CUATRO

Evocación de Gloria Star. El primer dinero de Sara Allen

Cerca de casa de la abuela Rebeca, había un parque misterioso y sombrío, que se iniciaba en un declive a espaldas de la catedral de San Juan el Divino. Se llamaba Morningside, como el barrio, y había que bajar a él por unas escaleras de piedra, porque estaba en una hondonada. Tenía fama de ser muy peligroso.

Años atrás, un desconocido, a quien la imaginación popular había bautizado con el nombre de «el vampiro del Bronx», eligió aquel lugar como campo de operaciones para sus crímenes nocturnos, que recaían siempre en víctimas femeninas. Fueron cinco los cadáveres de mujeres descubiertos en Morningside a lo largo de pocos meses, la voz se corrió y, como consecuencia, ya hacía tiempo que nadie se atrevía de día ni de noche a cruzar el parque de Morningside, ni tan siquiera a acercarse a los escalones de piedra musgosa, rematados por sólidas barandillas, que daban acceso a él.

A Sara le gustaba mucho mirar el parque abandonado desde la ventana del cuarto de estar, el mayor de la casa, donde la abuela tenía el piano. Le atraía su aspecto romántico y solitario.

Junto a aquella ventana tenía instalada la abuela su butaca preferida, aunque estaba un poco vieja y se salían los muelles por abajo. Sara, mientras su madre bajaba a hacer alguna compra o barría en la cocina cucarachas muertas, se sentaba en una sillita baja enfrente de la abuela, para hacerle compañía y escuchar sus cuentos, cuando estaba en vena de contarlos. Porque algunas veces estaba amodorrada o triste, se le caían los párpados y no tenía ganas de hablar. Pero más tarde o más temprano, Sara conseguía espabilarla y encender, con sus preguntas, el brillo apagado de su mirada.

Solían hablar muy bajito, casi cuchicheando, y esa complicidad con la abuela era lo que a la niña le parecía más emocionante, porque le encantaban los secretos.

—Abuela, ¿es bonito por dentro Morningside?

—¡Bah, ni fu ni fa! Mucho más bonito Central Park, dónde va a parar. A mí me encantaría tener dinero y vivir por la parte sur de Central Park. Menudos edificios hay allí… Este parque, si quieres que te diga la verdad, lo único que tiene es el misterio que ha cogido con lo del vampiro del Bronx. Pero nada más. Está en un grado de descuido que da pena.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Anda!, porque bajo muchas veces a pasear por ahí.

—¿Te metes dentro?

—Claro que me meto. Me gustaría más ir por Central Park en coche de caballos. Pero a falta de pan, buenas son tortas. Por lo menos se toma el aire a gusto, y sin que te moleste nadie.

—¿No te da miedo?

—¡Qué me va a dar miedo! Es uno de los sitios más seguros de todo Manhattan. ¿No ves que está desierto? Ni los atracadores ni los vampiros son tontos, ya lo sabrás por las películas. ¿Para qué van a perder el tiempo escondiéndose al acecho de su presa en un sitio por donde saben de sobra que ya nunca pasa nadie?

—¿Pero al vampiro del Bronx lo han cogido?

—No. Por lo menos en los periódicos que yo compro no lo trae. Creo que anda suelto todavía. Debe ser más listo que el hambre, hija. Y yo me lo figuro, no sé por qué, como un buen mozo. ¿Tú no?

—Yo no sé —decía Sara un poco asustada—. Yo no me lo figuro de ninguna manera.

A la señora Allen, cuando notaba que su madre y su hija estaban hablando del vampiro del Bronx, se la llevaban los demonios.

—Madre, no le cuente usted a Sara historias de miedo, que luego no se duerme —decía.

—¿Y para qué se va a dormir? ¿Habrase visto mayor pérdida de tiempo…? A ver, ¿qué periódicos son esos que sacas con la basura?

—Pues eso, usted lo ha dicho, madre. Son basura. Periódicos atrasados. De crímenes y tonterías así.

—Un crimen no es ninguna tontería, hija. Déjamelos ver antes de tirarlos, no vaya a ser que venga algo que me interese recortar. ¡Qué manía tienes con tirarlo todo! Cada vez que vienes por aquí, es como si pasara la langosta.

—Y usted qué manía con no tirar nada, con no arreglar nada. Esa butaca no puede seguir así. De la semana que viene no pasa que avise a un tapicero.

—Ni hablar, a mí me gusta así, un poco desfondada. Tiene las huellas de mi cuerpo. Que ahora ya es lo único que me acompaña.

—Porque usted quiere. Porque se empeña en no venirse con nosotros a Brooklyn.

A la abuela le fastidiaba aquella conversación.

—No seas pesada. Vivian, vamos a dejar eso. ¡Y no me llames de usted! ¡Mira que te lo tengo dicho veces!

—Ya lo he intentado, pero no me acostumbro. Me sale el usted. Papá, que en paz descanse, decía que tratar a los padres de tú era una falta de respeto.

—¡Pero si tú a mí no me tienes ningún respeto, aunque me trates de usted! Ni quiero que me lo tengas, por supuesto. Además hija, tu padre era un antiguo.

Un sábado de principios de diciembre por la tarde, cuando Sara y su madre llegaron, como de costumbre, a casa de la abuela, nadie contestó al timbre.

—Está perdiendo oído por momentos —dijo la señora Allen, soltando un suspiro.

—A lo mejor es que ha salido a dar una vuelta —dijo Sara—. Además hoy hemos llegado antes.

—¿Adonde va a ir con el frío que hace? Sujétame el paraguas, anda, que voy a buscar mi juego de llaves.

Entraron en la casa y sólo encontraron al gato Cloud dormitando encima de la butaca de la abuela.

La señora Allen se preocupó mucho. Últimamente a su madre le había dado por beber más de la cuenta. Pero eso no se lo dijo a Sara. Pensó que le sería fácil encontrarla por alguno de los bares de la zona, donde la conocían. Al fin y al cabo, tenía que bajar a unos recados. Ni siquiera se quitó el abrigo.

—Mira —le dijo a Sara—, tú te quedas aquí. Y si llega la abuela antes que yo, le preparas el té y le partes un buen trozo de tarta. No te dará miedo quedarte un rato sola.

—A mí ninguno —dijo la niña.

—Entonces, hasta ahora. Espero no entretenerme mucho. Y si llaman al teléfono, lo coges.

—Pues claro, mamá, qué tontería. No lo voy a dejar sonando.

—No me contestes así. Si tu abuelo Isaac levantara la cabeza. En fin… Puedes ir barriendo un poco la cocina.

—De acuerdo.

Pero, cuando desapareció su madre, Sara no se puso a barrer la cocina, sino a dar saltos por la habitación diciendo «¡Miranfú!» a todo pasto, porque era la primera vez que se quedaba sola en la casa de Morningside y le hacía una ilusión enorme. Era maravilloso —¡miranfú!—, imaginarse que la casa era suya y que ella se llamaba Gloria Star.

Había un disco puesto en el pick-up. Le dio a la tecla de la marcha y luego a la de subir el volumen. El disco empezó a girar.

Era la canción italiana que estaba oyendo la abuela delante del tocador de tres espejos, la tarde en que ella la había visto vestida de verde. Nunca había vuelto a oír esa canción, pero la reconoció en seguida y se quedó extasiada, como si hubiera sido víctima de un encantamiento:

Parlami d’amore,

Mariú,

tutta la mía vita

sei tu…

Cloud abrió los ojos. Luego arqueó el lomo, se bajó de la butaca y se puso a ronronear en torno a Sara.

—No, tú no estabas, Cloud. No estabas aquí aquella tarde. Déjame. No puedes hacerme compañía en mis recuerdos. Yo soy Gloria Star, la famosa cantante Gloria Star, ¿sabes?

El gato la miraba fijamente con sus ojos color esmeralda. Maullaba tenuemente y trataba en vano de alcanzar el borde de su vestido.

—No, es inútil, no puedes hacer memoria porque tú no me has conocido. Ni tampoco conoces a Aurelio. Déjame, te digo, vil gato, que me arañas las medias de seda. ¿No comprendes que estoy esperando a Aurelio? Va a llegar del Reino de los Libros para llevarme a bailar y me tengo que arreglar y ponerme guapa. Porque a él le gusta que me ponga guapa.

Salió al pasillo y abrió la puerta del dormitorio de la abuela. Estaba a oscuras. Se detuvo en el umbral, buscando a tientas el interruptor de la luz, y por unos instantes tuvo miedo. ¿Y si se encontraba a la abuela encima de la cama, estrangulada por el vampiro del Bronx? Lo primero que tendría que hacer es no tocar nada y llamar a la policía, como había visto que se hacía en las películas.

El gato Cloud, que la había seguido, se frotó contra una de sus piernas desnudas, y ella dio un grito. Encendió la luz y el gato salió bufando.

—¡Ay, qué susto me has dado, Cloud! —exclamó Sara—. ¿Me quieres dejar en paz? Por lo menos, podías decir algo. Aunque sólo fuera: «¿Cómo encuentras a la Reina?», como le dijo a Alicia el Gato de Cheshire. Pero, claro, tú qué sabrás de Alicia. Te pareces a Rod Taylor, pero en gato. Un gato tonto y mudo. Estoy gastando saliva en balde.

Mientras hablaba, miraba alrededor. Aunque sus temores se habían desvanecido al dar la luz, la verdad es que el dormitorio estaba hecho una catástrofe. Presentaba un aspecto que dificultaba seguir jugando a ser Gloria Star en sus tiempos de esplendor declinante. Olía a colillas, a cerrado, a sudor, y a perfume barato. Por el suelo y colgando del respaldo de los asientos, se veía un revoltijo de ropas de toda índole, y encima de la gran cama deshecha, había un montón de cartas, fotografías y recortes de prensa esparcidos sin orden ni concierto.

Sara trató de dar la luz al aplique de tres brazos con tulipas de cristal que había encima del tocador de tres espejos, pero se dio cuenta de que las bombillas estaban fundidas. Sobre el mármol negro veteado de rosa, junto a dos tarros de cosmético destapados y varias barras de labios consumidas, había vasos sucios, horquillas, carretes de hilo, cucharillas, ceniceros y un ejército de tubos de medicinas, unos mediados y otros vacíos.

El gato se subió a la cama de un salto y se aposentó encima de los papeles que estaban dispersos por entre las sábanas revueltas y arrugadas.

—¡Fuera de ahí, Cloud! ¡Habrase visto mayor falta de respeto! —dijo Sara con una voz fingida, mientras se acercaba con paso lánguido hacia la cama—. ¡Por Dios, mis cartas de amor! ¡Mis pétalos de flores! ¡Mis fotos más queridas! ¡Soy Gloria Star! ¿Te enteras? ¡Uf, qué peste de gato!

Empujó a Cloud, que volvió a saltar al suelo, y se puso a recoger con cuidado todos aquellos papeles, separando las cartas de los recortes de periódico y agrupando las fotografías por tamaños en montones distintos. Una de las más grandes representaba a un hombre un poco mayor pero bastante guapo, con bigote poblado y pelo negro con algunas canas, peinado a raya. Se apoyaba contra una estantería llena de libros, tenía un pitillo encendido entre los dedos y sonreía a la cámara. Sara miró mucho rato aquella fotografía y luego le dio la vuelta. Por detrás llevaba una dedicatoria con letra grande y clara, que decía: «Tú eres mi gloria, A.». Era la misma caligrafía de algunas cartas de las que acababa de recoger.

El disco se había terminado. Sara se dirigió al cuarto de estar con todos aquellos papeles. No sabía bien por qué, pero no le gustaba que los viera su madre cuando llegara y se pusiera a hacer limpieza. Capaz de tirarlos a la basura como los periódicos. Y además, que no. Eran secretos de la abuela. Sara no estaba jugando a ser Gloria Star. Se sentía Gloria Star en persona. Pero por otra parte, era cómplice de su abuela, y no quería que nadie fisgara en sus cartas secretas. Ni ella misma lo pensaba hacer.

Se dirigió hacia el mueblecito de tapa ondulada, que solía estar siempre cerrado. Pero ella sabía dónde guardaba la llave la abuela: dentro de un florero de china que representaba una cesta, a cuyo pie dos pajaritos se disputaban a picotazos la posesión de un gusano, tirando cada uno por un lado.

Se subió a un taburete para alcanzar la estantería donde estaba siempre, lo agitó y comprendió por el ruido que tenía la llave dentro. Pero en ese momento llamaron al teléfono y se llevó tal susto que el florero de los pajaritos se le escurrió de las manos y ella dio con sus huesos en el suelo. El corazón le latía a toda prisa cuando llegó a coger el teléfono.

Era la abuela. Se le notaba una voz muy alegre. Había bajado a dar un paseo por Morningside y luego se había metido un ratito en un bingo de barrio. Había ganado ciento cincuenta dólares. Por cierto, ¿habían leído la nota que les dejó? La había puesto encima del piano. Sara le dijo que no, y que su madre se había ido a la calle un poco preocupada.

—¡Dichosa Vivian! —dijo la abuela—. Si no se preocupa por algo, no vive. En seguida subo, estoy en el bar de abajo tomándome una copita de licor. Bueno, a tu madre no se te ocurra decirle lo del bingo… Ya, ya sé que tú sabes guardar bien los secretos… Hasta ahora. A ver si podemos tener tú y yo un poco de charla, hija… Por cierto, quería pedirte un favor, ahora que me acuerdo…

—Dime, abuela.

—Ya que estás tú sola ahí…, he dejado el dormitorio muy revuelto. ¿Me quieres recoger unos papeles que tengo por encima de la cama y metérmelos en el secreter? La llave ya sabes dónde la guardo.

—Sí, abuela —contestó Sara con una sonrisa muy tierna—. En el florero de los pajaritos.

Cuando colgó el teléfono, estaba muy excitada. Lo primero que hizo fue volver a poner el disco. Aquella canción le encantaba, aunque no entendía la letra. Pero decía Mariú, que debía ser una especie de «miranfú» en italiano. Luego fue a recoger el florero, temiéndose lo peor. Afortunadamente —¡miranfú!—, había caído encima de la butaca y no se había roto. La llavecita, en cambio, tardó en encontrarla. Se había escurrido por una ranura entre el almohadón y el brazo de la butaca.

Por fin la metió en la cerradura y levantó la tapa ondulada del mueble, que se llamaba secreter porque era un mueble de secretos. Salía un olor desvaído a papel antiguo, a flores secas. Miró otra vez el retrato de Aurelio Roncali y le dio un beso.

—Gracias —dijo bajito.

Y se le saltaron las lágrimas. Pero no como el día en que se enteró de que se había ido. En los seis años que habían pasado desde aquel día, había entendido que se puede llorar de tres maneras distintas: de rabia, de pena y de emoción. Éste era un llanto de emoción. Bueno, entre de emoción y de alegría. Una cosa un poco rara. Miranfú.

Luego, antes de bajar nuevamente la tapa del mueble, tuvo curiosidad por tirar de un cajoncito que había a la derecha y estaba entreabierto. Vio un sobre lacrado. Reconoció la letra de su madre:

VERDADERA RECETA DE LA TARTA DE FRESA, TAL COMO ME LA ENSEÑÓ EN LA INFANCIA REBECA LITTLE, MI MADRE

No pudo por menos de echarse a reír. Ahora resultaba que, después de tantas historias con la tarta de fresa, la abuela también la sabía hacer.

La abuela volvió de muy buen humor. En cuanto oyó la llave en la cerradura, Sara salió corriendo a recibirla seguida por el gato. No tenía la menor idea de si había pasado poco tiempo o mucho desde que se fue su madre. Pero sus dudas se disiparon pronto.

Acababa la abuela de tirar por el aire el dinero que venía de ganar en el bingo, y estaba su nieta recogiéndolo del suelo, las dos muertas de risa, cuando sonó el teléfono y la abuela fue a atenderlo.

—Diga… Ah, hola, Vivian… Sí, claro, ya estoy aquí, ¿o es que no me oyes…? Pues no, siento darte ese disgusto, pero no me ha raptado el vampiro del Bronx. Creo que prefiere la carne más joven.

Sara había acabado de recoger los billetes y se había sentado en la butaca de la abuela. Miraba pensativa y sonriente el parque abandonado de Morningside, sobre el cual se alargaban unas nubes color violeta que iban perdiendo poco a poco su resplandor. Cloud se subió a su regazo ronroneando y ella lo empezó a acariciar. Se encontraba tan a gusto como pocas veces en su vida.

—Os había dejado una nota encima del piano —estaba diciendo la abuela—. Además llevo aquí ya diez minutos.

Sara la miró. Y ella le devolvió la mirada y le guiñó un ojo sonriendo. A Sara le hacía mucha gracia que la abuela se defendiera de los sermones de su propia hija con aquellas mentiras de niña chica. Y le mandó un beso en la punta de los dedos. Pero ahora, además, lo que estaba diciendo le servía de pista sobre el tiempo transcurrido.

—Que sí, Vivian… ¿Cómo que no puede ser?… ¿Qué dices? ¿Que hace diez minutos estabas tú aquí todavía?… Hija, pareces un detective, será algún minuto menos, qué más da. O nos habremos cruzado en los ascensores… ¡Ay, no seas pelma, Vivian, que de todo haces un folletín!… Sí, la niña está bien… Y el gato. Y las cucarachas, vivitas y coleando. Todos estamos bien… Ahora, sí, ahora nos vamos a tomar la tarta… De acuerdo, hasta luego, tarda lo que te dé la gana.

Sara se había inclinado sobre el gato y le decía a la oreja:

—¿Has oído a la abuela, Cloud? Diez minutos han pasado nada más. Parece imposible lo que cabe en sólo diez minutos. Si no fueras tan ignorante, si fueras el gato de Cheshire, podríamos hablar de cómo se estira el tiempo algunas veces. ¿Ronroneas, eh? Bueno, eres tonto, pero cariñoso. Y además tienes el pelo muy suavecito, ésa es la verdad.

—¿Con quién hablas? ¿Con Cloud? —preguntó la abuela con voz juvenil y divertida, en cuanto hubo colgado el teléfono—. Creí que no te gustaban los gatos.

—Los mudos no mucho —contestó la niña—. Pero Cloud esta tarde yo creo que me entiende.

—Venga, hija, vamos a merendar. La pesada de tu madre dice que el supermercado está muy lleno y que va a tardar como media hora. ¡Qué respiro!

Aquella media hora, en cambio, se le hizo increíblemente corta a Sara. La abuela, muy animosa, se ofreció a preparar ella la merienda y empezó a recoger cacharros sucios de la cocina, a hervir agua para el té, y a poner la mesa canturreando. También le abrió una lata de comida a Cloud y se la puso debajo del fregadero en un plato de aluminio.

—¿Quieres que te ayude, abuela?

—No, nada de ayudas, tú siéntate. Voy a sacar un mantel bonito. Un día es un día.

A Sara se le contagiaba la alegría de su abuela. Y sobre todo estaba asombrada de su eficacia y de su actividad. El mantel era de flores bordadas. La abuela puso un hule debajo.

—Yo creí que tú no sabías hacer las tareas de la casa —dijo la niña.

—¡Anda, que no! Si eso es lo más fácil que hay. Lo que pasa es que es aburrido, cuando no hay un motivo para hacerlo. Ya verás qué buena nos sabe hoy la tarta.

Sara le preguntó que si ella también sabía hacer la tarta.

—Sí, pero se me ha olvidado. A mí ya me aburre la cocina. Pero la receta la tengo guardada no sé dónde. Tu madre me la trajo, como si fuera un testamento. Dice que tiene miedo de que se la roben las vecinas. ¡Dichosa tarta de fresa! A mí ya me harta, puede que esta tarde sea la primera vez que la pruebo desde hace mucho. Casi todas las semanas se la doy a un pobre. Hoy es distinto.

—¿Qué celebramos hoy, abuela?

—No sé, cualquier cosa. Tu cumpleaños. ¿No es tu cumpleaños dentro de unos días?

—Sí. El viernes que viene. Creí que no te acordabas. Pero me gusta mucho que te acuerdes. Cumplo diez.

La abuela fue al cuarto de estar y trajo los billetes que había ganado al bingo. Los repartió en dos montones iguales.

—Toma —dijo—. La mitad para ti y la mitad para mí. Es mi regalo de cumpleaños.

—Pero es muchísimo. Yo nunca he tenido tanto dinero, abuela.

—Pues lo guardas sin decírselo a nadie. En algún momento te puede hacer falta. Pero eso sí, procura gastártelo cuanto antes. Mira, no vaya a ser que llegue tu madre. Vete a mi dormitorio. Abres el armario, y en uno de los cajones de la derecha, el de más arriba, hay varias bolsitas de cuando yo salía por la noche. Elige la que más te guste, para meter tu primer dinero. Así queda el regalo más completo.

Aquella tarde le gustó a Sara más que nunca la tarta de fresa. Le parecía que la estaba probando por primera vez.

—Es que no hay nada como una buena conversación y no tener prisa para que sepan ricas las cosas —dijo la abuela.

Luego se fueron al cuarto de estar a esperar a la señora Allen. Sara apretaba contra su pecho, por debajo de la camiseta, una bolsita de raso azul bordada de lentejuelas donde había metido los setenta y cinco dólares.

—Dinero llama a dinero —dijo la abuela—. A ver si me aparece un novio rico. Búscamelo tú. ¿Te parezco muy vieja? ¿O crees que todavía puedo sacar algún novio?

La niña, que, al ir a buscar la bolsita, había visto colgado en el armario el vestido verde, le contestó:

—No me pareces vieja. Eres muy guapa. Sobre todo, si te vistes de verde.

A la abuela se le notaba que se había puesto triste de pronto. Sara comprendió que era mejor no hablarle de Aurelio. Ojalá pudiera ella encontrarle un amigo nuevo a la abuela. ¿Pero cómo iba a poder, si nunca salía sola?

Acabaron hablando de la soledad y de la Libertad. La abuela le estuvo contando a Sara que la estatua de la Libertad la habían traído a Nueva York desde Francia hacía cien años. Y que el escultor que la hizo, un artista alsaciano, había sacado la mascarilla para la diosa sobre la cara de su madre, una mujer muy guapa. Le dio un librito donde venía todo muy bien explicado para que lo leyera en casa, porque ya se oían los pasos de la señora Allen.

—Hija, no nos ha dado tiempo a nada —dijo la abuela.

Fue media hora que se pasó en un vuelo. Como el tiempo de los sueños. Miranfú.

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