TRECE

Happy end, pero sin cerrar

Cuando Robert, medio adormilado dentro de la limusine parada junto a un cubo de basura, oyó un tamborileo en los cristales, se espabiló lleno de sobresalto. Pero en seguida se tranquilizó al reconocer a Peter. Llevaba la gorra en la mano y el pelo rubio le brillaba bajo el resplandor de un farol. Le señaló con gesto interrogante el portal de enfrente.

Robert, aún un poco amodorrado, vio que la niña vestida de rojo, a quien el jefe despidió en el parking, estaba abriendo aquel portal con un llavín que se sacaba del bolsillo y cómo se volvía sonriente para decir adiós a Peter con la mano.

Luego se metió, y a la luz de la escalera, que acababa de encenderse, ambos chóferes vieron desaparecer como una huella fugitiva su silueta roja.

—Que me maten si entiendo algo —dijo Peter a Robert, que había bajado la ventanilla de su limusine y contemplaba la escena con aire sonámbulo.

—¿Pues qué pasa?

—Eso pregunto yo. ¿Tú sabes quién vive en esa casa?

—Ay, chico, yo ni idea. Yo me he limitado a traer a mister Woolf, que me ha dicho que igual se entretenía un poco, y aquí llevo esperándolo como hace tres cuartos de hora. No sé, serán personas de su familia. Por la niña lo digo, sobre todo. ¿A ti también te va a tocar esperar?

—A mí no, a mí la chavala me ha dicho que ya no me necesita, que ella se queda a dormir en casa de su abuela.

—Pues chico, ¿a qué esperas? Lárgate. ¡No tienes poca suerte!

Peter, por toda contestación, dio la vuelta al coche y le pidió con un gesto a Robert que le abriera la puerta por aquel lado. Una vez sentado junto a él, sacó una cajetilla de Winston y encendió el primer pitillo de la noche.

—¿Pero no te habías quitado de fumar? —le preguntó el otro.

—Sí, en ésas ando. Pero hay días que no aguanta uno ya tanta tensión.

Volvió a mirar hacia la fachada de enfrente. En el piso séptimo había una luz encendida. Luego, acercándose un poco más a su compañero, como si temiera ser oído por alguien, dijo en tono apagado y misterioso:

—Todo esto es rarísimo. Ni la niña ni la vieja son familia suya, no le tocan nada.

—Ay, hijo —se asustó Robert—, tiene razón tu mujer cuando dice que te debías dedicar a escribir guiones de cine. ¿A qué vieja te refieres?

—A la abuela de la niña, a la que vive ahí. ¿Tú la has visto?

—Yo no. ¿Cómo la voy a haber visto? ¿Por qué lo dices?

—Por saber cómo es, la pinta que tiene. Vamos, no me digas que no es raro que al jefe, que nunca sale, le dé hoy de repente por venir a este barrio a visitar a una gente que no le toca nada. Y luego, él en un coche y la niña en otro…

—Bueno —admitió Robert—, eso sí es un poco chocante, pero a lo demás no le veo yo tanto misterio. Si no son familia suya, serán amigos antiguos, ¡qué más da…!, y se habrán visto en un apuro. Ya sabes que el jefe es generoso. Y máxime ahora, siendo días de Navidad…

Peter le miraba con superioridad, como quien se asombra de la ingenuidad ajena.

—Tú es que siempre le andas buscando tres pies al gato —continuó Robert—. Porque además, ¿tú cómo sabes que no son familia?

—Ni familia ni amigos. Me lo ha dicho la niña. Precisamente me ha venido intentando sonsacar a mí cosas del jefe, preguntándome que si me parecía buena persona. Pidiéndome informes, vamos. ¡A mí!

En los ojos de Robert se encendió por primera vez una chispa de intriga.

—¡Oye, qué raro parece eso!

—¡Pues claro! ¿No te lo estoy diciendo? A la niña la ha visto hoy por primera vez en Central Park, y con su abuela no ha hablado en la vida…

—Igual lo inventa —aventuró Robert.

—Pues si lo inventa, más raro me lo pones.

Mientras dentro de la limusine número dos se mantenía esta conversación furtiva, Sara Allen, no menos furtivamente, había llegado al séptimo y había abierto con una vuelta silenciosa de llave la puerta de casa de su abuela. Pensó sin saber por qué: «Todavía es sábado». Y le pareció rarísimo.

Si no llevara ya a estas alturas del sábado el alma tan cargada de emociones como la llevaba, esta entrada a hurtadillas y de noche en la casa de Morningside (quitando incluso el detalle de haber llegado en limusine) le hubiera parecido una escena de sueño. Porque ¡había soñado tantas veces y desde hacía tanto tiempo con que entraba por la noche y sin compañía de nadie en la casa de Morningside!

La puerta no había hecho ningún ruido. Se detuvo en el vestíbulo y contuvo la respiración. Del cuarto de estar, sobre un fondo de música suave, venía un rumor de risas y cuchicheos.

Sara, conforme avanzaba despacito por el pasillo, se dio cuenta de que iba pisando el haz de luz tenue que salía por la puerta entreabierta del cuarto de estar, como un camino de esperanza a seguir entre la tiniebla. Se acercó y asomó un poquito la cabeza por la ranura de la puerta.

La abuela, vestida de verde, giraba en brazos del Dulce Lobo, a los sones de Amado mío, que se estaba oyendo en el pick-up. De vez en cuando echaba la cabeza para atrás y su pareja se inclinaba hacia su oído y le decía algo que la hacía reír. Encima de la mesita había una botella de champán abierta y dos copas a medio llenar. Arrellanado en su butaca, dormitaba el gato Cloud.

Sara retrocedió tan sigilosamente como había avanzado. Se detuvo unos instantes apoyada en la pared y se abrazó a sí misma, cruzando los brazos por delante y posando las manos en sus propios hombros. Con los ojos cerrados, escuchaba extasiada los sones de aquella música entre dulce y picante, y se sentía palpitar el pecho tembloroso. Mister Woolf era un poco más alto que la abuela. Y era mentira que no bailara bien. Se sintió invadida por un inexplicable desfallecimiento, una especie de languidez que le bajaba por las piernas.

Fueron unos instantes nada más. En seguida reaccionó. Su intuición le avisaba de que ella allí estaba estorbando, y comprendió que no le convenía ser descubierta. Así que se dirigió con decisión hacia la salida.

Luego, cuando ya había cerrado otra vez la puerta, había dado la luz de la escalera y estaba esperando el ascensor de bajada, se dio cuenta de que no sabía dónde ir. La escena contemplada le había producido una felicidad indescriptible, pero era como si la hubiera visto en el cine. Ahora se había acabado la película. Había sido preciosa. Pero eran cosas que no le habían pasado a ella. Se sentía un poco como expulsada del paraíso.

Al salir del ascensor, se apagaron las luces del portal. Bajó casi a tientas los cuatro escalones de mármol sucio y desgastado que llevaban a la puerta de la calle. No quería volver a dar la luz; prefería explorar desde dentro, sin ser vista, los peligros que podían acecharle fuera. Porque una sola cosa tenía clara: estaba decidida a huir.

A través del cristal, protegido por unos hierros en forma de cruz, vio en la acera de enfrente las limusines aparcadas una detrás de otra. En el asiento delantero de la primera, distinguió la silueta de los dos conductores. Sara le había dicho a Peter que se fuera, que ella ya no le necesitaba, pero se ve que no tenía ganas de dormir todavía. Le pasaría lo que a ella. La siesta por la Quinta Avenida le había dejado la cabeza completamente despejada.

De pronto, se acordó de miss Lunatic, a la que tenía olvidada hacía bastante rato, entre unas cosas y otras. Se apareció ante ella con total nitidez, rodeada de rayitos de luz, tal como la había visto en el metro cuando estaba llorando sin saber qué decisión tomar y levantó los ojos desde los zapatos gastados que se habían detenido enfrente de los suyos a aquel rostro bondadoso que le sonreía bajo el sombrero. Igual la estaba viendo ahora.

«Aunque no me veas, yo no me voy —le había dicho al despedirse—, siempre estaré a tu lado».

Sara se agachó a palparse el calcetín. Hurgó durante unos instantes muy nerviosa con los dedos metidos entre sus blancas mallas y la piel del tobillo, hasta llegar angustiada a la planta del pie. ¡Hasta allí se había escurrido la moneda mágica! Menos mal, ¡qué alivio! ¡Miranfú! Mira que si la hubiera llegado a perder.

En sus labios se dibujó una sonrisa de felicidad. Acababa de notar que una lucecita se le encendía por dentro de la cabeza a manera de bombilla dibujada en la nubecita de un cómic. Había tomado su decisión.

Metió la llave en la cerradura del portal y lo abrió despacito. El frío de la calle fue para ella como una bocanada de estímulo. Estaba espabiladísima. Ahora se trataba simplemente de esquivar a Peter, que no podía servirle más que de estorbo en su propósito, según había quedado demostrado.

Así, agachándose por detrás de los coches aparcados en la acera de enfrente a la de las limusines, agazapada a trechos tras los contenedores de basura, alcanzó, a través de desmontes y callejuelas, la cuesta que partiendo de Morningside Park bordea la fachada sur de San Juan el Divino. Pensó vagamente que por aquellos barrios, tal vez no demasiado lejos de allí, existió en tiempos una librería que ella nunca había llegado a conocer: El Reino de los Libros.

El taxista que se paró en Amsterdam Avenue para atender a las aparatosas señales de aquella niña vestida de rojo iba ya de retirada. Pero, a pesar de que a sus sesenta años ya no había nada en Manhattan capaz de provocar su extrañeza, una curiosidad superior a él le había hecho frenar en seco. La calle, por aquel tramo, estaba casi completamente desierta.

—¿Hacia dónde vas? —preguntó, bajando la ventanilla y mirándola de arriba abajo.

—¡A Battery Park! —fue la respuesta clara y contundente de la niña, al tiempo que agarraba el picaporte y abría la puerta amarilla del taxi.

El hombre puso en marcha el taxímetro y la miró otra vez antes de arrancar. Ella se había acomodado tranquilamente, con una actitud desafiante y segura, totalmente impropia de su edad.

—Di tú que porque me pilla de camino —comentó el taxista—. Porque si no ya a estas horas…

—Me alegro de que le pille de camino —contestó la niña serenamente—. Para mí también ha sido una suerte grande.

El taxista se abstuvo de momento de hacer más comentarios. Pero no podía dejar de mirarla de vez en cuando por el espejo retrovisor, atento a cualquier dato que pudiera servirle de pista sobre su identidad. No tenía por costumbre molestar a sus viajeros con pregunta ninguna. Pero los gestos exactos y tranquilos de aquella extraña pasajera le sumían en la mayor perplejidad. Parecía totalmente ajena a cuanto pudiera desarrollarse a su alrededor. Unas veces consultaba un plano que llevaba desplegado junto a ella en el asiento, iluminándolo con una linternita. Otras hurgaba en la bolsa de raso y lentejuelas de donde había sacado aquella linternita. Otras se quedaba extática y con los ojos fijos en un punto invisible. Pero en ningún momento se borraba de su rostro una sonrisa que parecía transfigurarla.

Fue un trayecto totalmente silencioso. Pero cuando ya estaban llegando cerca de su destino, el taxista, venciendo una timidez que no le era precisamente habitual, se atrevió a volver la cabeza, aprovechando la parada de un semáforo, y a preguntar:

—¿Dónde quieres que te deje, guapa?

—Cerca de la estación del ferry, por allí. No hace falta que llegue.

—Pero el ferry a estas horas no funciona —comentó el taxista—. ¿No lo sabes?

—Sí, claro, ya lo sé.

—¿Pues entonces…?

—¿Entonces, qué? —contestó la niña cortante.

—Que qué se te ha perdido a ti a estas horas en Battery Park.

—Podría contestarle que es asunto mío. Pero ya que le produce tanta curiosidad, le diré que he quedado allí con una amiga.

Cuando el taxi se paró, la niña consultó el precio de la carrera en el taxímetro y arrojó unos billetes arrugados en el cauce ovalado de metal incrustado en la cristalera de separación. Inmediatamente, abrió la portezuela y se echó a correr.

—¡Pero aquí sobra mucho! —exclamó el taxista, bajando la ventanilla.

La niña se detuvo a la entrada del parque y le miró sonriendo, mientras le decía adiós con la mano.

—¡Quédese con la vuelta! ¡Son viles papeluchos!

El taxista, mientras la miraba desaparecer corriendo entre las frondas como una saeta, se quedó mascullando:

—Lo que me extraña es que no haya más crímenes de los que hay. ¡Mira que dejar salir sola a estas horas a una chiquilla de semejante edad! No sé en qué estarán pensando los padres.

Sara, antes de introducir nuevamente la moneda en la ranura del poste junto a la alcantarilla, se acordó de una cosa. No había leído todavía el papelito que le dio miss Lunatic. Le había dicho que lo leyera en la cama. Pero a saber dónde acabaría ella durmiendo esa noche. Así que se sentó en el suelo y lo sacó de la bolsa. Era un papel color malva, pero mucho más grande que el que sacó el día de su cumpleaños del pastelito que le pusieron de postre en el chino, donde decía que mejor se está solo que mal acompañado. Se quedó unos instantes paralizada. ¡Ayer! ¿Pero su cumpleaños había sido ayer? Bueno, resultaba increíble. Mejor no pensar en ello.

Desplegó el mensaje y lo leyó a la luz de su linternita. Decía:

No te hice ni celestial ni terrenal,

ni mortal ni inmortal, con el fin de

que fueras libre y soberano artífice

de ti mismo, de acuerdo con tu designio.

Y debajo ponía entre paréntesis: (Pico della Mirándola, Juan—. Filósofo renacentista italiano, aficionado a la magia natural. Murió a los 31 años).

Metió la moneda en la ranura, dijo: «¡Miranfú!», se descorrió la tapa de la alcantarilla y Sara, extendiendo los brazos, se arrojó al pasadizo, sorbida inmediatamente por una corriente de aire templado que la llevaba a la Libertad.

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Nueva York, 28 de agosto de 1985

Madrid, 28 de febrero de 1990 (miércoles de ceniza).