría un aire fresco, casi frío, y permaneció allí varios minutos; por fin respiró hondo, se dio la vuelta, entró en la cabaña y cerró. Había un pequeño colchón, cubierto con una mosquitera. El mozo se había marchado. Edgar se quitó las botas y se acostó.

Se había olvidado de cerrar la puerta con llave. Una ráfaga de viento la abrió. La luz de la luna danzaba en las alas de diminutas palomillas.

A la mañana siguiente Edgar se despertó con la sensación de que había alguien cerca; oyó el frufrú de la mosquitera, unas risitas infantiles y notó un aliento cálido cerca de la mejilla. Abrió los ojos y vio media docena de blancos, iris y pupilas; inmediatamente sus dueños chillaron y salieron a trompicones de la habitación.

Ya era de día, y el aire era mucho más fresco que en las tierras bajas. Edgar se había tapado con la delgada sábana; y todavía llevaba puesta la ropa del viaje, sucia y llena de barro. Con el cansancio se le había olvidado lavarse, y las sábanas estaban manchadas. Maldijo en voz alta; luego sonrió, sacudió la cabeza y pensó: «Es difícil enfadarse cuando a uno lo despiertan las risas de los niños». En el entramado de bambú de la pared brillaban puntitos de luz que moteaban la estancia. «Han metido las estrellas». Se levantó y fue hacia la puerta, que seguía abierta; el ruido de sus pasos sobre el suelo de madera produjo un extraño eco de correteos y chillidos en la galería. Se asomó y vio una cabecita al final del rellano, que se escondió detrás de la esquina; más risitas. Edgar cerró, sonriente, y echó un grueso cerrojo. Se quitó la camisa: varios trozos de tierra seca y apelmazada se desprendieron y cayeron al suelo. Buscó una jofaina, pero no había ninguna. Como no sabía qué hacer con la ropa, la dobló como pudo y la dejó junto a la puerta. Se puso ropa limpia: unos pantalones de color caqui, una delgada camisa de algodón y un chaleco oscuro. Se peinó rápidamente y recogió el paquete que le habían entregado en el Ministerio de Defensa para el doctor.

Los niños esperaban en la entrada cuando Edgar abrió. Al verlo echaron a correr por la pasarela, pero con las prisas, uno de ellos tropezó, y los demás cayeron encima de él. Edgar se agachó, levantó a uno de los chicos y, haciéndole cosquillas, se lo colocó sobre el hombro. Lo sorprendió aquella repentina jovialidad. Los otros se quedaron a su lado, envalentonados al ver que el alto extranjero sólo tenía brazos para coger a uno.

En la escalera estuvo a punto de chocar con otro muchacho.

—Señor Drake, el doctor Carroll quiere ver usted.

Miró al chaval que colgaba boca abajo del hombro del inglés, y le reprendió en la lengua shan. Sus compañeros rieron.

—No te enfades —dijo Edgar—. Ha sido culpa mía. Estábamos haciendo lucha libre…

—¿Lucha libre?

—No importa —murmuró, un tanto abochornado.

Dejó al chiquillo en el suelo y todos se dispersaron como pájaros al salir de una jaula. Se alisó la camisa, se pasó los dedos por el pelo y siguió al joven.

Cuando llegaron al claro, Edgar se paró en seco. Las sombras azul oscuro que recordaba de la noche anterior se habían transformado en orquídeas, rosas, hibiscos… Había mariposas por todas partes, diminutas partículas de color que llenaban el aire como confeti. Unos niños jugaban con una pelota de mimbre entretejido, y gritaban mientras botaba caprichosamente por el terreno lleno de baches.

Atravesaron la zona de maleza y llegaron a la orilla del río, donde estaba Carroll sentado ante una mesita para dos. Llevaba una camisa recién planchada de lino blanco, con las mangas enrolladas; iba muy bien peinado, y sonrió cuando apareció el afinador. Al verlo bajo la luz del sol, Edgar recordó de inmediato la fotografía que le habían enseñado en Londres. Debían de habérsela tomado veinte años atrás, pero reconoció al instante los anchos hombros, la nariz y la mandíbula prominentes, el cabello bien arreglado y el oscuro bigote, ahora salpicado de gris. Había algo más que ya había percibido: la mirada inquieta y escurridiza de aquellos ojos azules. El doctor le tendió la mano.

—Buenos días, señor Drake. —Le apretó la mano con fuerza, y Edgar la notó áspera—. Espero que haya dormido bien.

—Como un lirón, doctor. Hasta que los crios han encontrado mi habitación.

—Ah, ya se acostumbrará —dijo, riendo.

—Eso espero. Hacía mucho tiempo que no me despertaban unas voces infantiles.

—¿Tiene usted hijos?

—No, por desgracia no. Pero tengo sobrinos.

Uno de los muchachos le llevó una silla. El río fluía con rapidez, marrón y salpicado de espuma. Edgar había imaginado que vería a Khin Myo, pero Carroll estaba solo. Al principio lo sorprendió la ausencia de la mujer, pues también le habían pedido que fuera hasta allí. Le habría gustado preguntar dónde estaba, pero le resultaba un poco violento; durante el trayecto ella no le había dicho nada sobre el motivo de su viaje a Mae Lwin, y había desaparecido rápidamente en cuanto llegaron.

El doctor señaló el paquete que Drake tenía en las manos.

—¿Me ha traído algo?

—Ah, claro, lo siento. Son partituras. Tiene usted un gusto admirable.

—¿Lo ha abierto? —preguntó arqueando una ceja.

Edgar se ruborizó.

—Sí, lo siento, ya sé que no debí hacerlo, pero… Bueno, admito que sentía curiosidad por saber qué tipo de música había pedido. —Carroll no dijo nada, así que añadió—: Es una selección excelente… Aunque hay algunas partituras sin título que no he reconocido, y cuyas notas no parecen tener mucho sentido musical…

El doctor rió y dijo:

—Es música shan. Estoy intentando hacer versiones para el piano. Las transcribo y las envío a Inglaterra, donde un amigo mío, que es compositor, las adapta y me las devuelve. Siempre me he preguntado qué pensaría alguien que las leyera… ¿Un cigarro?

Sacó una lata de sardinas que tenía envuelta en un pañuelo y exhibió una hilera de puros como el que Edgar le había visto la noche anterior.

—No, gracias. No fumo.

—Lástima. No hay nada mejor. Me los lía una mujer del pueblo. Hierve el tabaco con azúcar de palma y lo cubre con vainilla, canela y Dios sabe qué otros potingues. Se secan al sol. Hay una leyenda birmana de una joven que secaba los cigarros que le preparaba a su amado con el calor de su cuerpo… Ay, pero yo no soy tan afortunado. —Sonrió—. ¿Le apetece un té?

Edgar le dio las gracias y Carroll hizo una seña a uno de los chicos, que acercó una tetera de plata y llenó la taza del afinador. Otro muchacho presentó unas bandejas con comida: pequeños pasteles de arroz, un bol que contenía pimientos aplastados y un tarro de mermelada que Edgar sospechó habían llevado sólo para él.

El doctor encendió un cigarro y dio unas cuantas caladas. Incluso al aire libre, el olor del humo era acre e intenso.

Edgar estuvo tentado de preguntar más cosas sobre aquellas partituras, pero el decoro le aconsejó no hablar de ello hasta que se conocieran mejor.

—Su fuerte es asombroso —comentó.

—Gracias. Intentamos construirlo al estilo shan; es más bonito, y así pudimos utilizar a los artesanos del lugar. Hay cosas, como los edificios de dos plantas y los puentes, que son innovaciones mías, imperativos del campamento: necesitaba estar cerca del río y escondido debajo de la cresta.

Edgar miró hacia la otra orilla.

—El río es mucho mayor de lo que yo pensaba.

—A mí también me sorprendió cuando lo vi por primera vez. Es uno de los más importantes de Asia, recibe las aguas del Himalaya… Pero estoy seguro de que todo eso ya lo sabe usted.

—Leí su carta. Me intrigó mucho su nombre.

—¿Saluén? En realidad los birmanos lo pronuncian thanlwin, una palabra cuyo significado todavía no he conseguido determinar. Than-lwin son unos pequeños címbalos autóctonos. Aunque mis amigos de aquí insisten en que no tienen nada que ver, quizá el tono de la palabra sea diferente, yo lo encuentro muy poético. Los címbalos producen un sonido ligero, como el agua sobre los guijarros. «Río de sonido ligero». No me parece mal apelativo, aunque sea incorrecto.

—¿Y el nombre del pueblo, Mae Lwin?

—Mae significa «río» en shan; igual que en siamés.

—¿Era shan lo que hablaba usted ayer por la noche? —preguntó Edgar.

—¿Lo reconoció usted?

—No… No, claro que no. Pero me pareció que sonaba distinto del birmano.

—Me impresiona usted, señor Drake. Es evidente que no debía esperar menos de un hombre que ha dedicado su vida a estudiar el sonido… Espere… silencio… —Escudriñó la orilla opuesta.

—¿Qué pasa?

—¡Sh!

Levantó una mano. Frunció el entrecejo, concentrado.

Se oyó un débil crujido entre la maleza. Edgar se enderezó.

—¿Hay alguien? —preguntó en voz baja.

—¡Sh! No se mueva.

Carroll susurró algo al muchacho, que le llevó un pequeño telescopio.

—¿Ocurre algo?

El doctor se acercó el instrumento a los ojos y alzó una mano para imponer silencio.

—No… nada… no se preocupe, espere, allí… ¡Aja! ¡Justo lo que creía!

Se volvió y miró al afinador, sin dejar de apuntar hacia la otra orilla.

—¿Qué pasa? —susurró Edgar—. ¿Nos atacan?

—¿Atacarnos? —Le entregó el catalejo—. No, nada de eso. Es algo mucho más divertido, señor Drake: sólo lleva usted un día aquí y ya va a ver una Upupa epops, una abubilla. Estamos de suerte. Tengo que registrarlo: es la primera vez que veo una en el río. Prefieren el campo abierto, más seco. Debe de haber venido hasta aquí a causa de la sequía. ¡Qué maravilla! Fíjese en el hermoso copete de plumas que tiene en la cabeza: vuela como una mariposa.

—Sí.

Edgar fingió compartir el entusiasmo del doctor. Miró con el telescopio el pájaro que estaba posado al otro lado. Era pequeño y gris, y desde aquella distancia no tenía nada más que llamara la atención; después emprendió el vuelo y desapareció.

—¡Lu! —gritó Carroll—. ¡Tráeme el diario!

El muchacho le llevó un libro marrón atado con una cuerda. El doctor lo abrió, se puso unos quevedos y garabateó unas cuantas palabras. Le devolvió el libro al chico y miró por encima de los anteojos a Edgar.

—Estamos de suerte —repitió—. Los shan dirían que su llegada ha sido propicia.

El sol se alzó por fin por detrás de los árboles que bordeaban la ribera. El doctor miró al cielo y comentó:

—Qué tarde se ha hecho. Tenemos que irnos pronto. Nos queda mucho camino por delante.

—No sabía que tuviéramos que ir a ningún sitio.

—¡Oh! Lo siento mucho, señor Drake. Debí decírselo anoche: hoy es miércoles, el día en que voy a cazar. Será un honor contar con su compañía, y creo que le gustará.

—A cazar… Pero… ¿y el Erard?

—Claro, claro. —Dio una palmada en la mesa—. ¡El Erard! No, no lo he olvidado. Lleva usted semanas viajando para repararlo, ya lo sé. No se inquiete, pronto se habrá cansado de ese piano.

—No, no se trata de eso. Es que me gustaría verlo, como mínimo. La verdad es que no tengo ninguna experiencia como cazador. Es más, no he empuñado jamás un arma salvo en una cacería a la que me llevaron en Rangún. Es una larga y triste historia… Y, cuando veníamos hacia aquí…

—… cayeron en una emboscada. Khin Myo me lo ha contado. Por lo visto se portó usted como un héroe.

—Qué va, nada de eso. Me desmayé, estuve a punto de matar un poni y…

—No se preocupe, señor Drake. Cuando voy de caza, es raro que llegue a disparar. Quizá mate un par de jabalíes, suponiendo que haya suficientes jinetes para traerlos luego; pero ése no es el motivo principal.

Edgar empezaba a sentirse cansado.

—En ese caso, supongo que debería preguntar cuál es el propósito.

—Coleccionismo; botánico, sobre todo, aunque eso también significa médico. Envío muestras a los Reales Jardines Botánicos de Kew. Es asombroso lo que nos queda por aprender. Llevo doce años aquí y ni siquiera he empezado a abarcar la farmacopea shan. De todos modos, me encantaría que viniera usted conmigo porque es una excursión preciosa, porque acaba de llegar, porque es mi invitado y porque sería una grosería por mi parte no mostrarle las maravillas de su nuevo hogar.

«Mi nuevo hogar», pensó Edgar Drake, y en ese momento hubo otro susurro de hojas al otro lado del río, y un pájaro emprendió el vuelo. Carroll cogió el telescopio y miró por él. Por fin lo bajó.

—Un martín pescador con cresta. No son raros por aquí, pero de todos modos es precioso. Partiremos dentro de una hora. El Erard sobrevivirá un día más sin afinar.

Edgar esbozó una leve sonrisa.

—¿Tengo tiempo para afeitarme, al menos? Hace días que no lo hago.

El doctor se puso en pie.

—Por supuesto. Pero no se preocupe demasiado por el aseo; dentro de poco estaremos sucísimos. —Dejó la servilleta encima de la mesa y volvió a dirigirse a uno de los chicos, que corrió por el claro. Miró a Edgar y dijo—: Después de usted.

Tiró el cigarro al suelo y lo apagó con la suela de la bota.

Cuando Edgar volvió a su habitación, encontró una pequeña jofaina llena de agua en la mesa, con una navaja, crema de afeitar, una brocha y una toalla al lado. Se mojó la cara y sintió un breve alivio. No sabía qué pensar de Carroll, ni del hecho de tener que aplazar su trabajo para ir a buscar flores, y se dio cuenta de que lo asaltaban dudas más ambiguas. Había algo desconcertante en la actitud del doctor; no sabía cómo conciliar las leyendas del soldado-médico con el hombre cordial, simpático e incluso paternal que le ofrecía té y tostadas con mermelada y se emocionaba al ver cierto pájaro. «A lo mejor lo que me llama la atención es que todo siga siendo tan inglés», pensó. Al fin y al cabo, un paseo, si es que se trataba de eso, era una forma adecuada de recibir a un invitado. Sin embargo, estaba inquieto, y se afeitó con mucho cuidado, deslizando lentamente la navaja por la piel. Luego se pasó las manos por las mejillas para comprobar su suavidad.

Se montaron en un par de ponis shan que les habían ensillado y habían dejado atados en el claro. Alguien les había puesto florecillas en la crin.

Enseguida los alcanzó Nok Lek. Edgar se alegró de verlo de nuevo, y se fijó en que no se comportaba igual que durante el viaje; su juvenil seguridad parecía más contenida en presencia del doctor, más respetuosa. Los saludó inclinando la cabeza, y Carroll le indicó con una seña que fuera delante. Él se volvió ágilmente y salió al galope.

Dejaron el fuerte y tomaron un sendero que discurría paralelo al río. Guiándose por la posición del sol, Edgar dedujo que se dirigían hacia el sudeste. Pasaron por un bosquecillo de sauces que se extendía desde la ribera. El follaje era denso y bajo, y Edgar tenía que ir agachando la cabeza para que las ramas no lo tiraran de la silla. El camino torcía para subir por una ladera; poco a poco los árboles quedaron atrás, y las matas se volvieron más secas. Se detuvieron en la cresta que protegía el campamento. Abajo, hacia el nordeste, se veía un ancho valle cubierto de diminutos poblados de bambú; al sur había una pequeña serie de colinas que seguían la línea ascendente del terreno, como las vértebras de un esqueleto desenterrado; a lo lejos había montañas más altas que apenas se distinguían a causa del resplandor del sol.

—Siam —dijo el doctor señalándolas.

—No sabía que estuviéramos tan cerca.

—A unos ciento veintinueve kilómetros. Por eso le interesa tanto al Ministerio de Defensa conservar el estado shan. Los siameses son nuestra única barrera contra los franceses, que ya tienen tropas cerca del Mekong.

—¿Y esos asentamientos?

—Son poblados shan y birmanos.

—¿Qué cultivan?

—Sobre todo opio…, aunque la producción de esta zona no puede compararse con la del norte, en Kokang, el país Wa. Dicen que allí hay tanto que las abejas se quedan dormidas y no se despiertan nunca. Pero lo que se recoge aquí también es importante… Ahora entenderá usted por qué no queremos perder Shan. —Metió la mano en el bolsillo y sacó la lata de sardinas. Se puso un cigarro en la boca y volvió a ofrecerle a Edgar—. ¿Todavía no ha cambiado de idea?

Él negó con la cabeza.

—He leído algo sobre la adormidera. Creía que Gran Bretaña la había prohibido en las colonias. Según los documentos…

—Ya sé qué dicen —lo atajó Carroll. Encendió el puro y prosiguió—: Si los lee con atención, comprobará que una ley de mil ochocientos setenta y ocho vetó las plantaciones de opio en Birmania; sin embargo, en esa época nosotros no controlábamos el estado de Shan. Eso no significa que no haya presiones para que se ponga fin a ese cultivo. Pero se habla mucho más de ello en Inglaterra que aquí, lo cual probablemente sea el motivo de que muchos de… nosotros, los que redactamos los informes, seamos selectivos con lo que decimos.

—Ahora no sé qué pensar de los otros expedientes.

—No se preocupe. La mayor parte de lo que dicen es cierto, aunque tendrá que acostumbrarse a los matices, a las diferencias entre lo que leyó en Inglaterra y lo que verá aquí, sobre todo si se trata de asuntos relacionados con la política.

—Bueno, yo no entiendo mucho de ese tema; mi esposa lo sigue mucho más que yo. —Hizo una pausa—. Pero me interesará mucho oír todo lo que usted pueda explicarme.

—¿Sobre política, señor Drake?

—En Londres todo el mundo tiene su propia opinión sobre el futuro del Imperio. Estoy seguro de que usted sabe mucho más que ellos.

El doctor agitó el cigarro.

—En realidad no pienso mucho en política. Me parece muy poco práctica.

—¿Cómo?

—Sí. El opio, por ejemplo. Antes de la rebelión sepoy, cuando la Compañía de las Indias Orientales administraba nuestras propiedades en Birmania, su cultivo se incentivaba incluso, porque su venta resultaba muy lucrativa. Pero siempre ha habido una tendencia a vedarlo o gravarlo con impuestos, por parte de los que objetaban que tenía «efectos corruptores». El año pasado, la Sociedad para la Prohibición del Comercio del Opio exigió al virrey que lo ilegalizara. Su demanda fue rechazada sin mucho alboroto. Eso no debería sorprendernos; es uno de nuestros mejores productos comerciales en la India. Y la verdad es que con prohibirlo no se consigue nada: los mercaderes empiezan a pasarlo de contrabando por mar. Los traficantes son muy inteligentes, por cierto. Meten el opio en bolsas y las atan a unos bloques de sal; si les registran el barco, no tienen más que arrojar el cargamento al agua. Pasado cierto tiempo, la sal se disuelve, y el paquete sale a la superficie.

—Habla usted de ello como si lo aprobara.

—¿El qué? ¿El opio? Es uno de los mejores medicamentos que tengo, un antídoto contra el dolor, la diarrea, la tos…, que son los síntomas más comunes de las enfermedades que trato. Cualquiera que pretenda organizar programas sobre esas materias debería venir primero aquí.

—No lo sabía —dijo Edgar—. ¿Qué piensa entonces del autogobierno? Por lo visto es la cuestión más urgente…

—Por favor, señor Drake. Hace una mañana espléndida; no la estropeemos hablando de política. Ya sé que después de un viaje tan largo es lógico que se interese por esos temas, pero yo los encuentro muy aburridos. Verá…, cuanto más tiempo pasa uno aquí, menos importan las opiniones.

—Pero usted ha escrito tanto…

—Yo he redactado historias, señor Drake, no asuntos políticos. —Señaló a Edgar con el extremo encendido de su cigarro—. No es algo que me guste. Si ha oído lo que dicen algunos sobre el trabajo que desempeño aquí, creo que entenderá por qué.

Edgar Drake empezó a murmurar una disculpa, pero el doctor no respondió. Un poco más allá, donde el camino se estrechaba, esperaba Nok Lek. Se pusieron en fila y siguieron el sendero que se adentraba en la selva que cubría el otro lado de la cresta.

Cabalgaron durante casi tres horas. Al descender entraron en un valle que se abría al sur de las montañas. Pronto la senda volvió a ensancharse, y Nok Lek se colocó de nuevo en cabeza; el doctor y el afinador iban detrás, juntos. Edgar se dio cuenta enseguida de que a Carroll no le interesaba lo más mínimo la caza. Le habló de las cumbres bajo cuya sombra avanzaban, le explicó que había trazado los mapas de la zona cuando llegó allí, y que había medido la altitud mediante barómetros. Le habló también de la geología, la historia y los mitos locales de los afloramientos, las cañadas y los ríos por los que pasaban. «Aquí tienen sus siluros los monjes». «Aquí vi por primera vez un tigre en la meseta, algo muy inusual». «Aquí se reproducen los mosquitos; estoy haciendo experimentos sobre la expansión de la malaria». «Aquí hay una entrada al mundo de los nga-hlyin, los gigantes birmanos». «Aquí se cortejan los enamorados shan; a veces se oyen flautas». Sus narraciones parecían inagotables, y en cuanto acababa el relato de una montaña empezaba el de otra. Edgar Drake estaba perplejo; por lo visto el doctor no sólo sabía distinguir las flores, sino que, además, conocía sus usos medicinales, su clasificación científica, sus nombres locales en birmano y en shan y sus leyendas. En varias ocasiones, señalando un matorral en flor, explicó que aquella planta era desconocida para la ciencia occidental.

—He enviado muestras a la Linnean Society y a los Reales Jardines Botánicos de Kew, y hasta hay una especie que lleva mi nombre, una orquídea, a la que han denominado Dendrobium Carrollii, y una liliácea que se llama Lilium carrollianum, y otra, Lilium scottium. A ésa le puse el nombre de George Scott, el gobernador del estado de Shan, un amigo al que admiro profundamente. Pero hay más… —Al decir eso incluso detuvo su poni y miró a los ojos a Edgar, radiante—: Mi propio género, Carrollium trigeminum, que significa «de tres raíces», una referencia al mito shan de los tres príncipes, que prometo contarle pronto; o quizá debería dejar que se lo cuenten los nativos… No importa; esa flor, de perfil, parece la cara de un príncipe y es una monocotiledónea: tiene tres pares de pétalos y sépalos, como tres parejas de novios.

De vez en cuando se paraba a recoger flores y plantas y las colocaba entre las hojas de un gastado libro con tapas de cuero que llevaba en la alforja.

Se detuvieron junto a un matorral cubierto de pequeños capullos amarillos.

—Ésa —explicó, señalándola— todavía no tiene nombre oficial, porque he de mandar ejemplares a la Linnean Society. —Llevaba la camisa arremangada y Edgar pudo apreciar el bronceado de su brazo—. No ha sido nada fácil conseguir que publicaran mi obra botánica; por lo visto, al ejército le preocupa que mis explicaciones revelen secretos de estado… ¡Como si los franceses no conocieran Mae Lwin! —Suspiró—. En fin, supongo que tendré que retirarme si quiero editar una farmacopea. A veces me gustaría ser un civil para no estar sujeto a reglas ni a disciplina; pero supongo que entonces no estaría aquí.

Siguieron adelante, y el nerviosismo y la desorientación de Edgar empezaron a disiparse ante el entusiasmo del doctor. Ya no se acordaba de todas las preguntas que se hacía sobre música, el piano, la opinión de los shan y los birmanos sobre Bach y Haendel, la causa de que Carroll permaneciera allí y, por último, la razón por la que lo había mandado llamar. Era extraño, pero parecía de lo más natural estar paseando a caballo por la selva en busca de plantas sin nombre, mientras intentaba seguir el discurso del doctor, repleto de historias sobre los shan, nomenclatura latina y referencias literarias. Un ave de rapiña volaba sobre sus cabezas y cogió una corriente que ascendía. Edgar se imaginó lo que debía de estar viendo: tres diminutas figuras que desfilaban por un camino seco entre pedregosas colinas; poblados minúsculos; el lánguido curso del Saluén; las montañas, hacia el este; la meseta Shan que descendía hacia Mandalay; y, por último, toda Birmania, Siam, la India, los ejércitos reunidos allí, formaciones de soldados franceses y británicos que esperaban, que no podían verse, pero que el pájaro sí veía; y en medio, tres hombres que cabalgaban en fila y recogían flores.

Pasaron junto a casas construidas sobre pilares y polvorientos caminos que conectaban las aldeas, cuya entrada señalaban portales de madera. En uno de ellos vieron unas ramas entretejidas que impedían el paso, y un trozo de papel con algo escrito. El doctor Carroll explicó que aquel poblado estaba afectado por la viruela, y que aquel texto era una fórmula mágica para combatir la enfermedad.

—Es terrible —agregó—. Ahora en Inglaterra vacunamos a la gente; hace varios años que es obligatorio y, sin embargo, se niegan a suministrarme suficientes dosis para hacer lo mismo aquí. La viruela es tremenda, sumamente contagiosa, y desfigura a los enfermos; si sobreviven.

Edgar se revolvió, incómodo, en la silla de montar. Cuando era pequeño, había habido un pequeño brote de ese mal en los barrios bajos del este de Londres. A diario aparecían en los periódicos dibujos de las víctimas: niños cubiertos de pústulas, pálidos y demacrados como cadáveres.

Pronto empezaron a aparecer afloramientos rocosos; surgían de la tierra como molares gastados. A Edgar no se le escapó aquella comparación, pues el paisaje, abierto, se estrechó de repente, y se metieron en un barranco que discurría entre dos altas cumbres, como si descendiera hacia los intestinos de la tierra.

—Cuando llega la temporada de lluvias, este camino se inunda por completo —explicó Carroll—. Pero ahora estamos sufriendo una de las peores sequías de la historia.

—Recuerdo haberlo leído en una de sus cartas; y mucha gente con la que he hablado lo ha mencionado.

—Pueblos enteros están muriendo de hambre por culpa de las malas cosechas. Si el ejército entendiera cuánto podríamos conseguir con comida… Sólo con eso no tendríamos que preocuparnos por la guerra.

—Decían que era imposibe traer alimentos hasta aquí por culpa de los dacoits, en concreto debido a un bandido shan llamado Twet Nga Lu…

—Veo que también sabe eso —repuso el doctor, y su voz resonó en las paredes del desfiladero—. Algo de cierto hay, aunque a los oficiales les encanta exagerar la leyenda del bandolero para hacerse los valientes; necesitan ponerle una cara al riesgo al que se enfrentan. Eso no quiere decir que Twet Nga Lu no suponga ningún peligro. Pero la situación es más complicada, y si nuestro objetivo es la paz, hará falta algo más que la derrota de un solo individuo… En fin, ya estoy filosofando otra vez, y le he prometido no hacerlo. ¿Conoce usted la historia del país?

—No, sólo un poco. La verdad es que todavía estoy muy confuso con los nombres.

—Eso nos pasa a todos. No sé qué informes habrá leído, ni cuándo se escribirían; espero que le dieran alguno de los míos. Aunque oficialmente anexionamos la Alta Birmania el año pasado, no hemos podido controlar el estado de Shan y, por lo tanto, es casi imposible destacar tropas aquí. En nuestro esfuerzo por pacificar la región, la «penetración pacífica», en la jerga del Ministerio de Defensa, una expresión que yo encuentro deplorable, hemos tenido que enfrentarnos con la Confederación Limbin, una alianza de sawbwas, así es como los shan llaman a sus príncipes, que pretende acabar con el dominio británico. Twet Nga Lu no forma parte de esa federación, sino que es un caudillo ilegítimo que opera al otro lado del Saluén. Podríamos llamarlo un dacoit, de no ser porque tiene muchos defensores; la leyenda que lo rodea se debe en parte a que trabaja solo. A la Confederación no se la puede vilipendiar fácilmente porque está organizada, e incluso envía sus propias delegaciones. Dicho de otro modo, parece un gobierno con todas las de la ley. En cambio, Twet Nga Lu se niega a cooperar con unos y con otros.

Edgar empezó a hacerle preguntas al doctor sobre los rumores acerca del Príncipe Bandido que había oído a bordo del vapor, pero entonces se oyó un fuerte ruido sobre sus cabezas. Miraron hacia arriba y vieron un pájaro enorme que salía de entre los peñascos.

—¿Qué era eso? —preguntó el afinador.

—Un ave de presa, preciosa; de hecho también las hay en Europa. Ésa es un poco mayor que las otras, seguramente era una hembra. Aquí hay que tener mucho cuidado con las serpientes; suelen salir a esta hora del día para calentarse al sol. El año pasado una víbora mordió a un poni y le causó una herida terrible. Sus picaduras pueden dejar en coma a los humanos en cuestión de segundos.

—¿Entiende usted mucho de eso?

—He recogido varios venenos y he intentado analizarlos. Me ha ayudado un curandero, un ermitaño que vive en las montañas y que, según los aldeanos, vende sustancias tóxicas a los asesinos.

—Qué horror.

—No crea, la muerte por envenenamiento puede ser muy apacible, comparada con otros métodos que se ven por ahí —dijo, y añadió—: No se preocupe, señor Drake, no le interesan los afinadores de pianos ingleses.

Continuaron el descenso. Carroll señaló el fondo de la quebrada.

—Escuche —dijo—. Pronto oirá el río.

Además del ruido de los cascos, percibieron un rumor lejano, más profundo. El camino seguía bajando, y los animales intentaban mantenerse firmes entre las piedras. Al final Carroll se detuvo.

—Tenemos que desmontar —dijo—. Esto se está poniendo demasiado difícil para los ponis.

Bajó con agilidad de un solo movimiento. Nok Lek lo imitó, y luego Edgar Drake, que seguía pensando en serpientes. El sonido se intensificó. El barranco se estrechaba mucho, y apenas había espacio para que pasaran en fila. Edgar vio ramas y troncos amontonados en el pasaje, restos de inundaciones pasadas. Luego la garganta describía una marcada curva, y parecía que el suelo se hubiera esfumado bajo los pies de los viajeros. Carroll le dio las riendas de su montura a Nok Lek y se acercó con cuidado al borde del acantilado.

—Venga a ver esto, señor Drake —gritó.

Edgar se aproximó al doctor con cautela. El camino descendía bruscamente hasta un río que fluía a unos seis metros de donde se encontraban. Las piedras eran plateadas, abrillantadas por la erosión del agua. Edgar miró hacia arriba; el sol parpadeaba en lo alto a través de una delgada tajada de cielo. Notó que el agua le salpicaba la cara, y sintió que el estruendo de los rápidos sacudía el suelo.

—Durante la estación de las lluvias esto es una cascada; el río va el doble de lleno. Esta agua viene desde Yunnan, en China, y procede de la nieve derretida. Y ahora verá; acompáñeme.

—¿Qué?

—Venga y observe.

Edgar avanzó con dificultad entre las piedras, mojadas por la espuma que arrojaba el río. El doctor estaba de pie al borde del precipicio, mirando hacia las peñas de arriba.

—¿Qué pasa? —preguntó el afinador.

—Mire con atención; en la roca. ¿Las ve? Esas flores.

Toda la pared del cañón estaba cubierta por un blando musgo, pero de la alfombra verde surgían miles de diminutas florecillas, tan pequeñas que Edgar las había confundido con gotas de agua.

—Espere; hay más. —Carroll se dirigió a una parte lisa del muro—. Pegue la oreja aquí —dijo.

—¿Cómo?

—Vamos, ponga la oreja y escuche.

Edgar lo miró con escepticismo. Se agachó y acercó la cabeza a la piedra.

De las profundidades rocosas surgía una canción, extraña y cautivadora. Se apartó, e inmediatamente dejó de oírla; volvió a arrimarse y la oyó de nuevo. El sonido le resultaba familiar; parecía el de un millar de sopranos impostando sus voces antes de cantar.

—¿De dónde sale? —gritó.

—La roca está hueca —contestó Carroll—. Lo que oye son las vibraciones del río, una aguda resonancia. Bueno, ésa es una explicación. La otra es shan: según ellos se trata de un oráculo; los que necesitan consejo vienen aquí a escuchar. Mire allí arriba. —Señaló un montoncito de piedras sobre el que habían dejado una corona de flores—. Es el santuario de los espíritus que cantan. He pensado que le gustaría conocerlo. Me parece un lugar ideal para un amante de la música.

Edgar se levantó, sonrió y volvió a secarse las gafas. Mientras hablaban, Nok Lek bajó de los caballos varios cestos llenos de hojas de banano rellenas, que colocó a unos metros del precipicio, donde estaba seco. Se sentaron a almorzar mientras escuchaban el río. La comida no se parecía a los fuertes currys que Edgar había tomado en las tierras bajas. Cada envoltura contenía algo diferente: trozos de pollo salteados; calabaza frita; una pasta picante que olía a pescado pero que tenía un sabor dulce mezclada con el arroz, que también sabía distinto; pegajosas bolas de granos casi transparentes…

Al terminar se levantaron y llevaron los ponis por la pendiente, hasta que el terreno fue lo bastante llano para montar de nuevo. El sendero ascendía poco a poco; se alejaba del frescor del desfiladero y se adentraba en el calor de la meseta.

Carroll decidió regresar al campamento por una ruta que los llevaría a través de un bosque petrificado. En comparación con el viaje de ida, la tierra era cálida y llana, y la vegetación, seca; pero, aun así, el doctor se detuvo varias veces para mostrarle más plantas a Edgar: diminutas orquídeas que se escondían en la sombra; plantas carnívoras de aspecto inofensivo, cuyas técnicas Carroll explicó con macabro detallismo; árboles que proporcionaban agua, caucho, medicinas…

El solitario camino los llevó por un antiguo grupo de templos donde había docenas de pagodas doradas dispuestas en líneas geométricas. Los edificios eran de diferente tamaño, época y forma; algunos estaban recién pintados y ornamentados, otros estaban descoloridos y desconchados. Había uno con forma de serpiente enroscada. Reinaba un misterioso silencio. Los pájaros revoloteaban a poca altura del suelo. Sólo vieron a un monje que parecía tan viejo como los santuarios; tenía la piel oscura y arrugada, y el polvo, incrustado en la piel. Cuando los viajeros se acercaron, el anciano estaba barriendo el sendero, y Edgar vio que Carroll juntaba las palmas de las manos y se inclinaba ligeramente para saludarlo. El hombre no dijo nada; continuó barriendo, y el palo de su escoba de paja siguió oscilando al ritmo de su hipnótico canto.

El trayecto era largo, y Edgar empezó a sentirse cansado. Supuso que el doctor debía de haber viajado mucho por la meseta para conocer todos los arroyos y montes; y pensó que si se separaban, sería incapaz de encontrar el camino de regreso. Hubo un breve instante en que aquella idea lo asustó. «Pero si he confiado en él al decidir acompañarlo —se dijo—, no hay motivo para que deje de hacerlo». La senda se estrechó y Carroll se puso en cabeza; detrás de él, Edgar lo miró mientras cabalgaba, con la espalda recta y una mano en la cintura, alerta, vigilante.

Pasaron de la selva a una ancha cresta y volvieron a bajar al valle del que habían salido. El sol se estaba poniendo, y desde una de las colinas Edgar vio el Saluén. Cuando llegaron a Mae Lwin ya era de noche.