DOCE
Los sueños de Peter. El pasadizo subacuático de madame Bartholdi
En el aparcamiento particular del Rey de las Tartas, se despidieron con un jovial: «¡Hasta luego!».
Edgar Woolf le había cedido a Sara la más lujosa de sus tres limusines, la conducida por Peter, su chófer predilecto, no sin antes llamar a éste aparte para hacerle algunas advertencias que le parecían importantes. En primer lugar, convenía que a la niña le diera un buen paseo por Manhattan, procurando alargarlo con algunos rodeos, porque, aunque iban al mismo sitio, él tenía interés en llegar antes. Por otra parte, le encargaba que cuidara a aquella criatura como a las niñas de sus ojos, evitándole toda clase de peligros, pero sin negarle ningún capricho. Peter se había quedado pensativo.
—Esos dos extremos son difíciles de armonizar, señor. Perdone que se lo diga. Porque los niños suelen encapricharse precisamente de lo más peligroso.
Mister Woolf, pendiente de las evoluciones de Sara por el parking, mientras él hablaba con Peter, le miró sorprendido.
—¿Ah, sí? ¡No lo sabía!
—Pues con todos mis respetos, señor, lo debería saber. Además, parece revoltosa. Mírela ahora mismo. Está, si no me equivoco, tratando de hurgar en el extintor de incendios.
—Me doy cuenta, Peter —comentó su amo sonriendo— de que he elegido bien al guía de mi joven amiga. ¿Cómo sabe usted tanto de niños?
—Muy fácil. Tengo cuatro, señor.
—¿Ah? ¿Tiene cuatro niños? —preguntó sorprendido mister Woolf.
Y de pronto se sintió un poco avergonzado. A pesar de lo contento que decía estar de los servicios del fiel Peter, aquélla era la primera vez en siete años que conocía algún detalle de su vida particular. Era el tipo de fallos humanos que le solía reprochar el viejo Greg Monroe. Y comprendió que tenía razón. Pero ahora no quería pensar en eso.
Cuando ya había dejado cómodamente instalada a Sara en el asiento trasero de la limusine número uno, y él estaba entrando en la número dos, Robert, el chófer que mantenía abierta la portezuela, le avisó:
—Mister Woolf, parece que la señorita a quien acompaña Peter quiere decirle algo.
Sara, en efecto, había bajado la ventanilla y asomaba su rostro encendido de emoción y alegría, al tiempo que le hacía señas para que se acercase. Él se apresuró a acudir.
—Se me olvidaba decirte una cosa muy importante —dijo la niña—, agáchate para que me oigas mejor. Si llegas antes que yo, puede que la abuela no se acuerde de dónde tiene guardada la receta. Es un poco despistada. Dile que la he visto yo el otro día en el cajón de arriba del secreter.
—De acuerdo. Lo malo es si no me abre. Quizá no se fíe.
—¡Que sí! Si fuera mamá… Pero ella no tiene nunca miedo, ¡hasta baja al parque de Morningside! Ah, y dile que yo llego en seguida. ¿Llevas las señas bien apuntadas?
—Que sí, guapa, no te preocupes —dijo mister Woolf, dando visibles muestras de impaciencia—. Las señas y el teléfono. ¿Vas a gusto?
—¡Muy a gusto! No me lo puedo ni creer, ¡y qué mullidito está…! Y luego tantos botones. ¿Puedo abrir el bar?
—Sí, hija, puedes hacer lo que quieras. Y si tienes alguna duda, le hablas a Peter por ese telefonito.
—¡Qué maravilla! Pues hasta luego, Dulce Lobo.
—Hasta luego, Sara —dijo mister Woolf, dándole un beso y sonriendo—. ¡A surcar Manhattan, y que te diviertas!
—¡Lo mismo digo!
Edgar Woolf se metió en su limusine, se arrellanó en el asiento y se puso a pensar en lo que le había dicho miss Lunatic sobre los milagros. Cuando él tenía dieciséis años, se había enamorado locamente de una chica pelirroja, maravillosa e inalcanzable. Sería como unos ocho años mayor que él. Era dulce, sensual y descarada. Y, a pesar de que jamás había llegado a cruzar una palabra con ella, por culpa de su timidez, durante tres cursos fue incapaz de concentrarse en el estudio y se estuvo gastando todos sus ahorros en ir a oírla cantar a los lugares más inverosímiles. Luego había perdido su pista por completo.
Pero todavía guardaba un clavel seco que una vez ella se había sacado del pecho, para tirárselo, después de besarlo. Se lo tiró a él, a aquel adolescente desgarbado, hijo de un modesto pastelero de la calle 14. Tal vez lo conociera de vista y se hubiera llegado a percatar de lo mucho que él la amaba desde lejos. Acababa de cantar Amado mío, la canción que hizo célebre a Rita Hayworth en Gilda. Y le había sonreído dos veces mientras la cantaba. Luego se sacó el clavel del escote y lo besó antes de mandárselo por el aire. Y él lo había cogido en el cuenco de sus manos y lo había besado también. Después se habían mirado. Los ojos verdes de ella lo taladraban serios y risueños al mismo tiempo. El vestido que llevaba también era verde. Fue una noche de marzo en un music-hall pequeño de la calle 47 que se llamaba Smog y que ya no existía. A pesar del tiempo transcurrido, Edgar Woolf jamás había podido olvidar aquella noche en que su mirada se había cruzado tan intensamente con la de Gloria Star.
—¿Adonde vamos, señor? —preguntó Robert, a través del telefonillo interior de la limusine—. Lo digo porque con las fiestas, y a estas horas, hay que evitar las calles de más tráfico.
Edgar Woolf miró a través de la ventanilla y se dio cuenta, como entre sueños, de que ya habían salido a la Quinta Avenida.
—¡A Morningside por el camino más corto! —ordenó a Robert.
Luego encendió la luz del pequeño bar y se sirvió un whisky con hielo.
Peter conducía Quinta Avenida abajo con gesto reconcentrado y ausente, tan pronto atento a evitar el roce de las motos contra la carrocería impecable de la limusine, como tratando de colarse entre otros vehículos para adelantarlos. A veces exploraba de reojo, a través de la ventanilla, la posibilidad de zigzaguear hacia calles laterales, burlando una señal que prohibía torcer por aquel sitio.
La costumbre de acompañar a mister Woolf en sus excursiones de pesquisa pastelera por los distintos barrios de Manhattan había añadido a su pericia de conductor una rapidez de reflejos y una astucia más dignas de fugitivo al margen de la ley que de chófer elegante e impasible. Su perfecta sincronización con aquel obediente y ligero volante plateado había llegado a tal punto que lo consideraba más que un aliado, una prolongación de su piel y sus deseos. Lo malo es que el verdadero dueño de la limusine nunca alababa sus proezas; es más, parecía que ni se daba cuenta de lo que le costaba realizarlas. Porque mira que era difícil parar donde él le mandaba, a veces en seco, y estarle esperando a la puerta de donde se metiera, sin tener ni idea de si iba a tardar mucho o poco; ¡y que una limusine no es una bici, caramba! Aunque hay que reconocer que del dinero que el jefe le daba para propinas a porteros y sobornos a guardias nunca le pedía cuentas luego. Pero así y todo, a veces hubiera sido preferible un guiño amistoso, un golpecito en la espalda y: «no sé cómo lo ha logrado, Peter», «es usted un artista», «vamos a tomarnos un café en ese bar, Peter» o «esta vez, de verdad, creí que nos llevaba por delante esa ambulancia», y haberse reído juntos; son cosas que se agradecen.
Viajar con mister Woolf por Manhattan, como solía comentar Peter con Rose, su mujer, era igual que llevar una maleta en el asiento trasero. Y ella se reía mucho porque estaba locamente enamorada de su marido. Pero luego le entraban remordimientos y le reñía por burlarse de un jefe tan bueno.
El sueño de Peter era verse protagonizando una película de persecuciones, donde el automóvil vencedor sortea audazmente toda clase de obstáculos, salta por encima de policías boquiabiertos, vadea riachuelos, desciende sin dar vueltas de campana por abruptas pendientes y deja a sus espaldas toda clase de estragos, catástrofes y vehículos en llamas. Lo suyo, desde luego, era el riesgo.
A Rose le había confesado algunas noches aquellas fantasías, que ella procuraba no fomentarle, aunque le hacían gracia y las encontraba fascinantes. Soñar no costaba nada, al fin y al cabo. «Tú servías para guionista de cine, cariño —le decía algunas veces—. O, no sé, para piloto de guerra». «Sí, ya, para cualquier cosa que no sea pasarse las horas muertas en un sótano inmenso con otros dos tíos ciegos de aburrimiento como yo, a ver si al jefe se le ocurre mandarnos algo, que ya estoy de luz de neón hasta las narices». Pero, como Rose era sensata y práctica, se daba cuenta de que compadecer a su marido cuando se quejaba así equivalía a darle alas y conducirle a aventuras sin salida. Porque Manhattan es un vertedero donde gusanean los miles de ángeles caídos del reino de la ilusión, de las nubes del sueño. El trabajo estaba fatal, ellos acababan de tener el cuarto niño, y encontrarse a fin de mes con un sueldo tan fabuloso como el que Peter recibía de mister Woolf era hablar con la Divina Providencia. Y Rose lo sabía.
Aunque luego, cuando al final del día ponía películas en el vídeo, las que más le emocionaban eran las que contaban las aventuras de aquellos soñadores caídos al fango con las alas rotas. Eso sí.
En vísperas de Navidad, los coches y autobuses que circulan por Manhattan se ven forzados a ir a paso de tortuga. No les queda otro remedio. Las calles céntricas, que naturalmente son las más atractivas, se convierten en un hormiguero humano que bulle y se empuja por las esquinas, entre los puestos de vendedores ambulantes, en las paradas de autobús, en los pasos de peatones. Y esa masa de peatones, cuando cierran sus puertas las oficinas, se incrementa con los que salen vomitados sin cesar de la boca del metro y bracean como nadadores contra corriente para alcanzar la puerta de unos grandes almacenes donde pasar la tarde haciendo compras y desplazándose de una sección a otra en escaleras metálicas.
La limusine, aunque muy despacio, había ido dejando atrás la catedral de San Patricio, el Rockefeller Center con su pista de patinaje, la Biblioteca Nacional… Y ahora, a la altura del Empire State Building, cabía la alternativa de torcer hacia la Avenida de las Américas para ver los escaparates de Macy’s y seguir bajando hacia el Village.
Pero es que daba todo igual. Peter echó una mirada hacia atrás y comprobó que la niña vestida de rojo seguía dormida. ¿Quién sería aquella niña? ¿Alguna nieta del jefe? Por lo que él había oído decir, mister Woolf era un solterón incorregible. Pero bueno, podía haber tenido algún desliz de juventud y ser una nieta bastarda. O una hija, a saber; tampoco era tan viejo el jefe, y Rose decía que tenía muy buena pinta. «Trátela como a las niñas de sus ojos», le había encargado. Y también que no le quitara ningún capricho, que le diera un paseo bonito como de una hora y que luego la llevara a una casa del barrio de Morningside, cuyas señas le había apuntado en un papel. Allí había gato encerrado, era todo rarísimo. Pero después de todo, lo que Rose le decía: «Tú no te metas donde no te llaman, Peter, tú eres un mandado…». Y estaba obedeciendo en todo. Menos en lo de los caprichos. Porque, ¿qué caprichos se le iban a poder dar a una niña que llevaba diez minutos dormida? Y el caso es que al principio no paraba de preguntarle cosas por el teléfono interior, que para qué era este botón y el de más allá, que si se podía tomar una coca-cola, que cómo se llamaba aquella calle, y venga a decir que aquello era igual que una casita misteriosa, y a encender luces y a correr las cortinillas y volverlas a descorrer. La verdad es que era muy simpática y muy graciosa. Como de la edad de Edith, la mayor de Peter. Y tenía la misma cara de diablo. Se ve que había caído cansadísima. Después de todo, mejor que no se despertara, más cómodo para él. Aunque de esa manera, la inutilidad de aquel viaje se acentuaba.
Peter se puso a acordarse de su Edith. Muchas veces le había prometido traerla un día a ver los escaparates de la Quinta Avenida y a subir al último piso del Empire. A Edith le fascinaba Manhattan, porque ellos vivían en Brooklyn, y siempre le estaba pidiendo: «Anda, papá, guapo, llévame a Manhattan, que allí es donde pasan todas las aventuras». Pero nunca tenía tiempo de alimentar los sueños de su hija ni de ver cumplidos los suyos. ¡Qué porquería de vida!
Y de pronto, se sintió perdido como una gota de agua en el mar proceloso de Manhattan, caído del reino de la fantasía con las alas rotas, rodando por las calles de uniforme prestado, y llevando dentro de un lujoso coche prestado a una niña dormida y vestida de rojo, una niña prestada, que no era su Edith, pero de la que tenía que cuidar. Todo estaba al revés, todo era un puro absurdo, un puro préstamo.
A través de la ventanilla, veía las fachadas de los edificios adornadas con gigantescas coronas de acebo, con lazos, con bambis, con angelitos tocando la trompeta y con papas noeles; escuchaba un concierto de músicas cruzadas y estridentes que parecían venir de todas partes, de la tierra y del cielo. Los escaparates competían en imaginación y lujo. Delante de algunos, la aglomeración de público era tan grande que la cola daba la vuelta a la manzana. Eran los que exhibían figuras en movimiento, como actores llevando a cabo una función dentro de un minúsculo escenario. Las decoraciones en miniatura representaban paisajes nevados, restaurantes antiguos o interiores de casas ricas. Y los muñecos que protagonizaban la escena se movían con tal verismo bajando escaleras, abriendo paquetes o deslizándose en trineo, que sólo les faltaba romper a hablar.
Sara se despertó y se frotó los ojos. Estaba soñando que se había vuelto pequeñita y que iba metida dentro del carricoche de miss Lunatic. Durante unos instantes, el suave vaivén de la limusine, que acababa de bordear Washington Square para enfilar hacia el sur de la calle Lafayette, la mantuvo en esa especie de duermevela que separa todavía lo soñado de lo real. Pero de pronto, miró más atentamente a su alrededor, se enderezó y se acordó de todo. Iba en la limusine de mister Woolf. Las cortinillas de gasa corridas dejaban pasar, a su través, las luces movedizas de la calle. Era ella misma la que había corrido las cortinillas, para concentrarse en el recuerdo de sus aventuras, porque había llegado a la conclusión de que tenía que elegir entre lo de fuera y lo de dentro. Pero ahora le daba mucha rabia haberse perdido lo de fuera. Corrió las cortinillas y miró a ver si descubría el nombre de la calle por donde iban pasando. El coche ahora circulaba con mayor fluidez y desahogo. Parecía un barrio muy bonito, pero como más de pueblo. Se veían casitas bajas y la gente circulaba a un ritmo más pacífico. No veía ninguna placa con nombre de calle. Dio la luz, sacó el plano y lo desplegó encima de una mesita de caoba que se abría tirando de una argolla. Se lo había explicado antes de dormirse el chófer. ¿Cómo se llamaba el chófer? Miró sus espaldas cuadradas embutidas en la chaqueta gris con hombreras de oro, los mechones de pelo rubio que le asomaban por debajo de la gorra de plato. ¡Peter! Se llamaba Peter. De lo que no se podía acordar bien es de si era simpático o antipático. Habían hablado poco, y de cosas sin mucha sustancia. Tal vez al final había contestado a sus preguntas un poco nervioso. Cogió el telefonillo.
—Peter…
—Diga, señorita. ¿Ha descansado bien?
—Demasiado bien. Pero no me debías haber dejado dormir tanto. ¿Cuánto tiempo llevo dormida?
—Una media hora, calculo.
—¡Pero de Central Park a Morningside no se tarda media hora en un coche tan bueno!
Peter creyó más oportuno no contestar. Estaba acostumbrado a la discreción, y le había parecido entender que su jefe no tenía demasiado interés en que la niña llegara antes que él a Morningside. Pero por otra parte, ¡iban a la misma casa! Acababa de caer en la cuenta. ¿Quién viviría en aquella casa? Luego le saldría Rose con que no se metiera donde no le llamaban. Claro, se dice muy fácil. Y encima con la niña ya completamente despierta, que por el espejo retrovisor bien le veía en los ojos las ganas de freírle a preguntas. Se sonrió levemente acordándose otra vez de Edith.
—¿Me has oído, Peter? Dime, por lo menos en qué barrio estamos. A mí me parece que te has equivocado, que vamos en dirección sur.
—¿Es que tiene usted mucha prisa?
A Sara de repente se le agolparon en la imaginación todas las escenas vividas aquella noche, y no fue capaz de calcular si habían pasado horas o años. ¿Qué sentido podía tener hablar de algo como prisa, cuando se han perdido las referencias del tiempo? Miss Lunatic le había dicho que ella nunca tenía prisa cuando rondaba una buena conversación. Pero con este Peter no se acababa de entender si quería darle conversación o meterla en un lío. Y además, la abuela la estaría esperando. Consiguió leer el rótulo de una de las calles, aprovechando una parada de semáforo, e inmediatamente consultó el plano.
—¡Pero si estamos más abajo de Chinatown, Peter!
—Eso parece, veo que se orienta bien, señorita.
—¡Es que tengo un plano! ¡Y no me llames señorita! Me llamo Sara. No me digas ahora que no vamos hacia el sur. ¡Me estabas liando!
La voz de Peter se dulcificó. A duras penas conseguía ocultar la risa.
—Bueno, guapa, pues no te llamaré señorita. Es que me daba pena despertarte, pero ahora damos la vuelta. Ya estarán las calles del centro más despejadas.
De repente los ojos de Sara, que saltaban continuamente del plano a lo que iba vislumbrando por la ventanilla, se encendieron con un fulgor triunfal:
—¡¡No!! ¡No des la vuelta ahora! ¿No es éste ya el barrio de los financieros?
—Sí, pero a estas horas está muy muerto. Eso cuando hay que venir a visitarlo es por las mañanas, cuando corre a manadas el dinero por aquí. Lo que veo es que te conoces Manhattan como la palma de la mano. ¿Llevas muchos años viviendo por aquí?
—Por desgracia vivo en Brooklyn, hijo. ¿De qué te ríes?
—De que me has recordado a una hija mía, que también vive en Brooklyn, y también lo considera una desgracia. Debe ser de tu edad. Pero te aseguro, Sara, que ella, si hubiera tenido la suerte de poder dar este paseo en limusine, no se hubiera dormido.
—¡No me lo recuerdes, que bastante rabia me da ya a mí sola! ¿Y cómo se llama tu hija? Si vive en Brooklyn igual la conozco… ¿Pero qué estás haciendo? ¡No des la vuelta, Peter, te he dicho! Estamos cerca de Battery Park, ¿verdad?
—Sí, muy cerca.
—¡Entonces llévame allí, por lo que más quieras! ¿Cómo se llama tu hija?
—Edith.
—¡Pues te lo pido por Edith!
Al llegar a Battery Park, Sara le suplicó a Peter que detuviera la limusine porque ella quería bajarse a ver desde allí la estatua de la Libertad, que nunca la había visto más que en foto.
—Es sólo un momentito. ¡Verla y ya! Aquí mismo, ¡anda, Peter!
El tono de su voz volvió a recordarle al chófer el de su hija Edith, cuando se encaprichaba de una cosa, y cedió.
Pero se quedó con los ojos como platos cuando, en el momento en que le estaba sujetando la portezuela para que se bajara, aquellos zapatitos colorados que acababan de asomar tomaron un impulso vertiginoso, y la niña salió corriendo como un gamo. Cuando Peter quiso darse cuenta ya se había perdido en la oscuridad, entre la masa fantasmal de los árboles.
Se le puso un nudo en la garganta y no sabía qué hacer. Tenía que dejar aparcada la limusine en un sitio mejor para salir luego en su busca, por si se complicaba aquella imprevisible captura. Pero, por otra parte, era una locura perder tiempo. Aquellos parajes eran bastante peligrosos de noche. Ya no se trataba de cumplir mejor o peor un encargo de mister Woolf. Se trataba de proteger la vida de una niña de diez años, traviesa, inconsciente y audaz, como su propia hija lo era. Y empezó a llamarla a voces, en tono autoritario y destemplado, sin el menor miramiento.
—¡Sara, vuelve acá! ¡No me des estos sustos, condenada! ¿Dónde te has metido? ¡Vuelve! ¿Me oyes? ¡Por favor, no hagas el imbécil! ¡Ya verás los azotes que te vas a ganar!
Pero no obtuvo respuesta y se puso a mascullar maldiciones entre dientes contra mister Woolf y contra su propio sino.
—¡Lo que hay que aguantar, madre mía! ¡Vamos, mira que también la ocurrencia! «Trátela como a las niñas de sus ojos y no le quite ni un capricho». Ya se lo advertí, que no era tan fácil. Y luego, encima, capaz de venirme con culpas.
Estaba fuera de sí. Miró alrededor. Era un lugar desierto. Ni una maldita cabina de teléfonos, ni un transeúnte. Por fin, trató de tranquilizarse y pensó que lo más acertado era ir cosa por cosa. Logró encontrar un hueco más o menos seguro para dejar el coche, lo aparcó y lo dejó cerrado. Luego se internó a paso vivo en el parque solitario. A medida que avanzaba, sin dejar de llamar a voces a la niña, se sentía más desorientado y su marcha se volvía más cautelosa. ¡Condenada chiquilla! Como se hubiera escondido para darle un susto, de un bofetón no la libraba nadie, por muy ahijada o pariente del jefe que pudiera ser.
Entretanto Sara, escondida detrás de unos arbustos y con ayuda de la linternita, había conseguido localizar en el plano el lugar exacto donde se encontraba. Muy cerca de la perrera donde miss Lunatic guardaba su cochecito. El corazón le latía muy fuerte cuando, por fin, la encontró. Estaba cerrada con candado y pintada de gris. No podía ser otra.
Tuvo que respirar hondo y sostenerse contra ella para no desfallecer de la emoción. Mejor dicho, lo que hizo fue agacharse y sentarse con la espalda apoyada contra su pared trasera, porque la caseta gris era bajita. Si se quedaba de pie, Peter podría descubrirla. Y estaba visto que lo de menguar de tamaño sólo lo podía conseguir Alicia. O ella misma cuando iba metida, en sueños, dentro del cochecito de miss Lunatic. Casi no se atrevía a respirar, allí escondida. La verdad es que era una emoción mezclada de miedo. Pero miss Lunatic le había dicho que, frente a las aventuras nuevas, siempre se siente algo de miedo y que no hay más remedio que vencerlo.
Se puso de pie y sacó la brújula. Pero antes de recorrer los cincuenta pasos que, según los informes secretos, separaban aquel lugar de la alcantarilla que daba acceso al pasadizo, levantó la mirada y vio brillar a lo lejos, más allá de los árboles y al otro lado del río, la antorcha de la Libertad. Y se sintió poderosa como la diosa misma que la mantenía en alto; no era el momento apropiado para desfallecer ni para andarse con contemplaciones. ¡Adelante!
La alcantarilla roja apareció en seguida, y junto a ella estaba el poste. Lo palpó. Efectivamente, a media altura, se apreciaba al tacto la ranura por donde había que introducir la moneda verdosa. Cuando la sacó de la bolsita, los dedos le temblaban. Pero tenía que mantener la sangre fría. Había llegado el momento definitivo. Se volvió a guardar la bolsa en el escote, metió la moneda en la ranura y esperó unos instantes, casi temblando, porque además le parecía oír un ruido de pasos.
—«¡Miranfú!» —exclamó decidida, con los ojos tan fijos en la alcantarilla que casi le dolían.
Y una voz colérica contestó a sus espaldas, sobrecogiéndola aún más de lo que estaba:
—¡Si no mirara quién eres, sinvergüenza, te daba una paliza que te ibas a acordar!
Retiró a toda prisa la moneda. Pero le había dado tiempo a comprobar que el invento funcionaba, porque la tapa de la alcantarilla había empezado a deslizarse muy lentamente, dejando a la derecha como un cuarto menguante de oscuridad abismal. En cuanto quitó la moneda, volvió a cerrarse.
Entonces ella fingió que se había agachado para hacer pis y que se estaba subiendo las bragas. La moneda se la metió dentro de un calcetín.
Peter no se había dado cuenta de nada. Estaba demasiado atento a cogerla por un brazo, como si temiera que pudiera volvérsele a escapar, y a insultarla sin tino.
La metió de malos modos en el coche, mientras ella, con voz sumisa, inventaba pretextos absurdos y le pedía toda clase de perdones. Fue capaz de desplegar tal mimo y astucia que a los cinco minutos ya se había metido a Peter en el bolsillo, le preguntaba por su hija, hacía comentarios sobre el rascacielos de mister Woolf y se había vuelto a entablar entre ellos una conversación más o menos amistosa.
Sara se sentía poseída de una particular verborrea, que no le impedía, sin embargo, atender a sus emociones secretas. Era como una rara capacidad —jamás experimentada antes— de hablar por un lado, pensar por otro y fantasear por otro, como si estuviera bifurcada en tres ramales. Se enteraba perfectamente de lo que le iba diciendo Peter y podía elegir su propia respuesta, sin dejar de sentir, al mismo tiempo, una alegría interior que nunca iba a querer ni poder —lo sabía— compartir con nadie.
Pero también pensaba con un poco de preocupación en la abuela y en cómo le habría sentado la visita de mister Woolf, porque la abuela era muy especial y no le gustaba todo el mundo. Igual había metido la pata al darle sus señas, sin previa consulta, a aquel hombre que, al fin y al cabo, era un total desconocido, por rico que dijera ser y todas las señas lo confirmaran.
Entre estas reflexiones y la conversación con Peter, al que por cierto poca cosa logró sonsacar de la vida privada de su amo, transcurrió sin sentir el viaje de vuelta.
De lo que sí pudo darse cuenta Sara es de que la aventura ya la llevaba ella para siempre metida en el alma. Lo que ocurría en el exterior de Manhattan, al otro lado de la ventanilla, había dejado por completo de interesarle.
Peter debió coger una autopista o algo, porque durante todo el camino circularon muy aprisa. Ella se tomó una coca-cola. A la media hora, estaban en Morningside.