DOS
Aurelio Roncali y El Reino de los Libros. Las farfanías
Sara había aprendido a leer ella sola cuando era muy pequeña, y le parecía lo más divertido del mundo.
—Ha salido lista de verdad —decía la abuela Rebeca—. Yo no conozco a ninguna niña que haya hablado tan clarito como ella, antes de romper a andar. Debe ser un caso único.
—Sí, es lista —contestaba la señora Allen—, pero hace unas preguntas muy raras; vamos, que no son normales en una niña de tres años.
—¿Por ejemplo, qué?
—Que qué es morirse, ya ve usted. Y que qué es la libertad. Y que qué es casarse. Una vecina mía dice que a lo mejor habría que llevarla a un psiquiatra.
La abuela se reía.
—¡Déjate de psiquiatras ni de tonterías por el estilo! A los niños lo que hay que hacer es contestarles a lo que te preguntan, y si no les quieres decir la verdad, porque a lo mejor no sabes tú misma lo que es la verdad, pues les cuentas un cuento que parezca verdad. Mándamela aquí, que yo en eso de lo que es casarse y lo que es la libertad la puedo espabilar mucho.
—¡Válgame Dios, cuándo hablará usted en serio, madre! No sé a qué edad va a sentar la cabeza.
—Yo nunca. Sentar la cabeza debe ser aburridísimo. Por cierto, a ver si me mandas a Sara algún domingo, o la vamos a buscar nosotros, que Aurelio la quiere conocer.
Aurelio era un señor que por entonces vivía con la abuela. Pero Sara nunca lo llegó a ver. Sabía que tenía una tienda de libros y juguetes antiguos, cerca de la catedral de San Juan el Divino, y a veces le mandaba algún regalo por medio de la señora Allen. Por ejemplo, un libro con la historia de Robinson Crusoe al alcance de los niños, otro con la de Alicia en el País de las Maravillas y otro con la de Caperucita Roja. Fueron los tres primeros libros que tuvo Sara, aun antes de leer bien. Pero traían unos dibujos tan detallados y tan preciosos que permitían conocer perfectamente a los personajes e imaginar los paisajes donde iban ocurriendo sus distintas aventuras. Aunque no tan distintas, porque la aventura principal era la de que fueran por el mundo ellos solos, sin una madre ni un padre que los llevaran cogidos de la mano, haciéndoles advertencias y prohibiéndoles cosas. Por el agua, por el aire, por un bosque, pero ellos solos. Libres. Y naturalmente podían hablar con los animales, eso a Sara le parecía lógico. Y que Alicia cambiara de tamaño, porque a ella en sueños también le pasaba. Y que el señor Robinson viviera en una isla, como la estatua de la Libertad. Todo tenía que ver con la libertad.
Sara, antes de saber leer bien, a aquellos cuentos les añadía cosas y les inventaba finales diferentes. La viñeta que más le gustaba era la que representaba el encuentro de Caperucita Roja con el lobo en un claro del bosque; cogía toda una página y no podía dejarla de mirar. En aquel dibujo, el lobo tenía una cara tan buena, tan de estar pidiendo cariño, que Caperucita, claro, le contestaba fiándose de él, con una sonrisa encantadora. Sara también se fiaba de él, no le daba ningún miedo, era imposible que un animal tan simpático se pudiera comer a nadie. El final estaba equivocado. También el de Alicia, cuando dice que todo ha sido un sueño, para qué lo tiene que decir. Ni tampoco Robinson debe volver al mundo civilizado, si estaba tan contento en la isla. Lo que menos le gustaba a Sara eran los finales.
Otro regalo que trajo un día la señora Allen de parte de Aurelio fue un plano de Manhattan, incluido dentro de un folleto verde con muchas explicaciones y dibujos. Lo primero que ella entendió, al desplegarlo con ayuda de su padre, y orientada por sus explicaciones, fue que Manhattan era una isla. La miró mucho rato.
—Tiene forma de jamón —dijo.
Y al señor Allen le hizo tanta gracia que se lo contó a todos sus amigos, y a ellos también les divirtió mucho la ocurrencia y se llegó a convertir en nomenclatura popular. «No, hombre, eso está por la parte de arriba del jamón, como dice la chica de Samuel». Y cuando su padre algún domingo la llevaba con ellos, los que ya la conocían se la presentaban a los otros como «la niña que había inventado lo del jamón». Y Sara, que no lo dijo por hacer gracia, se sentía a disgusto con que se rieran tanto. La verdad es que los amigos de su padre siempre se reían por todo y eran bastante tontos. Además, no hacían más que hablar de béisbol. Ella a Aurelio se lo figuraba de otra manera.
Pensaba en él muchas veces, con esa mezcla de emoción y curiosidad que despiertan en nuestra alma los personajes con los que nunca hemos hablado y cuya historia se nos antoja misteriosa. Como el sombrerero de Alicia en el país de las maravillas, como la estatua de la Libertad, como Robinson al llegar a la isla. La única diferencia era que sus padres a estos personajes no los sacaban en sus conversaciones y a Aurelio, en cambio, sí. Y con mucha frecuencia.
—¿Pero quién es Aurelio? —le preguntaba a su madre, aunque con pocas esperanzas de recibir una respuesta satisfactoria, porque las de su madre nunca lo eran.
—El marido de la abuela.
El señor Allen se reía cuando le oía decir esto.
—Ya, ya, marido. A cualquier cosa llama la gente marido.
—¿Entonces es mi abuelo?
La señora Allen le daba un codazo al señor Allen y le hacía un gesto muy raro con las cejas. Eso era el aviso de que prefería cambiar de conversación.
—¡No le metas líos en la cabeza a la niña, Sam! —protestaba.
—¿Pero es mi abuelo o no?
—Desde luego a tu abuela la trata como a una reina —decía él—. Como a una verdadera reina. ¡Los reyes de Morningside!
—No le hagas caso a tu padre, que siempre está de broma, ya lo sabes —intervenía la señora Allen.
Sí. Sara lo sabía. Pero las bromas de las personas mayores no conseguía entenderlas, porque no tenían ni pies ni cabeza. Y lo que menos gracia le hacía era que las usaran para contestar a preguntas que ella no se estaba tomando a risa.
De todas maneras, la noticia de que Aurelio tratara a la abuela como a una reina fue muy importante para dar pie a las fantasías de Sara. Claro: era un rey. Y en eso la niña no necesitaba aclaraciones. Prefería inventarse por su cuenta cómo era el país sobre el cual mandaba, ya que no la dejaban ir a verlo.
La librería de viejo de Aurelio Roncali se llamaba Books Kingdom, o sea El Reino de los Libros, y la marca, estampada sobre la primera hoja de cada uno, representaba una corona de rey encima de un libro abierto. Sara tenía muchas ganas de ir a aquella tienda, pero nunca la llevaban, porque decían que estaba muy lejos. Se la imaginaba como un país chiquito, lleno de escaleras, de recodos y de casas enanas, escondidas entre estantes de colores, y habitadas por unos seres minúsculos y alados con gorro en punta. El señor Aurelio sabía que vivían allí, aunque sabía también que sólo salían de noche, cuando él ya se había ido y apagado todas las luces. Pero a ellos no les importaba eso, porque eran fosforescentes en la oscuridad, como los gusanos de luz. Segregaban una especie de tela de araña, también luminosa, y se descolgaban por los hilos brillantes para trasladarse de un estante a otro, de un barrio del reino a otro. Se metían entre las páginas de los libros y contaban historias que se quedaban dibujadas y escritas allí. Su lenguaje era un zumbido como de música de jazz, pero en susurro. Para vivir en Books Kingdom la única condición era que había que saber contar historias.
Pero de pronto Sara, cuando estaba inventando esta historia y soñando con vivir también ella en Books Kingdom, aunque fuera teniendo que reducirse de tamaño como Alicia, se quedaba mirando a las paredes de la casa donde vivía de verdad en Brooklyn, de donde casi nunca salía. Y era como despertarse, como caerse de las nubes del país de las maravillas. Y entonces se le empezaban a agolpar las preguntas sensatas. Por ejemplo, por qué el rey de aquella tribu de cuentistas enanos y fosforescentes le mandaba regalos. Y por qué no podía conocerlo ella, si sus padres hablaban de él como si lo conocieran. ¿Por qué no venía él en persona a traerle los libros? ¿Era alto o bajo? ¿Joven o viejo? Y sobre todo, ¿era su amigo o no?
—Tu abuelo no es, eso que se te meta bien en la cabeza —le dijo su madre un día en que la niña había vuelto a darle el pelmazo con sus preguntas.
Y, para que se quedara más convencida, había ido a buscar el álbum familiar y le había señalado una fotografía muy borrosa del principio, donde aparecía una mujer muy guapa y muy alta vestida de blanco y cogida del brazo de un hombre mucho más bajito que ella que miraba a la cámara con cara de susto.
—Fíjate bien. Ése es tu abuelo Isaac, que en paz descanse. O sea mi padre. Y ella mamá. ¿Entendido?
—No mucho —dijo Sara, sin gran interés.
—Pues se acabó. Son tus abuelos y punto.
El asunto de los parentescos, de puro raro que era, a Sara le aburría y no le producía tanta curiosidad como otros, así que en el fondo acabó dándole igual que Aurelio no fuera su abuelo.
Morningside es un barrio de Manhattan que, como ya se ha dicho, pilla al norte, por la parte de arriba del jamón. Antes de nacer Sara, la abuela vivía también en Manhattan, pero al sur, justo al otro lado del East River. Sara estaba acostumbrada a oír hablar a su madre con nostalgia de esa casa, donde también ella había vivido de soltera. La llamaba «la casa de la avenida C». Y parecía echarla de menos, sobre todo porque estaba más cerca de Brooklyn que la otra y se hubiera tardado menos en ir. Pero nunca mencionaba ninguna otra cualidad que hiciera entender si era bonita o fea.
Cuando estaba a punto de nacer Sara —que vino al mundo tres años después de casarse sus padres—, la abuela Rebeca se había mudado con aquel misterioso marido o lo que fuera al barrio de Morningside, cerca de donde él tenía la librería de viejo. Era la única casa de la abuela que Sara había conocido, aunque la verdad es que al principio de su infancia, más bien poco. Porque entonces, en los tiempos de Aurelio, casi nunca llevaban a la niña por allí, ni tampoco iba mucho la señora Allen. Y como en los años en que un niño aprende a leer y a soñar es cuando lo desconocido se rodea más de magia, a Sara el barrio de Morningside le parecía entonces mucho más distante e irreal, la catedral de San Juan el Divino un castillo encantado, y aquella casa de Manhattan desde cuyas ventanas se divisaba un parque alargado y solitario, una casa de novela.
Claro que Sara, por muy lista que fuera, no había leído todavía ninguna novela, pero cuando luego las leyó, se acordaba de cómo pensaba de chiquitita en la casa de Morningside y supo que había sido para ella una casa de novela.
Sus primeras fantasías infantiles se habían tejido en torno a aquel nombre —Morningside—, que le parecía maravilloso por el sonido que tenía al decirlo, como de aleteo de pájaros, y también, claro, porque significaba «al lado de la mañana», que es una cosa muy bonita. Pero además es que allí, es decir al lado de la mañana, vivían Aurelio y Rebeca, dos seres tan distintos a Samuel Allen y su mujer que costaba trabajo imaginar que fueran parientes suyos. O sea dos personajes de novela. Porque en las novelas —como supo Sara más tarde— no sale gente corriente.
De todas maneras, mientras la abuela estuvo viviendo con el rey-librero de Morningside, el señor Allen, aunque bromeara sobre ellos, parecía tenerles a los dos más simpatía que su mujer. Y eso era lo raro. Por lo menos respetaba sus costumbres y no los juzgaba ni le ponían nervioso; allá ellos con su vida. Se limitaba a llamarlos «los de Morningside».
—Esta mañana me han telefoneado a la fontanería los de Morningside —decía alguna noche, a la hora de la cena.
A la señora Allen, en cambio, cuando oía mencionar a los de Morningside, le entraba una especie de tic nervioso que la hacía pestañear tres veces seguidas.
—¡Vaya, hombre! ¿Y por qué no llaman aquí?
El señor Allen seguía comiendo tan tranquilo o mirando la televisión, o las dos cosas al mismo tiempo.
—Y a mí qué me cuentas, chica. Habrán llamado y estarías comunicando. ¿No es tu madre? Pregúntaselo tú. A lo mejor le aburre que siempre le estés dando consejos, como si fuera una niña chica.
—Es que es como una niña chica.
—Bueno, pero yo no, y también me los das. Tus consejos nos aburren a todos.
—Está bien. ¿Y que querían?
—Decir que ella se iba esta tarde a cantar a Nyack. O sea que ya se habrá ido. Va a estar dos días allí.
El nombre de Gloria Star todavía se recordaba en algunas salas de fiesta de tercera categoría, y aún la invitaban de cuando en cuando a cantar blues, apoyada contra un viejo piano.
—¡Vaya por Dios! —suspiraba la señora Allen—. Por eso no le gustaba hablar conmigo, claro, porque sabe lo que le iba a decir.
—¿Pero por qué le tienes que decir nada? ¿A ti qué te importa? —decía el señor Allen—. Déjala que cante, si es su gusto y él no se lo impide, que al fin y al cabo es el único que tendría derecho.
—Hasta que se harte de ella. Y luego lo va a sentir. Cuando pierda a éste, ya no va a estar en edad de encontrar otro ni parecido. Le temo a la vejez de mi madre, Samuel, te lo digo de verdad.
—Pues yo no. Cada uno entiende la vida a su manera. Deja en paz a los de Morningside.
Sara, en aquellos primeros años, sólo recordaba haber ido tres o cuatro veces a la casa de Morningside.
El gato Cloud no existía, y había a la entrada un perchero con cabezas doradas de león. La puerta de la casa la abría una asistenta negra y muy grandota, que iba siempre de manga corta, aunque fuera invierno. Se llamaba Sally.
Sara, a la abuela, la recordaba tal como la había visto por primera vez en la casa de Morningside. Lo que más le impresionó aquel día es que le había parecido más joven que su madre. Llevaba puesto un traje de seda verde y estaba sentada ante un tocador de tres espejos lleno de tarritos que brillaban. La abuela, mientras se maquillaba delante del espejo, canturreaba siguiendo los sones de una canción italiana que estaba sonando en el pick-up:
Parlami d’amore,
Mariú,
tutta la mia vita
sei tu…
Parecía otra la abuela entonces. También la casa de Morningside. Más adelante, cuando su padre llamaba «lagarta» a la abuela, Sara pensaba que es que la recordaría, como ella, vestida de verde.
Antes del plano de Manhattan y de los libros de cuentos, el primer regalo que Sara había recibido del rey-librero de Morningside —cuando tenía sólo dos años— fue un rompecabezas enorme. Sus cubos llevaban en cada cara una letra mayúscula diferente, con el dibujo en colores de una flor, fruta o animal cuyo nombre empezara por aquella letra.
Gracias a este rompecabezas, Sara se familiarizó con las vocales y las consonantes, y les tomó cariño, incluso antes de entender para qué servían. Ponía en fila los cubos, les daba la vuelta y combinaba a su capricho las letras que iba distinguiendo unas de otras por aquellos perfiles tan divertidos y peculiares. La E parecía un peine, la S una serpiente, la O un huevo, la X una cruz ladeada, la H una escalera para enanos, la T una antena de televisión, la F una bandera rota. Su padre le había dado un cuaderno grande, con tapas duras como de libro, que le había sobrado de llevar las cuentas de la fontanería. Era de papel cuadriculado, con rayas rojas a la izquierda, y en él empezó a pintar Sara unos garabatos que imitaban las letras y otros que imitaban muebles, cacharros de cocina, nubes o tejados. No veía diferencia entre dibujar y escribir.
Y más tarde, cuando ya leía y escribía de corrido, siguió pensando lo mismo; o sea que no encontraba razones para diferenciar una cosa de otra. Por eso le gustaban mucho los anuncios luminosos que alternaban imágenes con letreros, marilines monroes apagándose y la marca de un dentífrico encendiéndose, en el mismo alero del mismo edificio altísimo, alumbrando la noche en un parpadeo que pasaba del oro al verde, casi a la vez. Porque las letras y los dibujos eran hermanos de padre y madre: el padre el lápiz afilado y la madre la imaginación.
Las primeras palabras que escribió Sara en aquel cuaderno de tapas duras que le había dado su padre fueron río, luna y libertad, además de otras más raras que le salían por casualidad, a modo de trabalenguas, mezclando vocales y consonantes a la buena de Dios. Estas palabras que nacían sin quererlo ella misma, como flores silvestres que no hay que regar, eran las que más le gustaban, las que le daban más felicidad, porque sólo las entendía ella. Las repetía muchas veces, entre dientes, para ver cómo sonaban, y las llamaba «farfanías». Casi siempre le hacían reír.
—Pero ¿de qué te ríes? ¿Por qué mueves los labios? —le preguntaba su madre, mirándola con inquietud.
—Por nada. Hablo bajito.
—¿Pero con quién?
—Conmigo; es un juego. Invento farfanías y las digo y me río, porque suenan muy gracioso.
—¿Que inventas qué?
—Farfanías.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Nada. Casi nunca quieren decir nada. Pero algunas veces sí.
—Dios mío, esta niña está loca.
Sara fruncía el ceño.
—Pues para otra vez no te cuento nada. ¡Ya está!
La señora Allen, algunas noches, subía al piso diecisiete, apartamento F, para ver un rato a su vecina la señora Taylor y desahogarse con ella.
—Siempre parece que me está ocultando algún secreto, ya ves, con lo pequeña que es; o como pensando en otra cosa; ¿no te parece raro? Y luego tan arisca. Sale a mi madre.
La señora Taylor, que estaba suscrita a una revista de divulgación científica y era adicta a los programas de televisión donde se hablaba de los complejos de los niños, era quien había sugerido a la señora Allen que llevara a su hija a un psiquiatra. Según ella tenía complejo de superdotada.
—Pero tiene que verla uno que sea bueno —añadía, con gesto de enterada— porque si no, los niños se traumatizan.
—Fíjate, pero uno bueno será carísimo. Quick Plumber no da para tanto. Y luego que Samuel no querría.
Quick Plumber era el nombre del taller de fontanería que tenía montado el señor Allen con otro socio más joven. Y precisamente este socio era el marido de la señora Taylor. Se llamaba Philip, solía vestir de cuero negro, tenía una moto muy grande y formaba parte del grupo de amigos bromistas del señor Allen. A la señora Allen le parecía muy guapo.
Los Taylor tenían un niño muy gordo, un poco mayor que Sara y que en dos o tres ocasiones había bajado a jugar con ella. Pero casi no sabía jugar y siempre estaba diciendo que se aburría y sacándose de los bolsillos abultados de la chaqueta caramelos, pirulís y chicles, cuyas envolturas de papel arrugaba y tiraba desordenadamente por el suelo. Se llamaba Rod. Pero en el barrio le llamaban Chupa-chup.
Rod no tenía el menor complejo de superdotado. Le estorbaba todo lo que tuviera que ver con la letra impresa, y a Sara nunca se le ocurrió compartir con él el lenguaje de las farfanías, que ya al cabo de los cuatro primeros años de su vida contaba con expresiones tan inolvidables como «amelva», «tarindo», «maldor» y «miranfú». Eran de las que habían sobrevivido.
Porque unas veces las farfanías se quedaban bailando por dentro de la cabeza, como un canturreo sin sentido. Y ésas se evaporaban en seguida, como el humo de un cigarrillo. Pero otras permanecían tan grabadas en la memoria que no se podían borrar. Y llegaban a significar algo que se iba adivinando con el tiempo. Por ejemplo, «miranfú» quería decir «va a pasar algo diferente» o «me voy a llevar una sorpresa».
La noche que Sara inventó esa farfanía tardó mucho en dormirse. Se levantó varias veces de puntillas para abrir la ventana y mirar las estrellas. Le parecían mundos chiquitos y maravillosos como el del Reino de los Libros, habitados por gente muy rara y muy sabia, que la conocía a ella y entendía el lenguaje de las farfanías. Duendecillos que la estaban viendo desde tan lejos, asomada a la ventana, y le mandaban destellos de fe y de aventura. «Miranfú —repetía Sara entre dientes, como si rezara—, Miranfú». Y los ojos se le iban llenando de lágrimas.
Pocos días después se enteró de repente, por una conversación telefónica de su madre con la señora Taylor, de que Aurelio Roncali había traspasado su tienda de libros, se había ido a Italia y ya no vivía con la abuela. La señora Allen hablaba con voz doliente y confidencial. De pronto vio a su hija, que llevaba un rato largo parada en la puerta de la cocina, y se indignó:
—¿Qué haces ahí, enterándote de lo que no te importa? ¡Vete a tu cuarto! —chilló enfadadísima.
Pero Sara estaba pálida como el papel, tenía los ojos perdidos en el vacío y no se movía. Su madre vio que se agarraba al quicio de la puerta y que cerraba los ojos como si fuera a marearse. Y se asustó un poco.
—Te llamo dentro de un momento, Lynda —dijo—. No, no es nada, no te preocupes.
Y colgó.
Cuando llegó al lado de su hija y quiso abrazarla, ella la rechazó.
—¿Pero qué te pasa, por favor, Sara? Estás temblando.
La niña, efectivamente, temblaba como una hoja. La señora Allen le acercó un taburete para que se sentara. Entonces ella se tapó la cara con las manos y estalló en un llanto sin consuelo.
—Di algo, dime algo —suplicaba la señora Allen—. ¿Estás mala? ¿Qué te duele?
—Miranfú, miranfú —balbuceaba la niña entre hipos—, pobre miranfú…
Estuvo varios días con fiebre muy alta y en sus delirios llamaba a Aurelio Roncali, decía que quería entrar en el Reino de los Libros, que él era su amigo, que tenía que volver.
Pero Aurelio Roncali nunca volvió. Ni volvió tampoco a ser mencionado delante de ella. Sara comprendió que tenía que guardar silencio. Aquellas fiebres le habían otorgado el don del silencio. Se volvió obediente y resignada. Había entendido que los sueños sólo se pueden cultivar a oscuras y en secreto. Y esperaba. Llegaría un día —estaba segura— en que podría gritar triunfalmente: «¡Miranfú!». Mientras tanto, sobreviviría en su isla. Como Robinson. Y como la estatua de la Libertad.
Tenía Sara entonces cuatro años y ahora, al cabo de otros seis, le parecía que todo aquello lo había soñado.
Aurelio Roncali, el último novio de su abuela, había enterrado a Gloria Star. Y Sara los situaba a ambos en un mundo habitado por lobos que hablan, niños que no quieren crecer, liebres con chaleco y reloj y náufragos que aprenden soledad y paciencia en una isla. A ninguno de ellos lo había visto nunca en persona, pero las cosas que se ven en sueños son tan reales como las que se tocan.
Y aquel rey-librero de Morningside, del que apenas sabía nada, había existido. Y había sido el primero en inyectarle sus dos pasiones fundamentales: la de viajar y la de leer. Y las dos se fundían en otra, porque leyendo se podía viajar con la imaginación, o sea soñar que se viajaba.