ONCE

Caperucita en Central Park

Sara se encontró sola en un claro de árboles de Central Park; llevaba mucho rato andando abstraída, sin dejar de pensar, había perdido la noción del tiempo y estaba cansada. Vio un banco y se sentó en él, dejando al lado la cesta con la tarta. Aunque no pasaba nadie y estaba bastante oscuro, no tenía miedo. Pero sí mucha emoción. Y una leve sensación de mareo bastante gustosa, como cuando empezó a levantarse de la cama, convaleciente de aquellas fiebres raras de su primera infancia. El encuentro con miss Lunatic le había dejado en el alma un rastro de irrealidad parecido al que experimentó al salir de aquellas fiebres y acordarse de que a Aurelio ya nunca lo iba a conocer. Pero no, no era igual, porque a miss Lunatic no sólo la había conocido, sino que había reconocido debajo de su disfraz de mendiga a la Libertad en persona. Y compartía con ella ese gran secreto que las unía. «A quien dices tu secreto, das tu libertad». ¡Qué bonitas frases sabía! ¿Se las había dicho de verdad? ¿La había visto de verdad cuando se le mudaron la cara, las manos y la voz? ¿O habría sido un sueño? A Alicia todo lo que le pasó era mentira. ¿Pero dónde estaba la raya de separación entre la verdad y la mentira?

Sacó la bolsita del pecho y acarició la moneda verdosa. No, no era mentira. Y le esperaban además otras aventuras. Miss Lunatic se lo había dicho: «Nunca mires para atrás»; la pensaba obedecer, seguir siempre con la vista fija en el camino, sin perderse detalle.

Estaba tan absorta en sus recuerdos y ensoñaciones que, cuando oyó unos pasos entre la maleza a sus espaldas, se figuró que sería el ruido del viento sobre las hojas o el correteo de alguna ardilla, de las muchas que había visto desde que entró en el bosque.

Por eso, cuando descubrió los zapatos negros de un hombre que estaba de pie, plantado delante dé ella, se llevó un poco de susto. No en vano el vampiro del Bronx andaba suelto todavía, la propia miss Lunatic se lo había confirmado. Y tal vez aburrido de no encontrarse con víctimas en Morningside Park, bien pudiera ser que hubiera trasladado a este otro barrio su campo de operaciones.

Pero al alzar los ojos para mirarlo, sus temores se disiparon en parte. Era un señor bien vestido, con sombrero gris y guantes de cabritilla, sin la menor pinta de asesino. Claro que en el cine a veces ésos son los peores. Y además no decía nada, ni se movía apenas. Solamente las aletas de su nariz afilada se dilataban como olfateando algo, lo cual le daba cierto toque de animal al acecho. Pero en cambio la mirada parecía de fiar; era evidentemente la de un hombre solitario y triste. De pronto sonrió. Y Sara le devolvió la sonrisa.

—¿Qué haces aquí tan sola, hermosa niña? —le preguntó cortésmente—. ¿Esperabas a alguien?

—No, a nadie. Simplemente estaba pensando.

—¡Qué casualidad! —dijo él—. Ayer más o menos a estas mismas horas me encontré aquí a una persona que me contestó lo mismo que tú. ¿No te parece raro?

—A mí no. Es que la gente suele pensar mucho. Y cuando esta sola, más.

—¿Vives por este barrio? —preguntó el hombre mientras se quitaba los guantes.

—No, no tengo esa suerte. Mi abuela dice que es el mejor barrio de Manhattan. Ella vive al norte, por Morningside. Voy a verla ahora y a llevarle una tarta de fresa que ha hecho mi madre.

De pronto, la imagen de su abuela, esperándola tal vez con algo de cena preparada, mientras leía una novela policíaca, le pareció tan grata y acogedora que se puso de pie. Tenía que contarle muchas cosas, hablarían hasta caerse de sueño, sin mirar el reloj. ¡Iba a ser tan divertido! De la transformación de miss Lunatic en madame Bartholdi no le podía hablar, porque era un secreto. Pero con todo lo demás, ya había material de sobra para un cuento bien largo.

Se disponía a coger la cestita, cuando notó que aquel señor se adelantaba a hacerlo, alargando una mano con grueso anillo de oro en el dedo índice. Le miró; había acercado la cesta a su rostro afilado, rodeado de un pelo rojizo que le asomaba por debajo del sombrero, estaba oliendo la tarta y sus ojos brillaban con triunfal codicia.

—¿Tarta de fresa? ¡Ya decía yo que olía a tarta de fresa! ¿La llevas aquí dentro, verdad, querida niña?

Era una voz la suya tan suplicante y ansiosa que a Sara le dio pena, y pensó que tal vez pudiera tener hambre, a pesar de su aspecto distinguido. ¡En Manhattan pasan cosas tan raras!

—Sí, ahí dentro la llevo. ¿La quiere usted probar? La ha hecho mi madre y le sale muy buena.

—¡Oh, sí, probarla! ¡Nada me gustaría tanto como probarla! ¿Pero qué dirá tu abuela?

—No creo que le importe mucho que se la lleve empezada —dijo Sara, volviendo a sentarse en el banco y retirando la servilleta de cuadros—. Le diré que me he encontrado con… Bueno, con el lobo —añadió riendo—, y que tenía mucha hambre.

Acababa de desenvolver la tarta, quitándole el papel de plata, y el olor que desprendía era en verdad excelente.

—No mentirías —dijo el hombre—, porque me llamo Edgar Woolf. Y en cuanto al hambre… ¡Oh, Dios, es mucho más que hambre! ¡Es éxtasis, querida niña! ¡Voy a poder probarla! ¡Qué impaciencia!

Se quitó el sombrero, cayó de rodillas y miraba arrobado el pastel, aspirando sus efluvios con frenesí. La verdad es que su actitud empezaba a parecer algo inquietante. Pero Sara se acordó de las recomendaciones de miss Lunatic y decidió que no tendría miedo.

—¿Tiene una navaja, mister Woolf? —preguntó con total serenidad—. Y, si no le importa, le ruego que no meta tanto las narices en la tarta. ¿Por qué no se sienta tranquilamente aquí conmigo?

Mister Woolf obedeció en silencio, pero las manos le temblaban cuando sacó una navaja de nácar que llevaba, junto con un manojo de llaves, enganchada al final de una gruesa cadena. Partió un trozo con pulso inseguro. Y, procurando controlarse y anteponer la educación a la gula, se lo ofreció a la niña con gesto delicado.

—Toma, tú querrás también. ¿Qué te parece este picnic improvisado en Central Park? Puedo decirle a mi chófer que nos traiga unas coca-colas.

—Se lo agradezco, mister Woolf, pero yo la tarta de fresa la tengo un poco aborrecida. Y a mi abuela le pasa igual. Es que mi madre la hace mucho, demasiado.

—¿Y siempre le sale tan bien? —preguntó mister Woolf que, ya sin más miramientos, había engullido el primer trozo de tarta y lo estaba paladeando con los ojos en blanco.

—Siempre —aseguró Sara—. Es una receta que no falla.

Entonces ocurrió algo inesperado. Mister Woolf, sin dejar de masticar ni de relamerse, volvió a caer de rodillas, pero esta vez delante de Sara. Hundió la cabeza en su regazo y exclamaba implorante, fuera de sí…

—¡La receta! ¡La auténtica! ¡La genuina! Necesito esa receta. ¡Oh, por favor! Pídeme lo que quieras, lo que quieras, a cambio. ¡Me tienes que ayudar! ¿Verdad que vas a ayudarme?

Sara, poco acostumbrada a que nadie necesitara algo de ella, y menos tan apasionadamente, experimentó, por primera vez en su vida, lo que es sentirse en una situación de superioridad. Pero este sentimiento quedó inmediatamente sofocado por otro mucho más fuerte: una especie de piedad; deseo de consolar a aquella persona que lo estaba pasando mal. Sin darse cuenta, empezó a acariciarle el pelo como a un niño. Lo tenía muy limpio, suave al tacto y emitía en la penumbra unos reflejos cobrizos muy peculiares. Mister Woolf se fue apaciguando y su respiración entrecortada por suspiros se volvió más rítmica. Al cabo de un rato levantó la cara y estaba llorando.

—Vamos, por favor, mister Woolf, ¿por qué llora? Ya verá como todo se arregla.

—¡Qué buena eres! Lloro por eso, por lo buena que eres. ¿Verdad que me vas a ayudar?

Sara se puso un poco en guardia. Volvió a acordarse fugazmente del vampiro del Bronx. Tampoco convenía dejarse embaucar, sin poner antes las cosas en claro.

—No puedo prometerle nada, mister Woolf —dijo—, hasta entender mejor lo que me pide, saber si puedo concedérselo… y, claro, también qué ventajas tendría para mí.

—¡Ventajas todas! —exclamó él con prontitud— ¡Pídeme lo que quieras! ¡Por difícil de conseguir que te parezca! ¡Lo que quieras!

—¿Lo que quiera? ¿Es usted un mago? —preguntó Sara con los ojos muy abiertos.

Mister Woolf sonrió. Cuando sonreía parecía más joven y más guapo.

—No, hijita. Me encanta tu ingenuidad. No soy más que un vulgar hombre de empresa, pero, eso sí, inmensamente rico. Mira, ¿ves allí aquella terraza con frutas de colores que se encienden?

Sara se subió al banco de piedra y sus ojos siguieron la dirección que le marcaba el índice con sortija de oro de mister Woolf. Entre todos los anuncios luminosos que remataban los altos edificios cercanos al parque, aquél llamaba especialmente la atención. Precisamente en el momento en que Sara lo divisó, estaba produciéndose el estallido final, y un surtidor fantástico de pepitas de oro se elevaba hacia el cielo desde el interior de las frutas.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Sara.

Mister Woolf rodeó delicadamente su cintura y la ayudó a bajarse del banco.

—¿Cómo te llamas, guapa? —preguntó en un tono tranquilo y protector.

—Sara Allen, señor, para servirle.

—Pues ese edificio es mío, Sara —dijo mister Woolf.

—¿De verdad es suyo? ¿El de las frutitas de luz? ¿También por dentro?

—Sí, también por dentro.

—¿De qué se ríe?

Mister Woolf, en efecto, sonreía divertido y satisfecho mirando a la niña.

—De gusto. Porque me alegro de que te guste tanto a ti.

Los ojos de Sara brillaban de entusiasmo.

—¿Cómo no me va a gustar? Pero a la que le encantaría es a mi abuela. Me estoy acordando de ella. Ya sé lo que le voy a pedir. ¿Puedo pedirle que la deje venir a verlo mañana? Digo también por dentro, y asomarse a la terraza, y a lo mejor que le sirvieran una copita… Bueno, no sé si es pedir mucho. Pero eso la haría completamente feliz. ¿Me lo concede?

—Naturalmente, por favor, yo mandaré a buscarla. Pero eso es poquísimo para lo que te voy a pedir yo a cambio. Eso es una ridiculez. Pídeme otra cosa. Algo para ti, que te haga mucha ilusión a ti. Tendrás algún deseo insatisfecho, supongo.

Sara se quedó pensativa. Mister Woolf la miraba curioso y arrobado.

—¡No me meta prisa, por favor! —dijo ella—; porque entonces no me concentro. Y no se ría tanto de mí. Necesito un ratito para pensarlo.

—Me río porque eres muy graciosa. ¿Quién te mete prisa, mujer? Piensa todo el rato que quieras.

Y notaba Edgar Woolf, efectivamente, que aquella sensación de prisa permanente que le ponía nudos por dentro había desaparecido, sustituida por una extraña calma placentera.

Mientras Sara se paseaba por delante de él con las manos a la espalda y los ojos cerrados, él, sentado en el banco, cortó otra rajita fina de tarta y la degustó más despacio. No, esta vez no se engañaba. Era definitiva. Pero lo curioso es que estaba disfrutando de comerla y de estar en el parque con esta niña. Se acordó de que allí, en aquel mismo claro del bosque, se había encontrado el día anterior con la extraña mendiga del pelo blanco que le había estado hablando del poder de lo maravilloso. De repente se acordaba con toda claridad de sus palabras, y sintió que le recorría la espalda un inquietante escalofrío.

Las gentes que tienen miedo a lo maravilloso deben verse continuamente en callejones sin salida, mister Woolf —le había dicho—. Nada podrá descubrir quien pretenda negar lo inexplicable. La realidad es un pozo de enigmas. Y si no, pregúnteselo a los sabios.

Cerró los ojos. Le extrañaba acordarse con tanto detalle. Hacía mucho tiempo, tal vez desde su juventud, que no experimentaba el placer de repasar una idea con los ojos cerrados. Y, al abrirlos, vio los zapatitos rojos de Sara Allen, embutidos en sus calcetines blancos, y con aquel botón redondito en la trabilla. Estaba parada delante de él. La miró con cariño, sonriendo. Tenía razón Greg Monroe: por culpa del negocio, se había negado a sí mismo muchas satisfacciones. Tener un nieto debía ser una cosa muy bonita.

—Creí que se había usted puesto malo o algo —dijo ella con voz preocupada.

—No, simplemente estaba pensando, como antes tú.

—Debían ser cosas buenas.

—Sí, muy buenas. ¿Y tú has pensado lo que me quieres pedir?

Sara, que después de refrescar dentro de su memoria todas las imágenes contempladas aquella noche, había llegado a la conclusión de que la más impresionante era la de aquella larga pierna de mujer con zapato de cristal asomando por la portezuela de un coche lujoso, gritó triunfante.

—¡Sí! ¡Lo he pensado! ¡Quiero llegar a casa de mi abuela montada en limusine! Yo sola. Con un chófer llevándome.

—¡Concedido!

Sara, en un arranque espontáneo, abrazó a mister Woolf, que seguía sentado en el banco y le estampó un beso en la frente. Él se puso un poco colorado.

—Bueno, espera, no te alborotes tan pronto. Todavía no te he dicho lo que te voy a pedir yo a cambio.

A Sara se le cayó el alma a los pies. ¿Qué regalo podía hacerle ella a este hombre tan rico, que tenía de todo? Seguro que se quedaba sin el paseo en limusine. Por eso le subió a la cara una ola de alegría cuando le oyó preguntar:

—¿Sabrías tú darme la receta de esta espléndida tarta?

—¡Claro! ¿No es más que eso? Yo no sé hacer la tarta de fresa, eso no, pero conozco el sitio donde se guarda la receta verdadera. En casa de mi abuela, en Morningside.

—¿Y ella querrá dármela?

—Seguro, es muy simpática. Y más si le dices que la vas a invitar a visitar tu piso. Bueno perdona que te llame de tú, con lo rico que eres.

—No me importa nada, me gusta. Además hemos hecho un pacto.

Sara estuvo a punto de decir que era el segundo que hacía aquella tarde, pero se contuvo a tiempo. Era un secreto. De todas maneras, se había quedado un poco pensativa, considerando que lo de la receta no dejaba de ser un secreto también, con lacres y todo. ¡Pero era un secreto tan tonto!

—¿En qué estás pensando? —preguntó mister Woolf.

—En nada. No hay problema. Yo creo que a mi abuela la convences. ¿A ti te gusta ir a bailar?

El señor Woolf la miró desconcertado.

—Hace tiempo que no bailo, aunque el tango no se me da mal.

—Es un pequeño inconveniente —dijo Sara—. A mi abuela le encanta bailar. Ha sido una artista muy conocida. Se llamaba Gloria Star.

—¡Gloria Star! —exclamó mister Woolf, mirando al vacío con ojos soñadores—. Nada podrá descubrir quien pretenda negar lo inexplicable. ¡Qué gran verdad!

—No te entiendo bien. ¿La conoces? —preguntó Sara, mirándole con curiosidad.

—La oí cantar varias veces cuando yo era casi un chiquillo y vivía en la calle 14. Parece un sueño. Era una mujer extraordinaria tu abuela.

—Sigue siendo extraordinaria —afirmó Sara—. Y además, te va a dar la receta de la tarta de fresa. Que no se te olvide.

—De acuerdo. Me consume la impaciencia. Vamos, Sara. Tenemos que salir para casa de tu abuela inmediatamente, cada uno en una limusine, ya que a ti te gusta ir sola, según has dicho.

Y levantándose ágilmente del banco en que estaba sentado, se puso el sombrero y cogió a Sara de la mano.

—¿Pero cómo? ¿Tienes dos limusines? —preguntó ella cuando echaron a andar.

—No, tengo tres.

—¿Tres? Entonces… ¡eres riquísimo! ¿Y cada una con un chófer?

—Sí, cada una con un chófer. Pero anda más ligera, hija. Déjame la cesta, que te la llevo yo. Mira que cuando le diga a Greg Monroe que voy a conocer a Gloria Star… No se lo va a creer. Y encima, a causa de la tarta de fresa —añadió riéndose—. Dirá que son fantasías, delirios…

—¿Quién es Greg Monroe?

Sus voces y sus siluetas se fueron perdiendo camino de la salida del bosque. De vez en cuando, mister Woolf se inclinaba hacia la niña y se escuchaba, entre la oscuridad de las frondas, el eco de sus risas, interrumpido de vez en cuando por el correteo de alguna ardilla trasnochadora. El frío se había suavizado mucho.

El Rey de las Tartas y Sara Allen, vistos de espaldas y cogidos de la mano, a medida que iban alejándose, formaban una llamativa y peculiar pareja. Como para encender la envidia de mister Clinton. Hay que reconocerlo.

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