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Viena, 1 de enero de 1785

Contrariamente a la mayoría de los vieneses, el emperador José II no había bebido hasta embriagarse y volvía ya a trabajar. Austria tenía que afirmarse como modelo de economía sana y bien administrada, donde ningún florín se gastaba a tontas y a locas.

El secretario particular del monarca le anunció la visita del conde de Pergen.

«Un dignatario tan madrugador merece respeto», pensó José II.

—¿Qué es eso tan urgente, conde?

—Mi misión me parece muy comprometida, majestad.

—¿Por qué razón?

—Temo ser detenido por la policía.

—¿La policía? ¡Pero si vos formáis parte de ella!

—No es ésa la opinión de su jefe.

Joseph Anton expuso con calma los hechos, ante la estupefacción del emperador.

—Alguien actúa sin mi autorización —declaró, irritado—. Esperad un momento, voy a aclarar la situación.

El caso quedó resuelto rápidamente.

—Un simple malentendido administrativo —concluyó el monarca—. Ese intempestivo celo no se repetirá. Seguid proporcionándome informes precisos.

—Para evitar graves inconvenientes, he trasladado mis expedientes, majestad.

—Excelente iniciativa.

—Si mi nombre se ha pronunciado, o escrito incluso, ya no estoy seguro. Mi entorno y mis relaciones comienzan a preguntarse por mis verdaderas actividades. Sería conveniente tranquilizarlos, al igual que a la policía.

—¿De qué modo?

—Concededme un título y una función bastante visible. Los espíritus suspicaces caerán en la trampa y desaparecerá cualquier curiosidad malsana.

Viena, 2 de enero de 1785

A Constance, a Wolfgang y al pájaro Star se les habían pegado las sábanas. Todas las noches, el músico recordaba su ceremonia de iniciación y se identificaba con los cuatro elementos. Recorría el cosmos de la logia y se metamorfoseaba allí, contemplando espléndidos paisajes.

El jilguero desgranó una dulce melodía para despertar a la casa. Constance besó al adorable Karl Thomas, que sonreía satisfecho.

El copioso desayuno se vio acompañado por la respuesta de Leopold a la sorprendente carta de su hijo. Wolfgang abrió la misiva con ansiedad.

—¿Le ha enojado que hayas entrado en la francmasonería? —se preocupó Constance.

—¡Al contrario, me felicita por ello! El trato con los grandes señores le parece excelente, en la medida en que me ayuden a asentar mi reputación en Viena.

—No es ése tu objetivo —respondió la muchacha.

—Hay que comprender a mi padre: a él sólo le interesa mi éxito profesional. Ah, no… sólo no. La filosofía masónica no le disgusta. Detesta la gazmoñería y se interesa por todas las formas del progreso, y querría saber algo más sobre mi logia.

—¿Crees que… podría adherirse?

—Un hijo iniciando a su padre… ¡qué hermoso sueño! No estamos todavía ahí. Responderé detalladamente a sus preguntas.

—¿Nannerl leerá tu carta?

—No lo creo.

—Desconfía, Wolfgang. Me odia y a ti no te quiere demasiado.

—Tiene mal carácter, lo admito; pero sigue siendo mi hermana mayor. Juntos, recorrimos Europa.

—Te envidia. A causa de tu genio, su mediocre talento de pianista se esfumó. Antes o después te hará pagar esa humillación.

—¿Tan rencorosa te parece?

—¡Más aún!

Algo triste, Wolfgang se acercó a una ventana y contempló el cielo.

—Las nubes se disipan, un paseo nos sentará bien.

Viena, 2 de enero de 1785

Las comidas festivas habían hecho aumentar de modo visible la panza del barón Gottfried van Swieten, que no tardaría en seguir un régimen. Al saber la iniciación de Mozart, se había felicitado por el largo trabajo llevado a cabo por Thamos y Von Born para conducir al Gran Mago hasta el templo donde descubriría las claves de un nuevo florecimiento.

El barón seguía preguntándose por las verdaderas intenciones del emperador. Si su hostilidad al arzobispo de Viena, a la Iglesia esclerotizada y a los monasterios inútiles seguía siendo resuelta, su posición con respecto a la francmasonería permanecía en la ambigüedad. ¿Le era realmente favorable o se limitaba a utilizarla como uno de los instrumentos de su política del que se libraría después de usarlo?

Durante el almuerzo con un alto funcionario, Van Swieten obtuvo unas inesperadas confidencias.

—El jefe de policía acaba de recibir una palmada en los dedos.

—¿Por qué razón?

—Una desafortunada investigación que no le ha gustado al emperador. Se sospechaba que un conde dirigía una especie de servicio secreto, más o menos oficial, encargado de espiar a nuestros buenos francmasones. Inverosímil, ¿no?

—Del todo grotesco.

—¡Imaginad el escándalo, si fuera cierto! Muchos notables pertenecen a esta honorable sociedad y no les gustaría ser sospechosos de no sé qué fechorías.

—¿Y el jefe de la policía creía en la existencia de ese servicio secreto?

—Una investigación rutinaria despertó su atención.

—¿Y a quién acusó?

—Al conde de Pergen, un aristócrata de indiscutible honestidad que goza de una excelente reputación. Tras haber servido fielmente a la difunta emperatriz, muestra una lealtad absoluta para con el emperador y no tiene el perfil de un espía de tortuoso espíritu.

—¿No se ha hablado de nadie más? —preguntó el barón Van Swieten.

—¡Afortunadamente! Como os estaba diciendo, el jefe de policía ha sido llamado al orden para que cesen esas ridiculas investigaciones. Los francmasones aprueban sin reservas la política de José II y lo ayudan a luchar contra todos los oscurantismos. ¡Perseguirlos sería un error trágico!

Van Swieten procuró pasar a otros temas, como si aquel incidente no le interesara en absoluto.

En cuanto terminó el almuerzo, se dirigió a la corte para recoger el máximo de informaciones sobre el tal Pergen.

¿Acababa de identificar el barón al alma maldita que, agazapado en las tinieblas, espiaba a la francmasonería y deseaba su destrucción?