CINCO

Fiesta de cumpleaños en el chino. La muerte del tío Josef

El día de su cumpleaños, que era viernes, Sara estrenó un conjunto de falda plisada y jersey en punto rojo que le había regalado su madre. El señor Allen había decidido que fueran a comer a un restaurante chino para celebrarlo. Los Taylor estaban invitados.

—¿Sabes? Viene también Rod —dijo la señora Allen, sonriendo a Sara con picardía cuando estaban llegando a la fontanería para recoger a su padre—. La fiesta es para ti, así que hacía falta un chico. ¿No te parece?

Sara no contestó. Rod estaba ahora menos gordo, pero igual de zoquete. Y encima dándoselas de conquistador con las niñas del barrio. Sara decidió que no le pensaba hacer ni caso.

—No te lo había querido decir para darte una sorpresa —añadió la señora Allen—. Y luego, al final, hay otra. Verás qué bien lo pasamos.

Pero no lo pasaron bien, por lo menos Sara. El restaurante era bastante oscuro y tenía pintados por las paredes en rojo, negro y dorado unos pájaros de patas muy largas y unos estanques con flores flotando que no se sabía por qué daban un poco de pena. En las mesa, con manteles de papel, había unas lamparitas rojas. Y por todo el local flotaba ese olor agridulce típico de la comida china. Sara ya conocía además aquel sitio, porque el dueño, el señor Li-Fu-Chin, era amigo de su padre, y algunas noches cuando éste tardaba en volver a casa, iba ella de la mano de su madre a buscarlo allí. Y con frecuencia volvían discutiendo.

Juntaron dos mesas, pusieron un centro de flores de papel y a Sara la sentaron al lado de Rod, que de tan concentrado como estaba comiendo a dos carrillos, no tenía tiempo para hablar ni ganas de hacerlo. Se limitaba a decir que sí con la cabeza y a emitir una especie de gruñido de satisfacción con la boca llena, cada vez que su madre le preguntaba si le gustaba aquello o quería probar de lo de más allá. Habían llenado la mesa de tantas fuentes con guisos distintos, que casi era imposible hacer un gesto con el brazo sin tirar un vaso o pringarse de grasa la bocamanga. Todo sabía bastante parecido, y la conversación de las personas mayores versaba principalmente sobre la comparación de unos manjares con otros, y también de los comentarios admirativos que suscitaba el señor Taylor, por ser el único de todos ellos capaz de manejar con destreza los palillos chinos, sin necesidad de acudir a la cuchara o al tenedor. De vez en cuando el señor Li-Fu-Chin se acercaba muy risueño a la mesa para preguntarles que si les estaba gustando.

—Ya lo creo, un banquete, amigo, un verdadero banquete —contestaba satisfecho el señor Allen—. Traiga un poco más de arroz tres delicias, y otra de cerdo en salsa agridulce.

—Va a sobrar, Samuel —le advertía la señora Allen en voz baja.

—¡Que sobre, qué demonios! ¡Un día es un día! ¿Verdad, Sarita?

—Pero la reina de la fiesta comer poquito, como un pájaro —decía el señor Li-Fu-Chin, fijándose en lo desganadamente que Sara se llevaba el tenedor a la boca—. ¿Es que no te gusta, guapa?

—Sí, señor, muchas gracias —contestaba Sara—. Está todo muy bueno.

No hacía más que acordarse de la abuela.

La verdad es que comer siempre le había parecido bastante aburrido, y hablar de lo que se estaba comiendo o de lo que se iba a comer, más todavía. Pero, al fin y al cabo, aquella reunión se estaba celebrando como homenaje a su cumpleaños, sus padres parecían disfrutar y estar de buen humor y ella estrenaba un vestido bastante bonito, aunque le picaba un poco por la parte de arriba y le daba calor. Tendría que haberse sentido más dichosa. Y cuando lo pensaba, intentaba animarse, mostrarse amable. Pero veía los carrillos de Rod moviéndose sin tregua, oía el ruido de los cubiertos al chocar contra los platos y el rumor de las risas, se fijaba en aquellas aves zancudas con patas y pico de oro pintadas en la pared y no entendía por qué le estaban entrando tantas ganas de llorar.

De postre trajeron unos pastelitos como de barquillo duro, con sorpresa dentro. Crujían al partirlos por la mitad y salían unos papeles pequeños y alargados como serpentinas de colores diferentes. Cada uno llevaba escrito un mensaje. Se los leían unos a otros con mucho alborozo, preguntando luego: «A ver qué dice el tuyo», y se reían cuando les parecía apropiada la frase.

El papelito de Sara era de color malva. Se puso muy colorada y se lo guardó en seguida sin querérselo leer a nadie, por mucho que le insistieron. Ponía: «Mejor se está solo que mal acompañado». Le pareció que iban a creer que lo había inventado ella y que había quedado escrito allí como por arte de magia. Y le remordía la conciencia de estar pensando precisamente eso que había leído. ¿Quién habría sido el duende capaz de adivinarle el pensamiento? Y se quedó inmóvil, mirando al vacío, como ajena a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

No hacía más que acordarse de la abuela, de lo corto que se le había hecho el tiempo en su casa, de todas las cosas que les habían quedado por hablar.

La señora Allen, que no la perdía de vista, le dio un codazo a la señora Taylor.

—¿Ves? —le susurró en voz baja—. Ésa es la cara que te digo que pone muchas veces sin saber por qué. A mí me asusta. ¿En qué estará pensando? Yo creo que mi madre le mete fantasías en la cabeza.

La señora Taylor, sonriendo, le dio un golpecito amistoso en el brazo, como si quisiera consolarla.

—Todos hemos pasado por esa edad. Es la edad de la fantasía —dijo magnánima—. Pero está poniéndose guapísima.

—Sí, ya ves, eso también me preocupa. Porque tal como está la vida hoy…

—Por favor, Vivian, te preocupa todo. Relájate, mujer, y disfruta.

—Tienes razón, Lynda; qué sería de mí sin tus consejos… Pero es que, no sé, cuando estoy a gusto, siempre me parece que va a pasar algo malo.

—Calla, mujer, no seas agorera…

Cuando ya parecía que se había acabado todo, vino de la cocina el señor Li-Fu-Chin, trayendo una tarta con diez velitas encendidas.

El señor Allen, que estaba muy contento, se levantó y empezó a cantar a voz en cuello el Happy birthday to you, coreado inmediatamente no sólo por los comensales de su mesa, incluido Rod, sino por otras personas desconocidas que estaban repartidas por otras mesas del restaurante. El señor Allen las animaba risueño a que se unieran al coro, haciendo gestos ampulosos con las manos, como si fuera un director de orquesta. Sara bajó los ojos. Le daba una vergüenza horrible.

—¡Anda, hija, no seas sosa! ¿En qué estás pensando? ¡Sopla las velas! —dijo la señora Allen con un acento de reproche—. ¿No te hace ilusión? Pero tienes que pedir algo.

Sara se concentró. «Que vuelva a ver a la abuela vestida de verde», dijo para sí misma, clavándose las uñas en la palma de las manos.

Luego sopló las velas lo más fuerte que pudo, casi con rabia, como si quisiera acabar con aquella ceremonia lo más pronto posible. Se apagaron las diez al mismo tiempo. Oyó aplausos a su alrededor.

—Buena suerte. Eso quiere decir buena suerte —afirmó la señora Taylor—. ¿No te habrás olvidado de formular un deseo?, ¿verdad?

—No —dijo Sara.

—Y es secreto, ¿a que sí?

—Sí —dijo Sara.

El señor Li-Fu-Chin le entregó un cuchillo y los aplausos se redoblaron.

—Tú partir tarta. Yo ayudar.

—¡A mí primero! ¡Un trozo grande! —dijo Rod, adelantando su plato a codazos.

—¡Qué buena cara tiene esa tarta! —comentó el señor Taylor.

Y la señora Allen sonrió complacida.

—Es la ventaja de venir a un restaurante de amigos. En otro sitio no nos hubieran consentido esto —dijo.

El señor Li-Fu-Chin guiñó un ojo a la señora Allen. Los Taylor los miraban sin comprender.

—Es que la tarta la ha hecho Vivian anoche —aclaró el señor Allen—. Tarta de fresa. Es su especialidad, ¿verdad, mujercita? Puede competir con las de El Dulce Lobo.

Ella hizo un gesto de falsa modestia, como queriendo quitarle importancia al comentario de su marido. El Dulce Lobo era la pastelería más famosa de todo Manhattan. Hacían setenta y cinco clases de tartas diferentes. Estaba cerca de Central Park, y tenía además dos salones de té, donde nunca se encontraba sitio libre para merendar, aunque eran muy grandes.

—No exageres, hombre —dijo la señora Allen—. Además, que la prueben primero. Creo que me ha salido bastante buena. Pero son ellos los que tienen que juzgar.

La probaron, repitieron todos, menos Sara, y no quedó ni una migaja.

—Ya quisiera El Dulce Lobo —comentó Philip Taylor—. Y si no, aunque sólo sea por una apuesta, reservamos allí mesa para un fin de semana, pedimos la tarta de fresa y la comparamos con la de Vivian. ¿A que es una buena idea?

—Pues por mí, eso está hecho —dijo el señor Allen.

Y Sara notó que por primera vez se enorgullecía, ante sus vecinos, de la tarta de fresa. Miraba muy satisfecho a su mujer.

—Y como sea peor —siguió el señor Taylor—, llamamos al dueño, y le decimos: «¿Y a usted le llaman el Rey de las Tartas? ¡Vamos, hombre! La Reina está aquí, aquí tiene usted a la verdadera Reina de las Tartas». Y se tendrá que callar, por muy Dulce Lobo que sea.

Todos se reían mucho, y la señora Allen miraba arrobada a Philip Taylor.

La comida terminó, pues, como era de esperar, cantando las alabanzas de la tarta de fresa.

Aquella noche la volvió a hacer, aunque decía que estaba cansada, porque al día siguiente era sábado y tenían que ir, como siempre, a casa de la abuela.

Cuando la señora Allen estaba sacando del horno la tarta de fresa, y Sara ya se había metido en su cuarto a leer el librito que le había regalado la abuela sobre la estatua de la Libertad, llamaron al teléfono y el señor Allen fue al living a cogerlo. Desde la cocina y desde el cuarto de Sara se oían retazos de una conversación agitada y plagada de silencios. La señora Allen aguzó el oído. «¡No puede ser!, ¡no puede ser!», exclamaba el señor Allen entrecortadamente.

Sara salió de su cuarto y se tropezó con su madre en el pasillo. Venía secándose las manos con el delantal.

—¿Qué pasa? —preguntó la niña.

—No lo sé, hija. Voy a ver. Parece alguna noticia mala.

Sara se volvió a meter en su cuarto pero dejó la puerta abierta. Al poco rato oyó llantos. Luego, que colgaban el teléfono. Sus padres avanzaban por el pasillo abrazados y llorando. Ella los siguió a la cocina. Su madre decía entre hipos:

—La dicha, Samuel, hay que pagarla con llanto. Se lo estaba yo diciendo a Lynda precisamente hoy a la hora de comer. Y ella, que soy una agorera. Sí, sí, agorera… ¡Pobre Josef!

Después de un rato, se enteró Sara de que un hermano de su padre, que ella no conocía, el tío Josef, había tenido un accidente de automóvil cerca de Chicago, donde vivía, y había muerto en el acto.

La señora Allen, a quien tanto hacían vibrar las catástrofes, se mostraba más cariñosa que nunca con su marido. Llegó a sentarse en sus rodillas y a besarle como a un niño. Luego, mientras le hacía una tila, se pusieron a discutir los detalles del viaje a Chicago. El señor Allen fue a su dormitorio a buscar unos folletos que tenía con los distintos horarios de trenes y de aviones.

—Me parece un disparate que tú vengas también, Vivian. Es el doble de gasto. Y además él y tú os habíais visto poco —le decía mientras miraba los folletos y sacaba cuentas en una computadora de bolsillo.

Pero no logró disuadirla. En un trance como aquél, ¿cómo iba a dejarle solo? Ni que estuviera loca, lo primero era lo primero. Y además, ¿qué dirían los parientes si le veían llegar sin ella al entierro? Capaces de pensar que lo suyo se había ido a pique.

—Pobre Sara —dijo el padre en un determinado momento, mirándola—. ¡Vaya un final de cumpleaños!

Pero, aparte de este comentario, no volvieron a hablar con ella ni a consultarle nada. Así que se fue otra vez a su cuarto y siguió leyendo, porque le parecía que todo aquel trastorno no tenía nada que ver con ella. Y en cambio el libro que le había regalado la abuela le estaba apasionando. Tenía las tapas azules y un grabado grande con el rostro de la estatua en aumento. Se titulaba: Construir la Libertad.

Al cabo de diversas llamadas telefónicas, cuchicheos y pasos que iban y venían de una habitación a otra, los señores Allen se dirigieron al dormitorio de su hija.

Sara se había tumbado vestida en la cama. La idea de construir la estatua de la Libertad había nacido en Francia. Se la encargaron a un escultor alsaciano llamado Frédéric Auguste Bartholdi, que empezó a trabajar en 1874, usando a su madre como modelo para la primera maqueta, que sólo tenía nueve pies de alto.

Se había quedado medio dormida leyendo eso, pensando fascinada en que madame Bartholdi fue mujer antes de ser estatua, y la entrada de sus padres la sobresaltó. Los acompañaba Lynda Taylor. Al principio no entendía nada. Escondió el libro, sin saber por qué.

Venían a notificarle que salían para Chicago al cabo de tres horas en un avión nocturno. Al día siguiente, sábado, sería el entierro del tío Josef. Y el domingo por la noche, estarían de vuelta. Ella se quedaría en casa de los Taylor.

—Pero teníamos que llevarle la tarta a la abuela. ¿Se lo habéis dicho a la abuela?

—¡De qué cosas te acuerdas, hija! —dijo el señor Allen—. Ahora la llamaremos.

—Anda, bonita, coge tu ropa y súbete conmigo —le dijo Lynda Taylor en tono protector.

—Aquí tienes las llaves de casa para cuando necesites bajar por algo —le advirtió la señora Allen—. Por favor, hija mía, acabas de cumplir diez años. Y ya tienes edad de hacerte cargo de las cosas. Espero que te portes bien.

—Naturalmente que se portará bien —intervino Lynda con un acento artificioso y musical—. ¿Verdad que eres una niña responsable?

Sara no la miró ni contestó nada.

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