11

En la estación seca, la forma más rápida de llegar a Mae Lwin era en elefante, por una senda que habían trazado los soldados shan durante la segunda guerra anglo-birmana, y que entonces utilizaban esporádicamente los traficantes de opio. Pero hacía poco se habían producido varios asaltos en ese camino, y por ello el capitán Nash-Burnham propuso que fueran en elefante hasta un pequeño afluente del Saluén situado al este de Loilem, y que desde allí siguieran en canoa hasta el campamento de Carroll. Él no podía acompañarlos, pues tenía trabajo en Mandalay.

—Pero salude al doctor de mi parte, por favor —le pidió—. Dígale que aquí lo echamos mucho de menos.

A Edgar no le pareció que aquél fuera momento para simples cumplidos y supuso que el capitán diría algo más; sin embargo, éste se limitó a tocarse el casco a modo de despedida.

El día señalado, Khin Myo despertó a Edgar y le comunicó, a través de la puerta de su dormitorio, que un hombre quería hablar con él. Drake fue a la entrada y se decepcionó al no encontrar ningún elefante, como esperaba, sino a un joven birmano que recordaba haber visto en la recepción. El muchacho estaba sin aliento.

—Vengo de parte del gobernador a anunciarle que su partida sufrirá cierto retraso, y a pedirle disculpas.

Edgar intentó disimular la sonrisa que le provocó el acento del chico, pues no deseaba que la interpretara como conformidad con la noticia.

—¿Cuándo cree tu amo que podré marcharme? —le preguntó.

—¡Oh, señor! ¡Eso no lo sé! Si quiere puede consultárselo usted mismo.

—¿No puedes decirme al menos si saldremos hoy?

—¡Oh, no! ¡Hoy no, señor!

El énfasis de la respuesta dejó a Edgar sin habla; a él le habría gustado añadir algo, pero se limitó a asentir y cerró la puerta. Se encogió de hombros, miró a Khin Myo, que dijo: «¿Eficacia británica?», y volvió a acostarse. Aquella tarde terminó una larga carta que llevaba varios días redactando para Katherine, en la que describía su visita al teatro de marionetas. Edgar empezaba a acostumbrarse a los retrasos burocráticos. Al día siguiente escribió más cartas, una sobre el controvertido saqueo que los soldados británicos habían hecho en el palacio de la ciudad, y otra sobre la gran sensación causada por la Dama Peluda de Mandalay, una pariente lejana de la familia real, que tenía todo el cuerpo cubierto de largo y suave vello. Y el día después fue a dar un largo paseo por el bazar. Y esperó.

Sin embargo, cuatro días más tarde de la fecha prevista para irse, el nerviosismo acabó por superar el respeto y la paciencia de un hombre que llevaba toda una vida reparando cuerdas y macillos, y se presentó en la residencia del gobernador para averiguar cuándo se marcharía. En la puerta lo recibió el mismo birmano que había ido a su casa.

—¡Oh, señor Drake! —exclamó—. ¡Pero si mi amo está en Rangún!

Entonces Edgar se dirigió al cuartel general y preguntó por Nash-Burnham. El joven cabo que lo atendió en la entrada lo miró con extrañeza.

—Creía que estaba usted informado de que el capitán también se encuentra en Rangún.

—¿Puedo preguntarle a qué ha ido? Yo tenía que partir hacia Mae Lwin hace cuatro días. He venido desde muy lejos, y mi viaje ha supuesto un gran sacrificio, no sólo para mí. Sería una lástima que tuviera que perder más tiempo.

El soldado se ruborizó.

—Creía que se lo habían dicho. Yo… Discúlpeme, aguarde un momento. —Se levantó deprisa y entró en un despacho. Edgar lo oyó hablar con alguien en voz baja. Al poco rato regresó y añadió—: Sígame, por favor, señor Drake.

Lo guió hasta una habitación pequeña, vacía salvo por unas sillas y un escritorio que rebosaba documentos sobre los que descansaban unas toscas figurillas de madera usadas para pesar opio.

Los pisapapeles eran innecesarios, pues no había ninguna corriente. El cabo cerró la puerta tras Edgar y le dijo:

—Siéntese, por favor. —Y tras una pausa añadió—: Han asaltado Mae Lwin.

Los detalles de la historia todavía no estaban claros, y tampoco la identidad de los atacantes. La noche anterior a la partida de Edgar un mensajero a caballo llegó a la residencia del gobernador. Informó de que dos días antes un grupo de jinetes enmascarados habían asaltado Mae Lwin, habían prendido fuego a uno de los almacenes y habían matado a un vigilante. Durante la confusión que se creó, hubo una breve batalla, y murió otro centinela shan. Carroll estaba a salvo pero muy preocupado. Sospechaban que Twet Nga Lu, el bandido que estaba haciendo su guerra particular para conquistar el estado de Mongnai, era el responsable. Habían conseguido recuperar la mayoría de las provisiones, aunque varios tarros con medicamentos se habían estropeado.

—Por lo visto una bala perdida también alcanzó… —el cabo se interrumpió para elegir con cuidado sus palabras— otros artículos importantes para los trabajos que realiza el doctor.

—Espero que no se refiera al Erard.

El joven se removió en la silla, incómodo.

—Señor Drake —dijo—, comprendo la importancia de su encargo, y también las duras condiciones que ha tenido que soportar para llegar hasta aquí, haciendo gala de su profundo respeto y entrega a la Corona. —Hizo una breve pausa y prosiguió—: Esta ofensiva se ha producido en un momento muy delicado. Como debe de saber, desde noviembre del año pasado participamos directamente en actividades militares en el estado de Shan. Una columna dirigida por el coronel Stedman salió de Mandalay a principios de este mes. Y hace sólo seis días recibimos la noticia de que la habían asaltado. Debido a la concentración de fuerzas de la Confederación Limbin en esa zona, la acción contra nuestras tropas no nos extrañó. Sin embargo, lo de Mae Lwin sí ha supuesto una sorpresa, y todavía no sabemos quiénes eran esos encapuchados, ni cómo consiguieron los rifles. Se especula, incluso, con que pueda habérselos proporcionado el ejército francés, cuya posición exacta desconocemos. Por desgracia, de momento no puedo decirle nada más por motivos de seguridad.

Edgar se quedó mirándolo.

—Lamento muchísimo contrariarlo, señor Drake. De hecho, estoy hablando sin autorización, pues estas decisiones se tomarán en Rangún, pero quiero que entienda cuál es la situación. Cuando regrese, el capitán Nash-Burnham podrá decirle si debe permanecer usted en Mandalay o regresar en vapor a Rangún. Hasta entonces sólo puedo recomendarle que disfrute de las distracciones de que dispone y que no se preocupe demasiado. —Se inclinó hacia delante y añadió—: ¿Señor Drake? —El afinador no dijo nada—. Mae Lwin es un lugar espantoso, señor Drake, pese a lo que hayan podido contarle para que viniera aquí. Es una zona pantanosa donde abunda la malaria, y con un clima que no favorece en absoluto a los ingleses. Y por si fuera poco, está el peligro de estos últimos ataques… Quizá lo mejor sería abandonar definitivamente el puesto. A mí no me importaría, desde luego. De hecho, creo que tiene usted suerte porque ha visto las ciudades más bonitas de Birmania.

Edgar esperó. En la habitación hacía un calor sofocante. Por fin se puso en pie.

—Bien, muchas gracias. Tengo que marcharme.

El cabo le tendió la mano.

—Señor Drake, le agradecería que no comentara esta conversación con mis superiores. Aunque la suya es una misión menor, suele ser el capitán Nash-Burnham quien se ocupa de los asuntos civiles.

—Es menor, ¿verdad? No, no se angustie. No se lo contaré a nadie. Muchas gracias.

El joven sonrió.

—De nada —replicó.

Querida Katherine:

No sé qué va a llegar antes, si esta carta o yo. Ha pasado una semana desde la fecha prevista para mi partida y todavía sigo en Mandalay. Te he descrito muchas veces esta ciudad, pero tendrás que perdonarme si ya no me queda entusiasmo para más. La verdad es que estoy bastante desconcertado, y por los últimos acontecimientos empiezo a dudar que vaya a conocer al doctor Carroll o su Erard.

Han atacado Mae Lwin. Me lo ha dicho un cabo en el cuartel general; pero no sé prácticamente nada más. Cada vez que le pregunto a alguien qué está pasando, sólo obtengo evasivas o expresiones de perplejidad. «Se está celebrando una importante reunión estratégica en Rangún», me responden. O: «Este incidente debe abordarse con la mayor seriedad». Sin embargo, me sorprende que no se haya requerido la presencia del doctor Carroll; por lo visto, él sigue en Mae Lwin. Aseguran que eso se debe a la necesidad militar de conservar el fuerte, lo cual parece una explicación bastante lógica, aunque lo dicen de una manera que me produce cierta inquietud. Al principio me entusiasmó, en cierto modo, la perspectiva de que hubiera un poco de intriga o de escándalo; al fin y al cabo, encajaba muy bien con este país, donde todo es tan esquivo. Pero hasta eso ha empezado a cansarme. Lo peor que se me ocurre (que al doctor Carroll lo están manteniendo al margen de una decisión crítica) ya no me parece censurable. Dicen que un hombre obsesionado por un piano tiene que ser propenso a otro tipo de excentricidades, que no habría que confiar en él ni destinarlo a un puesto tan crucial. Lo más doloroso para mí es que, de alguna manera, estoy de acuerdo con los que opinan así. Un piano no significa nada si los franceses están planeando invadir la otra orilla del Mekong. De todas formas, me cuesta aceptar ese punto de vista, pues si cuestiono al doctor me cuestiono a mí mismo.

Querida Katherine, cuando salí de Inglaterra una parte de mí dudaba que algún día conociese Mae Lwin. Se me antojaba un lugar demasiado lejano y había demasiados obstáculos en el camino. Sin embargo, ahora que es probable que suspendan mi misión, no puedo creer que no vaya a llegar al fuerte. Desde hace seis semanas apenas pienso en otra cosa. Me lo he imaginado a partir de los mapas y los documentos que me han proporcionado. He redactado listas de las cosas que haré allí, de las montañas y los arroyos descritos en los informes de Carroll que quiero ver… Es muy raro, Katherine, pero ya había empezado a pensar en las historias que te contaría a mi vuelta: qué me pareció el famoso doctor cuando me lo presentaron; cómo arreglé y afiné el Erard, y rescaté ese valioso instrumento; cómo cumplí con mi deber con Inglaterra… De hecho, quizá sea esta idea lo que se ha convertido en el objetivo más escurridizo. Ya sé que hablamos mucho en casa, y sigo sin cuestionar el papel del piano. Pero he acabado pensando que «traer la música y la cultura aquí» no es tan sencillo como parece: aquí ya tienen su propio arte y su propia música. Con eso no quiero decir que no debamos trasladar esas cosas a Birmania, no, pero quizá deberíamos hacerlo con más humildad. Ciertamente, si hemos de convertir a este pueblo en súbdito nuestro, ¿no debemos mostrarle lo mejor de la civilización europea? Bach jamás hirió a nadie; las canciones no son como los ejércitos.

Me voy por las ramas, cariño mío. O tal vez no, porque hasta ahora te he escrito sobre mis esperanzas, y ahora éstas han empezado a desvanecerse poco a poco por culpa de la guerra, el pragmatismo y mi propia desconfianza. Todo este viaje se ha cubierto ya de una capa de irrealidad. Lo que he hecho hasta ahora sólo tiene sentido en relación con lo que todavía he de hacer; hasta tal punto que en ocasiones creo que lo que ya he experimentado va a esfumarse con lo que me queda por ver. ¿Cómo podría explicártelo? Hasta ahora mi misión ha estado llena de potencialidad, de imaginación, pero que se cancele pone en duda todo lo que ya he vivido. He dejado que las fantasías se mezclaran con la realidad, y ahora ésta amenaza con quedar reducida a sueños, con desaparecer. No sé si lo que estoy escribiendo tiene algún sentido, pero, en medio de toda la belleza que me rodea, sólo consigo verme plantado frente a nuestra puerta en Franklin Mews, con la maleta en la mano, igual que el día que me marché.

¿Qué más puedo añadir? Me paso horas contemplando las montañas Shan intentando dar con la forma de describírtelas, pues tengo la sensación de que sólo así podré llevarme algo de lo que he visto. Paseo por los mercados, siguiendo el flujo de los carros y las sombrillas por las calles surcadas de roderas, o me siento en la orilla del río y observo a los pescadores mientras aguardo la llegada del vapor de Rangún, que me traerá la orden de partir o de regresar a casa. La espera empieza a resultar insoportable, igual que el polvo y el calor asfixiante que invaden la ciudad. Aceptaría cualquier decisión con tal de salir de aquí.

Cariño mío, ahora me doy cuenta de que antes de partir nos planteamos diversas posibilidades, algunas espeluznantes, pero nunca se nos ocurrió pensar lo que ahora parece más probable: que volviera sin haber hecho nada. Quizá mis palabras sean simplemente fruto del aburrimiento o de la soledad, pero cuando digo «nada» no sólo me refiero a que el Erard siga desafinado, sino a que haya visto un mundo muy diferente del mío y, sin embargo, ni siquiera haya empezado a comprenderlo. Venir aquí me ha producido una extraña sensación de vacío que no sabía que pudiera albergar, y no sé si adentrarme en la selva me ayudaría a llenarlo, o si por el contrario lo agrandaría. Me pregunto por qué he venido; recuerdo que tú me decías que lo necesitaba. Ahora creo que estoy a punto de regresar, y no sé cómo afrontaré este fracaso.

Katherine, las palabras nunca han sido mi fuerte y ahora no puedo pensar en ninguna música que exprese lo que siento. Pero está oscureciendo y me hallo junto al río, así que debo irme. Mi único consuelo es recordar que pronto te veré y que volveremos a estar juntos.

Tu marido, que te quiere,

Edgar

Dobló la hoja y se levantó del banco en que estaba sentado, en la orilla del Irawadi. Regresó caminando despacio por las calles de Mandalay. Al llegar a la casita abrió la puerta y encontró a Khin Myo esperándolo.

La joven tenía un sobre en la mano, que le entregó sin hacer ningún comentario. No había dirección, sólo su nombre. Él la miró y ella le devolvió la mirada con gesto inexpresivo. Durante un breve instante Edgar juntó las dos cartas: la que acababa de recibir y la que le había escrito a Katherine. En cuanto abrió el sobre, reconoció la elegante caligrafía.

Querido señor Drake:

Lamento profundamente que nuestra primera correspondencia personal tenga que teñirse de urgencia, pero creo que está usted al corriente de las circunstancias que han puesto en peligro su visita a Mae Lwin. Estoy seguro de que mi impaciencia sólo puede compararse con la suya. Durante el ataque a nuestro campamento una bala de mosquete dañó las cuerdas correspondientes a la tecla la de la cuarta octava. Como usted ya sabe, es imposible tocar cualquier pieza relevante sin esa nota; una tragedia que en el Ministerio de Defensa no alcanzan a comprender. Por favor, venga de inmediato. He enviado a un mensajero a Mandalay para que lo traslade a usted y a Ma Khin Myo hasta nuestro fuerte. Le ruego que se reúna con él mañana en la calle de la pagoda Mahamuni. Me hago responsable de su decisión y de su seguridad. Si se queda en Mandalay, lo embarcarán en un vapor con destino a Inglaterra antes del fin de semana.

A.J.C.

«Ahora sabe mi nombre», pensó. Miró a Khin Myo y dijo:

—¿Usted también va?

—Ya le contaré.

A la mañana siguiente se levantaron antes del amanecer y se montaron en un carro lleno de peregrinos que iban a la pagoda Mahamuni, situada en las afueras de la ciudad. Los fieles miraban al afinador y hablaban entre sí con regocijo. Khin Myo se acercó a Edgar y le comentó:

—Dicen que se alegran de que haya británicos budistas.

Unos oscuros nubarrones se desplazaban despacio por el cielo sobre las montañas Shan. La carreta traqueteaba por el camino. Edgar iba abrazado a su bolsa; Khin Myo le había aconsejado que dejase la mayoría de sus objetos personales en Mandalay y que sólo se llevara una muda y unos cuantos papeles importantes, además de las herramientas que necesitase para arreglar el piano. En ese momento él oía el débil tintineo de los utensilios de metal mientras avanzaban por la carretera, llena de surcos. Bajaron al llegar al templo y Khin Myo lo guió por un pequeño sendero hasta donde los esperaba un muchacho. Éste llevaba una camisa y unos pantalones azules, con un retal de cuadros atado a la cintura. Edgar había leído que muchos shan, como los birmanos, se dejaban el pelo largo, y se fijó en que el chico se lo había envuelto en un pañuelo de colores llamativos, que parecía un cruce entre el gaung-baung birmano y el turbante de los soldados sijs. El joven sujetaba las riendas de dos ponis.

Mingala ba —dijo al verlos, y se inclinó un poco—. Hola, señor Drake.

Khin Myo le sonrió.

—Señor Drake, éste es Nok Lek, y nos llevará a Mae Lwin. Su nombre significa «pequeño pájaro». —Hizo una pausa y añadió—: No se deje engañar: es uno de los mejores guerreros de Anthony Carroll.

Edgar miró al muchacho, que les cogió las bolsas. Daba la impresión de que no tenía más de quince años.

—¿Sabe hablar inglés?

—Sí…

—… pero no tan bien como Ma Khin Myo —terció Nok Lek girando la cabeza mientras ataba los bultos a las sillas—. Me enseñó el doctor. —Se frotó las manos y agregó—: Espero que sepa montar, señor Drake. Éstos son ponis shan; menores que los caballos ingleses, pero excelentes para la montaña.

—Haré todo lo posible por no caerme —dijo Edgar.

Ma Khin Myo irá conmigo —anunció Nok Lek.

Apoyó las manos en la grupa del animal y subió de un salto, como si estuviera jugando. Iba descalzo, y metió los pies en un par de estribos de cuerda y sujetó el cáñamo con los dedos. Edgar se fijó en las pantorrillas del chico, muy nervudas, y luego miró su cabalgadura, que llevaba estribos de metal, como los ingleses. Khin Myo se sentó detrás de Nok Lek, de lado y con los pies juntos. A Edgar le sorprendió que aquella bestia tan pequeña pudiera transportar semejante carga; montó, y por fin se pusieron en camino, sin hablar.

Una mancha de luz empezaba a extenderse por el cielo, detrás de las montañas Shan. A Edgar le habría gustado ver salir el sol para que esa imagen señalara aquel día como el principio de la etapa final de un viaje que había creído que nunca completaría. Pero el sol ascendió oculto por las nubes y el paisaje se fue iluminando lentamente. Khin Myo, que iba delante, abrió una pequeña sombrilla.

Cabalgaron hacia el este durante varias horas, a ritmo lento, por una carretera que pasaba junto a campos de arroz secos y graneros vacíos. Se cruzaron con varios grupos de personas que iban hacia la ciudad: los hombres llevaban bueyes al mercado; las mujeres, pesadas cargas sobre la cabeza. Al poco rato dejaron de ver gente y se quedaron solos. Atravesaron un arroyo y torcieron al sur por una senda más estrecha y polvorienta que discurría entre dos amplios arrozales en barbecho.

Nok Lek se volvió y dijo:

—Señor Drake, ahora iremos más deprisa. Hay varios días de camino hasta Mae Lwin, y aquí las vías son buenas, no como en el estado de Shan.

Él asintió y agarró mejor las riendas. El joven silbó a su poni, que se puso a trotar. El afinador golpeó las ijadas del suyo, pero no pasó nada; pegó más fuerte, pero el animal no se movió. Nok Lek y Khin Myo cada vez se alejaban más. Edgar cerró los ojos, respiró hondo y silbó.

Galoparon hacia el sur por una estrecha carretera que avanzaba entre las montañas Shan, al este, y el río Irawadi, al oeste. Edgar cabalgaba con las riendas en una mano y sujetándose el sombrero con la otra. Se dio cuenta, maravillado, de que iba riendo, disfrutando de la sensación de velocidad. El día de la cacería los caballos sólo habían ido al paso, e intentó recordar cuánto tiempo hacía que no montaba tan rápido. Debió de ser casi veinte años antes, cuando Katherine y él fueron a pasar unas vacaciones con una prima de ella que tenía una pequeña granja. Casi había olvidado la emoción de correr.

Por la tarde se detuvieron en una zona de descanso para peregrinos y viajeros, y el muchacho compró comida en una casa cercana: curry, arroz aromatizado y ensalada de té machacado envuelta en hojas de banano. Mientras comían, Nok Lek y Khin Myo charlaban en birmano. Ella se interrumpió un momento para pedirle disculpas a Edgar por no hablar en inglés.

—Es que tenemos mucho que contarnos. Y nuestra conversación lo aburriría.

—No se preocupe por mí —repuso Edgar.

Él estaba satisfecho con su trocito de sombra, desde donde veía los campos de arroz ennegrecidos. Sabía que los agricultores los quemaban para preparar la tierra antes de la temporada de lluvias, aunque resultaba difícil convencerse de que no era obra del sol. Se extendían hasta varios kilómetros de distancia, desde el río hasta la abrupta elevación de las montañas Shan. «Son como la empalizada de un fuerte —pensó mientras contemplaba las cimas—. O como el extremo de las faldas de una mesa, donde la tela forma pequeños valles y colinas». Escudriñó las laderas buscando en vano una carretera que rompiera aquella fachada, pero no vio ninguna.

Después de comer descansaron un rato, y luego volvieron a montarse en los ponis. Siguieron cabalgando toda la tarde, hasta el anochecer; entonces se pararon en un pueblo y Nok Lek llamó a la puerta de una casita. Un hombre que iba sin camisa salió a abrir y estuvo unos minutos hablando con él; luego los condujo a la parte trasera, donde había una construcción aún menor. Allí ataron los animales, extendieron unas esteras en el suelo de bambú y colgaron mosquiteras del techo. La entrada de la cabaña estaba orientada hacia el sur, y Edgar colocó su alfombrilla de modo que los pies quedaran junto a la puerta, una precaución por si entraban bichos. Nok Lek la agarró inmediatamente y le dio la vuelta.

—No se ponga con la cabeza hacia el norte —dijo con severidad—. Es muy malo: así enterramos a los muertos.

Edgar se tumbó junto al muchacho. Khin Myo fue a bañarse y luego entró sin hacer ruido, levantó su mosquitera y se metió debajo. Su esterilla estaba a pocos centímetros de la del afinador; él fingió que dormía y observó cómo ella se preparaba la cama. La joven se acostó, y Edgar enseguida la oyó respirar más despacio; ya dormida, cambió de postura y su rostro quedó muy cerca del de él. A través de la delgada tela de algodón, el afinador notaba la respiración suave y cálida de Khin Myo, imperceptible si no hubiese sido por el calor y el silencio que reinaban en la cabaña.

Nok Lek los despertó temprano. Recogieron los delgados colchones y las mosquiteras sin hablar. Khin Myo salió un momento y regresó con la cara recién pintada con thanaka. Cargaron los animales y volvieron a la carretera. Todavía estaba oscuro. Mientras cabalgaba, Edgar notó una tremenda rigidez en las piernas, los brazos y el abdomen. Se retorcía de dolor, pero no dijo nada; Khin Myo y el muchacho se movían con agilidad y frescura. «Ya no soy joven», pensó, riéndose de sí mismo.

En lugar de continuar hacia el norte tomaron una pequeña senda que iba en dirección este, hacia el lugar donde el cielo empezaba a iluminarse. El camino era estrecho, y de vez en cuando los ponis se veían obligados a reducir la marcha y ponerse al trote. A Edgar le admiró la facilidad con que Khin Myo mantenía el equilibrio, y por si fuera poco, sin soltar la sombrilla. También le asombró que cuando se detuvieron y él se derrumbó, exhausto y cubierto de polvo y sudor, ella todavía llevara en el pelo la misma flor que había arrancado de una planta por la mañana. Se lo comentó y ella rió.

—¿Usted también quiere cabalgar con una flor en el cabello, señor Drake?

El segundo día por la tarde llegaron a un grupo de áridas colinas cubiertas de rocas y secos matorrales. Aminoraron el paso y siguieron un angosto sendero. Pasaron junto a una pagoda semiderruida y se detuvieron; Khin Myo y Nok Lek desmontaron sin decir nada, y Edgar los imitó. Dejaron los zapatos junto al portal y entraron en una sala tenebrosa y húmeda. Había una estatua dorada de Buda sobre una plataforma, rodeada de velas y flores. Tenía los ojos oscuros y tristes, y estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos juntas y ahuecadas sobre el regazo. Parecía que allí no había nadie. Nok Lek había sacado una pequeña corona de flores de su bolsa y la dejó en el altar. Se arrodilló, Khin Myo también, y ambos se inclinaron hacia delante hasta tocar con la frente las frías baldosas del suelo. Edgar observó a la joven, y se fijó en cómo el moño con que se había recogido el cabello se desplazaba y mostraba su nuca. Entonces se dio cuenta de que se había quedado embobado, y se agachó rápidamente.

Cuando salieron, el afinador preguntó:

—¿Quién cuida este templo?

—Forma parte de otro mayor —explicó Khin Myo—. Los monjes se ocupan del Buda.

—Pues yo no he visto a nadie.

—No se preocupe, señor Drake —replicó ella—. Están aquí.

Aquel lugar tan solitario lo había intrigado, y a Edgar le habría gustado hacer más preguntas: quiénes eran aquellos misteriosos monjes, por qué rezaban, por qué se habían detenido allí y no en alguna de las pagodas por las que habían pasado… Pero los jóvenes se pusieron a hablar otra vez y no quiso interrumpirlos.

Montaron y reemprendieron la marcha. Al llegar a la cima de la colina se pararon a contemplar la llanura. Pese a que había poca altitud, el valle era tan plano que les permitía tener una vista completa de su viaje a través de un solitario país de campos vacíos y riachuelos serpenteantes. Había pequeños poblados junto a ríos y caminos, y todos eran del mismo color marrón de la tierra. A lo lejos aún se distinguía el trazado de Mandalay, y más allá, el ondulante curso del Irawadi.

La carretera descendía por la otra ladera, pero los tres jinetes subieron por una cuesta hasta un grupo de casas situadas al pie de una montaña más alta. Allí se detuvieron y Nok Lek bajó del poni.

—Voy a comprar comida. Es posible que no veamos a nadie durante varios días.

Edgar permaneció montado, esperando. El muchacho entró en una de las viviendas.

Había unas cuantas gallinas paseándose por el camino y picoteando el suelo. Un hombre, que estaba tumbado sobre unas tablas a la sombra de un árbol, le dijo algo a Khin Myo y ella respondió.

—¿Qué le ha dicho? —inquirió Edgar Drake.

—Me ha preguntado adonde vamos.

—¿Y usted qué le ha contestado?

—Que nos dirigimos hacia el sur, a Meiktila, pero que hemos venido por aquí para inspeccionar la zona.

—¿Por qué le ha mentido?

—Cuanta menos gente sepa que vamos hacia las montañas, mejor. Esta región es muy solitaria. En general viajamos con escolta; pero debido a… las circunstancias… este viaje es extraoficial. Si alguien quisiera atacarnos, nadie nos ayudaría.

—¿Está preocupada?

—¿Preocupada? No. ¿Y usted?

—¿Yo? Un poco. En el barco de Prome embarcaron unos prisioneros, dacoits; unos tipos de aspecto verdaderamente feroz.

Khin Myo se quedó mirándolo un momento, como si calibrara su respuesta.

—No ocurrirá nada. Nok Lek es un excelente luchador.

—No sé si eso me tranquiliza mucho; sólo es un chiquillo. Y tengo entendido que los bandidos se desplazan en grupos de veinte.

—No debería pensar en esas cosas. Yo he hecho este trayecto muchas veces.

Nok Lek regresó con un cesto que ató a la parte trasera de la silla de Edgar. Le dijo adiós al hombre que descansaba a la sombra y silbó a su poni para que se pusiera en movimiento. Edgar lo siguió y le dedicó un gesto de despedida al birmano, que no se movió.

De la cesta salía un intenso aroma a té fermentado y especias.

El sendero era muy empinado, y a medida que ascendía, la vegetación iba cambiando: los matorrales bajos dieron paso a un bosque más espeso, de altos árboles, que producía una niebla cada vez más densa. Subieron por un ramal recubierto de plantas, húmedo como las llanuras que había cerca de Rangún. Los pájaros revoloteaban por las copas de los árboles, gorjeando alegremente, y a su alrededor se oían animales de mayor tamaño que se desplazaban sobre las hojas caídas.

De pronto se distinguió un crujido y Edgar se dio la vuelta con rapidez; después se oyó otro, esa vez más fuerte, y luego el ruido de ramas rotas y de algo que se movía deprisa entre la maleza.

—¡Nok Lek, Khin Myo! ¡Cuidado, se acerca algo!

El afinador se detuvo. El muchacho también lo había oído y aminoró el paso. El sonido se repitió. Edgar miró a su alrededor buscando algo: un cuchillo, una pistola, pero sabía que no tenía nada.

El estrépito cada vez era mayor.

—¿Qué es? —susurró Edgar, y de pronto, delante de ellos, un jabalí cruzó corriendo el camino y se escondió en las matas del otro lado—. ¡Maldita sea! ¡Un cerdo! —exclamó.

Los jóvenes rieron y reanudaron la marcha. Edgar intentó chascar la lengua, mas el corazón le latía con violencia. Silbó para que el poni arrancara.

Cuando la cuesta se hizo más pronunciada, la senda se desvió, salió de entre los árboles y ofreció a los viajeros la primera vista panorámica desde hacía varias horas. A Edgar le sorprendió comprobar cuánto había cambiado el paisaje. La ladera opuesta se elevaba con tanta pendiente que tuvo la impresión de que, si tomaba carrerilla y saltaba, alcanzaría las ramas recubiertas de musgo que estaban enfrente; y, sin embargo, caminar hasta allí habría significado bajar y subir a través de una zona de selva impenetrable y escarpada. En el valle, la espesa vegetación ocultaba todo rastro del río o de cualquier asentamiento, aunque a medida que el camino ascendía, las montañas se abrieron para dar paso a otro valle, donde el suelo se allanaba en una serie de estrechas terrazas cultivadas. Abajo, en las escaleras de los arrozales, había un par de figuras trabajando con el agua por las rodillas; el cielo se reflejaba en la superficie del campo inundado y convertía las nubes en irisados semilleros.

Khin Myo vio que Edgar contemplaba a los campesinos.

—La primera vez que viajé a las montañas Shan —le contó— me asombró descubrir que cultivaban arroz, mientras que alrededor de Mandalay el suelo permanecía estéril. La sierra retiene las nubes de lluvia que pasan por la cuenca del río Irawadi; incluso en la estación seca aquí llueve lo suficiente para una segunda siembra.

—Pensaba que había sequía.

—Sí, la hay en la meseta desde hace varios años, y es terrible; están muriendo poblados enteros, y la gente no tiene más remedio que trasladarse a las tierras bajas. Es cierto que los montes atrapan las nubes, pero también las conservan. Si el monzón no se desplaza hacia la planicie, ésta permanece seca.

—Y esos hombres de ahí abajo, ¿son shan?

—No, son de otra etnia. —Le dijo algo a Nok Lek en birmano—. Dice que son palaung. Viven en estos valles y tienen su propio idioma, sus trajes, su música… La verdad es que es un lío, incluso para mí. Las montañas son como islas; cada una tiene su propia tribu. Cuanto más tiempo han pasado separadas, más diferentes son: palaung, paduang, danu, shan, pa-o, wa, kachin, karen, karenni… Y ésas sólo son algunas de las más numerosas.

—Nunca había oído… —dijo Edgar—. Qué curioso, montañas islas.

—Así es como las llama Anthony Carroll. Dice que son como las islas de Darwin, sólo que aquí es la cultura lo que cambia, en lugar del pico de los pájaros. Escribió una carta sobre ese tema a la Royal Society.

—No lo sabía…

—No se lo han explicado todo —añadió Khin Myo—. Y no es lo único. —Entonces le habló de los estudios del doctor, de sus colecciones y de las cartas que recogía todos los meses en Mandalay: de biólogos, médicos e incluso químicos de lejanos países. La química era una de sus grandes pasiones—. La mitad del correo que llega a la Alta Birmania es correspondencia científica para Anthony Carroll; y la otra mitad es música, también para él.

—¿Y usted lo ayuda en esos proyectos?

—Quizá sí, un poco; pero él sabe mucho más. Yo sólo escucho.

Edgar esperó para que Khin Myo se explicara mejor, pero la joven volvió al camino.

Siguieron cabalgando. Oscureció y la noche se llenó de nuevos sonidos: carroñeros que excavaban en las madrigueras, aullidos de perros salvajes, ásperas voces de ciervos…

Llegaron a un pequeño claro, se detuvieron y descargaron una tienda militar que había llevado Nok Lek. La montaron en el centro del llano, y el muchacho entró para arreglar las bolsas. Edgar se quedó fuera, cerca de Khin Myo. Ambos permanecieron callados; estaban cansados y la canción del bosque era ensordecedora. Finalmente el chico les dijo que ya podían pasar. Edgar se metió debajo de una mosquitera y arregló su colchón. Entonces reparó en un par de escopetas de dos cañones, apoyadas en la pared interna de la tienda. Estaban cargadas y amartilladas; el metal reflejaba la escasa luz de luna que entraba por un agujero de la lona.

Tardaron dos días en ascender por la selva y pasar por un desfiladero. A continuación había un descenso breve pero brusco, que se suavizaba al llegar a una vasta extensión de campos y bosques. A lo lejos, al borde de la llanura, se elevaba otra cordillera, gris e indefinida.

Bajaron por un camino estrecho y pedregoso que los animales tenían que ir tanteando. Edgar dejó que su cuerpo se meciera sobre la silla y se deleitó con el relajamiento de sus músculos, agarrotados después de varios días de cabalgar y dormir en el suelo. Era tarde, y el sol alargaba sus sombras en el valle. Miró hacia atrás para ver las montañas y la cresta de niebla que coronaba las cimas y se derramaba por las laderas. Los campesinos shan trabajaban en los campos a la débil luz del atardecer, con amplios sombreros y pantalones que ondeaban alrededor de sus pies. El balanceo del poni era lento y rítmico; Edgar sintió que se le cerraban los ojos y que el fantástico mundo de templos y riscos desaparecía, y pensó: «A lo mejor estoy soñando; esto parece un cuento de hadas». Pronto oscureció del todo, pero ellos siguieron cabalgando a través de la noche, y Edgar notó que se desplomaba sobre la montura.

Soñó. Soñó que cabalgaba en un poni shan, que galopaba, que entre las crines había flores que saltaban por los aires, como girándulas, mientras avanzaban por arrozales, como fantasmas disfrazados, destellos de color que danzaban sobre un verde infinito. Y se despertó. Vio que la tierra era árida, que los tallos quemados del arroz ondeaban sacudidos por una ligera brisa, y que del suelo brotaban formaciones de piedra caliza, peñascos que escondían estatuas de Buda, que surgían en las cuevas como estalagmitas, tan viejas que hasta la tierra había empezado a ensuciarlas con carbonato. Y volvió a soñar, y al pasar junto a ellas vio el interior de las grutas, porque las iluminaban las velas de los peregrinos, que se volvían para mirar a aquel extranjero; detrás de ellos los budas temblaban, se sacudían la capa mineral y también se quedaban mirando, pues aquéllos eran caminos solitarios, y por allí pasaban muy pocos ingleses. Y se despertó: delante de él había otro poni con un muchacho y una mujer, dos extraños, que también dormían, y a ella se le soltó el pelo y salieron flores volando, y soñó que cogía una y despertó, cruzaban un puente y amanecía, y abajo un hombre y un niño remaban en una embarcación por las marrones y revueltas aguas del río, y su piel era del mismo color que la canoa y que la corriente, y si los vio fue gracias a las sombras que se movían sobre la superficie del agua, y no estaban solos, porque en cuanto pasaron de largo llegó otro bote, que se dejaba llevar, donde iban un hombre y un niño, y soñó, y estaban solos y se despertó, levantó la cabeza y vio un millar de cuerpos que remaban porque eran el río, y soñó, todavía era de noche, de las peñas y de los valles no llegaban hombres ni flores, sino otra cosa, algo parecido a la luz, una especie de salmodia y los que cantaban le dijeron que la luz estaba hecha de fábulas, y que vivía en las cavernas con los ermitaños vestidos de blanco, y se despertó y le contaron los mitos, que el universo fue creado como un río gigantesco, que en él flotaban cuatro islas, y que los humanos vivían en una de ellas, pero las otras estaban habitadas por criaturas que sólo conocíamos a través de las leyendas, y soñó que se detenían junto a un río para descansar y la mujer se despertó y se soltó el cabello, que el viento había enroscado en su cuerpo, y el chico y ella y él se arrodillaron y bebieron agua del río, y había siluros, y se despertó y cabalgaban y cabalgaban y era de día.

Subieron las colinas del otro lado del valle. El terreno se hizo montañoso y pronto volvió a anochecer. Entonces Nok Lek se dio la vuelta y anunció:

—Esta noche descansaremos. En la oscuridad estaremos a salvo.

Sonó un fuerte crujido. «Otro cerdo», pensó Edgar Drake, y al volverse recibió un culatazo en la cara.

Una trayectoria, una caída. El choque de la madera contra el hueso y un salivazo, y entonces se dobla, resbala, las botas aguantan un momento en los estribos metálicos, todavía tiene las riendas entre los dedos, las suelta, cae; oye cómo crujen los matorrales, el golpe del cuerpo contra el suelo. Más tarde se preguntará cuánto tiempo estuvo inconsciente, intentará ordenar los recuerdos, pero no podrá porque parece que sólo importa el movimiento, no únicamente el suyo, sino también el de los otros: el descenso de los hombres de los árboles, el arco reluciente que describen los alfanjes, el balanceo de los cañones de los fusiles, los brincos de los animales… Y cuando se pone en pie sobre las ramas aplastadas ve una escena que podría haberse compuesto en cuestión de segundos o, si se midiera en latidos del corazón o en inspiraciones, en mucho más tiempo.

Los jóvenes todavía están montados en el poni. Ella sostiene la escopeta y el chico enarbola una espada por encima de la cabeza. Se enfrentan a una banda de cuatro: tres, con cuchillos en la mano, flanquean a un hombre más alto que tiene el brazo extendido y empuña una pistola. Los hombres se agachan y danzan, y las armas brillan; está tan oscuro que esos destellos son el único indicio de que se mueven. Y hay un momento en que están todos quietos, sólo se balancean un poco, quizá debido a las hondas inspiraciones provocadas por el esfuerzo.

Las hojas de los sables flotan imperceptiblemente, parpadean como estrellas, y entonces se oye un chasquido, hay un resplandor y vuelven a moverse. Casi no hay luz, pero él ve cómo el más alto tensa el dedo, y ella también debe de verlo, porque la escopeta dispara primero, y el individuo grita y se sujeta la mano, la pistola cae, los otros saltan sobre el poni, agarran el cañón del arma antes de que pueda descargar la otra recámara, tiran de ella, y ella no chilla, lo único que él oye es una pequeña exclamación de sorpresa cuando toca el suelo; uno le arrebata el rifle de las manos y apunta al chico, y ahora los otros dos están encima de la mujer; uno le sujeta las muñecas, el otro le arranca el hta main, ella grita, él vislumbra un trozo de muslo, pálido en la penumbra, ve que se le ha caído la flor del pelo, ve sus pétalos, sus sépalos y sus estambres todavía cubiertos de polen. Más tarde se preguntará si eso fue sólo producto de su imaginación, pues está demasiado oscuro. Pero ahora no piensa, se mueve, sale de un salto de entre las zarzas, va hacia la flor, y hacia la pistola, que ha caído a su lado.

No piensa en que nunca ha disparado un arma hasta que levanta la mano, temblando, y dice: «Suéltala, suéltala, suéltala».

Se queda inmóvil, y ahora es su dedo el que aprieta el gatillo.

Edgar se despertó al notar el frescor de un paño mojado en la cara. Abrió los ojos. Seguía tumbado en el suelo, pero tenía la cabeza apoyada en el regazo de Khin Myo, que le limpiaba el rostro con delicadeza. Con el rabillo del ojo vio a Nok Lek de pie en medio del claro, con el rifle en la mano.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Nos ha salvado —contestó ella en voz baja.

—No me acuerdo de nada. Me he desmayado. No les… no los he… —balbuceó, incrédulo.

—No ha dado en el blanco.

—Yo…

—Casi le da al poni, y el animal ha salido corriendo. Pero eso ha bastado.

Edgar la miró. Curiosamente, pese a todo lo ocurrido, ella había vuelto a ponerse la flor en el pelo.

—¿Cómo?

Khin Myo miró a Nok Lek, que escudriñaba la selva, nervioso.

—Ya se lo dije. Es uno de los mejores hombres de Anthony Carroll.

—¿Dónde están?

—Han huido. Los dacoits son muy fieros, pero cuando se les planta cara pueden ser muy cobardes. De todos modos, debemos irnos; podrían regresar con refuerzos, sobre todo ahora que han visto una cara inglesa. Eso resulta mucho más lucrativo que robar a los pobres campesinos.

Dacoits. Edgar se acordó de los prisioneros del vapor de Rangún. Notó que Khin Myo le pasaba el trapo húmedo.

—¿Me han herido?

—No, creo que ha vuelto a desplomarse después de disparar porque todavía estaba dolorido de la primera caída. ¿Cómo ha dicho usted? Que se ha desmayado, ¿no?

La joven intentó aparentar preocupación, pero no pudo contener una sonrisa. Le apoyó los dedos en la frente.

Nok Lek dijo algo en birmano, y ella dobló el paño.

—Tenemos que marcharnos, señor Drake. Podrían aparecer de nuevo en cualquier momento. Su poni ha regresado. ¿Cree que podrá subir?

—Creo que sí.

Edgar se puso en pie con dificultad; todavía notaba el calor del muslo de ella en la nuca. Dio unos cuantos pasos. Estaba temblando, pero no sabía si era de miedo o a causa del golpe. Volvió a montar. Delante de él, Khin Myo iba sentada con la escopeta en el regazo; parecía cómoda con el cañón apoyado en la seda de su hta main. Nok Lek cogió otro fusil de su silla y se lo pasó a Edgar, y luego se metió la pistola en el cinto.

Un silbido. Los ponis reanudaron la marcha en la oscuridad.

La noche les resultó interminable. Descendieron despacio una escarpada pendiente y luego atravesaron unos campos de arroz vacíos. Por fin, cuando Edgar ya estaba convencido de que nunca llegaría, la luz del sol se extendió sobre la colina. Pararon para dormir en la casa de un campesino, y cuando el afinador se despertó ya era más de mediodía. Khin Myo dormía apaciblemente a su lado; tenía un mechón de cabello sobre la mejilla, y él se quedó observando cómo se le movía cada vez que respiraba.

Se tocó la herida de la frente; con la luz del día, la emboscada había perdido parte de su dramatismo. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a la joven, salió y se reunió con Nok Lek, que estaba sentado bebiendo té verde con el granjero. La infusión era amarga y estaba muy caliente, y Edgar notó que se le formaban gotas de sudor en la cara, que la brisa enfrió enseguida. Khin Myo no tardó en salir de la cabaña y fue a la parte trasera de la casa a lavarse. Volvió con el cabello mojado y peinado, y con la cara recién pintada.

Dieron las gracias al hombre y se montaron en los ponis.

Dejaron la solitaria granja y subieron por una pronunciada cuesta. Entonces Edgar empezaba a entender mejor la geografía del país. El curso de los ríos que descendían desde el Himalaya trazaba desfiladeros paralelos que iban de norte a sur por la meseta Shan, de modo que cualquier camino que tomaran estaba condenado a una larga sucesión de subidas y bajadas. Más allá de aquella colina se alzaba otra cadena montañosa, que escalaron, y pasaron por sus deshabitados valles; después de la siguiente sierra atravesaron un pequeño mercado donde los aldeanos se apiñaban alrededor de montones de fruta. Volvieron a subir y llegaron a la cumbre justo cuando el sol se ponía a sus espaldas.

Ante ellos el monte descendía de nuevo, pero después ya no había otra cordillera. Esa vez la ladera era larga y abrupta, y abajo había un río estruendoso, oculto en la oscuridad de las montañas.

—El Saluén —anunció Nok Lek, triunfante, y silbó con fuerza.

* * *

Bajaron por el escarpado camino; los ponis corcoveaban a cada paso, inseguros. Al llegar a la orilla vieron un bote y a un hombre que dormía dentro. Nok Lek silbó y el barquero se levantó de un brinco, sobresaltado. Sólo llevaba unos pantalones anchos.

El brazo izquierdo le colgaba inerte, retorcido como si esperara recibir un soborno. Enseguida saltó a la ribera.

Los viajeros desmontaron y le pasaron las riendas. Nok Lek descargó el equipaje y lo subió a la canoa.

—Él llevará los ponis por tierra hasta Mae Lwin, pero nosotros iremos por el río. Es más rápido. Por favor, Ma Khin Myo. —Le tendió la mano; ella se la cogió y saltó a la barca—. Y ahora usted, señor Drake.

Edgar se acercó, pero resbaló y una bota se le hincó en el barro. Con un pie en la embarcación se dio impulso, mas sólo consiguió que el fango produjera un espantoso ruido de ventosa. Gruñó y maldijo en voz alta. El bote se separó de la orilla y Edgar cayó al suelo. Detrás de él, los dos hombres rieron; Drake alzó la cabeza y vio a Khin Myo tapándose la boca con una mano. Volvió a maldecir, primero a ellos y luego al lodo. Intentó levantarse, pero los brazos se le hundieron; probó otra vez y fracasó de nuevo. Los hombres cada vez reían más fuerte, y Khin Myo no pudo contener una risita. Y entonces Edgar también rompió a reír, a carcajadas, pese a la incómoda posición en que estaba, con una pierna metida hasta el muslo en el barro, la otra por encima del agua y los brazos empapados y goteando. «Hacía meses que no me reía así», pensó, y empezaron a saltarle las lágrimas. Dejó de pelearse con el limo, se tumbó boca arriba y contempló el cielo a través de las ramas iluminadas por su farol. Finalmente, haciendo un esfuerzo, se puso en pie y subió, chorreando. Ni siquiera se molestó en limpiarse el fango que lo cubría de arriba abajo; estaba demasiado oscuro para verlo, y Nok Lek ya había embarcado e intentaba impulsar la canoa con una pértiga.

La corriente los arrastró con suavidad. No llevaban farol, pero la luna lucía con intensidad a través de los árboles. Sin embargo, el muchacho se mantuvo cerca de la ribera.

—No hay suficiente luz para que nos vean los amigos, aunque los enemigos sí podrían divisarnos —murmuró.

El Saluén serpenteaba entre lianas y dejaba atrás troncos caídos. El joven dirigía la barca con habilidad. El estruendo de los insectos era menos ensordecedor que en la jungla, como si el susurro del río los hiciera callar al pasar sus dedos por las temblorosas ramas. Las márgenes estaban cubiertas de espesa vegetación, y de vez en cuando a Edgar le parecía vislumbrar algo, pero acababa convenciéndose de que sólo eran sombras cambiantes. Cuando llevaban una hora de camino atravesaron un claro y vieron un palafito.

—No se preocupe —dijo el chico—. Sólo es la cabaña de un pescador. Ahí ya no vive nadie.

La luna relucía sobre los árboles.

Siguieron navegando durante horas y el río empezó a descender por pronunciados desfiladeros, veloz. Por fin, después de una amplia curva, descubrieron un grupo de luces vacilantes. La corriente los arrastró hacia allí. Edgar distinguió unos edificios, y entonces vio que algo se movía en la orilla. Se pararon junto a un pequeño embarcadero donde había tres hombres de pie mirándolos; todos iban vestidos con pasos y no llevaban camisa. Uno era más alto que los demás y tenía la piel clara; un delgado cigarro le colgaba de la comisura de los labios. Cuando la barca se acercó al muelle, el hombre lanzó el puro al agua, se agachó y le tendió una mano a Khin Myo, que se recogió el hta main y saltó al amarradero. Una vez en tierra, la mujer inclinó un poco la cabeza, echó a andar y se metió entre los matorrales con la agilidad de quien conoce bien el terreno.

Edgar desembarcó también.

El hombre lo miró sin decir nada. El afinador todavía llevaba la ropa empapada de lodo y el cabello pegado a la frente. Al sonreír, notó cómo se resquebrajaba el barro seco que le cubría la cara. Hubo un largo silencio y entonces, lentamente, levantó una mano.

Llevaba semanas imaginándose aquel momento, pensando en qué diría. La ocasión requería palabras dignas de ser recordadas cuando se conquistase por fin el estado de Shan y el Imperio quedara asegurado.

—Soy Edgar Drake —dijo—. Vengo a arreglar un piano.