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Viena, 3 de enero de 1785

Geytrand detestaba al francmasón Angelo Soliman, pero le pagaba lo bastante como para obtener informaciones de primera mano.

Ambos hombres se encontraban en una casita de las afueras de Viena que el conde de Pergen alquilaba con un falso nombre.

—¿No os han seguido, Soliman?

—Tranquilizaos, nadie sospecha de mí. ¿Acaso no soy uno de los mejores amigos y apoyos de Ignaz von Born, nuestro gran patrón? Recibo mil confidencias y soy considerado el mejor de los hermanos.

Llegado desde hacía dos horas, Geytrand se había asegurado de que nadie espiara el edificio.

—¿El nacimiento de la Gran Logia de Austria es apoyado por la mayoría de los francmasones?

—No estoy convencido de ello —respondió Soliman—. Muchos consideran demasiado rígida esa estructura administrativa en manos del poder.

—¿Qué piensa Von Born?

—En apariencia, sigue el juego. Pero ¡sólo en apariencia! Para no despertar sospechas de los espías del arzobispo, no coloca todos sus huevos en el mismo cesto.

—Sed más claro.

—Ninguna logia le parece realmente segura, ha distribuido a sus fieles y puesto en marcha varios temas de trabajo. Observa la evolución de los distintos talleres antes de elegir uno para encabezar la investigación. La creación de esa Gran Logia contraría sus planes, puesto que el emperador tendrá que estar permanentemente informado de las actividades masónicas.

—¿Nada más concreto?

—El Gran Secretario es un hombre frío y retraído. Si le hiciera preguntas directas, desconfiaría y yo perdería su confianza.

—Quiero saber lo que preparan.

—¿Habéis leído su artículo sobre los misterios egipcios? ¡Un trabajo notable! Ésta es la dirección que piensa tomar: olvidar las tonterías humanistas y la apología de la beneficencia para tomar resueltamente el camino del esoterismo, de lo simbólico y de la iniciación.

—¿Quién va a seguirlo?

—Un reducido número de hermanos, decididos a abandonar el sopor y la confortable comodidad de la francmasonería oficial.

—¡Eso sería subversión!

—Von Born forma parte de los Iluminados, al igual que varios hermanos influyentes. Aun aprobando la política de José II, piensan ir más lejos, mucho más lejos.

—¿Preparan una revolución?

—¡En absoluto! A esa gente le horroriza la sangre y la violencia. Desean poner de manifiesto el mérito individual y el valor intrínseco de un ser, olvidando los privilegios otorgados por el nacimiento y la fortuna. ¿No se anuncia este programa tan temible como una insurrección armada? Modificar las ideas corrientes y las opiniones consolidadas supone cambiar el mundo.

—¿Serían algunos francmasones realmente capaces de ello?

—¿No consiste vuestro trabajo en tomar en serio ese tipo de hipótesis?

Geytrand se crispó.

—¡No me deis consejos, Soliman! Yo os pago, vos me informáis.

—Según los rumores, vos mismo habríais sido francmasón y destinado a las más altas funciones. Pero cuando algunos hermanos advirtieron vuestra devoradora ambición, arrojasteis el delantal al suelo del templo y dimitisteis, jurando que la francmasonería pagaría muy cara esa falta de estima.

Geytrand sintió ganas de estrangular a su interlocutor.

—¡Os desprecio, Soliman!

—Yo también.

—No importa, necesitáis dinero.

—Es inútil que nos insultemos, nos parecemos como dos hermanos gemelos. Sólo nos diferencia el color de la piel. ¡Ah, un detalle más! A partir de hoy, mis tarifas aumentan.

Viena, 3 de enero de 1785

El barón Gottfried van Swieten no debía dar ningún paso en falso. Primero, examinó el conjunto de publicaciones sometidas a la censura con la esperanza de encontrar algún texto antimasónico firmado por el conde de Pergen.

En balde.

Luego se dirigió a casa de la condesa Thun.

—¿Pergen? El nombre me dice algo… Un alto funcionario sin mucha personalidad, íntimo de la difunta emperatriz. Desde la muerte de María Teresa, ha desaparecido.

—¿Estaba vinculado a la policía?

—Lo ignoro, barón.

Van Swieten avanzaba. María Teresa detestaba a los francmasones y empleaba, sin duda, hombres en la sombra, con el encargo de informarla sobre este creciente peligro. Sin ocupar funciones oficiales, el conde de Pergen proseguía, probablemente, su oscura tarea al servicio del emperador.

Interrogar directamente al jefe de la policía era demasiado arriesgado. La condesa Thun aconsejó a Van Swieten que consultara con un viejo chambelán de la corte que alardeaba de conocer a la perfección los usos y las costumbres de la aristocracia vienesa. El tipo proporcionaba, a veces, sabrosas informaciones.

El chambelán recibió muy amablemente al barón y le ofreció un excelente café. Hablaron del tiempo, de las dificultades de circular por la capital, de las indispensables medidas de economía y de algunas figuras del Estado.

—Hace ya mucho tiempo que no he visto al querido conde de Pergen —soltó Gottfried van Swieten—. Al parecer, ya no tiene función oficial.

—¡Desengañaos, barón! Tras una larga travesía del desierto, acaba de ser nombrado presidente del gobierno de la Baja Austria. Volveremos a verlo, pues, en la corte cuando su pesado trabajo administrativo se lo permita. Es un alto funcionario perfecto, que obedecerá sin discutir las órdenes del emperador, gozará de una vida apacible y de apreciables ventajas materiales, luego se retirará a sus tierras, satisfecho del deber cumplido.

La pista seguida por Van Swieten terminaba. Un personaje tan a la vista no podía ser el patrón de un servicio secreto que actuara en la sombra. En el fondo, el emperador manipulaba a la francmasonería con mucha habilidad y su policía le procuraba las informaciones que deseaba. Relajado, el barón tranquilizaría a Ignaz von Born y a Thamos el egipcio. No existían demonios ocultos en las tinieblas que se empecinaran en destruir la francmasonería.