SEIS
Presentación de miss Lunatic. Visita al comisario O’Connor
Cuando oscurecía y empezaban a encenderse los letreros luminosos en lo alto de los edificios, se veía pasear por las calles y plazas de Manhattan a una mujer muy vieja, vestida de harapos y cubierta con un sombrero de grandes alas que le tapaba casi enteramente el rostro. La cabellera, muy abundante y blanca como la nieve, le colgaba por la espalda, unas veces flotando al aire y otras recogida en una gruesa trenza que le llegaba a la cintura. Arrastraba un cochecito de niño vacío. Era un modelo antiquísimo, de gran tamaño, ruedas muy altas y la capota bastante deteriorada. En los anticuarios y almonedas de la calle 90, que solía frecuentar, le habían ofrecido hasta quinientos dólares por él, pero nunca quiso venderlo.
Sabía leer el porvenir en la palma de la mano, siempre llevaba en la faltriquera frasquitos con ungüentos que servían para aliviar dolores diversos, y merodeaba indefectiblemente por los lugares donde estaban a punto de producirse incendios, suicidios, derrumbamientos de paredes, accidentes de coche o peleas. Lo cual quiere decir que se recorría Manhattan a unas velocidades impropias de su edad. Incluso había quienes aseguraban haberla visto la misma noche a la misma hora circulando por barrios tan distantes como el Bronx o el Village, y metida en el escenario de dos conflictos diferentes, como alguna vez quedó acreditado en fotos de prensa. Y entonces no cabía duda. Porque si salía retratada, aunque fuera en segundo término y con la imagen desenfocada, su peculiar aspecto hacía imposible que nadie pudiera confundirla con otra mendiga cualquiera. Era ella, seguro, era la famosa miss Lunatic. Por ese apodo se la conocía desde hacía mucho tiempo, y sus extravagancias la habían hecho alcanzar una popularidad rayana en la leyenda.
No tenía documentación que acreditase su existencia real, ni tampoco familia ni residencia conocidas. Solía ir cantando canciones antiguas, con aire de balada o de nana cuando iba ensimismada, himnos heroicos cuando necesitaba caminar aprisa. Tan pronto se detenía ante los escaparates lujosos de la Quinta Avenida, como se entretenía revolviendo en los vertederos de basura de la periferia con su bastón con puño dorado que representaba un águila bicéfala. Cuando encontraba algún mueble o cachivache en buen estado de conservación, lo cargaba en su cochecito y lo transportaba a alguna almoneda de aquellas donde la conocían. Y todo lo que pedía a cambio era un plato de sopa caliente.
La verdad es que tenía muchos amigos de distintos oficios o sin ninguno. La gente la quería sobre todo porque no caía en ese defecto, tan corriente en los viejos, de enrollarse a hablar sin ton ni son, venga o no venga a cuento y aunque la persona que los está oyendo tenga prisa o se aburra. Ella miraba mucho con quién estaba hablando. A veces podía ser bastante charlatana, pero sus historias no se las contaba al primero que aparecía. Prefería esperar a que se las pidieran, y en general le gustaba más escuchar que ser escuchada. Decía que con eso se adquiere experiencia.
—¿Y para qué quiere usted más experiencia de la que tiene, miss Lunatic? —le preguntaban algunos—. ¿No lo sabe ya todo?
Ella se encogía de hombros.
—De la gente no. La gente siempre está cambiando. Y cada persona es un mundo —contestaba—. A mí me encanta que me cuenten cosas.
Hablaba con los vendedores ambulantes de bisutería y de perritos calientes, africanos, indios, portorriqueños, árabes, chinos, con los viajeros extraviados por los largos pasillos del metro o por los andenes de Penn Station entre confusas consignas de altavoces, con los porteros de los hoteles, con los patinadores, con los borrachos, con los cocheros de caballos que tienen su parada en el costado sur de Central Park. Y todos tenían alguna historia que contar, algún paisaje de infancia que revivir, alguna persona querida a la que añorar, algún conflicto para el cual pedir consejo. Y aquellas historias acompañaban luego a miss Lunatic, cuando volvía a caminar sola; se le quedaban durante un trecho enredadas a sus harapos como serpentinas de oro que nimbasen su figura, impidiéndole borrarse en el olvido.
También se dedicaba a recoger gatos sin dueño y a tratar de establecer contacto con familias acomodadas para que los adoptasen. Nadie entendía cómo conseguía estos contactos, con lo desconfiada que es la gente en Nueva York, pero lo cierto es que no era raro encontrarla a la salida del Hotel Plaza o de alguna joyería de Lexinghton Avenue, hablando con gente lujosamente vestida.
Era muy amiga de los bomberos. A veces, aunque era perfectamente ilegal, se la había visto montada con ellos en el veloz coche reluciente y rojo, a cuyo paso todos los demás se apartan. Lo que más le gustaba era que la dejaran ir tirando del cordón de la campana niquelada. Al son de aquel tintineo, las mejillas apergaminadas de miss Lunatic se coloreaban de emoción y alegría bajo el ala de su gran sombrero.
Pero las zonas que frecuentaba de forma más asidua eran las habitadas por gente marginal, y su vocación preferida, la de tratar de inyectar fe a los desesperados, ayudarles a encontrar la raíz de su malestar y a hacer las paces con sus enemigos. Lograba pocos resultados, pero no se desanimaba, y eso que la insultaron muchas veces por meterse donde nadie la había llamado, y llegaron a echarla a patadas de un local de Harlem, por defender a un negro al que estaban atacando otros cuatro, mucho más robustos.
—Lárguese de aquí, miss Lunatic —le dijo, al verla tirada en la acera, la dueña de una tintorería que había al lado—. Después de todo, es echar margaritas a puercos.
—Ni hablar —dijo ella, levantándose y recogiendo del suelo su sombrero—. Voy a volver a entrar, a ver si me hacen caso. He debido explicarme mal. O tal vez es que están ellos demasiado ofuscados.
Si le preguntaban dónde vivía, contestaba que de día dentro de la estatua de la Libertad, en estado de letargo, y de noche, pues por allí, en el barrio donde estuviera cuando se lo estaban preguntando. Haciendo compañía a los solitarios como ella, a todos los que pululan por los garitos de mala vida y duermen en bancos públicos, casas en ruinas y pasos subterráneos.
Confesaba tener ciento setenta y cinco años, y caso de no ser verdad, habría que admirarla cuando menos por su conocimiento de la Historia Universal a partir de la muerte de Napoleón, y por la familiaridad con que hablaba de artistas y políticos del siglo XIX, con alguno de los cuales aseguraba haber tenido trato estrecho. Había gente que se reía de ella, pero en general se le tenía respeto, no sólo porque no hacía daño a nadie, era discreta y se explicaba con gran propiedad —siempre con un leve acento francés—, sino porque, a pesar de sus ropas de mendiga, conservaba en la forma de moverse y de caminar con la cabeza erguida un aire de altivez e independencia que cerraba el paso tanto al menosprecio como a la compasión. Siempre se responsabilizaba de sus actos y no parecía verse metida más que en aquello en lo que quería meterse.
Debido a su tendencia, de la que ya se ha hablado, a mediar en las reyertas entre borrachos o delincuentes peligrosos, intentando que las partes rivales llegaran a un acuerdo por vías razonables, se llegó a ver implicada como sospechosa en asuntos turbios. Más de una vez, tomándola por cómplice de alguna fechoría, la apuñalaron sin consideración a su edad. Pero al parecer era invulnerable, según contaban luego con gran asombro los testigos presenciales del suceso. Porque, a pesar de que el arma blanca había sido empuñada contra ella vigorosamente y con todo encono, nadie vio brotar una sola gota de sangre del cuerpo desmedrado de miss Lunatic. Por otra parte, la Policía, que la había detenido varias veces, nunca encontró pruebas para inculparla de nada.
Un veterano comisario del distrito de Harlem, fascinado por la valentía de miss Lunatic, sus múltiples contactos con gente del hampa y su talento para testificar en los casos difíciles, la mandó llamar una tarde de invierno para proponerle un trato. Se le asignaría una suma bastante importante de dinero, si se prestaba a colaborar como confidente de la Policía. Ella se indignó. Informar a las autoridades de que había un fuego, se había caído el alero de un tejado o se necesitaba urgentemente una ambulancia era algo muy diferente a convertirse en acusica. Ni que estuviera loca. Y en cuanto al dinero, muchas gracias, pero no la tentaba.
—¿Para qué necesito yo el dinero, mister O’Connor? —preguntó—. ¿Me lo quiere usted decir?
Tenía las manos cruzadas sobre la mesa, y el comisario se fijó en aquellos dedos deformados por el reuma y enrojecidos por el frío.
—Para asegurarse la vejez —dijo.
Miss Lunatic se echó a reír.
—Perdone, señor, pero llegué a Manhattan en 1885 —dijo—. ¿No le parece que he dado pruebas suficientes de saber asegurarme yo sola la vejez?
El comisario O’Connor la contempló con curiosidad desde el otro lado de la mesa.
—¿En 1885? ¿El mismo año que trajeron aquí la estatua de la Libertad? —preguntó.
En los labios de miss Lunatic se dibujó una sonrisa de nostalgia.
—Exactamente, señor. Pero le ruego que no me someta a ningún interrogatorio.
—Solamente contésteme a una cosa —dijo él—. He oído decir que no tiene usted ingresos conocidos. Y que tampoco pide limosna.
—Es verdad, ¿y qué?
—Tranquilícese, le aseguro que no se trata de una investigación policíaca. Sólo pretendo ayudarla. ¿Es que no le interesa el dinero?
—No; porque se ha convertido en meta y nos impide disfrutar del camino por donde vamos andando. Además ni siquiera es bonito, como antes, cuando se gozaba de su tacto como del de una joya.
El comisario observó que, mientras miss Lunatic decía aquellas palabras, acariciaba unas monedas muy raras que había sacado de una bolsita de terciopelo verde, y jugueteaba con ellas. No eran de gran tamaño, despedían un fulgor verdoso, y parecían muy antiguas. Estuvo a punto de preguntarle de dónde procedían, porque nunca las había visto de ese tipo, pero se contuvo por miedo a ganarse su desconfianza. Prefería seguir oyéndola hablar de lo que fuera. Hubo una pausa y ella volvió a guardar las monedas en la bolsa.
—Ahora ya no —continuó tras un suspiro—. Ahora el dinero son viles papeluchos arrugados. Yo cuando tengo alguno, estoy deseando soltarlo.
—Todo lo papeluchos que usted quiera —interrumpió el comisario—, pero hacen falta para vivir.
—Eso suele decirse, sí. Para vivir… Pero ¿a qué llaman vivir? Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald… Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar… y vivir es reírse… He conocido a mucha gente a lo largo de mi vida, comisario, y créame, en nombre de ganar dinero para vivir, se lo toman tan en serio que se olvidan de vivir. Precisamente ayer, paseando por Central Park más o menos a estas horas, me encontré con un hombre inmensamente rico que vive por allí cerca y entablamos conversación. Pues bueno, está desesperado y no sabe por qué. No le saca partido a nada ni le encuentra aliciente a la vida. Y claro, se obsesiona por tonterías. Al cabo de un rato, parecía yo la millonaria y él el mendigo. Nos hicimos muy amigos. Dice que él no tiene ninguno. Bueno, uno, pero que se está hartando de él.
—¡Qué historia tan interesante! —dijo el señor O’Connor.
—Sí, es una pena que no tenga tiempo para contársela con detalle. Pero he quedado en ir dentro de un rato a su casa a leerle la mano. Aunque no sé si servirá de mucho, ya se lo advertí ayer, porque yo el porvenir no lo leo cerrado, sino abierto.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que no doy soluciones, me limito a señalar caminos que se cruzan y a dejar a la gente en libertad para que elija el que quiera. Y mister Woolf está ansioso de soluciones, me temo que necesita que le manden. Tal vez porque está harto de hacerse obedecer. Edgar Woolf se llama. Gana el dinero a espuertas. Tiene un negocio muy acreditado de pastelería.
El comisario la miró con los ojos redondos por la sorpresa.
—¿Edgar Woolf? ¿El Rey de las Tartas? ¿Va a ir usted a casa de Edgar Woolf? Vive en uno de los apartamentos más lujosos de Manhattan, ¿lo sabía? Pero tiene fama de ser inaccesible, de no recibir a nadie.
—Pues ya ve, será que yo le he caído bien. A ver si se cree usted que sólo me trato con desheredados de la fortuna. Aunque ahora que lo pienso —rectificó luego— también mister Woolf es un desheredado de la fortuna. Para mí la única fortuna, ya le digo, es la de saber vivir, la de ser libre. Y el dinero no libera, querido comisario. Mire usted alrededor, lea los periódicos. Piense en todos los crímenes y guerras y mentiras que acarrea el dinero. Libertad y dinero son conceptos opuestos. Como lo son también libertad y miedo. Pero, en fin, le estoy robando tiempo. No he venido para echarle un discurso, y en cuanto a su propuesta, ya la he contestado con creces, ¿no le parece a usted? Conque olvídeme, si puede.
El comisario O’Connor la miraba entre pensativo y perplejo.
—Así que usted no tiene dinero ni miedo… —dijo.
—Yo no. ¿Y usted?
El rostro del comisario se ensombreció.
—Yo miedo sí, muchas veces. Se lo confieso.
—Pues eso es mala cosa para su oficio. El miedo cría miedo, además. ¿Dónde lo siente? ¿En la boca del estómago?
El comisario se quedó dudando, y se palpó aquella zona, bajo el chaleco.
—Pues sí, más o menos.
—Ya. Es lo más corriente. Espere un momento a ver. Miss Lunatic, ante el pasmo del comisario O’Connor, se puso a hurgar en su faltriquera y sacó varios frasquitos que alineó sobre la mesa.
—¡Vaya por Dios! Lo siento. Tenía un elixir bastante bueno contra el miedo, pero se me ha gastado. Es el que más me piden.
Luego, mientras volvía a guardarse los frasquitos, añadió:
—Claro que hay otra forma de espantar el miedo, pero no es propiamente una receta, porque tiene que poner mucho de su parte el paciente. Consiste en pensar: «A mí esto que me asusta no me va ni me viene», algo así como ver lejos lo que le está dando a uno miedo, para que se desdibuje.
—Eso no acabo de entenderlo.
—Casi nadie; por eso digo que da poco resultado recetárselo a otro. A lo mejor un día, de pronto, lo siente usted solo y lo entiende… En fin, ¿me da permiso para retirarme?
El comisario O’Connor asintió. Pero cuando la vio levantarse, agarrar su cochecito y dirigirse a la puerta, tuvo una sensación muy triste, como de miedo a estarse despidiendo de ella para siempre. Y la volvió a llamar. Ella se detuvo, interrogante.
—Miss Lunatic —dijo—. Es usted maravillosa.
—Gracias, señor. Eso mismo me decía siempre mi hijo, que en paz descanse. Un gran artista, por cierto, aunque la memoria voluble de las gentes haya sepultado su nombre… ¿Quería usted decirme algo más?
—Sí. Que no me gustaría que pasara usted hambre ni frío.
—No se preocupe. No los paso.
—Me parece increíble, perdone que se lo diga. ¿Y cómo hace? ¿Cómo se las arregla para salir adelante?
Miss Lunatic se detuvo en el centro de la habitación. Se levantó el ala del sombrero con gesto solemne y miró al señor O’Connor. Sus ojos negros, brillando en el rostro pálido y plagado de surcos, parecían carbones encendidos. Y ella, en medio de aquella estancia de paredes desnudas, una figura de cera.
—Echándole fuerza de voluntad, señor, para decirlo con palabras de El Caballero Inexistente.
—¿Otro amigo suyo? —preguntó el comisario.
—Pues sí. Aunque éste es un personaje inventado. ¿Le gustan las novelas?
—Mucho. Lo que pasa es que tengo poco tiempo de leer.
—Pues cuando saque un ratito le recomiendo El caballero inexistente. No es muy larga. Acabo de verla traducida del italiano esta tarde, al pasar por el escaparate de Doubleday.
—¡Cuánto trota por Manhattan! Veo que no para usted un momento.
—Así es. Tiene usted razón. Yo no comprendo cómo dice la gente que se aburre. A mí nunca me da tiempo para todo lo que quisiera hacer… Y ahora siento dejarle. Pero he quedado con mister Woolf, y antes había pensado darme una vueltecita en coche de caballos por Central Park. Gratis, por supuesto. Me lo tiene prometido un cochero angoleño que me debe algunos favores. Convencí a una hija suya para que no se suicidara. Conque lo dicho. Adiós, comisario.
El comisario O’Connor se levantó para abrirle la puerta y le estrechó la mano efusivamente.
—Espero que volvamos a vernos —dijo—. La vida es larga, miss Lunatic. Y da muchas vueltas.
—Ya lo creo. Dígamelo usted a mí —contestó ella sonriendo.
—Pues nada, mujer, salud. Y abríguese, que se está poniendo el tiempo como para nevar.
—Es lo suyo. Estamos en diciembre.
Al salir, hacía un viento muy frío, que alborotó la larga melena blanca de miss Lunatic. Apresuró el paso hacia la calle 125. Había decidido coger allí el metro hasta Columbus Circle.
Mientras canturreaba un himno alsaciano, se puso a pensar en Edgar Woolf, el Rey de las Tartas.