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Viena, 4 de enero de 1785
Durante una modesta y poco costosa recepción dada en el castillo de Schönbrunn, el emperador felicitó a varios altos funcionarios por entregarse al servicio público, entre ellos el conde de Pergen, y les recomendó que redujeran más aún sus presupuestos, evitando todo gasto inútil. Así, el Estado sería más fuerte y serviría mejor a la población.
Sin ponerse en evidencia, Joseph Anton intercambió algunas banalidades con fíeles cortesanos antes de ser abordado por el profesor Leopold-Aloys Hoffmann, el ex Secretario de la logia La Beneficencia que acababa de acoger a Mozart.
—Espero que este año no sea desfavorable para nuestro país.
—¿Qué teméis? —se extrañó el conde.
—Pese a la firmeza de nuestro amado emperador, la moral se derrumba y la hipocresía avanza.
—Vuestro pesimismo me inquieta. ¿Tenéis ejemplos concretos?
—Tomad la francmasonería —murmuró Hoffmann—. Se cree que es una sociedad que respeta las leyes y la religión, pero nos equivocamos gravemente.
—¿Estáis seguro?
—¿Conocéis esa sociedad secreta?
—No del todo —afirmó el conde.
—¡Pues yo la conozco muy bien! Publica un diario oficialmente destinado a sus miembros, pero que propaga sus ideas en el exterior. Pues bien, el director de ese periódico, Blumauer, ¡es ateo! Tras la palabra «Dios», los francmasones sólo ponen el vacío; ese vacío en el que caerá toda nuestra sociedad si toleramos semejantes actitudes.
A Joseph Anton, que conocía la pertenencia masónica de Hoffmann, le divertía esa toma de posición contra sus propios hermanos.
—¡Tristes revelaciones, señor profesor! ¿No serán… exageradas?
—Estoy bien informado.
—No imaginaba semejantes infamias. Además… ¿no cometéis una imprudencia al revelarlas?
—Intento en vano alertar a las autoridades, pero ¡nadie me cree! Antes o después, reconocerán que yo tenía razón.
Hoffmann se alejó y se dirigió a otro cortesano al que importunó como a los precedentes. Traidor y charlatán, deseaba demostrar su importancia, sin convencer a nadie. Joseph Anton, concienzudo, tomaría nota de sus declaraciones añadiendo el comentario de «verifíquese».
Viena, 4 de enero de 1785
—Sean cuales sean los inconvenientes de la oficial Gran Logia de Austria —dijo el barón Gottfried van Swieten a Thamos y a Von Born—, hay una cosa clara: no existe servicio secreto encargado de espiar a los francmasones.
—La policía no permanece de brazos cruzados —recordó Thamos.
—Sus investigaciones resultan limitadas, puesto que el emperador ve con buenos ojos la evolución de las logias vienesas. ¿Acaso no se han separado de las corrientes místicas y templarías?
—No comparto ese optimismo —intervino Ignaz von Born—. Nuestros vínculos con los Iluminados son bien conocidos, y éstos acaban de ser condenados por el príncipe-elector Karl Theodor.
—Una condena teórica —estimó Van Swieten—. Siguen reuniéndose e incluso han formado sociedades de lectura abiertas a todo el mundo. Nadie acabará con un movimiento de semejante magnitud.
—Desde la ruptura entre Weishaupt y Von Knigge, se agrieta desde el interior —recordó Thamos—. El jefe de los Iluminados es un intelectual y un político, no un iniciado. Separándose de cualquier espiritualidad, se desecará y sufrirá los rayos del poder.
Esta predicción conmovió al barón Van Swieten.
—¿Acaso teméis un cambio de José II en relación con la francmasonería?
—Como no la conoce desde el interior —consideró Von Born—, no puede tener una visión exacta de ella. Temo la intervención de hermanos oportunistas cuyo único objetivo sea ascender en grado y ejercer una miserable autoridad.
—No olvidemos a los charlatanes y a los traidores —recomendó Thamos—. En todas las épocas y en todos los lugares, los ambiciosos, los amargados y los decepcionados intentan destruir lo que adoraron. Los peligros internos no son menos temibles que los ataques procedentes del exterior. Eso sí, queda fuera de toda duda la interrupción del proceso referente al Gran Mago.
—¿Cómo vivió su iniciación? —preguntó el barón.
—Con un recogimiento y una intensidad extraordinarios. Su capacidad de percepción es tal que ha recorrido ya un trecho del camino que él mismo no es capaz de evaluar.
—Sólo nuestros hermanos nos reconocen como tales —recordó Von Born—. Dada la situación y la personalidad de Mozart, pronto pasaremos a la próxima etapa.
Viena, 4 de enero de 1785
Joseph Anton se había tranquilizado.
Provisto de un rimbombante título y de una misión oficial, gozaba de una cobertura perfecta. Algunos fieles colaboradores llevaban a cabo las tareas administrativas que él supervisaba, al tiempo que proseguía con su cruzada antimasónica.
Un inconveniente mínimo: la multiplicación de sus horas de trabajo. Luchando contra una sociedad secreta que conducía el mundo hacia el caos, preocupándose por la salvaguarda del imperio, Joseph Anton olvidaba la fatiga.
En el silencio de una gélida noche, tomó sus principales expedientes y se sumió en algunos de ellos.
Ignaz von Born, Gran Secretario de la Gran Logia de Austria y Venerable de La Verdadera Unión. Mineralogista de renombre, favorable a los Iluminados de Baviera, un verdadero jefe y el más peligroso de todos los francmasones. Reputación perfecta, existencia ejemplar, moralidad a toda prueba… ¡Sombrío cuadro!
Von Born tenía, por fuerza, algo que reprocharle. Joseph Anton lo descubriría…, o al menos se lo inventaría.
A pesar de sus títulos de chambelán palatino y consejero áulico, a Otto von Gemmingen le faltaba envergadura. Lleno de humanismo, creyendo en la bondad universal y en la mejora de la sociedad, encamaba al francmasón ingenuo, filósofo de pacotilla.
El barón Tobias von Gebler parecía más complejo. Apasionado por los misterios egipcios, había apostado por la francmasonería antes de apartarse de ella y regresar, luego, deseando someterla a la autoridad superior de José II, para asegurar su perennidad. Fatigado, escéptico, ¿creía él mismo en la utilidad de su andadura? Nada debía temerse de aquel viejo caballo que estaba ya de regreso.
Wolfgang Mozart, músico independiente, una de las diversiones de moda, simple aprendiz… ¿Por qué perder el tiempo con un expediente tan nimio? Un francmasón ordinario, en busca de relaciones bien situadas que lo ayudaran a hacer carrera.
Joseph Anton estuvo a punto de clasificarlo en la categoría de los mediocres, pero su olfato se lo impidió.
¿A qué venía aquella vacilación si ese artista menor no figuraba entre las cabezas pensantes de la francmasonería?
Su nombre había aparecido ya varias veces, y Anton no desdeñaba nunca sus intuiciones.
Mozart ocupó, pues, su lugar entre los agitadores que debían vigilarse.