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Por la tarde, en el despacho del coronel Killian, jefe de operaciones de la División de Birmama del Ejército Británico, Edgar Drake, sentado junto a un par de oscuros y ruidosos tubos de calefacción, miraba por la ventana y observaba la intensa lluvia. Al otro lado de la sala estaba el coronel, un individuo robusto y bronceado, con una mata de pelo rojizo y un grueso bigote que se abría en abanico con perfecta simetría y resaltaba unos ojos verdes y feroces. En la pared, detrás de su mesa, había una lanza bantú y un escudo pintado que aún exhibían las heridas de la batalla. El oficial llevaba un uniforme escarlata ribeteado con galones de mohair negro; a Edgar Drake se le quedó grabado ese detalle porque las guarniciones parecían las rayas de la piel de un tigre, y el rojo acentuaba todavía más el verde de los ojos.

Hacía varios minutos que Killian había entrado, había acercado una silla a un pulido escritorio de caoba y había empezado a hojear un montón de papeles. Finalmente levantó la cabeza. Tras el bigote sonó una estentórea voz de barítono:

—Gracias por esperar, señor Drake. Tenía que encargarme de un caso urgente.

El afinador de pianos se volvió y dijo:

—Por supuesto, coronel. —Acarició su sombrero, que tenía en el regazo.

—Si le parece bien, abordaremos sin más dilación el asunto que nos ocupa. —Se inclinó hacia delante—. Bienvenido, una vez más, al Ministerio de Defensa. Supongo que es la primera vez que visita nuestras dependencias. —No le dejó tiempo para responder—. En nombre de mi personal y de mis superiores, quiero agradecerle su interés por lo que nosotros consideramos una cuestión de máxima importancia. Hemos preparado un resumen; si no tiene inconveniente, se lo leeré. Una vez conozca los pormenores de la historia, podremos discutir cualquier aspecto o duda que quiera plantear. —Posó la mano sobre los papeles.

—Gracias, coronel —replicó Edgar con deferencia—. Debo admitir que su solicitud me ha intrigado mucho. No es muy corriente.

Al otro lado de la mesa, el mostacho tembló un poco.

—Desde luego, señor Drake. Es algo que da mucho de que hablar. Y como quizá habrá comprendido ya, este encargo no sólo se refiere a un piano, sino también a un hombre. De modo que empezaré hablando del comandante médico Carroll. —El afinador asintió con la cabeza. El bigote del militar volvió a estremecerse—. No lo aburriré con los detalles de la juventud de Carroll. De hecho, sus orígenes son un tanto misteriosos y no disponemos de muchos datos sobre su pasado. Sabemos que nació en mil ochocientos treinta y tres, en el seno de una familia de origen irlandés; su padre era el señor Thomas Carroll, profesor de literatura griega en un internado de Oxfordshire. Aunque su familia nunca fue adinerada, él debió de heredar el interés de su padre por la educación; en la escuela siempre fue un alumno destacado, y se marchó a Londres para estudiar Medicina en el University College Hospital. Tras licenciarse, en lugar de montar una consulta privada, como habría hecho la mayoría, solicitó un puesto en un hospital comarcal para indigentes. Como ya le he dicho, no tenemos mucha información sobre esa etapa de su vida; sólo sabemos que pasó cinco años en provincias. Durante esa época se casó con una muchacha de la región. El matrimonio no duró mucho: su mujer murió de parto, junto con el bebé, y Carroll no volvió a casarse.

El coronel carraspeó, cogió otro documento y continuó:

—Después de la muerte de su esposa regresó a Londres, donde buscó trabajo en el Manicomio para Indigentes del East End durante los brotes de cólera. Sólo estuvo dos años allí. En mil ochocientos sesenta y tres obtuvo una plaza de cirujano en el Cuerpo Médico del ejército.

»A partir de ese momento empezamos a tener más información. Carroll fue destinado al vigésimo octavo batallón de infantería de Bristol, pero sólo cuatro meses después de alistarse solicitó un traslado para servir en las colonias. Se aceptó inmediatamente, y lo nombraron subdirector del hospital militar de Saharanpur, en la India. Allí no tardó en labrarse una excelente reputación, no sólo como médico sino también, en cierto modo, como aventurero. Participó en varias expediciones al Punjab y a Cachemira, pese a que encerraban el peligro de las tribus aborígenes y el de los agentes rusos, un problema que aún persiste, dado que el zar intenta ponerse a nuestra altura en conquistas territoriales. Allí también se ganó cierta fama de hombre de letras; aunque nada pudiera sugerir el… fervor, por así decirlo, que lo llevó a pedir el piano. Varios superiores suyos informaron de que Carroll evitaba hacer las rondas y de que lo habían visto leyendo poesía en los jardines del hospital. Esa costumbre se toleró de mala gana después de que, al parecer, le recitara un poema de Shelley, “Ozymandias”, si no me equivoco, a un jefe militar autóctono que estaba recibiendo tratamiento. El hombre, que ya había firmado un tratado de cooperación, pero que se había negado a aportar tropas, regresó una semana después de su convalecencia y solicitó una entrevista con Carroll en lugar de con el oficial al mando. Lo acompañaban trescientos milicianos con los que quería “servir al soldado-poeta”; ésas fueron sus palabras, señor Drake.

El coronel levantó la cabeza. Le pareció ver una tímida sonrisa en el rostro del afinador.

—Una historia extraordinaria, lo sé —dijo.

—Es un poema muy bonito.

—Cierto, aunque admito que el episodio quizá fue un poco desafortunado.

—¿Desafortunado?

—Nos estamos adelantando, señor Drake, pero creo que este asunto del Erard tiene algo que ver con el hecho de que el «soldado» se está volviendo «poeta» poco a poco. El instrumento, y esto no es más que mi opinión personal, por supuesto, representa un…, ¿cómo podría expresarlo?, una extensión ilógica de esa estrategia. Si el doctor Carroll cree de verdad que llevando un piano de cola a un lugar como ése ayudará a conseguir la paz, espero que tenga suficientes fusileros para defenderlo. —Edgar no dijo nada, y Killian se removió un poco en la silla—. Supongo que coincidirá conmigo, señor Drake, en que una cosa es impresionar a un noble nativo recitando versos, y otra es pedir que le envíen un piano al más remoto de nuestros fuertes.

—La verdad es que no entiendo mucho de táctica militar —repuso Edgar.

El coronel lo miró unos instantes antes de volver a los papeles. No se le antojaba el tipo de persona indicada para el clima y los desafíos de Birmania. El afinador, un individuo alto y delgado, con largos mechones de cabello grueso y entrecano y gafas de montura metálica, se parecía más a un maestro de escuela que a alguien capaz de asumir responsabilidades militares. Aparentaba más años de los que tenía: cuarenta y uno; tenía las cejas oscuras y unas sedosas patillas. Tenía arrugas en las comisuras de los ojos, que eran claros, pero no creía que fueran de esas que salen de tanto sonreír. Llevaba una chaqueta de pana, pajarita y unos gastados pantalones de lanilla. Killian pensó que todo ello le habría conferido cierto aire de tristeza, de no ser por los labios, inusitadamente carnosos para tratarse de un inglés; la forma expresaba una mezcla de desconcierto y ligera sorpresa, y le aportaban una suavidad que lo ponía nervioso. También se fijó en sus manos, que no dejaba de masajearse y cuyas muñecas se perdían en las cavidades de las mangas. No eran la clase de manos a las que él estaba acostumbrado: eran demasiado delicadas para ser de hombre y, sin embargo, cuando se habían saludado había notado en ellas fuerza y aspereza, como si debajo de la encallecida piel hubiera alambres en lugar de músculos y huesos.

Volvió a mirar los papeles y siguió hablando:

—Carroll permaneció cinco años en Saharanpur. Durante ese tiempo participó nada menos que en diecisiete misiones, y pasó más tiempo fuera que dentro del puesto.

Empezó a hojear los documentos correspondientes, y leyó los nombres. «Septiembre de 1866: Trazado de una ruta de ferrocarril junto al Alto Sutlej». «Diciembre: Campaña de medición del Cuerpo de Ingenieros en el Punjab». «Febrero de 1867: Informe sobre partos y enfermedades obstétricas en el este de Afganistán». «Mayo: Infecciones veterinarias del ganado en las montañas de Cachemira y riesgos que suponen para los humanos». «Septiembre: Estudio de la flora de las tierras altas de Sikkim para la Royal Society». Parecía dispuesto a enumerarlas todas, y lo hizo sin parar para tomar aliento, de modo que al poco rato se le hincharon las venas del cuello hasta parecerse a las montañas de Cachemira; al menos eso fue lo que pensó Edgar Drake, que nunca había estado allí, ni había estudiado su geografía, pero que, a esas alturas, ya estaba impaciente por la notable ausencia del piano en la historia que estaba escuchando.

El coronel levantó la cabeza y vio que el afinador se removía en su asiento, nervioso. Prosiguió:

—A finales de mil ochocientos sesenta y ocho, el subdirector de nuestro hospital militar en Rangún, que entonces era el único centro importante de Birmania, murió de repente de disentería. Para sustituirlo, el director médico de Delhi recomendó a Carroll, que llegó en febrero de mil ochocientos sesenta y nueve. Sirvió allí tres años, y como su trabajo era básicamente sanitario, tenemos escasos datos sobre sus actividades. Todo indica que estaba ocupado con las obligaciones que conllevaba su cargo. —Tosió un poco y continuó—: Aquí tiene una fotografía de Carroll en Bengala.

Le dio un empujoncito a la carpeta que había encima de la mesa. Edgar esperó un momento, y luego, al darse cuenta de que tenía que levantarse para cogerla, se inclinó hacia delante y se le cayó el sombrero al suelo.

—Lo siento —murmuró; cogió el sombrero, luego el portafolios, y volvió a su silla.

Lo abrió sobre su regazo. Dentro había una fotografía, que estaba al revés; la giró con cautela. En ella aparecía un hombre alto, seguro de sí mismo, con bigote oscuro y el cabello peinado con esmero, vestido con uniforme de soldado; estaba de pie junto a la cama de un paciente, un hombre de tez más oscura que él, indio quizá. En el fondo se veían otros lechos, otros enfermos. «Un hospital», pensó el afinador, y volvió a fijarse en el rostro del doctor: su expresión no denotaba casi nada. Su cara era borrosa, aunque curiosamente las de los pacientes estaban muy bien enfocadas, como si el médico estuviera en constante movimiento. Se quedó mirándolo, intentando ligar aquella imagen con lo que le estaban contando, pero la fotografía no revelaba gran cosa. Se levantó y la dejó sobre el escritorio del coronel.

—En mil ochocientos setenta y uno Carroll solicitó que lo trasladaran a un puesto más distante, en el centro de Birmania. Su demanda fue aprobada, pues en aquel momento se estaba intensificando la actividad birmana en el valle del río Irawadi, al sur de Mandalay. En ese nuevo destino, como en la India, participó en numerosas expediciones topográficas, muchas veces por el sur de las montañas Shan. No sabemos exactamente cómo lo consiguió, dado que tenía muchas responsabilidades, pero encontró tiempo para aprender la lengua shan hasta hablarla casi con fluidez. Hay quien dice que estudió con un monje; otros aseguran que el idioma se lo enseñó una amante.

»Monjes o amantes, el caso es que en mil ochocientos setenta y tres recibimos la desastrosa noticia de que los birmanos, tras varias décadas de devaneos, habían firmado un tratado comercial con Francia. Quizá conozca ya la historia; la prensa se hizo eco de ella. Aunque las tropas francesas todavía estaban instaladas en Indochina y no habían atravesado el río Mekong, aquél era, sin duda, un precedente muy peligroso para posteriores colaboraciones entre Francia y Birmania, y una amenaza abierta para la India. Iniciamos enseguida los preparativos para ocupar los estados de la Alta Birmania. Había muchos príncipes shan que siempre se habían opuesto al trono birmano, y… —Se interrumpió unos instantes, agotado por el soliloquio, y vio que Edgar miraba por la ventana—. ¿Me está escuchando, señor Drake?

Éste se volvió, abochornado.

—Sí, sí… Por supuesto —dijo.

—Muy bien. En ese caso, continuaré. —Volvió a estudiar sus notas.

Al otro lado del escritorio, el afinador habló con tono vacilante:

—Con el debido respeto, coronel, la verdad es que es una historia compleja y sumamente interesante, pero debo admitir que no entiendo para qué necesita a un experto como yo… Ya sé que está usted acostumbrado a dar las instrucciones de este modo, pero ¿le importa que le haga una pregunta?

—Adelante, señor Drake.

—Pues… la verdad, me gustaría saber qué le pasa al Erard.

—¿Cómo dice?

—El piano. Me han contratado para que afine uno. Esta reunión está resultando muy útil para conocer al doctor Carroll, pero creo que no estoy aquí para eso.

El coronel se ruborizó.

—Como ya he dicho al principio, señor Drake, creo que estos antecedentes son muy importantes.

—No lo dudo, señor, pero todavía no sé qué le pasa al piano ni si puedo arreglarlo o no. No sé si me explico.

—Sí, sí. Claro que lo entiendo, señor Drake.

Se le tensaron los músculos de la mandíbula. Se disponía a hablar de la renuncia del residente de Mandalay, en 1879, de la batalla de Myingyan y del sitio del fuerte de Maymyo, uno de sus relatos favoritos. Pero esperó.

Edgar bajó la cabeza y se observó las manos.

—Lo siento, coronel. Continúe, se lo ruego —dijo—. Es que no dispongo de mucho tiempo, pues vivo lejos de aquí, y me interesa muchísimo ese Erard.

Pese a sentirse intimidado, en el fondo Edgar se deleitó con aquella pequeña interrupción. Siempre le habían desagradado los militares, y, sin embargo, aquel tipo, Carroll, cada vez le gustaba más. En realidad estaba deseando saber más cosas de aquella historia, pero empezaba a oscurecer y el coronel no parecía tener ninguna prisa.

Killian volvió a fijar la vista en sus papeles.

—Muy bien, señor Drake, procuraré ser breve. En mil ochocientos setenta y cuatro ya habíamos empezado a establecer varios puestos de avanzada en los territorios de los shan, uno cerca de Hsipaw, otro próximo a Taunggyi y otro, el más alejado, en un pequeño poblado llamado Mae Lwin, a orillas del río Saluén. Este enclave no aparece en ningún mapa, y hasta que se haya comprometido a realizar este encargo no puedo revelarle dónde esta. Allí fue adonde enviamos a Carroll.

La habitación se estaba quedando a oscuras y el coronel encendió una lamparita que había en la mesa. La luz parpadeó y le proyectó la sombra del bigote sobre los pómulos. Volvió a observar al afinador. «Parece impaciente», se dijo, y respiró hondo.

—Señor Drake, para no entretenerlo más le ahorraré los detalles de los doce años que Carroll pasó en Mae Lwin. Si acepta usted esta tarea, podemos volver a hablar más adelante, y entonces le enseñaré los partes militares; a menos que quiera oírlos ahora, por supuesto.

—Si no le importa, preferiría que me hablara del piano.

—Sí, claro. —Suspiró—. ¿Qué quiere saber? Tengo entendido que el coronel Fitzgerald le envió una carta en la que le informaba a fondo de este asunto.

—Sí, sé que Carroll pidió un piano. El ejército compró un Erard de mil ochocientos cuarenta y se lo mandó. ¿Le importaría contarme algo más sobre eso?

—La verdad es que no puedo. No entendemos para qué lo quería, a menos que fuera para repetir el éxito que había logrado recitando a Shelley.

—¿Para qué? —Edgar se rió; fue una risa profunda que salió inesperadamente de su delgado esqueleto—. Cuántas veces me he formulado esa pregunta respecto a otros clientes míos. ¿Para qué querría una dama de la alta sociedad que no distingue a Haendel de Haydn comprar un Broadwood de mil ochocientos veinte, y que se lo afinaran todas las semanas, aunque nunca lo tocara nadie? ¿Y cómo se explica que un juez quiera que armonicen el suyo cada dos meses, y admito que, aun innecesario, es maravilloso para mi economía, y sin embargo no conceda el permiso para celebrar el concurso anual de piano del condado? Con todos mis respetos, la conducta del doctor Carroll no me parece tan descabellada. ¿Ha oído usted alguna vez las Invenciones de Bach?

—Creo que sí… —titubeó el coronel—. Sí, seguro, pero sin ánimo de ofender, señor Drake, no sé qué tiene eso que ver con…

—La idea de vivir ocho años en la selva sin la música de Bach me parece espantosa. —Hizo una pausa y añadió—: Suenan de maravilla en un Erard de mil ochocientos cuarenta.

—Es posible, pero nuestros soldados siguen luchando.

Edgar respiró hondo. Notaba que el corazón le latía más deprisa.

—Le ruego que me disculpe; no pretendía ser impertinente. De hecho cada vez me intriga más lo que me está contando, aunque he de admitir que estoy desconcertado. Si tan mal concepto tiene de nuestro pianista, ¿qué hago yo aquí? Coronel, usted es una persona muy importante: no es habitual que alguien de su rango pase tanto tiempo entrevistando a un civil; eso hasta yo lo sé. También sé que el Ministerio de Defensa debe de haber invertido mucho dinero para enviar el piano a Birmania, por no hablar de lo que debió de pagar por él. Y usted me ha ofrecido una remuneración muy generosa; bueno, justa en mi opinión, pero desde una perspectiva objetiva, muy generosa. Y, sin embargo, me parece que no aprueba mi misión.

Killian se apoyó en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos.

—Está bien. Conviene que hablemos de esto. Yo no disimulo mi disconformidad, pero le ruego que no la confunda con falta de respeto. El comandante médico es un soldado excelente, quizá incluso alguien fuera de lo normal, y, sin duda, una pieza insustituible. Hay personas de muy alto rango en este departamento a quienes les interesa muchísimo su trabajo.

—Pero no a usted.

—Digamos que hay hombres que se pierden en la retórica de nuestro destino imperial y afirman que no conquistamos para ganar terreno y riquezas, sino para extender nuestra cultura y nuestra civilización. Yo no se lo voy a negar, pero no es ésa nuestra función.

—Y, pese a todo, ¿usted lo apoya?

El coronel hizo una pausa.

—Si quiere se lo diré sin rodeos, señor Drake, porque es crucial que comprenda la posición en que se halla el Ministerio de Defensa. El estado de Shan es una región anárquica; excepto Mae Lwin. Carroll ha conseguido, él solo, más que varios batallones. Es imprescindible, y está al mando de uno de los enclaves más peligrosos e importantes de nuestras colonias. Shan es fundamental para asegurar nuestra frontera oriental; sin él nos arriesgamos a una invasión, francesa o incluso siamesa. Si el piano es la concesión que hemos de hacer para mantenerlo allí, nos parece un coste razonable. Pero su lugar es un puesto militar, no un salón de música. Confiamos en que cuando el instrumento esté afinado, Carroll vuelva al trabajo. Me interesa mucho que comprenda bien esto: a usted lo hemos contratado nosotros, y no el comandante médico. Sus ideas pueden resultar… seductoras.

—Entonces no es más que un privilegio, como un paquete de cigarrillos —dijo Edgar Drake, y pensó: «No confía en él».

—No, esto es distinto. Creo que usted ya me entiende.

—Quizá no convenga argumentar que es indispensable debido al piano, ¿no?

—Eso lo sabremos cuando esté reparado, ¿no, señor Drake?

Edgar sonrió.

—Supongo.

El oficial se inclinó hacia delante.

—¿Tiene alguna pregunta más?

—Sólo una.

—Veamos.

Edgar Drake bajó la cabeza y se observó las manos.

—Lo siento, pero exactamente ¿qué le ocurre al piano?

El coronel se quedó mirándolo.

—Me parece que ya hemos hablado de eso.

El afinador inspiró hondo.

—Con el debido respeto, señor, hemos hablado de lo que usted cree que les pasa a los pianos, pero yo necesito saber qué le sucede a ése en concreto, al Erard de mil ochocientos cuarenta que se encuentra en una selva lejana adonde me está pidiendo que vaya. Su oficina me ha explicado muy pocas cosas sobre él, aparte de que está desafinado, lo cual, si me permite decirlo, se debe a la dilatación de la tabla armónica, y no de la caja, como mencionaban ustedes en su carta. Huelga decir que me sorprende que no lo previeran: la humedad tiene efectos desastrosos.

—He de recordarle una vez más, señor Drake, que lo hicimos por Carroll. Esas cuestiones tan filosóficas tendrá que planteárselas a él directamente.

Edgar suspiró.

—Muy bien, en ese caso, ¿puedo preguntar qué es lo que tengo que arreglar?

Killian tosió y contestó:

—No nos han proporcionado esos datos.

—Pero el comandante debe de haberle escrito algo al respecto.

—Sólo tenemos una nota, extraña y de brevedad inusitada tratándose del doctor, que es un hombre de gran elocuencia, y que al principio nos hizo dudar de la seriedad de la solicitud, hasta que la siguió una perturbadora amenaza de dimisión.

—¿Me permite leerla?

El coronel vaciló, mas acabó entregándole un pequeño trozo de papel marrón.

—Es papel shan —explicó—. Al parecer, la tribu es famosa por él. Es curioso, pues nunca lo había utilizado para su correspondencia.

El papel, hecho a mano, era mate, suave y fibroso; el mensaje estaba escrito con tinta oscura.

Caballeros:

Ya no se puede seguir tocando el piano: hay que afinarlo y repararlo, un trabajo que he intentado hacer personalmente, pero sin éxito. Necesito con urgencia que envíen a un profesional especializado en Erards a Mae Lwin. Confío en que no resulte demasiado difícil. De hecho, es infinitamente más sencillo mandar a un hombre que un piano.

Comandante médico Anthony J. Carroll

Mae Lwin, estado de Shan

—Con eso sobra para justificar el envío de un hombre al otro extremo del mundo.

—Señor Drake —dijo el coronel—, su reputación como afinador de Erards es de sobra conocida en Londres por todo aquel que está introducido en el mundo de la música. Hemos calculado que la duración total del viaje no superará los tres meses desde el momento en que salga usted de Inglaterra hasta que regrese. Como ya sabe, recibirá una buena remuneración.

—Y tengo que ir solo.

—Nos encargaremos de que a su esposa no le falte de nada. —Edgar se recostó en la silla—. ¿Alguna pregunta más? —añadió el coronel.

—No, creo que ya lo comprendo —dijo en voz baja, como si hablara para sí.

Killian dejó los papeles en el escritorio y se inclinó hacia delante.

—¿Irá a Mae Lwin?

Edgar Drake volvió la cabeza hacia la ventana. Anochecía, y el viento jugaba con la lluvia y provocaba elaborados crescendos y diminuendos. «Ya lo había decidido mucho antes de venir aquí», pensó.

Miró de nuevo al coronel y asintió.

Se estrecharon las manos. Killian insistió en conducirlo al despacho del coronel Fitzgerald, donde comunicó la noticia. Después intercambiaron algunas palabras más, pero Edgar ya no escuchaba. Era como si estuviera soñando: la realidad de la decisión todavía flotaba por encima de él. Seguía sacudiendo afirmativamente la cabeza, como si con ese gesto pudiera hacer más real su resolución, conciliar la pequeñez de ese movimiento con la importancia de su significado.

Había papeles que firmar, fechas que concretar y copias de documentos que pedir para su «posterior examen». Killian explicó que Carroll había encargado al Ministerio de Defensa una larga lista de lecturas preparatorias para el afinador: historias, estudios de antropología, de geología, de historia natural…

—Yo no le daría demasiada importancia a todo esto, pero el doctor nos pidió que se las proporcionáramos —aclaró—. Creo que ya le he contado todo lo que usted necesita saber.

Cuando Edgar se marchó, lo acompañó una frase de la nota de Carroll, como un débil rastro de humo de cigarrillo acompaña a quienes abandonan una sala de conciertos: «Es infinitamente más sencillo mandar a un hombre que un piano». Pensó que aquel doctor le iba a caer bien; no era habitual hallar palabras tan poéticas en las cartas de los militares. Y él sentía un profundo respeto por los que encontraban un lugar para la música en sus obligaciones.