OCHO

Encuentro de miss Lunatic con Sara Allen

Cuando miss Lunatic se apeó en la estación de Columbus Circle, llevaba instalado en su cochecito a un niño de tierna edad, porque dentro del vagón se había dado cuenta de que su madre, una mujer joven y muy desmejorada, cargada de paquetes, apenas podía sujetar tanto bulto. Los acompañó hasta otro vagón donde tenían que hacer trasbordo, y el niño se iba riendo muy contento con el bamboleo del cochecito, y se agarraba a los lados, intentando ponerse de pie. Luego no quería salirse de allí, y cuando miss Lunatic lo cogió en brazos para devolvérselo a su madre, se puso a lloriquear.

—Muchas gracias por todo, señora —dijo la madre—. Vamos, Ray, no llores… Parece que se quiere quedar con usted.

El niño, en efecto, se aferraba con todas sus fuerzas a un collar lleno de colgantes de diferentes formas y tamaños que le asomaba a miss Lunatic por entre múltiples bufandas desteñidas.

—No —dijo—, es que se ha encaprichado de esta campanilla. Te gusta como suena, ¿eh?… Espere.

Mientras la madre cogía al niño, que ahora lloraba desconsolado, y recuperaba alguno de sus bultos del cochecito, miss Lunatic se sacó unas tijeras pequeñas de la faltriquera y desprendió hábilmente de su collar una campanilla plateada, que destacaba por su tamaño entre los demás amuletos. Luego empezó a agitarla alegremente ante aquellas manitas infantiles que se apresuraron a agarrarla. Al llanto sucedieron como por encanto unos sonidos guturales de triunfo.

—¡Que no, por favor, no faltaba más! —protestó la madre—. ¡Dásela, Ray! Es de la señora… Gracias, señora, pero los niños no saben lo que quieren.

—En eso no estoy de acuerdo, ya ve. Yo creo, por el contrario, que son los únicos que saben lo que quieren —contestó miss Lunatic.

La mujer la miraba con curiosidad.

—Además, seguramente para usted sería un recuerdo.

—Sí, claro, pero el recuerdo lo voy a seguir teniendo igual. Ahí llega su vagón. Tome, que se deja un paquete. Adiós, guapo. Dame un beso.

Los vio meterse apretujados contra otras personas. Luego contempló sus rostros sonrientes, a través de las puertas correderas, plagadas de grafitti. Le gustaba saber que, entre aquel tropel de desconocidos, iba un niño llamado Ray que se llevaba un objeto suyo. Por detrás del cristal, la mujer, con gesto efusivo, pero atenta a que no se le cayeran los paquetes, estaba tratando de mover el brazo gordezuelo de Ray para que le dijera adiós a miss Lunatic, agitando la campanilla con sus deditos torpes. Pero se le acababa de caer al suelo, ¡vaya por Dios!, y su madre ahora se estaba agachando para recogerla. Miss Lunatic no pudo conocer el final de la historia, porque el vagón arrancó.

Se quedó mirándolo desaparecer engullido por el túnel, y luego echó a andar hacia la salida. Andaba encorvada, arrastrando los pies, presa de un súbito desaliento. ¿Adónde iría a parar con los años su campanilla?, ¿qué sería de Ray cuando creciera? Se puso a pensar en la transformación incesante de las personas y de las cosas, en las despedidas, en los fardos que va echando el tiempo implacablemente sobre las espaldas. Y sintió una especie de vértigo. «¡Qué vieja soy! —pensó— ¡Cómo me gustaría descargar mis fardos más secretos en alguien más joven, digno de heredarlos! ¿Pero en quién…? ¡Vaya!, se ve que la conversación con el Comisario me ha puesto sentimental. Pues no, no lo consientas».

Notó, porque se lo avisaba una voz interior, que necesitaba ponerse en guardia. No quería darle coba a aquella desgana de vivir, se resistía a dejarse resbalar por la pendiente de las ideas negras. «Si caes al pozo, estás perdida —le dijo aquella voz interior—. Porque una vez allí, ya no ves nada, lo sabes de siempre». Sí, lo sabía. Y también que no ver nada, era dejar de vivir. Había una fórmula que no le solía fallar: lograr que la cabeza tomara el control de la situación y le mandara al cuerpo enderezarse, no andar encogido. Y a los ojos enfocar bien la mirada.

Estaba en uno de los anchos pasillos subterráneos que conducen a la salida. La verdad es que le apetecía poco entrevistarse con el Rey de las Tartas. Pero bueno, lo decidiría en la calle. Lo que tenía que hacer, de momento, era pisar más fuerte. Y enterarse de por dónde iba.

Rectificó, pues, el paso, irguió la cabeza, y en ese mismo momento sus ojos se tropezaron con una escena que ahuyentó inmediatamente sus pesadumbres para obligarla a fijarse en las ajenas.

Entre el atropellado ir y venir de los viajeros que se adelantaban unos a otros, se empujaban y se cruzaban sin mirarse, una niña, totalmente ignorada por ellos, lloraba silenciosamente con los ojos bajos y la espalda apoyada en la pared del paso subterráneo. Podría tener unos diez años. Llevaba un impermeable encarnado con capucha, y al brazo, enganchada por el asa, una cesta de mimbre cubierta por una servilleta a cuadros.

Miss Lunatic se detuvo a mirarla y en seguida comprendió por qué le había emocionado tanto aquella inesperada visión. Le recordaba muchísimo a la Caperucita Roja dibujada en una edición de cuentos de Perrault que ella le había regalado a su hijo, cuando era pequeño.

Se acercó a ella, abriéndose paso por entre la oleada de gente que las separaba. La niña, al ver los viejos zapatos de miss Lunatic parados allí en el suelo junto a los suyos, levantó los ojos, que tenía, efectivamente, llenos de lágrimas. Y la miró. Pero sin acusar extrañeza ni miedo al descubrir ante sí una figura tan extravagante. Al contrario, sus ojos parecieron revivir con un fulgor de alivio y confianza. Y miss Lunatic, que ya hacía mucho que no había visto una mirada tan transparente y candorosa, sintió como si su viejo corazón se calentara ante las llamas de una inesperada hoguera.

—¿Qué te pasa, guapa? ¿Te has perdido? —le preguntó dulcemente.

La niña negó con la cabeza. Luego sacó un pañuelo del bolsillo del impermeable y se puso a sonarse y a secarse las lágrimas.

—No. Porque esta estación es la que queda más cerca de Central Park, ¿verdad?

—Sí. ¿Entras al metro o sales de él?

—Salgo… Mejor dicho, … había pensado salir —rectificó con voz mohína.

—Pues yo también. Así que si quieres te acompaño.

—Gracias. No hace falta que se moleste. Tengo un plano.

—¡Ah, tienes un plano! Entonces, ¿por qué lloras? —insistió miss Lunatic, al darse cuenta de que la niña volvía a hacer pucheros.

—Es muy largo de contar —contestó ella, con un hilo de voz y bajando nuevamente los ojos—. Muy largo.

—Bueno, eso no importa. Lo que vale la pena siempre es largo de contar. Pero me gustaría saber si tú tienes ganas de contarlo o no. Eso es lo único importante.

La niña la miró extasiada. Y las chispas repentinas de entusiasmo que miss Lunatic descubrió en el fondo de sus ojos llorosos, le hicieron pensar en el sol cuando está a punto de romper las nubes de tormenta. De un momento a otro se iba a ver dibujado el arco iris.

—¿Ganas? ¡Oh, sí, muchísimas! —exclamó la niña—. ¿Pero a quién se lo puedo contar?

—A mí, por ejemplo.

—¿De verdad?

—Claro. ¿Tan raro te parece? Por cierto, ¿eres de aquí?

—De Manhattan no. Vivo en Brooklyn. Y ahora voy hacia el norte, a Morningside, a casa de mi abuela. Mejor dicho, iba… Me he parado aquí porque… Bueno, es que nunca había salido sola… Quería ver Central Park… Pero, de pronto…, no sé, me han entrado remordimientos.

—Por favor, hija, remordimientos. ¡Qué palabra tan fea!

Y diciendo esto, miss Lunatic la cogió por los hombros con decisión.

—Anda, vamos afuera —dijo con acento sereno y persuasivo—. Aquí nos están empujando. Conozco un café muy agradable cerca del Lincoln Center, donde podremos hablar a gusto. ¿Quieres poner esa cesta que llevas dentro del cochecito?

—Bueno —dijo la niña, entregándosela a miss Lunatic.

—Pues andando, dame la mano.

No volvieron a hablar hasta que salieron a la superficie. Soplaba un viento muy frío. A sus espaldas quedaba una plaza con la estatua de Colón en medio. Y más allá, la verja de un jardín muy grande. La niña, aunque sin soltarse de la mano de miss Lunatic, se iba parando a cada momento. Consultó una brújula que había sacado del bolsillo y respiró hondo. Miraba en todas direcciones con avidez, como si no estuviera dispuesta a perderse detalle de nada. Los escaparates de las tiendas y los bares brillaban como joyas. Pasó un gran camión amarillo con un equipo de músicos de jazz que iban haciendo sonar ruidosamente sus instrumentos. Tocaban unas variaciones del Let it be. Pero cuando se quería una dar cuenta, ya habían desaparecido y no era seguro que se hubieran visto de verdad.

Enfrente había un cine ante el cual se aglomeraba mucha gente bien vestida. Llegó despacito un automóvil negro, alargado y silencioso que tenía tres puertas y cortinillas de gasa en las ventanas. Salió un chófer mulato vestido de gris con galones dorados y le abrió la portezuela a alguien que venía dentro. Apareció una larga pierna de mujer rematada por un zapato de cristal primoroso.

—¿Será la Cenicienta? —preguntó la niña.

—No —dijo miss Lunatic—. Creo que se llama Kathleen Turner. Pero como Gloria Swanson, nada. Que no se pongan ni para arriba ni para abajo.

—¿Vamos a verla? —preguntó la niña, tirando de su acompañante en aquella dirección.

Miss Lunatic no contestó, pero se dejó arrastrar.

—Eres muy buena —dijo la niña—. Cuando voy con mi madre, no me deja mirar nada.

Una nube de fotógrafos estaba pendiente de la llegada de aquella mujer que acababa de salir del coche negro. Iba vestida con un traje de plata, y la acompañaba un hombre rubio y alto vestido de pingüino. Pero había tanta gente que no se veía bien.

—¡Qué raro ese coche!, ¿verdad? —dijo la niña.

—Es donde suelen ir metidos los millonarios. Se ven bastantes por Manhattan. Se llaman limusines, y llevan teléfono, bar, televisión, en fin, hija, de todo. Vámonos de aquí, anda, si no te importa, que luego me sacan en alguna foto y se creen que vengo a estos sitios para presumir.

La niña la miró.

—¿Tú has sido artista? Mi abuela ha sido artista.

—Yo no —dijo miss Lunatic—. Pero sí he sido musa de un artista.

—No sé bien lo que es musa —dijo la niña—. ¿No son unas que llevan alas?

Miss Lunatic se sonrió y oprimió con cariño la manita que se entregaba confiada a la suya.

—Puede que algunas tengamos alas, sí. Pero mi caso, de todas maneras, es especial, y desde luego largo de contar. Vamos a cruzar en esa dirección, anda, que esta gente se ha creído que la calle es suya.

A la luz de las farolas, el aire se racheaba de minúsculos copos de nieve. La niña levantó los ojos hacia el cielo, hacia los remates de los altísimos edificios coronados por jardines frondosos, balaustradas y estatuas, surcados de anuncios luminosos que se sucedían sin cesar: letras y dibujos persiguiéndose de forma vertiginosa, enredándose unos con otros, desapareciendo o alternándose en un derroche de fantasía. La niña se soltó de la mano de miss Lunatic y dio un brinco con los brazos tendidos hacia el cielo.

—¡Oh, soy libre! —exclamaba—. ¡Libre, libre, libre!

Y las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas sonrojadas de frío.

—Vamos, hija, no llores otra vez —le dijo miss Lunatic—. A ver si me has salido una amiga de merengue.

—De merengue no, pero amiga sí. Muy amiga. Ahora no lloraba de pena, era de emoción. Es que nunca… Es que desde que era pequeña… No sé, sentirse libre se siente por dentro y no se puede decir. ¿Lo entiende?

—Un poco sí —dijo miss Lunatic—. Pero no te pares tanto, anda, que sopla un viento muy frío. En seguida nos sentamos en ese café que te digo y me cuentas todo lo que quieras.

—¿Todo lo que quiera? —preguntó la niña, incrédula—. Eso es mucho. Y usted tendrá prisa. Otras cosas que hacer.

Miss Lunatic se echó a reír.

—¿Yo prisa? No. Y aunque la tuviera. Nunca he encontrado un quehacer más importante que el de escuchar historias.

—¡Qué casualidad! —dijo la niña—. A mí me pasa igual.

—Pues entonces tendremos que pedirnos el turno. Se ve que las dos hemos tenido suerte.

—¿Quiere decir que también usted me va a contar cosas? Yo quiero que me explique eso de la musa que ha dicho.

Hubo un golpe de viento muy fuerte y se llevó el sombrero de miss Lunatic, haciendo remolinos calle abajo. La niña salió corriendo detrás de él y logró rescatarlo junto a una alcantarilla. Un taxi estuvo a punto de atropellarla y el taxista, muy enfadado, sacó la cabeza por la ventanilla diciendo unos insultos que no se entendían. Al devolverle el sombrero a miss Lunatic, le extrañó que ella no la riñese, como habría hecho cualquier persona mayor en un caso semejante. La estaba esperando impasible, al borde de la acera. Parecía más vieja sin sombrero, pero al mismo tiempo también más joven. Una cosa bastante rara. ¿Serían así las musas? De pronto a la niña le pareció aquél el rostro de una mujer cansada y triste.

—Gracias, hija. ¡Qué pies tan ligeros tienes! —dijo, mientras se volvía a poner el sombrero y se lo sujetaba fuertemente con ayuda de una de las bufandas que se había quitado del cuello—. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Sara Allen. ¿Y usted?

—Puedes llamarme miss Lunatic, de momento.

—¿Entonces me va a contar lo de la musa?

—Podría ser. Pero mira, no me gusta planear las conversaciones de antemano. Lo que vaya saliendo. Aquello que ves allí es el New York Theater Center. Dan conciertos y espectáculos de ballet. Tenemos que pasar por delante para ir al café que te digo. Vamos, Sara, hija, anda más ligera, que vas a paso de tortuga.

—Es que es todo tan bonito.

—Bueno sí, pero a ver si acompasamos la marcha, un-dos-un-dos…

Y, apretando el paso, mientras empuñaban el manillar del cochecito cada una por un lado, dejaron atrás la estatua de Dante Alighieri, situada en un triangulito delante del Teatro Central aquél, que tenía muchas banderas moviéndose al viento al final de una escalinata enorme. Miss Lunatic había vuelto a tararear el viejo himno alsaciano que inició a la salida de la comisaría. Y Sara, deslumbrada, la miraba de reojo mientras esperaban que el semáforo se pusiera verde para cruzar.

imagen09