DIEZ

Un pacto de sangre. Datos sobre el plano para llegar a la Isla de la Libertad

Llevaban un rato andando en silencio, con el cochecito entre las dos. Acababan de cruzar un semáforo y ahora iban por una acera peor iluminada, bordeando la alta verja de hierro que rodea la parte oeste de Central Park. Al otro lado, se veían edificios sólidos y lujosos, porteros uniformados al final de un corto tramo de escalera y una especie de palio rígido desde la marquesina hasta el límite de la calzada, surcada por taxis amarillos y silenciosas limusines. Se habían amortiguado los ruidos estridentes de las avenidas más céntricas, se respiraba mejor y era grato aquel frío que se colaba del bosque en penumbra por entre los hierros de la verja. Había cesado el viento y no nevaba.

Sara se detuvo junto a un farol iluminado.

—Oye, madame Bartholdi.

—Dime, preciosa.

—¿De verdad estás segura de que los hombres esos del cine no te vieron convertirte en estatua?

Miss Lunatic sonrió.

—Completamente segura. Hay cosas que sólo pueden ver los que tienen, como tú, los ojos limpios.

—O sea que tu vives dentro de la estatua.

—Por el día sí. Envejezco allí dentro para insuflarle vida a ella, para que pueda seguir siendo la antorcha que ilumine el camino de muchos, una diosa joven y sin arrugas.

—¿Como si fueras su espíritu? —preguntó Sara.

—Exactamente, es que soy su espíritu. Pero me aburro muchísimo. Estoy deseando que se haga de noche para salir a trotar por Manhattan. En cuanto dejan de llegar turistas, le enciendo las luces de la corona y de la antorcha y, bueno, atiendo a mil detalles rutinarios que llevan bastante tiempo. Luego me aseguro de que está dormida y se acabó; me largo yo aquí por mi cuenta.

—¿Como si te despegaras de ella?

—Pues sí, más o menos. Está bien dicho. ¿Sabes que eres muy lista?

—Eso dice mi abuela, y también que salgo a ella. Ojalá. Mi abuela sí que es lista. En algunas cosas se me parece a ti.

Habían reemprendido la marcha. Sara, que iba pegada a la verja, miraba de reojo las frondas oscurecidas de Central Park, que ejercían sobre su imaginación un influjo hipnotizante.

—Por cierto —dijo miss Lunatic—. No estará preocupada tu abuela.

—No. Ya te he dicho que la llamé por teléfono antes de salir y sabe que iba a entretenerme un poco porque quería darme una vuelta por Central Park. A ella le gusta mucho esta zona; me dijo que qué suerte, que me fijara bien en todo para contárselo. Me espera despierta, porque está leyendo una novela policíaca muy interesante. A ella no le dan ni pizca de miedo los parques, baja mucho al de Morningside, y eso que dicen que es tan peligroso. ¿Por cierto, sabes tú si han cogido al vampiro del Bronx?

—Hasta ayer por lo menos no. Se me ha olvidado preguntárselo al señor O’Connor… Pero oye, Sara, ahora que lo pienso, ¿y si vuelve la señora Taylor?

—Pues nada, le he dejado una nota diciéndole que se había presentado a buscarme la abuela y que me quedaría a dormir en su casa. Tardará, porque se han ido al cine y Rod duerme en casa de unos primos. Si telefonea a Morningside, por miedo de que le haya metido una mentira, porque ella siempre cree que meto mentiras, la abuela, que ya está compinchada conmigo, le dirá lo mismo. Sé que le va a sentar mal, pero me importa un rábano; ella no es nada mío. Y encima es una cursi.

—Perfecta coartada —sonrió miss Lunatic.

—Sí —dijo Sara—, cuando sea mayor quiero escribir novelas de misterio. Esta noche me estoy inspirando muchísimo.

Caminaron otro rato en silencio. Los pocos transeúntes que se cruzaban con ellas por la acera llevaban un perro sujeto por la correa o iban haciendo footing con su chándal y una venda elástica sujetándoles el pelo.

—Oye, madame Bartholdi.

—Dime, preciosa.

—¿Cómo haces para salirte de la estatua sin que nadie te vea y llegar a Manhattan?

El cochecito que las separaba se detuvo en seco. Miss Lunatic miró alrededor. No pasaba nadie.

—Es un secreto —dijo—. No se lo he contado nunca a nadie.

—¿Pero verdad que me lo vas a contar a mí? —preguntó Sara, completamente segura de que la respuesta iba a ser afirmativa.

Miss Lunatic alargó el brazo derecho y su mano y la de Sara se estrecharon silenciosamente por encima de la cesta que contenía la tarta de fresa.

—Te juro —aseguró la niña muy seria— que pase lo que pase, aunque me maten, no se lo voy a contar nunca a nadie, ni a mi abuela…, ni siquiera a mi novio cuando me enamore.

—A un novio menos que a nadie, por Dios, hija, los hombres se van mucho de la lengua.

—Bueno, pues a nadie. ¿Tienes un imperdible? Ahora te digo para qué, ya verás.

—Vaya, menos mal que me estoy divirtiendo con alguien —dijo miss Lunatic, mientras se rebuscaba un imperdible entre la faltriquera—. Me paso la vida dándole yo sorpresas a los demás. Se acaba una hartando. Toma, aquí lo tienes. Afortunadamente ha aparecido. No sé por qué los llaman imperdibles, si siempre se pierden.

Había sacado uno de regular tamaño y se lo tendió a Sara. Ella lo abrió y se lo clavó con decisión en la yema del dedo índice. En seguida brotó sangre.

—Ahora tú —dijo devolviéndoselo a miss Lunatic.

—A mí ya no me sale nunca sangre ni de los dedos ni de la mismísima yugular. Pero espera que me concentre.

Dejó la mano izquierda en suspensión por encima del cochecito y Sara vio que insensiblemente perdía su temblor y desaparecían los nudos que deformaban aquellos viejos dedos. Inmediatamente, la mano derecha, igualmente rejuvenecida, apareció blandiendo el imperdible, que se clavó en un dedo de la otra.

—¡Date prisa! Ahora no pierdas tiempo en mirarme hasta que yo te dé permiso —dijo la voz Bartholdi, que Sara ya había oído en el café de las patinadoras.

La niña obedeció y se aplicó a la tarea de apretar fuertemente la yema de su dedo contra la de aquel otro suave, blanquísimo y rematado por una uña primorosa. Fue cuestión de instantes. Las sangres se mezclaron, y una gota cayó a manchar la servilleta de cuadros que cubría la tarta.

—A quien dices tu secreto, das tu libertad, nunca lo olvides, Sara. Y ahora vamos, hija, que aquí paradas se nota mucho frío.

Pero la voz que estaba pronunciando aquellas palabras, y contó luego lo que se referirá a continuación, ya no era la de la musa del escultor Bartholdi. Ni tampoco la mano abultada por el reuma, que había vuelto a empuñar la agarradera del cochecito, se parecía en nada a la que acababa de donar su sangre.

Reemprendieron ruta. Pero Sara, muy discretamente, se abstuvo de hacer comentarios. Estaba, además, demasiado absorta rumiando aquella especie de acertijo sobre la libertad y los secretos. ¿Querría decir que la estatua, mediante aquel pacto de sangre, le estaba trasladando a ella los atributos de la Libertad? Necesitaba aclarar sus ideas antes de seguir escuchando otra cosa.

—Oye, madame Bartholdi.

—Dime, guapa.

—¿Has leído Alicia en el país de las maravillas?

—Claro, muchas veces. Fue escrito veinte años antes de que trajeran la estatua a Manhattan, en 1865. Pero bueno, eso da igual, las fechas me deprimen… ¿Por qué me lo preguntas?

—Es que me estaba acordando de cuando la Duquesa le dice a Alicia que todo tiene una moraleja, si uno sabe descubrirla, y luego le saca una moraleja que es un jeroglífico. ¿Te acuerdas tú?

—Sí —dijo miss Lunatic, apretando el paso—, es en el capítulo nueve, la historia de la Tortuga Artificial: «Nunca te imagines ser diferente de lo que a los demás pudieras parecer o hubieras parecido que fueras, si les hubieras parecido que no eras lo que eres»…

—Eso mismo, ¡qué buena memoria tienes! Pero en lo que estaba pensando yo es en la respuesta de Alicia: «Creo que eso lo comprendería mejor —dijo Alicia con mucha delicadeza— si lo viera escrito, pero dicho así no puedo seguir el hilo». Igual me pasa a mí contigo, madame Bartholdi, lo mismo que le pasaba a Alicia con la Duquesa; que pierdo el hilo.

Miss Lunatic se echó a reír.

—Pero no pretenderás que yo me ponga a escribir todo lo que voy diciendo para que tú tomes apuntes. No llegaríamos nunca a la puerta grande de Central Park. Además tengo la buena costumbre de olvidarme de lo que digo.

—Yo en cambio —dijo la niña—, no pierdo una palabra.

—Pues con eso es suficiente. Hemos quedado en que eres lista, así que ya lo irás entendiendo todo a su debido tiempo. Sigamos, ¿por dónde íbamos?

—Creo que me ibas a contar cómo haces para salirte de la estatua.

—Ah, ya… Pues verás, está resuelto de un modo bastante ingenioso. Tengo un pasadizo secreto por debajo del agua.

—¿Como el del metro? —preguntó Sara fascinada.

—Parecido, pero más estrecho, claro. Entra mi cuerpo con una pequeña holgura de quince centímetros a cada lado. Y de trayecto más corto. Comunica exactamente la base de la estatua con Battery Park; ¿sabes dónde está, no?

—¿Battery Park? Sí —dijo la niña—, en la parte de abajo del jamón, en la confluencia del Hudson con el East River. Pero ¿te metes de cabeza? ¿Y cómo vas? ¿Y no te rozas contra las paredes? ¿Y por dónde sales? ¿Puedo tomar apuntes ahora?

—A ver, cosa por cosa. Saca el plano. Te señalaré el punto exacto por donde salgo y vuelvo a entrar. Aunque no sé si lo vamos a ver bien.

Se pararon debajo de otro farol, y Sara desplegó el plano sobre el cochecito. Miss Lunatic lo dobló por la mitad. Luego hizo ademán de rebuscar algo en su faltriquera. Pero desistió con un gesto de fastidio.

—¡Vaya! Me he olvidado de poner pilas a la linterna, se me gastaron anoche.

—Yo tengo una pequeñita —dijo Sara muy contenta de poder solucionar el inconveniente—. La traigo en la bolsa con el dinero.

—¡Da gusto, hija! Se puede ir contigo a cualquier lado.

A la luz de la linternita de Sara, miss Lunatic le fue marcando con el dedo el itinerario de su pasadizo subacuático desde la islita de la Libertad hasta un lugar de Battery Park, lindando ya con City Hall, el barrio de los financieros. A Sara, que acababa de leer por aquellos días La isla del tesoro, le parecía que las explicaciones tan detalladas y concretas de miss Lunatic tenían algo de informe secreto y algo de confesión deliberada, como dando por hecho que ella misma tendría que servirse en breve de aquellos datos.

—Atiende, fíjate bien. ¿Ves ahí una cruz pequeña? Es la iglesia de Nuestra Señora del Rosario. Ahora cruza esta raya marrón y estás en Battery Park. ¿Ves la estación terminal del ferry a la isla? Pues justo entre la iglesia y la terminal del ferry, ahí verás una boca de alcantarilla pintada de rojo con un poste pequeño al lado.

Sara, que esforzaba la vista a la luz de la linternita, levantó la cabeza.

—Pero en el plano no viene eso.

—No, claro —contestó miss Lunatic—, en el plano no. No me interrumpas. El poste cerca de su base tiene una ranura por donde se introduce esta moneda. Toma. Guárdala. ¿Ves?, yo también llevo el dinero en una bolsa.

Sara cogió con gesto incrédulo la moneda de tonos verdosos que le daba miss Lunatic y la examinó a la luz de la linternita. Eran demasiadas cosas. ¿No estaría soñando?

—¿Para qué me das esta moneda? —preguntó emocionada.

—¿Tú qué crees?

—Yo creo que para que pueda volver a verte cuando quiera.

—Eres lista como un rayo. Tiene razón tu abuela. Pues ya te digo, la metes en la ranura y la tapa de la alcantarilla se descorre despacito; sólo se abre con este tipo de moneda, es un sistema parecido al del metro, aunque aquellas fichas son más feas…

—Pero bueno —dijo Sara—, ¿se abre la tapa, aparece el túnel y qué? ¿Hay asientos o algo?

—No. Es mucho más agradable. Dices una palabra que te guste mucho, echas las dos manos por delante, como cuando te tiras a una piscina, y tú no tienes que hacer nada más. En seguida se establece una corriente de aire templado que te sorbe y te lleva por dentro del túnel como volando, sin rozar contra las paredes ni nada. Da mucho gustito.

—¿Y luego?

—Una parada breve en la base de la estatua y decir otra vez la palabra mágica. Entonces asciendes en pocos segundos hasta la copa de la estatua y si quieres puedes salir a la barandilla que tiene en la corona. De noche es muy bonito, porque no hay turistas y se ven brillar al otro lado del río todas las luces de Manhattan. Para volver, lo mismo. También junto a la alcantarilla que sale al interior de la estatua verás un poste rojo con ranura. La moneda te sirve la misma. Porque en cuanto se ha abierto la tapa, la puedes recoger, sale despedida automáticamente. ¿No te olvidarás de nada?

—No te lo puedo prometer —dijo Sara con gesto preocupado.

Anduvieron un rato en silencio. Ya se veían cerca las luces de Columbus Circle, delante de la principal puerta de acceso a Central Park. A Sara le zumbaba la cabeza como si tuviera un enjambre de abejas por dentro. Miss Lunatic le había dicho, al salir del café de las patinadoras, que se despedirían cuando llegaran a esa puerta, y no sabía qué pregunta hacerle primero de las muchísimas que se le atropellaban pidiendo salida.

—Oye, madame Bartholdi.

—Dime, preciosa.

—¿Y dónde dejas el cochecito?

—¡Excelente pregunta! —exclamó ella riendo—. Creo que efectivamente puedes llegar a escribir novelas policíacas bastante estimables. Hay una casetita de madera como para un perro, justo frente a la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, detrás de un árbol. Yo tengo la llave. Precisamente por esa caseta, que está pintada de gris, te puedes guiar para encontrar la tapa de la alcantarilla. Son cincuenta pasos en dirección sudoeste. Ya he visto que llevas brújula. ¿Alguna pregunta más?

—¡Oh, sí, muchísimas! —dijo Sara—. Todas las del mundo. Pero no sé por dónde empezar. Me va a estallar la cabeza. No hay tiempo.

—Pues mira, no, la cabeza que no te estalle. Y tiempo hay, es lo único que hay. Cállate un ratito y piensa. O mejor, no pienses en nada. Es lo que más descansa.

—Pero dame la mano —dijo la niña.

—Bueno.

Miss Lunatic cambió el cochecito de sitio y se puso a empujarlo ella sola con la mano derecha, mientras le daba a Sara la izquierda. Empezó a canturrear una canción que decía:

Plaisir d’amour

ne dure qu’un moment;

chagrín d’amour

dure toute la vie…

Era una melodía tan dulce que Sara, apretando con una mano la de miss Lunatic y sintiendo dentro de la otra el tacto de la moneda, aspiró el frío de la noche, miró las luces de los rascacielos que rodeaban el oscuro pastel de espinacas y las lágrimas resbalaron como lluvia refrescante por sus mejillas. Y supo que de aquella mezcla tan intensa de pena y alegría no se iba a olvidar jamás.

Se despidieron a la puerta de Central Park. Miss Lunatic creía que ya se le había hecho tarde para la cita que tenía con un señor, pero de todas maneras había otros muchos asuntos imprevistos que la estaban requiriendo en Manhattan.

Y además ella, Sara, tenía que quedarse a solas para conocer la atracción del impulso, la alegría de la decisión y el temor del acontecer. Venciendo el miedo que le quedara, conquistaría la Libertad.

Le aconsejó que se diera un paseíto solitario por Central Park, antes de dirigirse a casa de la abuela. ¿No lo tenía pensado así? Y luego, que en los bosques se pensaba muy bien.

—No quiero que te vayas, madame Bartholdi. ¿Qué voy a hacer sin ti? Me quedo como metida en un laberinto.

—Procura encontrar tu camino en el laberinto —le dijo ella—. Quien no ama la vida, no lo encuentra. Pero tú la amas mucho. Además, aunque no me veas, yo no me voy, siempre estaré a tu lado. Pero no llores. Cualquier situación se puede volver del revés en un minuto. Ésa es la vida.

Sara se empinó para darle un beso. No podía evitar el llanto.

—Y no olvides una cosa —le dijo miss Lunatic—. No hay que mirar nunca para atrás. En todo puede surgir una aventura. Pero ante las ansias de la nueva aventura, hay como un miedo por abandonar la anterior. Plántale cara a ese miedo.

—No me digas más cosas, madame Bartholdi, porque se me va a romper el corazón. No me podré acordar de todas.

—Bueno, tenía una frase muy bonita para despedirme. Pero la llevo escrita porque es como una oración. Así que tómala, para que no te empaches ahora, y la lees por la noche, cuando estés en la cama.

—Gracias. Voy a tener postre para no sé cuántos días. Para toda la vida… —dijo la niña sorbiéndose las lágrimas—. ¡Si supieras lo que te quiero!

—Yo también. Desde que te vi te quise, y te voy a seguir queriendo siempre. Adiós, vete a dar tu paseo por el bosque, anda. Y Dios te bendiga, Sara Allen.

Sara sacó la bolsita de raso y metió en ella la moneda, la linterna y el papelito doblado que miss Lunatic le acababa de dar. Luego la abrazó de nuevo y, desprendiéndose de sus brazos bruscamente, se echó a correr hacia la gran puerta de hierro forjado que da acceso a Central Park.

Cuando estaba a punto de franquearla, oyó a sus espaldas una voz que le decía:

—¡Vuelve, Sara! ¡Toma! ¡Se te olvida la cesta!

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