TRES

Viajes rutinarios a Manhattan. La tarta de fresa

Conocer Manhattan se había convertido para Sara en una obsesión.

Ya ni siquiera aguzaba el oído para enterarse de por qué sus padres se ponían a discutir en cuanto se metían en la cama. Se había acostumbrado a reconocer el tono excitado de su madre, como se reconocen las nubes oscuras que amenazan tormenta. Pero eran asuntos sin interés. Casi siempre salía a relucir el matrimonio Taylor, como punto de comparación. Al señor Allen, Lynda Taylor le parecía alegre, dulce y juvenil. La señora Allen replicaba que podía serlo, porque su marido le hacía regalos y no vivía más que para ella. La tenía en palmitas. Alababa, además, la capacidad de trabajo de Philip Taylor, que en las horas que le dejaba libre el taller, se dedicaba a reparar radios y televisiones, y a todo lo que le saliera. Y todavía sacaba tiempo para llevar a su mujer al cine. Acababan de comprarse un lavavajillas nuevo y un horno microondas. Philip sí que era un hombre. Y además nunca iba sucio; usaba desodorante.

—¿Y tú por qué lo sabes?

—Me lo ha dicho Lynda.

—¡Pues vaya de unas tonterías que habláis las mujeres! ¡Desodorante! ¿Es que yo huelo mal?

Sara encendía la luz, sacaba del cajón de la mesilla el plano de Nueva York que le regaló años atrás el señor Aurelio, y se ponía a mirarlo.

Entonces empezaba a soñar con los ojos abiertos y la discusión de sus padres se convertía en una música de fondo sobre la que se iban desarrollando las imágenes de su excursión fantástica por las calles, plazas y parques que no conocía. Unas veces volaba por encima de los rascacielos, otras iba a nado por el río Hudson, otras en patines o en helicóptero. Y al final de aquel recorrido sonámbulo, cuando ya empezaban a pesarle los párpados, Sara se veía a sí misma acurrucada en una especie de nido que alguien había fabricado para ella en lo más alto de la estatua de la Libertad, disimulado entre los pinchos de su corona verde. Se posaba allí como un pájaro cansado de volar. Y, mientras la iba invadiendo el sueño, le rezaba a la estatua porque, al fin y al cabo, era una diosa. Inventaba oraciones de su cosecha y las escribía en un teclado raro. Eran como telegramas mandados a la representante de la Libertad para pedirle que la librara del cautiverio de no ser libre. También le pedía que su abuela se volviera a vestir de verde, como cuando ella la conoció. Porque el verde es el color de la esperanza.

Al sur, en el lugar del plano donde confluían los dos ríos y estaba la islita con la estatua, la niña había pegado una estrella dorada, y otra plateada al norte, junto al parque de Morningside, por donde caía más o menos la casa de su abuela Rebeca, que ya no había vuelto a llamarse Gloria Star.

La estrellita plateada y la dorada se mandaban guiños de norte a sur en el enorme plano de Nueva York que Sara Allen extendía por las noches encima de su cama y que tenía gastadísimo de tanto desdoblarlo y volverlo a doblar para aprenderse bien los nombres de las calles de Manhattan y las líneas de metro y de autobús que las recorrían y comunicaban entre sí. Había llegado a conocerlas como las rayas marcadas en la palma de su mano y estaba segura de poder orientarse de maravilla por la isla de sus sueños, surcarla de un extremo a otro y meterse sin miedo en todos sus recodos, a pesar de que nunca había tenido ocasión de comprobarlo, porque solamente cruzaba el puente de Brooklyn una vez a la semana, y para eso, siempre con su madre, cumpliendo puntualmente a las mismas horas el mismo recorrido. Un recorrido que terminaba en el lugar que Sara tenía marcado en el plano con la estrella de plata: la casa donde vivía su abuela desde que ella la había conocido, un séptimo piso exterior con dos tramos de pasillo.

Pero estaba deseando que llegaran los sábados para acompañar a su madre en aquella visita obligada, y se le hacía cortísimo el tiempo que pasaban allí, en la casa del piano negro, el gato Cloud, los armarios desordenados y los ceniceros llenos de colillas. Le encantaba el piso de la abuela Rebeca, tal vez por ser la única casa de Maniatan donde había entrado, y las historias que contaba la abuela Rebeca cuando estaba de buen humor, tal vez por ser las únicas interesantes que había escuchado jamás de labios de un ser vivo.

Ella soñaba —¡miranfú!— con que algún día se iría a Manhattan a vivir con la abuela; volvería Sally, la asistenta negra, y tapizarían de espejo las paredes de la casa.

El viaje semanal a Morningside era como leña nueva para alimentar el fuego de ese sueño.

En cambio a la señora Allen, que estaba deseando pretextos para llorar y compadecerse del prójimo, le ponían muy triste aquellas visitas, y cuando volvían a Brooklyn en el metro, ya de noche, solía venir secándose las lágrimas con un pañuelo grande que sacaba del bolsillo de la chaqueta. Sara miraba alrededor muy nerviosa porque le parecía que iban a llamar la atención, pero luego se daba cuenta de que nadie se fijaba en ellas, porque la gente que viaja en el metro de Nueva York lleva siempre los ojos puestos en el vacío, como si fueran pájaros disecados.

—Se muere, el día menos pensado se nos muere —lloriqueaba la señora Allen.

—¿Pero por qué se va a morir, mamá, si no está mala? Yo la he visto muy alegre.

A Sara le parecía que el único rato bueno que le proporcionaban a su madre aquellos viajes a Manhattan era el que se pasaba la víspera metida en la cocina, preparando la tarta de fresa que siempre le llevaban a la abuela. La hacía por la noche, después de recoger la mesa donde habían cenado, mientras el señor Allen leía el periódico o miraba un partido de béisbol por televisión.

—¡Mira qué bien huele, Samuel! —decía Vivian Allen todos los viernes con idéntico entusiasmo cuando sacaba la tarta del horno—. Me ha quedado mejor que nunca.

Luego la dejaba enfriar un poco, la envolvía cuidadosamente en papel de plata y la colocaba en el fondo de una cesta. Estaba sofocada y le brillaban los ojos.

—Y mañana estará mejor todavía —añadía satisfecha—. Las tartas para que queden más buenas hay que hacerlas de víspera. Le va a encantar. Se va a chupar los dedos.

—Pero si a tu madre no le gusta la tarta de fresa —decía el señor Allen, que estaba harto de escuchar todos los viernes lo mismo.

—Tú qué sabrás.

Pero Sara notaba que en cuanto su madre dejaba la tarta metida en la cesta y se ponía a sacarle brillo al horno, empezaba a borrarse de su rostro la animación que lo había iluminado hasta entonces, y se le ponían los ojos otra vez como con un vaho de niebla.

Al día siguiente ellas dos comían más temprano que de costumbre, disponiéndose al viaje. Lo dejaban todo bien fregado y recogido.

—Y ahora el sandwich de tu padre. Que no se nos olvide —decía la señora Allen.

El taller Quick Plumber, Fontanería de Urgencia, propiedad de Allen and Taylor, abría también los sábados. Y últimamente, según le había oído comentar Sara a su madre, el negocio iba viento en popa.

Cuando el señor Allen llegaba del trabajo a las seis, ellas no habían vuelto todavía, pero se encontraba con una nota de su mujer y un sandwich de pepino. La nota nunca la leía. La tiraba a la basura junto con el sandwich, se duchaba y bajaba a cenar al restaurante chino de la calle de enfrente.

Pero la señora Allen nunca se olvidaba de preparar el sandwich ni de escribir la nota. La escribía sobre el mostrador del office, sentada en un taburete alto con el asiento de plástico rojo y valiéndose de un bolígrafo gordo que había pegado a la pared con una cadenita, junto al teléfono amarillo. Tardaba un poco en escribirla y se quedaba a veces mirando al infinito, como si le costara grandes vacilaciones, aunque la verdad es que siempre le ponía exactamente lo mismo:

Samuel, como es sábado, me voy con la niña a ver a mi madre para limpiarle aquello un poco y llevarle la tarta de fresa. Ahí te dejo el sandwich.

Al acabar lanzaba un profundo suspiro.

Después se sentaba en una banqueta del cuarto de baño, colocaba a Sara entre sus rodillas y empezaba a peinarla muy nerviosa y dándole muchos tirones en el pelo, porque decía que se les hacía tarde.

—Parece que no, pero es un viaje. Un viaje de muchas millas. ¿A quién se le ocurre? ¡Si por lo menos siguiera viviendo en la avenida C!

Sara aprovechaba para preguntarle a su madre si era más bonita la casa de la avenida C que la de Morningside. Ella se encogía de hombros, decía que no se acordaba bien.

—¿Cómo no te vas a acordar, si viviste allí de soltera?

—Bueno, pues no sé. Tenía un living grande. Y desde mi cuarto se veía el East River. O sea que, fíjate, desde aquí hubieran sido veintitantas estaciones menos de metro.

—¿Y por qué se fue de aquella casa? ¿Le gustaba más Morningside? ¡Ay, mamá, no me des tantos tirones!

—La culpa la tienes tú que no te estás quieta. Me pones nerviosa.

—Pero contéstame.

—Pues se fue porque le dio por ahí. Ya sabes que la abuela es caprichosa y tiene que salirse siempre con la suya. Igual que tú.

Pero de Aurelio Roncali no decía una palabra. La señora Taylor le había aconsejado (siempre guiándose por los consultorios sentimentales de la tele y por sus lecturas sobre complejos) que a los niños es mejor no hablarles de los asuntos que les producen trauma. Y, a pesar del tiempo que había pasado, Vivian Allen no se podía olvidar de la enfermedad tan rara que le había costado a Sara la separación de su abuela y el librero. Pero la niña notaba que aquel tupido manto de silencio que había caído sobre el nombre del señor Aurelio era más sofocante para su madre que para ella misma.

Porque las cosas y las personas que sólo se han visto con los ojos de la imaginación pueden seguir viviendo y siendo iguales, aunque desaparezcan en la realidad. Cuando se han visto y luego se dejan de ver, el cambio es mayor.

—Ya te digo, hija —seguía la señora Allen hablando muy deprisa—. Lo que me parece una locura es que la abuela viva a tantas millas de distancia. No hay manera de meterle en la cabeza que donde estaría mejor es aquí, con nosotros.

Sara se quedaba pensativa. Aquella solución le parecía completamente absurda, y estaba segura de que la abuela nunca la habría aceptado.

—También podríamos ir nosotros a vivir allí con ella. Hay más sitio. ¿No sería mejor?

—¡Qué tonterías se te ocurren! ¿Y tu padre? ¿No ves que tu padre tiene aquí su trabajo?

—Podría trabajar allí. Allí también se romperán cañerías.

La señora Allen terminaba de peinar a Sara y cambiaba de conversación. Sara pensaba que ella no tenía ningún trabajo en Brooklyn que le impidiera irse a vivir a Manhattan con la abuela. Nunca se atrevía a decirlo, pero ésa sí que le parecía la solución ideal. Se imaginaba limpiando de trastos un cuarto muy grande que había a la derecha del pasillo, según se entraba, y decorándolo con posters de actrices de cine, de pistoleros, de trenes y de niños patinando. Y a sus padres los llamaría por teléfono y vendría a verlos los viernes. Pero estaba segura de que no podía decirlo, ni siquiera con rodeos. Y se quedaba callada y triste.

—¡Vamos, espabila! —le decía su madre—. ¿En qué estás pensando? ¿No ves que se hace tarde? Parece que no, pero es un viaje, un viaje de muchas millas.

Le ponía un impermeable rojo de hule, lloviera o no, y le daba la cesta tapada con una servilleta de cuadros blancos y rojos. Debajo de aquella servilleta iba la tarta.

—Anda, hija, llévasela tú. A la abuela le hace más ilusión que se la lleves tú.

—A la abuela le da igual. No se fija.

—No me repliques. Creo que no nos olvidamos nada.

Y la señora Allen, después de comprobar que dejaba cerrada la llave del gas, que la nota para su marido quedaba encima de la nevera en lugar bien visible y que ninguno de los grifos goteaba, se ponía a repasar cosas dentro de su bolso, mientras las iba nombrando entre dientes.

—A ver. Las llaves, las gafas, el monedero… El dinero suelto para el metro lo voy a llevar en la mano. Espera, sujétame un momento el paraguas.

Cerraba con tres llaves que metía en cerraduras colocadas a alturas diferentes, y luego llamaba al ascensor. Desde aquel momento cogía a la niña fuertemente de la mano y ya no la soltaba hasta que llegaban a casa de la abuela.

Sara se miraba en el espejo del ascensor y luego de reojo en todos los escaparates que se iban encontrando hasta llegar a la boca del metro. No le gustaba que su madre la llevara tan agarrada, pero era inútil soñar con soltarse. Miraba al cielo que se veía encima de los edificios.

—¿Por qué me has puesto el impermeable, si hoy no va a llover? —preguntaba enfurruñada.

—Nunca se sabe —contestaba la señora Allen—. Yo también llevo el paraguas, ¿ves?, hay que ser precavidos. No olvides que se trata de un viaje, aunque parezca que no. No volvemos hasta la noche y el hombre del tiempo ha dicho que la nubosidad es variable. Ha dicho también que se anuncia un huracán por las costas de Florida, que en Minnesota hay cinco carreteras vecinales interceptadas, que el anticiclón se incrementa en el centro de Europa y tercio oeste del Mediterráneo y que…

Sara dejaba de escuchar y se ponía a mirar a la gente, a un negro que vendía plátanos en un carrito, a un chico que iba en moto con los auriculares puestos, a una rubia de tacones altos, a un viejo que tocaba la flauta sentado en unas escaleras; miraba los letreros, esperaba, siempre agarrada de la mano de su madre, a que se encendiera la luz verde para pasar a la otra acera, llegaban a la boca del metro. Entraban arremolinadas con los demás, pasaban aquellos barrotes giratorios en forma de cruz que sólo cedían metiendo por una ranura las dos fichas doradas que la señora Allen acababa de comprar después de hacer un rato de cola delante de la ventanilla. Detrás de la ventanilla, resguardado por cristales gordos se veía a un hombre de color chocolate que despachaba las fichas doradas como un muñeco mecánico y las despedía por un cauce ovalado de metal. A veces, cuando necesitaba contestar a algo que le preguntaba el cliente, hablaba acercándose a los labios una especie de flexo con magnetófono en la punta que parecía un hongo escuálido como los que venían dibujados en los cuentos de enanos y de brujas. La señora Allen soltaba unos instantes a Sara de la mano para recoger las fichas y el cambio.

—Sujétame el paraguas —le decía.

Eran unos segundos muy intensos y excitantes para Sara. Siempre llevaba en el bolsillo un par de fichas doradas de aquéllas. Se las había cogido a su padre una vez que estaba durmiendo y se le cayeron de la chaqueta mal doblada sobre el respaldo de una silla. Miraba la ranura por donde había que meterlas, se apartaba unos pasos de su madre y se dejaba invadir por la tentación de echar a correr con su impermeable rojo, su paraguas y su cesta, traspasar aquel umbral y perderse sola entre la gente rumbo a Manhattan. Pero nunca lo hizo ni lo intentó siquiera.

Entraban al andén. La señora Allen miraba recelosa y le apretaba la mano más fuerte todavía. De los viajeros que esperaban en el andén, unos despertaban sus sospechas más que otros y de eso dependía el vagón que escogiera para montarse cuando llegaba al fin el metro a tanta velocidad que parecía que no iba a pararse. Sara pensaba muchas cosas en cuanto entraban en el vagón y se ponía a mirar a toda aquella gente, de la que su madre trataba de distraerla, mientras le desabrochaba los botones de arriba del impermeable para que luego no tuviera frío al salir. De frío de calor y de tormentas lo sabía todo y es de lo que hablaba siempre por las mañanas con los viejos aquellos que, según decía suspirando, la querían más que su propia madre. Se oía todos los partes meteorológicos de la televisión y los comentaba con ellos. En cambio le aburrían mucho las películas de amor y de aventuras. También esto lo comentaba con los ancianitos de su hospital, que solían darle la razón, unos porque pensaban lo mismo que ella y otros para que se callara.

—¿Quién puede creerse eso? —les decía, mientras les daba un caldo de pollo o los arropaba con mantas de cuadros—. ¿Dónde se ha visto que un hombre salte de un tejado a otro o que una mujer tenga cara de serpiente?

—En Manhattan se ven esas cosas y otras peores, señora Allen —le contestaba alguno sen­ten­cio­sa­men­te.

Y por si acaso era verdad, a la señora Allen no le gustaba que Sara viera aquellas historias en la televisión ni que volviera la cabeza para mirar a nadie cuando iban en el metro a visitar a la abuela.

—¿Por qué miras a ese señor?

—Porque va hablando solo.

—Déjalo. ¿No ves que no le mira nadie?

—Claro, pobrecillo, por eso le miro yo.

—Y a ti qué te importa. Son asuntos suyos.

Había mucha gente que iba hablando sola en el metro de Nueva York. Unos entre dientes, otros más alto y algunos incluso echando discursos como si fueran curas. Estos últimos solían llevar las ropas en desorden y el pelo alborotado, pero, aunque decían de vez en cuando, con un tono altisonante, «hermanos» o «ciudadanos», sus palabras se estrellaban contra una muralla de silencio y de indiferencia. Nadie los miraba.

—Avanza un poco hacia aquel rincón, Sara, que allí va a quedar un asiento, ¿me permite? —decía la señora Allen, metiendo la cadera, en cuanto notaba que la atención de su hija se quedaba prendida en uno de aquellos extravagantes charlatanes.

A Sara le daba rabia que su madre le hablara en el metro, porque no la dejaba pensar. Era un sitio donde a ella le gustaba mucho pensar, precisamente por la cercanía de todas aquellas personas tan distintas y desconocidas entre sí, aunque fueran haciendo juntas el mismo viaje en el mismo momento. Le gustaba imaginar sus vidas, comparar sus gestos, sus caras y sus ropas. Y lo que más le divertía era comprobar que las diferencias eran mucho mayores que los parecidos. ¿Cómo sería posible que en una distancia tan corta como la que va del pelo a los pies pudieran darse tantas variaciones como para que no fuera posible confundir a uno de aquellos viajeros con otro? Pero no le daba tiempo a verlos bien porque la señora Allen se los tapaba a propósito, como si tuviera miedo de que sólo con mirarlos le fueran a contagiar alguna enfermedad mala.

—Déjame mamá, no me desabroches más botones. Si no tengo calor.

—Claro, no, tú siempre te crees que lo sabes todo. ¿Te puedes estar quieta?

—Del calor que tengo, sé más que tú.

—Sí, pero luego al salir, con la diferencia de temperatura, te coges un constipado, ¿y qué?

—Pero si yo nunca me cojo constipados…

—¡Ay, Dios mío, qué niña más respondona! ¿Por qué pones cara de mártir ahora?

—Por nada, mamá, cállate, anda.

—¿Llevas la cesta bien agarrada?

—Que sí, mamá. Cállate ahora, por favor —suplicaba la niña en un susurro fervoroso.

—¿Pero qué te pasa? ¿Por qué cierras los ojos? ¿Te mareas?

—Déjame. ¡Es que vamos por debajo del río!

—¿Y qué? ¡Vaya una novedad! Pareces tonta, hija, cualquiera que te oyera…

Había un tramo al principio del viaje en que el metro iba, efectivamente, por dentro del East River. Y coincidía precisamente con el rato en que los comentarios de la señora Allen eran como una lluvia que no escampa. Sara cerraba los ojos no porque se mareara ni porque tuviera miedo, sino porque no podía soportar que unos asuntos tan insulsos vinieran a ocupar la mente de su madre y a interrumpir los pensamientos de ella cuando se estaba produciendo el milagro de viajar por dentro de un túnel sobre el que pesaban toneladas de agua. Su trayecto era de unas dos millas y se llamaba el Brooklyn-Battery Tunnel porque, después de pasar el río, se metía por debajo de Battery Park, el parque que queda más al sur de Manhattan, donde confluyen el Hudson y el East River. Lo había estudiado, lo sabía, conocía la fecha en que empezaron las obras del Brooklyn-Battery Tunnel, en 1905, pero eso no temía nada que ver con la emoción de pensarlo cuando se tenía toda aquella masa de agua encima. Pasar a Manhattan por debajo de un río era la prueba más patente de que en aquella isla podía ocurrir de todo. A Sara le daba vueltas la cabeza como si fuera un molino y se le ocurrían cientos de preguntas que le quería hacer a la abuela Rebeca en cuanto llegaran a su casa.

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