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Viena, 5 de enero de 1785

El Aprendiz Mozart saboreaba la solemne Tenida con los ojos muy abiertos y aguzando el oído. Sentado entre Ignaz de Luca, futuro biógrafo de Joseph Haydn, y el escritor Johann Caspar Riesbeck, que criticaba la miseria reinante en Hungría, vivió la Apertura de los Trabajos de la logia como un nuevo nacimiento.

Por encima de los hermanos, la bóveda celeste con su geometría de constelaciones donde resonaba la música de las esferas. Actuaban, sin embargo, «a cubierto», pues el templo estaba herméticamente cerrado después de que los metales hubieron sido despojados y purificados. Al no residir ya en el mundo profano, los iniciados se convertían en la tripulación de una barca comunitaria que navegaba más allá de lo visible.

Por lo alto de los muros corría una cuerda que formaba, en varios lugares, unos nudos llamados «lagos de amor». Focalizando la energía celestial, evocaban la medición de una tierra que la práctica de los ritos había hecho sagrada y la eterna unión de las palabras de luz. Aquella cuerda no ataba, sino que liberaba.

Al contemplar los símbolos, Wolfgang comprendió que su riqueza era inagotable.

Con los demás aprendices, Wolfgang se sentaba en la columna del Norte. El Norte, la región menos iluminada del espacio sagrado. ¿No había que buscar allí la luz secreta, base y materia prima de la Gran Obra alquímica?

En el Oriente, el Delta animaba la logia haciendo que brillara el pensamiento del Gran Arquitecto del Universo.

Para el músico, un descubrimiento esencial. Edificar una obra no consistía en divulgar las propias pasiones, muy limitadas, en intentar prolongar la creación del constructor de mundos, actuando a cada instante. Explotarse a sí mismo, ponerse sin cesar en primer plano y preocuparse sólo de la mejora personal suponía traicionar la iniciación e internarse en un callejón sin salida.

Wolfgang, ritualmente vestido, no era ya sólo un hombre y un individuo, sino también un hermano, un ser único e irremplazable asimilado a una de las piedras vivientes del templo en perpetua construcción.

En la Tenida, como el término indicaba, cada hermano debía tener un comportamiento impecable. El delantal le recordaba su función de operario, el cinturón lo mantenía en la rectitud, los signos distintivos de la logia lo unían a un gran cuerpo del que se convertía en una de las funciones. Al Oriente, en la bandeja del Venerable, brillaba una eterna estrella.

—Hermano Primer Vigilante, ¿cuál es el primer deber de un Vigilante en la logia? —interrogó el Venerable.

—Venerable Maestro, es asegurarse de que está protegida, tanto exterior como interiormente.

El Protector exterior guardaba la puerta del templo para impedir, a riesgo de su vida, que entraran los profanos. Él debía avisar a sus hermanos en caso de peligro. Por lo que se refiere al Protector interior, comprobaba la calidad de cada iniciado y su capacidad para participar en los trabajos.

Aquellas precauciones seguían sin satisfacer al Venerable.

—Hermano Segundo Vigilante, ¿cuál es el segundo deber de un Vigilante en la logia?

—Venerable Maestro, asegurarse de que todos los que componen la asamblea son francmasones.

—Hacedlo, hermanos Primer y Segundo Vigilante, cada cual en vuestra columna, y dadme cuenta de ello. De pie y, cuando dé la orden, de cara al Oriente.

Tras el golpe de mazo del Venerable, los hermanos se levantaron y, mientras los Vigilantes pasaban, adoptaron la postura correcta. Ya no había condes, barones ni plebeyos, no había edad profana, fortuna ni títulos, sólo hermanos.

Puesto que cada uno estaba en su justo lugar, fue posible iluminar los tres pilares y luego trazar el «cuadro de la logia», donde figuraban los elementos necesarios para una construcción iniciática.

Thamos había insistido para que, de acuerdo con la tradición egipcia, se dibujaran en un suelo puro y blanco. En demasiadas logias se limitaban a desenrollar un tapiz cubierto de signos inmóviles, lo que arrebataba cualquier significado a aquel momento fundamental de la Apertura de los Trabajos.

Participar en un ritual daba una energía tan potente que hacía desaparecer la fatiga y las preocupaciones. Tras el banquete, Thamos y Wolfgang dieron un paseo. Cielo despejado, temperatura gélida.

—¿Por qué he sido iniciado tan tarde?

—Porque era preciso estar listo, tanto por tu parte como por la nuestra. Tu precocidad musical era, al mismo tiempo, una ventaja y un inconveniente. Vas tan de prisa que convenía formarte lentamente. Por lo que se refiere a la francmasonería europea, es un edificio frágil. Ya se han cometido muchos errores.

—¿Podría desaparecer la iniciación?

—Vida luminosa y transfigurada, se engendra a sí misma a cada instante. El hombre iniciable, en cambio, es una especie muy amenazada, sin duda, en vías de extinción. Con respecto a lo que crearon los antiguos egipcios, nuestro mundo, tanto en Oriente como en Occidente, me parece muy mediocre. Pero pensemos sólo en la próxima etapa de tu recorrido.

Wolfgang se detuvo: no osaba comprenderlo.

—Tras el Aprendizaje vienen el Compañerismo y la Maestría —precisó Thamos—. Una de las mayores faltas de la francmasonería actual consiste en precipitar los pasos de grados. En una logia de antaño, habrías seguido siendo Aprendiz al menos durante siete años. Pero tu camino es único. Por eso serás, muy pronto, Compañero. La enseñanza que se dispensa en ese grado desempeñará un papel capital en tu modo de concebir la música y de expresarla.

—¿Seguiréis ayudándome? —se inquietó Wolfgang.

—Tienes mi palabra —prometió el egipcio, abrazando a su joven hermano.