NUEVE

Madame Bartholdi. Un rodaje de cine fallido

Las camareras de aquel bar llevaban lacitos en el pelo y circulaban de una mesa a otra en patines. A pesar de lo cual, mantenían la bandeja con sus vasos, botellas y copas de helado en equilibrio estable. Era una destreza digna de admiración la suya, si se tiene en cuenta que los rinconcitos del local estaban instalados a alturas diferentes. Las camareras saltaban ágilmente los escalones que separaban unos niveles de otros, como si no llevaran en los pies el impedimento de las ruedas. Sin caerse ellas ni tirar la bandeja, que parecía pegada a su mano, frenaban los patines mediante una leve torsión del tobillo, y en seguida recuperaban el impulso necesario para deslizarse otra vez sobre las baldosas blancas y negras, camino de la barra o de las mesas, iluminadas con velas rojas al amparo de una campanita de cristal.

Aquella tarde se estaba rodando allí una película, y había una aglomeración exagerada de público. A la puerta, entre un grupo de curiosos, y junto a un furgón plateado del que salían varios manojos de cables negros, estaba parado un hombre joven. Llevaba gorra de visera a cuadros. Miró con curiosidad a la anciana de la pamela y a la niña de rojo que pretendían entrar en el local con aquel extraño carricoche.

—¿Vienen ustedes de extras para el rodaje? —les preguntó.

No le contestaron nada de momento. Pero vio que se miraban y que se ponían a cuchichear una con otra.

—¿Cómo dices? —preguntó la anciana, curvándose a través del cochecito.

—¡Yo quiero entrar, por favor, miss Lunatic! ¡Yo quiero entrar! —dijo la niña, empinándose para llegar al oído de su compañera—. ¡Hay patinadoras! ¿No lo ve por el escaparate? ¡Es precioso! Yo quiero entrar.

—Mira, Sara —le contestó la anciana en voz baja—, cuando se desea mucho una cosa, no hay que decirlo tanto. Disimula.

—Pero ese chico ha dicho…

—¿Y qué nos importa lo que diga el chico? Lo han puesto ahí para que se crea que manda, pero no manda nada. ¿A ti te hace ilusión entrar, no?

—¡Oh, sí, muchísima! ¿A usted no?

—A mí me parece que no vamos a poder hablar a gusto con tanto jaleo —dijo miss Lunatic con gesto displicente—. Pero eso es lo de menos. Con tal de que a ti se te pasen las penas.

La niña, que no paraba de echar miradas ávidas hacia el interior, levantó hacia miss Lunatic unos ojos cargados de extrañeza.

—¿Qué penas? —preguntó.

—A veces las preguntas, hija mía, contienen la respuesta más exacta —contestó la anciana sonriendo—. Por lo tanto, no hay problema. Simplemente no olvides lo que te he dicho: disimula.

Y dirigiéndose al chico de la gorra visera, que las observaba perplejo, hizo un gesto teatral con la mano, como intentando apartar de su camino un impedimento casual y fastidioso.

—Mire usted, jovencito, nosotras de extras, nada. Nosotras somos las protagonistas principales.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó él boquiabierto.

—Quiero decir exactamente lo que he dicho: que sin ella y yo, no hay argumento, no hay historia, ¿entiende? Nos la venimos a contar aquí, la historia. Se supone que el decorado estará listo y que no nos entretendrán con minucias tan fatigosas como innecesarias. Vamos, Sara, pasa.

—Pero espere un momento, señora —dijo el chico, confuso—. Le ruego que me enseñe su carnet.

—¿El carnet? ¿Qué carnet?… Por favor, no me ofenda. Exijo una explicación. Yo soy madame Bartholdi. ¿Usted cómo se llama?

—Norman, señora.

—¿Norman…? No lo conozco. Debe haber un error aquí.

—Puede ser… —dijo el chico, a aquellas alturas ya com­ple­ta­men­te desconcertado. En tal caso, perdone. Pero si no le importa, voy a consultar con el director.

—Haga lo que mejor le parezca. La ignorancia es muy atrevida. Vamos, Sara.

Norman, que había sacado del bolsillo un walky-talky negro pequeñito, y trataba de establecer infructuosamente comunicación con un tal mister Clinton, echó una última mirada a las extrañas visitantes, suspiró, miró su reloj de pulsera y se metió en el local apresuradamente, mientras murmuraba:

—Se está haciendo tarde.

Ellas le siguieron.

«Parece el conejo blanco de Alicia», se dijo Sara para sus adentros.

Norman no se daba cuenta de que él mismo iba abriéndoles paso entre el gentío. Andaba a toda prisa, sin mirar para atrás, como buscando a alguien.

—¡Qué divertido! —dijo Sara—. Nos ha dicho que no entremos, y nosotras hemos entrado.

—Claro. Nunca hay que hacer caso de las prohibiciones —dijo miss Lunatic—. No suelen tener fundamento. Tú anda con naturalidad. Así, hablando conmigo. Y atenta al coche.

—¡Están rodando una película! —dijo la niña absolutamente maravillada—. ¡Mire esos raíles, y el silloncito con el señor que va montado encima…! Parece un muñeco, ¿verdad?

—Sí, hija, talmente; pero cuidado con esos cables. ¡Dios mío la que arma esta gente para nada! Mira, allí arriba parece que hay una mesita libre. Vamos.

Norman, a todas estas, había llegado al final de los raíles, junto al sillón metálico donde iba montado aquel señor que a Sara le había parecido un muñeco. Era un hombre muy flaco, con gafas y el pelo gris ensortijado. Le había dado a una manivela, y su asiento había descendido. Se inclinó para escuchar las explicaciones del chico de la gorra a cuadros y miró hacia la derecha del local.

—¡Nos está señalando con el dedo el chico de la puerta! —le comunicó Sara a miss Lunatic, presa de excitación—. ¿Le parece que nos escondamos en algún sitio?

—¿Escondernos? ¡Ni hablar! Siéntate ahí.

—¿Y usted no se sienta?

—Sí. Estaba mirando por si veo a una camarera que yo conozco, pero hay tanto jaleo hoy que sabe Dios dónde andará… Es que éste no era el sitio adonde yo te pensaba traer.

—¿Ah, no?

—No. Este local es muy caro.

—¡No importa! ¡Yo tengo dinero! —replicó la niña vivamente, palpándose la bolsita de raso que traía metida por dentro de la camiseta—. Yo la invito a lo que quiera… ¿Se ha dado cuenta? Nos siguen mirando aquellos.

—Tú no hagas ni caso. Si se atreven a molestarnos, les pesará.

—¡Pero es maravilloso. Norman! —le estaba diciendo el hombre del pelo gris con rizos al chico de la gorra visera—. ¿De dónde las has sacado? ¡Justo lo que yo buscaba, lo que hacía falta para darle contraste al ambiente, el toque exótico…! ¡Madre mía, cómo son! Y la niña con ese vestido de punto tan kitsch, y ese impermeable…

A Norman se le iluminaron los ojos, y aprovechó la ocasión para hacer méritos ante su jefe.

—Las vi pasar —mintió—, y se me ocurrió que tal vez pudieran interesarle. Cuestión de olfato. Celebro haber acertado.

—Un acierto genial, querido Norman. Genial. ¡Pero míralas! Y luego los collares que lleva la vieja entre esas bufandas, y el cochecito, por favor… ¡Si parecen inventadas por Fellini…! Que las siga la cámara disimuladamente, fingiendo que es una panorámica, y que Charlie procure captar fragmentos de lo que digan… Luego, en el montaje, ya veremos lo que se puede aprovechar… Pero sobre todo, díselo a Waldman, sin exageración de focos. Que nadie las intimide. Que se sientan relajadas, y hablen con toda naturalidad.

—Bueno —dijo Norman—, por ese lado puede estar usted tranquilo, mister Clinton. De encogidas ni un pelo. Especialmente la señora mayor. ¡Qué empaque tiene la tía! Habla como una marquesa.

—Está bien. Mejor si es una marquesa. Y por supuesto, que les sirvan lo que quieran. Es una maravilla; me van a resolver varios tramos que en el guión quedaban muy muertos, sosos… En fin, no perdamos más tiempo. Vamos a repetir la entrada del policía.

Norman volvió a desplazarse hacia la puerta y se detuvo junto a la barra para hablar con el ayudante de rodaje, un barbitas con chaleco vaquero y camisa de franela.

—¿Qué es esa madera negra con un número pintado en blanco que lleva el señor de la barba? —le preguntó Sara a miss Lunatic.

—La claqueta. ¿Ves?, ahora la tiene abierta. En cuanto la cierre, quiere decir que empiezan a rodar.

—¿Cómo sabe usted tantas cosas?

—Hija, de tanto rodar también yo, pero por el mundo. Los viejos o nos ponemos al día o no nos respeta nadie. Yo creo que el cochecito ahí no estorba el paso.

Llegaba en aquel momento una camarera con los patines puestos. Se acercó muy sonriente a la mesa.

—¿Es la que usted conoce? —preguntó Sara.

—No. Pero parece que viene en buen plan.

—¡Qué bien patina! —dijo Sara mirándola con envidia—. Y me encanta la falda que lleva, tan cortita.

La camarera hizo varias evoluciones en torno a la mesa sin dejar de sonreír.

—¿Qué van a tomar ustedes? Están invitadas por mister Clinton.

Miss Lunatic miró en la dirección que le señalaba la camarera y notó que el director del pelo gris y rizado la saludaba con un leve gesto de la cabeza.

—Mira qué suerte —le dijo a la niña en voz baja—. Parece que le hemos caído bien al muñeco.

—Yo quiero un batido de chocolate —dijo Sara.

—¿Doble o sencillo?

—Tráigaselo doble —dijo miss Lunatic—. Si sobra, lo dejas. Y a mí un cóctel de champán.

En aquel momento, el barbitas del chaleco vaquero se adelantaba con la claqueta abierta.

—¡Silencio! ¡Preparados! ¡Secuencia cuatro! ¡¡Acción!!

Y se oyó el golpe seco de la claqueta al cerrarse.

El reloj del local marcaba las ocho menos cuarto, en la calle el conato de nieve había cesado, y miss Lunatic llevaba mediado su segundo cóctel de champán.

Frente a ella, su compañera, con los ojos bajos, jugueteaba con la servilleta, en la que se advertían manchas de chocolate, se había quitado el impermeable y lo tenía colgado en el respaldo de la silla. Pero el traje de punto también era rojo. Igual que sus mejillas sofocadas. En los labios de miss Lunatic bailaba una sonrisa placentera que iluminaba su rostro, rejuveneciéndolo. Ambas estaban totalmente ajenas a la cámara que las enfocaba. Saboreaban el silencio que sucede a las confidencias.

—Anda, sigue, bonita —dijo miss Lunatic, tras una larga pausa.

—Bueno, no hay mucho más que contar —dijo Sara—. El resto ya se lo puede imaginar usted. Esta tarde, aprovechando una ausencia de la señora Taylor, he bajado a casa, he cogido la tarta y me he escapado. Ha sido una fuerza superior a mí. Llevaba años soñando con montarme yo sola en el metro para ir a Morningside a ver a la abuela… Lo que pasa es que al llegar a la estación de Columbus, me entró la tentación de salir un ratito a ver Central Park, y no pude resistirme a ella… Hasta ese momento, todo iba más o menos bien. Pero de pronto, cuando me encontré andando sola camino de la salida entre tanta gente que no conocía, en vez de gozar de lo bonito que es eso, sentirse libre, me fallaron las fuerzas y no sé lo que me pasó, me desinflé… Fue cuando usted se me apareció allí.

—Hablas como si hubieras visto a un santo —dijo miss Lunatic, visiblemente emocionada, mientras daba otro sorbo a su cóctel.

—¡Claro! —exclamó Sara muy excitada—. Es que es eso, eso exactamente fue lo que sentí: que una aparición sobrenatural había bajado en mi ayuda. No sé si será porque leo muchos cuentos… Me encontraba muy mal, a punto de desmayarme, me había entrado un miedo que no me dejaba ni respirar, no sé a qué…, un miedo rarísimo, pero muy fuerte… Ahora que lo pienso, no lo entiendo…

Había alzado sus ojos claros e interrogantes, y la mirada oscura de la mujer que tenía enfrente era tan intensa, tan enigmática, que la niña se asustó, como si se estuviera asomando a un abismo. Pero no quería que se le notara.

—¿No sería miedo a la Libertad? —preguntó miss Lunatic solemnemente.

Y al hacer esta pregunta levantó el brazo derecho y lo mantuvo unos instantes en alto, como si sujetara una antorcha imaginaria. Sara experimentó una leve inquietud al reconocer el gesto de la estatua. Miss Lunatic lo había imitado muy bien.

—Pues sí, seguramente sería eso —dijo tratando de que su voz sonara despreocupada.

Pero notó que el corazón le latía muy fuerte.

Hubo un silencio. Volvieron a bajar al mismo tiempo la mujer el brazo y la niña los ojos. Encima de la mesita estaba abierto el plano que un día el señor Aurelio le regaló a Sara. Ella le había estado hablando de aquel personaje a su nueva amiga, y contándole cómo este viejo plano había dado pie a sus fantasías nocturnas, a sus viajes imaginarios por Manhattan, a sus sueños de libertad. Ahora uno de sus dedos, partiendo de Central Park, se puso a seguir un itinerario caprichoso sobre el papel y, después de trazar varios círculos, vino a detenerse en la islita del sur, donde se veía dibujada en pequeño la estatua de metal verdoso con su corona de pinchos y su antorcha en la mano. De pronto, la mano de la mujer que estaba sentada enfrente avanzó despacio a través de la mesa y vino a posarse sobre la de la niña, como si quisiera abrigarla de peligros reales o imaginarios.

—¿Y ahora ya no me tienes miedo, Sara Allen? —preguntó con una voz distinta, completamente distinta.

Sara movió negativamente la cabeza, y notó que la presión de aquella mano sobre la suya se acentuaba. Le dio un brinco el corazón. La mano de miss Lunatic no tenía arrugas como antes, era más blanca y alargada y el tacto de su palma se notaba muy suave.

—Pero no me miras —oyó decir a aquella voz distinta, lánguida y musical—. Y tienes los dedos muy fríos, ma chérie… ¿En qué estás pensando?

—No me atrevo a decirlo —susurró Sara.

—¡Dilo! —le ordenó la voz.

La niña tragó saliva. Miraba fijamente la estatua minúscula marcada al sur del plano con una estrella de oro.

—Bueno, pues… me estoy dando cuenta de que antes dijo usted…, bueno dijiste… que habías sido la musa de un artista… y luego al chico de la puerta que te llamas madame Bartholdi…, sí, lo dijiste, me acuerdo bien… Yo ayer a estas horas estaba leyendo un libro que se titula Construir la Libertad… Y de repente…

Se detuvo. Sentía la lengua seca, pegada al paladar.

—¡Sigue! —pidió ansiosa aquella voz—. Por favor te lo pido.

—Pues eso, que de repente creo que lo he entendido todo —siguió Sara con un hilo de voz—. ¡Sí, lo he entendido todo! No sé cómo…, como se entienden los milagros. Porque eso es lo que pasa…, que tú, madame Bartholdi…, ¡tú eres un milagro!

La otra mano, igualmente blanca y suave, descendió y se introdujo por debajo de la de Sara, que quedó así aprisionada, como un pájaro palpitante, entre las dos de aquella mujer. La niña percibió un leve perfume a jazmín. No tenía ganas de escapar, pero el corazón le latía cada vez más deprisa, a un ritmo casi insoportable. Se abandonó a aquellas manos que ahora subían la suya lentamente hacia unos labios invisibles.

—Dios te bendiga, Sara Allen, por haberme reconocido —dijo madame Bartholdi, mientras depositaba un beso en la manita fría de la niña—; por haber sido capaz de ver lo que otros nunca ven, lo que nadie hasta hoy había visto. No tiembles, no vuelvas a tener miedo jamás. Mírame a la cara, por favor. Llevo más de un siglo esperando este instante.

Sara levantó la vista del plano arrugado de Manhattan y de la servilleta con manchas de chocolate, y durante unos segundos vio ante sus ojos, rodeado de un fogonazo resplandeciente, el rostro inconfundible de la estatua que había saludado de lejos a millones de emigrantes solitarios, avivando sus sueños y esperanzas. Pero ahora no la tenía lejos, sino al lado, sonreía y le estaba besando a ella la mano.

Sara cerró los ojos, cegada por aquella visión, y cuando volvió a abrirlos, miss Lunatic había recuperado su aspecto habitual. Además se había puesto de pie y estaba insultando a alguien. Sara sintió mucho calor cerca de su espalda. No entendía nada. Luego notó que se apagaban unos focos muy potentes que las habían estado iluminando.

—¿Pero se pueden ir todos ustedes al diablo y dejarnos en paz? Vamos, Sara, salgamos de aquí. Nos tienen cercadas… Los he visto, los vengo viendo avanzar cautelosamente desde hace un rato con sus cacharros…, sí, a usted también, a ver si se cree que por ser vieja soy tonta, a usted se lo digo sobre todo, mister Clinton. ¡La intimidad de miss Lunatic no se compra con dos cócteles de champán y un batido de chocolate! Coge el cochecito, hija…

Sara, que, obedeciendo a un impulso espontáneo de solidaridad con su amiga, se había puesto de pie, miró aturdida a su alrededor. Casi junto a su mesa, montado en su silletín alzado sobre unos raíles, el hombre-muñeco de pelo rizoso, se inclinaba hacia miss Lunatic balbuceando torpes excusas.

—Por favor, señora, no se enfade… Hay un malentendido… Les pensamos pagar su trabajo… ¡Muy bien, además…! Si quiere —añadió bajando un poco la voz— podemos establecer ahora mismo las condiciones económicas… Pero no se vaya, se lo ruego.

—¡Claro que me voy! ¡Ahora mismo!, ¿usted quién es para disponer de mí, ni de qué condiciones me está hablando? ¡Poner precio a la Libertad, es el colmo! ¿Dónde se ha visto despropósito semejante?

Todos los ocupantes del local estaban mirando en aquella dirección, pero Sara comprobaba con sorpresa que no le daba vergüenza ninguna. De repente se le pasó por la memoria, como en un relámpago furtivo, aquel miedo a llamar la atención que sentía a veces cuando volvían de Morningside en el metro de visitar a la abuela y su madre se ponía a lloriquear. Le pareció una escena absurda, lejanísima, algo irreal en comparación con la aventura que estaba viviendo ahora. No le daba vergüenza ninguna que las mirara la gente, qué va, todo lo contrario. Estaba orgullosa de conocer el secreto de miss Lunatic y de ser su amiga incondicional: porque además tenía razón. ¿Quiénes eran ellos para meterse en una conversación privada? No sólo pensaba apoyar a su amiga y seguirla en todo, sino que además le divertía muchísimo lo que estaba pasando y ver tan desmoralizado al muñeco. De vergüenza, nada. Se puso el impermeable y cogió el carricoche. En torno al director se habían congregado todos sus ayudantes.

—¡Por favor, señora, no se vaya! —repetía implorante mister Clinton desde lo alto de su asiento—. ¡Habla tú con ella, Norman! ¿No decías que había aceptado tu trato? ¡Ofrécele mil dólares! ¡Dos mil!

Norman, avergonzado y obsequioso, dio unos pasos hacia la anciana señora.

—¡Yo no he tratado con este joven para nada, ni pienso tratar! —aseguró desdeñosa miss Lunatic, mientras lo apartaba de su camino—. ¡Abran paso, se nos ha hecho tarde, tenemos que salir!

Y, dirigiéndose a la camarera, que había acudido velozmente sobre sus patines atraída por el escándalo, dijo en voz alta y firme:

—La nota, señorita, por favor.

—Están ustedes invitadas —contestó ella, sonriendo forzadamente.

—¡Nada de eso! Díganos inmediatamente qué le debemos.

Cruzó una mirada de inteligencia con Sara, que ésta recogió al vuelo.

—¿No me ibas a invitar tú, hija mía?

Y la niña, feliz como jamás había soñado sentirse, se metió la mano en el escote, sacó una bolsita de raso con lentejuelas y le aflojó los cordones.

—Por supuesto, madame —dijo.

Y luego, mirando con naturalidad a la camarera, le preguntó:

—¿Qué se debe, por favor, de dos cócteles de champán y un batido grande de chocolate?

—Cincuenta dólares, señorita —contestó la patinadora, balbuceante y perpleja.

Y Sara, mientras los contaba y los dejaba caer displicente sobre la mesa, agradeció muchísimo que miss Lunatic no se metiera a ayudarla en aquel recuento. Por una parte le extrañaba, pero por otra le daba una sensación embriagadora de confianza en sí misma. Simplemente la oyó comentar, mientras se estaba ajustando la pamela:

—¡Qué exageración! ¡No se te ocurra dejar ni un centavo de propina!

—No se me había ocurrido —contestó Sara, guardando los veinticinco dólares restantes y volviéndose a meter la bolsa por dentro del jersey.

Luego arrastrando entre las dos el cochecito, y sin atender a más razones, alcanzaron la puerta y salieron del local. La gente se iba apartando a su paso, como cuando llegaron, pero ahora en religioso silencio.

A los pocos instantes de su desaparición, aquel silencio, alterado apenas por unos leves murmullos, fue estrepitosamente roto por la voz de mister Clinton, entre furiosa e histérica:

—¡¡Que las siga alguien!! ¡¡Que las traigan!! —gritó sin dirigirse a nadie en particular—. ¡No podemos perdernos una cosa así!

Crecieron los murmullos. Pero nadie se movía.

—¡No me digáis que no ha quedado grabada la última escena…! Digo cuando la niña saca la bolsita de lentejuelas del escote. ¡No lo podría soportar…! ¡Por favor, Waldman, contesta! —bramó mister Clinton—. ¿Ha salido algo de eso?

—No, señor. Siento tenérselo que decir —contestó el barbitas de la claqueta con voz atemorizada—. Ya sabe que estábamos en una pausa del rodaje.

Al señor Clinton le sobrevino un auténtico ataque de nervios. Parecía más que nunca un muñeco mecánico con los tornillos flojos. Pataleaba, se mesaba la ensortijada pelambrera gris, se tapaba con las manos el rostro desencajado y repetía llorando:

—¡Eres un imbécil, Norman! ¡Un completo imbécil! Has arruinado para siempre mi carrera. ¡Vete por ellas! ¿Me has oído? Y tráemelas inmediatamente, aunque sea a rastras.

—Se dice fácil, señor —musitó Norman.

—Claro, te resulta más fácil meterme mentiras. ¡Vete a buscarlas o date por despedido!

Norman salió corriendo a la puerta. Miró en todas direcciones. Sara Allen y madame Bartholdi habían desaparecido.

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